La crispación y la soberbia
Los argentinos tenemos una relación difícil con nuestra realidad. Objetivarnos como seres históricos nos ayudaría a salir de la encerrona.
Enrique Lacolla
Periodista
Es una constante que los sectores ilustrados o presuntamente tales se hayan perfilado en una actitud antagónica a los movimientos populares. Hayan sido estos federales del interior, rosista, yrigoyenista o peronista. En el núcleo de esta predisposición hay componentes sociológicos y psicológicos dispares, pero que confluyen en una actitud de desdén, negación, desconfianza o furia frente a las exteriorizaciones masivas del pueblo cuando éste se decide a apoyar con entusiasmo y participación a un movimiento. Este rechazo va desde las concentraciones del yrigoyenismo o el peronismo, a la Plaza de Mayo de abril de 1982, cuando una multitud aclamó la recuperación de las Malvinas. Muy a posteriori de este hecho, algunos intelectuales tuvieron el tupé de denominar a ese momento como "la plaza de la vergüenza". Sin entender que esa masa apoyaba, confusa pero certeramente, no al militarote que se asomaba al balcón, sino a la causa nacional que, por casualidad o no, él había tomado en sus manos.
Europeísmo. Al revés de que ha solido ocurrir en otros países de América latina, nuestros literatos y nuestra clase ilustrada, fuesen de origen patricio o pequeño burgués, en general nunca se sintieron cómodos con las vertientes populares de nuestra cultura y propendieron a abrevar en Europa para nutrirse.
El componente europeo de la cultura latinoamericana es indudable y sería una insensatez pretender negarlo. Pero en los otros países de Iberoamérica esa imbricación se ha producido sin rechazar los componentes autóctonos y populares que emanaban de la circunstancia en que vivían las clases pobres, y hasta esforzándose por identificarse con ellos y bañarse en su savia, mientras que en Argentina el deseo de identificarse con una cultura que se estima superior llevó a la producción de productos más híbridos, poco movilizadores y que inducían a un apartamiento del pueblo, apartamiento nutrido de esa aspirada identificación con Europa y de una percepción descalificante de las masas.
Jorge Luis Borges, el mejor de nuestros literatos y poseedor de un fino olfato para discernir las categorías esenciales, dijo una vez que los dos grandes libros fundadores de la cultura argentina eran el Facundo y el Martín Fierro. Y que, aunque él prefería al primero, reconocía que, desdichadamente, el segundo era el que se había hecho una sola cosa con el sentir popular y el que mejor lo expresaba. Esta contundente apreciación, formulada con serenidad y desde una conciencia absoluta de los valores que están en juego, contrasta con el divorcio entre realidad y ficción que en cambio se produce en la intelligentsia pequeño burguesa (o en el medio pelo cultural, para usar la categoría acuñada por Jauretche) cuando debe proponerse el examen de nuestra historia y la naturaleza de sus contradicciones. Lo que en Borges es una elección deliberada, derivada de su identificación reflexiva con los valores del universo portuario que miraba al exterior y que desde esa óptica dio forma al país, en una amplia capa intelectual de clase media se traduce en una incomodidad que traiciona un prejuicio casi racista del cual sus portadores abominarían si fuesen conscientes de él.
En la configuración de este prejuicio la mítica contraposición entre la civilización y la barbarie jugaba y juega una parte fundamental. El libro de Sarmiento, primer ensayo de interpretación sociológica sudamericana, adolecía del vicio de una antipatía visceral respecto del país tal como era, pero se asentaba en una virtud literaria de primer orden, poseída de furor romántico y capaz, por lo tanto, de ejercer una gran acción persuasiva sobre las capas semi ilustradas de la Argentina naciente, encantadas de justificar con esa formidable diatriba unos intereses que se valían del exterminio de las resistencias populares para imponer su hegemonía sobre el país.
