Caballero Negro
Colaborador
“Me niego a arrodillarme”: coronel Hernán Mejía
Testimonio desesperado de un alto militar quien desde la cárcel acusa movidas turbias que comprometen a Santos y Sergio Jaramillo a quienes califica de traidores
Al Coronel Hernán Mejía, no le dieron permiso de salir de su prisión militar para presentar en la Feria del libro su testimonio: Me niego a arrodillarme, con prólogo de Plinio Apuleyo Mendoza y editado por Oveja Negra. Allí comenzó la polémica que llevó a que el libro se agotara en su primera edición.
El coronel del Ejército, condenado a 19 años de cárcel por ejecuciones extrajudiciales (falsos positivos) y nexos con los paramilitares cuando estaba al frente del batallón La Popa, en Valledupar, en 2007 no pudo darle la cara a sus lectores que lo esperaban, así que no tuvo más opción que grabar en prisión un corto video que se proyectó en el evento.
Son muchos los que piensan, con el Presidente Uribe a la cabeza y Plinio Apuleyo, que detrás de esta condena hubo una injusticia, tesis que defiende el autor quien describe complicadas situaciones dentro del alto militar con las que logra conmover y sembrar inquietudes y dudas.
El libro tiene la forma de una carta testimonial en el que el coronel se dirige a su padre –quien también fue militar– para narrarle que nunca deshonró al Ejército y que su penosa historia (“De héroe a villano”) es realmente una tragedia de vida en la que él es la víctima de dos poderosos personajes “Judas” de la vida nacional: el hoy presidente Juan Manuel Santos, y su mano derecha en el Ministerio de Defensa, Sergio Jaramillo, hoy alto Comisionado de Paz.
Este es el capítulo XI del libro, en el que Mejía narra sus encuentros y desencuentros con Santos y Jaramillo en 2007, cuando su vida de destacado militar tocó fin y pasó a ser un presidiario condenado por decenas de crímenes:
LA GRAN TRAICIÓN. ¿QUIÉN ES EL ENEMIGO
DE LOS SOLDADOS?
Nunca sabréis quienes son vuestros
Amigos hasta que caigáis en
la desgracia.
Napoleón
Es agotador, porque se enrabia la sangre y se enceguecen de tristeza las pupilas. Se arruga el alma, al escribir sobre la traición y sus implicaciones para un pueblo. Desde Judas que entregó por unas monedas a Jesús, quien lo contaba entre sus discípulos preferidos, hasta los integrantes del actual gobierno colombiano, que eran los más cercanos en el mandato de Álvaro Uribe Vélez, y le voltearon la espalda en el instante mismo de asumir el poder de la Nación. Pasaron dos mil años entre este par de monumentos a la deslealtad y ocurrieron muchas traiciones mortales que afearon el rumbo de la historia. Definitivamente las personas no cambian, simplemente fingen que lo hacen para lograr sus propósitos.
No encuentro cómo dejar plasmado lo que repite muchas veces la historia en sus pasajes, y es que las ratas abominables que se volvieron contra sus otrora benefactores, no merecieron jamás por parte de la sociedad indulto ni clemencia. Sin embargo, esos seres mezquinos aparecen frecuentemente como protagonistas del transcurrir humano. He apreciado en las sagradas escrituras que Jesús perdonó muchos pecados de muchos seres, pero es evidente que Judas se ahorcó el mismo día que vendió a su líder y las monedas cayeron bajo los pies cuando el cuerpo se balanceaba en un árbol. La traición no tiene perdón de Dios.
Cada noticia de lo que ocurre hoy en mi nación es la recriminación cruda por no haber seguido los consejos de mis viejos. Cuán equivocado estaba en la construcción del edificio de mi vida. Aún no puedo explicarles a mis pequeños hijos que su padre fue un soldado que los abandonó para entregarlo todo en una misión ingrata por la patria.
No he sido capaz de explicarles a mis hombres por qué, sin haber sido vencido jamás en los campos de batalla, sin haber fallado como líder en los más cruentos combates contra los terroristas por el bien de un país, sin haber tenido un solo segundo de conducta ilícita; he sido aniquilado por el Estado que defendí. Ese Estado que se alió hoy con los más sanguinarios delincuentes, movido por extrañas fuerzas políticas formando un diabólico dúo, destrozó la dignidad, el honor y la esperanza de la República, y con ello mató en vida a los mejores soldados y sus familias.
