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¿Qué puede ganar Rusia ahora con la UE?
Los europeos occidentales exigen atención pero no ofrecen ningún valor
Por Timofey Bordachev , Director de Programa del Club Valdai
Cuando el presidente ruso, Vladímir Putin, comentó recientemente que Rusia y Europa Occidental restablecerían relaciones constructivas "tarde o temprano" , fue menos una declaración política que un recordatorio de la inevitabilidad histórica. Por ahora, no hay señales de preparación por parte de la UE. Pero la historia está llena de reveses inesperados, y la diplomacia siempre ha requerido paciencia. Aun así, cuando llegue ese momento, Rusia tendrá que plantearse una pregunta difícil: ¿qué, exactamente, puede ganar con Europa Occidental?
Actualmente, la respuesta parece ser muy limitada. Los líderes de la UE se comportan como si Rusia siguiera siendo el mismo país que recuerdan de la década de 1990: aislado, debilitado y desesperado por hacerse oír. Ese mundo ya no existe. La Rusia de hoy no necesita la aprobación de Europa Occidental ni teme su condena. Y, sin embargo, los funcionarios de la UE siguen hablando con tono paternalista y ultimátums, como si aún creyeran que representan algo decisivo en el escenario mundial.
Una muestra reciente de este distanciamiento se produjo en Kiev, donde los líderes de Gran Bretaña, Alemania, Francia y Polonia se reunieron para lanzar lo que solo puede describirse como un ultimátum performativo a Moscú. El contenido era irrelevante; lo revelador era la postura. Uno solo podía preguntarse: ¿quién, exactamente, creen que está escuchando? Ciertamente, no Rusia, y cada vez más, tampoco el resto del mundo.
Europa Occidental no representa hoy una amenaza independiente para Rusia. Carece tanto de capacidad militar como de influencia económica. Su verdadero peligro no reside en su fuerza, sino en su debilidad: la posibilidad de que sus provocaciones arrastren a otros a crisis que escapan a su control. Su influencia ha disminuido y, en gran medida, ha quemado los puentes que antes encarecían la cooperación para Rusia. Las fantasías occidentales de la guerra fría ahora están desvinculadas de las realidades materiales del poder global.
El error fundamental de cálculo de la élite de la UE es asumir que Rusia aún considera la parte occidental del continente como un modelo a seguir. Pero la Rusia actual tiene pocos motivos para aspirar a las instituciones, la política o el diseño económico europeos. De hecho, en áreas como la gobernanza digital y la administración pública, Rusia lleva la delantera. Los esfuerzos de Europa occidental por "modernizar" Rusia mediante la consultoría y la proyección institucional han perdido relevancia desde hace mucho tiempo.
El estancamiento de la UE no es solo político, sino también tecnológico. Las estrictas regulaciones y la cautelosa legislación han frenado la innovación en áreas como la inteligencia artificial y la transformación digital. En ámbitos en los que otras naciones europeas podrían haber colaborado con Rusia, ya han intervenido diferentes actores globales. La realidad es que Europa Occidental tiene poco que ofrecer que Rusia no pueda obtener en otros lugares.
En el ámbito educativo, el atractivo de Europa Occidental también ha disminuido. Sus instituciones académicas sirven cada vez más como canales para la absorción intelectual, en lugar de un intercambio genuino. Lo que antes era una fortaleza ahora se percibe como un instrumento de dilución cultural.
Para ser claros, Rusia no rechaza la diplomacia con otras potencias europeas. Pero dicha diplomacia debe basarse en el beneficio mutuo, y en este momento, Europa Occidental ofrece poco. La verdadera tragedia es que muchos líderes europeos se criaron en un mundo pos-Guerra Fría que les enseñó que nunca afrontarían las consecuencias. Esa arrogancia se ha convertido en una especie de analfabetismo estratégico. Figuras como Emmanuel Macron y el nuevo primer ministro británico, Keir Starmer, ejemplifican esta realidad: performativos, aislados y desconectados del coste de sus decisiones.
Aun así, el cambio es inevitable. Las sociedades europeas comienzan a mostrar signos de descontento con el statu quo político. Los ciudadanos exigen mayor influencia sobre su propio futuro. Durante la próxima década, esto podría conducir a una transformación significativa, especialmente en Francia y Alemania, donde las estructuras de gobierno son más receptivas. En Gran Bretaña, donde el sistema está diseñado para proteger a la élite de la presión popular, el proceso probablemente será más lento. Los países del sur de Europa, acostumbrados desde hace tiempo a una influencia limitada, podrían adaptarse con mayor facilidad. Y estados más pequeños como Finlandia o las repúblicas bálticas, con el tiempo, cambiarán su postura actual por políticas más pragmáticas y con un enfoque económico.
Cuando llegue esta transformación y la UE vuelva a ser un socio viable, Rusia deberá reevaluar el propósito de dicha asociación. Durante 500 años, Europa Occidental ha sido el vecino más importante de Rusia: una fuente de amenaza, inspiración y competencia. Pero esa era está llegando a su fin. La región ya no define los términos de la modernidad. Ya no da ejemplo. Y ya no inspira miedo.
Cuando se restablezcan las relaciones —como finalmente ocurrirá—, la tarea de Rusia será definir qué busca realmente de una conexión con Europa. Se acabaron los días de la deferencia automática. La relación debe evaluarse ahora en términos de beneficios concretos para el desarrollo ruso y el bienestar nacional.
En esta nueva era, Rusia no busca venganza ni dominio. Busca relevancia: alianzas que sirvan a sus intereses y reflejen el mundo multipolar que se está formando a nuestro alrededor. Si Europa Occidental desea formar parte de él, debe aceptar en qué se ha convertido: ya no es el centro de los asuntos globales, sino un participante de un orden mundial mucho más amplio y dinámico.
La pálida sombra del resto de Europa aún perdura en la memoria rusa. Pero la memoria no es el destino. El futuro se forjará por lo que cada parte pueda ofrecer a la otra, más que por lo que se esperaba del pasado.