La conciencia artificial. El mito fundador repotenció su eficacia al alcanzar a las generaciones que descendían de los inmigrantes y eran escolarizadas de acuerdo a esa oposición maniquea. Los nuevos habitantes, nacionalizados a toda prisa, carecían de una tradición oral que los conectara al pasado vivo del país. Ello facilitaba su encuadramiento en fórmulas simples y directas, lo que facilitó la conformación, a lo largo del tiempo, de una forma de mirar a la nación que pecaba de rígida y que imbuyó a capas y capas de argentinos de clase media con una concepción de país que descalificaba a los compatriotas más pobres o de piel más oscura, convirtiéndolos en réprobos a pesar suyo, víctimas de una suerte de fatalidad genética. Una fatalidad que los hacía díscolos, holgazanes e incapaces de elegir a sus representantes con un mínimo de acierto.
Este mecanismo adoctrinador se ha repetido una y otra vez a lo largo de la historia argentina posterior a la organización nacional. El resultado fue, y hasta cierto punto sigue siendo, la configuración de un punto de vista que primero se ha hinchado de indignación moral ante el éxito que alcanzaban las manifestaciones del demos elemental exteriorizado en el yrigoyenismo y el peronismo, y después ha tendido a replegarse a una estimación escéptica y frustrante de las posibilidades que la Argentina tendría respecto de elevarse a un nivel de potencia y prestigio que la hagan respetable entre las naciones del mundo. ¿Es esta conclusión verdadera? Lo único cierto es que la situación actual no podrá cambiar mientras persistan esos puntos de vista. Ahora bien, ¿cómo conseguir que esta situación se revierta?
Hay que revisar el mito fundador. Hay que entender que ningún país se construye contra sí mismo, es decir, contra el instinto político de sus clases populares. Este instinto debe ser educado, pero sin violar su preferencia primigenia. De lo contrario, tendremos lo que tenemos hoy, un país degradado por la oclusión de todas las opciones exaltantes y empujado al miserabilismo de una cultura televisiva que tiene a Gran Hermano como paradigma *******.
En esta necesaria revisión de la construcción mítica de nuestro pasado, que fuera y sigue siendo funcional a unos determinados intereses de clase, no pueden caber ya ni el engolamiento de una superioridad académica heredada ni la chicana polémica. La discusión y el debate son necesarios pero despojados, en lo posible, de toda descalificación derogatoria. Pues de lo que se trata no es de doblegar sino de persuadir a quienes participan de buena fe en la convención conceptual instituida por la historia oficial, para que se abran mentalmente a una revisión del pasado.
Como dijera Hernández Arregui, los protagonistas de nuestra historia son muertos vivos. En parte porque los conflictos que expresaron están todavía vigentes y en parte porque no hemos conseguido asumirlos en el conjunto de circunstancias que condicionaban a sus personajes. No es esta una condición salubre para nuestra integridad mental y, en consecuencia, para nuestra capacidad de encontrar una salida.
La definición de las contradicciones sociales nunca es pacífica, pero no tenemos por qué asumir, a partir de esto, que su liquidación ha de darse en los términos de una guerra civil. De hecho, sin embargo, ésta ha sido la actitud mental que gobernó y hasta cierto punto aún gobierna al debate sobre nuestra historia mediata e inmediata, e incluso a la de un pasado más remoto. La razón es, como vimos, que sus contradicciones fundamentales siguen vivas. Pero quienes se esfuerzan por deliberar de buena fe en torno de estos problemas no deberían ni negar la existencia de éstos ni esposar ciegamente un determinado partidismo, a la manera en que lo hacían quienes protagonizaron los choques del pasado, cuando se ensarzaban en una lucha a vida o muerte.
En la pregunta del oyente aludido, hay un trasfondo tal vez cándido, inducido por un apriorismo del cual esa persona ni se da cuenta. No creo que sea posible destruirlo sin destruir a quien lo padece. El camino es impulsar la reflexión autocrítica respecto de las nociones que hemos incorporado. No se tratará de negar las contradicciones ni la necesidad de tomar un partido frente a ellas, sino de hacerlo desde una actitud objetiva. Objetividad no quiere decir imparcialidad, sino cierta capacidad para representarse las cosas comprendiendo las variantes que las componen y los factores que condicionan la perspectiva del otro, en el marco del tiempo, de su época. Sólo así se podrá construir el consenso de los honestos, a partir del cual podremos representarnos el país que queremos y hacerlo factible.