Eran más de tres décadas en las filas castrenses cuando inició este infernal episodio que ha roto en mil pedazos mi alma. Es muy angustioso descubrir que por tanto tiempo me utilizaron y me engañaron como a muchos de los soldados, y que los altos dignatarios del poder político y judicial son más corruptos, más cobardes, más traicioneros y más criminales que todos los terroristas juntos.
Precisamente hoy, mientras escribo estas líneas, aparecen en los medios las encuestas sobre la credibilidad de la sociedad en las instituciones. El Ejército es la más querida y confiable de todas, por encima del ochenta por ciento. Las peores, las más rechazadas por su evidente corrupción y traición a los compatriotas son el Congreso Nacional, la Justicia y la Guerrilla.
Entonces, cómo asimilar que esos repudiados por corruptos y marcados con el sello de la desconfianza de la Nación, tengan prisioneros injustamente a los más queridos por un pueblo.
Esa es una leve muestra de que en Colombia no importa lo que sienten los ciudadanos cuando el poder lo ostentan los mismos sin escrúpulos desde hace dos siglos.
Era enero y despegaba el 2007, llevaba más de siete meses sin ver a mi esposa, a mi madre y mis hijos. La última navidad la había pasado muy lejos. Era el comandante de una emblemática Brigada de combate terrestre que estaba incrustada en otro mundo, en las selvas amazónicas. Lideraba allí tres mil hombres que sacrificaban diariamente su vida en la guerra contrainsurgente, para salvar la de millones de compatriotas que ni siquiera se enterarían de su existencia y de su heroico sacrificio. Mientras tanto en la capital, en el propio Ministerio de la Defensa, ya se tramaba, ya se cocinaba la última parte de la brutal traición contra el Ejército.
Era martes en la noche. Recién llegaba al puesto de mando de mi brigada en Santana, Putumayo, ubicado dentro de la jungla exótica y silenciosa, pero muy estratégicamente diseñado para controlar y apoyar las operaciones militares en la región. Venía cansado de supervigilar las maniobras de mi poderosa Unidad en la frontera sur del país; estuve varios días motivando a mis hombres para el cumplimiento de la ardua misión. Bajé del helicóptero y recibí la información de mi inmediato subalterno, el coronel Alfonso Murillo, jefe del Estado Mayor de la Unidad Operativa Menor.
El coronel algo preocupado se me presentó y en una sola frase selló el futuro de su comandante. Debía comunicarme inmediatamente con el comandante del Ejército.
Creí en ese momento, como soldado, haber considerado mentalmente todas las posibilidades de por qué me llamaba ese día y a esa hora, el comandante de mi Ejército, pero estaba equivocado y la incertidumbre se agigantó cuando telefónicamente sin más palabras me dijo que me presentara en la sede del Comando del Ejército, en la capital, a primera hora del día siguiente. Le informé, con la cortesía acostumbrada, que no tenía disponible ningún medio de transporte que me permitiera cumplir tal orden, ante lo cual me dijo que enviaría de inmediato el avión asignado a él, y así sucedió.
Ese detalle fue peor para mi presionada imaginación. Lo sentí como una puntilla en mi cerebro. No tenía ni idea para qué era requerida en esa forma tan urgente mi presentación ante el alto mando. Lo más acertado que me permitía deducir era que se trataba de aspectos operacionales secretos sobre las maniobras contra el secretariado de las Farc en la frontera sur del país.
A las siete de la mañana del miércoles, estaba yo perfectamente uniformado en el imponente despacho del comandante del Ejército, general Mario Montoya Uribe. Luego de hacer mi presentación marcial ante el comandante de la Fuerza, me hizo seguir a su despacho. Nadie más se encontraba allí, lo que me desconcertó. No me preguntó por las operaciones, no me preguntó por mi Unidad Militar, solamente dijo:
–Hernán Mejía Gutiérrez, usted a partir del momento está relevado del mando de su brigada, del comando de las tropas especiales y de la dirección de todas las operaciones militares. No sé aún que pasó, pero según el ministro de Defensa Juan Manuel Santos, viene un escándalo de proporciones internacionales y usted hace parte de él.
Fue un mazazo sobre mi cabeza, era como si un mundo enloquecido girara en mi mente a mil kilómetros por hora. No podía asimilar aún la frase de mi comandante. Solo atiné a decir:
–Mi general, ¿cuál escándalo?, ¿de qué se trata esto? Yo soy un soldado limpio, yo no he actuado mal jamás.
El comandante de la Fuerza respondió sin mirarme:
–Mire, Hernán Mejía, vaya descanse con su familia estos días y se presenta aquí el lunes para asignarle un nuevo cargo.
Le respondí conmocionado si debía ir a entregarle la brigada a mi reemplazo como era lo legal y reglamentario. Me contestó que no era necesario, que todo ya estaba hecho. Eso me dolió más, me retorcía de rabia e indefensión. Me dijo que agradeciera que él había intercedido, porque la orden del ministro Juan Manuel Santos Calderón era echarme de la institución.
Es una triste pero comprobada verdad que muchos de los generales de hoy, como los políticos desde siempre, aprendieron a decir palabras perfectamente convincentes pero difíciles de creer. También los subalternos hoy tienen perfectamente claro que sus jefes muchas veces no son sinceros y por tanto indignos de la confianza de sus hombres.
Noté claramente que el comandante del Ejército tenía algo más al respecto, que no me había dicho toda la verdad. Salí del despacho nublado, sin entender nada, estaba en el máximo grado de aturdimiento posible. No supe con quién hablar, debía ir a casa, contarle a mi familia lo ocurrido, pero ¿qué era lo ocurrido? Tampoco tenía respuesta. Pasaron horas, siglos, mientras buscaba organizar las ideas. De todas formas, no lo pude hacer, le faltaban muchas piezas al rompecabezas.
La noche de ese miércoles fue un infierno. Sentí más presión que en los momentos del último atentado en mi contra, cuando los terroristas atacaron con explosivos el vehículo en que me desplazaba por la Sierra Nevada y volé medio muerto o medio vivo por los aires, venciendo la gravedad herida y rasgando el viento con mi sangre.
Esta sensación era mucho peor. A mi mente concurrían locuras y fantasmas. ¿Qué fue lo que hice tan grave?, ¿cuál era la causa de todo ese laberinto? Pasarían varios años de tragedia, de infamia y soledad en prisión para entenderlo.
Muy temprano, el jueves veinticinco de enero de 2007, salí con mi familia para la sede del Club Militar “Las Mercedes”, en Melgar, una población cálida, distante cien kilómetros de la capital en la vía hacia el sur, en el departamento del Tolima.
Muy cerca de ese Club de oficiales, a menos de cinco minutos en carro, se encuentra el gran fuerte de Tolemaida. Es el centro de entrenamiento militar más completo de la Nación, la catedral de los mejores guerreros de América. Allí funcionan la Escuela de Lanceros, la Escuela de Paracaidismo de Combate, la Brigada de Helicópteros y, antes, los famosos batallones aerotransportados Colombia, Bogotá y Rifles.
El prestigio de Tolemaida es legendario por su rigor en la preparación de las Unidades élite y porque desde allá egresan los mejores combatientes del mundo.
Mi cerebro funcionaba al máximo de revoluciones cuando pasamos frente de la guardia imponente del fuerte Tolemaida. Mientras conducía la pequeña camioneta, trataba de distraer y hacer sentir bien a mis niños, contándoles cuántas veces hice parte como alumno y como instructor en aquella guarnición. Ellos aún no conocían la situación y no tenía por qué amargarles el mágico momento. Además, yo tampoco tenía una idea nítida del asunto. Quería encontrar respuestas en mi cabeza.
Lo que sí tenía bien claro, y eso me tranquilizaba, era que mi conciencia estaba limpia, que nunca había actuado mal.
Llegamos a la sede campestre del club, me instalé con mi esposa e hijos en una espaciosa y fresca cabaña. Llevaba casi un año sin verlos y una eternidad sin compartir con ellos unos días. Le di gracias a Dios por aquellos momentos, pero seguía pensando en el porqué de todo.
Transcurrió el jueves en plena alegría. Era como si estuviera recuperando mil años perdidos de mi hogar; a veces estuve distante, escudriñando en el firmamento qué era lo que acontecía conmigo, y qué pasaría después, pero unas sonrisas y el abrazo cálido y simultáneo de mis tres hijitos me regresaban felizmente a tierra.
Viernes. No eran aún las siete de la mañana. Estaba tratando de jugar tenis con mi hijo mayor; nunca supiste padre que son tres mis retoños, esos nietos que no conociste. El mayorcito tenía entonces siete años y los mellizos cinco años. Les hablo mucho de mis antepasados, les cuento de la gran lucha que diste viejo por la vida, de tu recia manera de existir, de esos inquebrantables principios innegociables, de su pulcra manera de vestir, muchas veces de lino blanco, de la lección tan valerosa en los últimos momentos de tu existir. Les mostré en algunas ocasiones la carta que me dejaste con esa letra palma impecable y les digo cuánto te admiré, cuánto te respeto y cuánto te he necesitado.
Estaba en la cancha de polvo de ladrillo y a esa hora, recibo una llamada al teléfono móvil; era el general Montoya Uribe, el comandante del Ejército:
–Hola, Hernán Mejía. ¿Qué hace?, ¿dónde está?
Inmediatamente repliqué:
–Descansando con mi familia, mi general. Estoy en el club militar de “Las Mercedes”.
Esa respuesta, inexplicablemente para mí, descompuso al general comandante del Ejército. Cambió radicalmente el tono de voz:
– ¿Qué hace allá, Mejía? No la vaya a embarrar. Mire que podemos manejar las cosas, no se le ocurra hacer una locura.
Ahí, menos entendí la situación; quedé perdido, no sabía qué palabra pronunciar. Antes de que me repusiera, el general Montoya gritó:
–Ya envío un helicóptero y se regresa inmediatamente a la capital.
–Como ordene, mi general.
En pocos minutos mi familia me vio partir de nuevo. Esposa e hijos se quedaron solos, sin explicación, sin abrazo. Debieron suspender violentamente ese lapso de vida y de sonrisa, arreglaron las cuentas en el club, empacaron incluso mi ropa y regresaron llenos de intranquilidad unas horas después. Yo fui transportado al aeropuerto militar de la capital, y luego al Comando de la Fuerza donde me esperaba el general, el comandante de mi Ejército. Eran casi las diez de la mañana.
Ese viernes veintiséis de enero de 2007 fue lento. Ya habían ocurrido muchas cosas y eran hasta ahora las diez de la mañana. En el despacho del comandante de mi Ejército el ambiente estaba enrarecido, o por lo menos así lo percibí. El general sin mirarme a los ojos me dijo:
–Hernán Mejía, ¿está tranquilo?
Le dije:
–No. Cuénteme, mi general, qué es lo que pasa.
Ahora sí me miró. No encontraba palabras; no sé hoy si era capacidad histriónica o realmente le dolía. Se mostraba abatido, y atinó a decir con voz muy baja:
–Hernán, en pocos minutos el ministro Santos saldrá en una rueda de prensa con los medios de comunicación desde el Club militar de “Las Mercedes”. Todo lo que hablará será contra usted, le hará públicamente acusaciones terribles.
Luego agregó:
–Dejemos que todo se enfríe y lo manejaremos, Mejía. Usted sabe que en este país rápidamente un escándalo tapa el otro. Vaya descanse sin salir de la ciudad, por si lo necesito.
Fui educado para ser fuerte, pero jamás estuve preparado para esos instantes, y creo que nadie lo está. La sensación es horrible. Fue como si mi cerebro y mi corazón se enfrentaran a un choque descomunal que requería de toda su capacidad de respuesta o explotarían en mil pedazos.
En ese instante solo me quedó claro que era un plan siniestro. Que cuando el general de mi Ejército se entera de que estoy en el club militar de “Las Mercedes”, se desconcierta y siente que yo he descubierto la patraña. Se imagina que reaccionaré allí mismo porque el ministro Santos Calderón y yo coincidiríamos en el mismo lugar; porque ignorando todo, estaba con mi familia en el cadalso que en secreto me habían preparado.
He cavilado mucho, si tal vez fue mejor así. Creo que Dios evitó que esta historia hubiera cambiado radicalmente en aquel día de deshonor.
Llegué desolado a la casa. Mi pequeña familia había arribado pocos minutos antes. No alcancé a prepararlos, no era capaz de organizar mis ideas, no asimilaba cómo estaba ocurriendo esa catástrofe. Eran las once y cincuenta minutos de la mañana de ese mismo viernes veintiséis de enero de 2007 que duró mil años; en todos los canales nacionales el flash informativo: “El ministro de la Defensa Juan Manuel Santos Calderón hace graves denuncias contra un alto oficial del Ejército desde la sede del Club militar de “Las Mercedes” (…). Ese oficial de grado coronel es Hernán Mejía Gutiérrez, quien se desempeñaba hasta hace pocos días como comandante de las Unidades élite de Combate anti Subversivo en el sur del país”.
En ese momento, la institucionalidad que siempre defendí me asesinó brutalmente. Cada palabra en los medios era una estocada en mi corazón de soldado; el arma homicida esgrimida por Juan Manuel Santos fue la prensa, y esta se prestó gustosa para el crimen.
Meses después, varios periodistas conocidos que estuvieron allí, me relataron cómo los habían convocado a Tolemaida con mentiras sobre la compra de helicópteros; y ante la negativa a asistir, les anunciaron que saldría una bomba. Me describieron estos comunicadores, cómo el viceministro Sergio Jaramillo Caro repartía entre ellos un panfleto con atroces falsedades incriminándome en hechos que jamás cometí.
Puedo aseverar que la educación recibida en el seno de mi hogar fue estricta. Se basaba en los principios intransables de la moral, la fidelidad de sentimientos y la decencia. Aquellos preceptos no negociables que se heredan del hogar y que no pueden aprenderse en las escuelas y universidades.
En el Ejército y en los cursos de combate me entrenaron para las inclemencias de la guerra; pero que alguien me diga cómo se prepara uno para esta maldad. Cómo se hace para dar el primer paso, luego de ser decapitado a mansalva por el ministro de la Defensa en un espectáculo transmitido en directo. Díganme la forma de encontrar las mejores palabras, libres de rencor, pero llenas de sentido, para mirar a los ojos a mis pequeños hijos que estaban estupefactos y derrumbados, y explicarles que todo era
un error que pronto se aclararía, y que su papá no era el monstruo que el ministro Santos Calderón acababa de describir.
Luego, casi en minutos, debí correr hasta la clínica “Reina Sofía”, no muy lejos de mi casa, porque mi madre, tu esposa, viejo, tu compañera de la vida, mi linda vieja, había sufrido un paro cardiorrespiratorio ante la noticia del ministro Juan Manuel Santos y se encontraba en una sala de reanimación. Allí debía tratar de explicarles a propios y extraños lo que yo mismo aún no entendía. No sé todavía cómo sobreviví en aquel día. Mi Dios nuevamente estuvo ahí, silencioso, aterrado también, observando la prueba.
Testimonio desesperado de un alto militar quien desde la cárcel acusa movidas turbias que comprometen a Santos y Sergio Jaramillo a quienes califica de traidores
Al Coronel Hernán Mejía, no le dieron permiso de salir de su prisión militar para presentar en la Feria del libro su testimonio: Me niego a arrodillarme, con prólogo de Plinio Apuleyo Mendoza y editado por Oveja Negra. Allí comenzó la polémica que llevó a que el libro se agotara en su primera edición.
El coronel del Ejército, condenado a 19 años de cárcel por ejecuciones extrajudiciales (falsos positivos) y nexos con los paramilitares cuando estaba al frente del batallón La Popa, en Valledupar, en 2007 no pudo darle la cara a sus lectores que lo esperaban, así que no tuvo más opción que grabar en prisión un corto video que se proyectó en el evento.
Son muchos los que piensan, con el Presidente Uribe a la cabeza y Plinio Apuleyo, que detrás de esta condena hubo una injusticia, tesis que defiende el autor quien describe complicadas situaciones dentro del alto militar con las que logra conmover y sembrar inquietudes y dudas.
El libro tiene la forma de una carta testimonial en el que el coronel se dirige a su padre –quien también fue militar– para narrarle que nunca deshonró al Ejército y que su penosa historia (“De héroe a villano”) es realmente una tragedia de vida en la que él es la víctima de dos poderosos personajes “Judas” de la vida nacional: el hoy presidente Juan Manuel Santos, y su mano derecha en el Ministerio de Defensa, Sergio Jaramillo, hoy alto Comisionado de Paz.
Este es el capítulo XI del libro, en el que Mejía narra sus encuentros y desencuentros con Santos y Jaramillo en 2007, cuando su vida de destacado militar tocó fin y pasó a ser un presidiario condenado por decenas de crímenes:
LA GRAN TRAICIÓN. ¿QUIÉN ES EL ENEMIGO
DE LOS SOLDADOS?
Nunca sabréis quienes son vuestros
Amigos hasta que caigáis en
la desgracia.
Napoleón
Es agotador, porque se enrabia la sangre y se enceguecen de tristeza las pupilas. Se arruga el alma, al escribir sobre la traición y sus implicaciones para un pueblo. Desde Judas que entregó por unas monedas a Jesús, quien lo contaba entre sus discípulos preferidos, hasta los integrantes del actual gobierno colombiano, que eran los más cercanos en el mandato de Álvaro Uribe Vélez, y le voltearon la espalda en el instante mismo de asumir el poder de la Nación. Pasaron dos mil años entre este par de monumentos a la deslealtad y ocurrieron muchas traiciones mortales que afearon el rumbo de la historia. Definitivamente las personas no cambian, simplemente fingen que lo hacen para lograr sus propósitos.
No encuentro cómo dejar plasmado lo que repite muchas veces la historia en sus pasajes, y es que las ratas abominables que se volvieron contra sus otrora benefactores, no merecieron jamás por parte de la sociedad indulto ni clemencia. Sin embargo, esos seres mezquinos aparecen frecuentemente como protagonistas del transcurrir humano. He apreciado en las sagradas escrituras que Jesús perdonó muchos pecados de muchos seres, pero es evidente que Judas se ahorcó el mismo día que vendió a su líder y las monedas cayeron bajo los pies cuando el cuerpo se balanceaba en un árbol. La traición no tiene perdón de Dios.
Cada noticia de lo que ocurre hoy en mi nación es la recriminación cruda por no haber seguido los consejos de mis viejos. Cuán equivocado estaba en la construcción del edificio de mi vida. Aún no puedo explicarles a mis pequeños hijos que su padre fue un soldado que los abandonó para entregarlo todo en una misión ingrata por la patria.
No he sido capaz de explicarles a mis hombres por qué, sin haber sido vencido jamás en los campos de batalla, sin haber fallado como líder en los más cruentos combates contra los terroristas por el bien de un país, sin haber tenido un solo segundo de conducta ilícita; he sido aniquilado por el Estado que defendí. Ese Estado que se alió hoy con los más sanguinarios delincuentes, movido por extrañas fuerzas políticas formando un diabólico dúo, destrozó la dignidad, el honor y la esperanza de la República, y con ello mató en vida a los mejores soldados y sus familias.
Eran más de tres décadas en las filas castrenses cuando inició este infernal episodio que ha roto en mil pedazos mi alma. Es muy angustioso descubrir que por tanto tiempo me utilizaron y me engañaron como a muchos de los soldados, y que los altos dignatarios del poder político y judicial son más corruptos, más cobardes, más traicioneros y más criminales que todos los terroristas juntos.
Precisamente hoy, mientras escribo estas líneas, aparecen en los medios las encuestas sobre la credibilidad de la sociedad en las instituciones. El Ejército es la más querida y confiable de todas, por encima del ochenta por ciento. Las peores, las más rechazadas por su evidente corrupción y traición a los compatriotas son el Congreso Nacional, la Justicia y la Guerrilla.
Entonces, cómo asimilar que esos repudiados por corruptos y marcados con el sello de la desconfianza de la Nación, tengan prisioneros injustamente a los más queridos por un pueblo.
Esa es una leve muestra de que en Colombia no importa lo que sienten los ciudadanos cuando el poder lo ostentan los mismos sin escrúpulos desde hace dos siglos.
Era enero y despegaba el 2007, llevaba más de siete meses sin ver a mi esposa, a mi madre y mis hijos. La última navidad la había pasado muy lejos. Era el comandante de una emblemática Brigada de combate terrestre que estaba incrustada en otro mundo, en las selvas amazónicas. Lideraba allí tres mil hombres que sacrificaban diariamente su vida en la guerra contrainsurgente, para salvar la de millones de compatriotas que ni siquiera se enterarían de su existencia y de su heroico sacrificio. Mientras tanto en la capital, en el propio Ministerio de la Defensa, ya se tramaba, ya se cocinaba la última parte de la brutal traición contra el Ejército.
Era martes en la noche. Recién llegaba al puesto de mando de mi brigada en Santana, Putumayo, ubicado dentro de la jungla exótica y silenciosa, pero muy estratégicamente diseñado para controlar y apoyar las operaciones militares en la región. Venía cansado de supervigilar las maniobras de mi poderosa Unidad en la frontera sur del país; estuve varios días motivando a mis hombres para el cumplimiento de la ardua misión. Bajé del helicóptero y recibí la información de mi inmediato subalterno, el coronel Alfonso Murillo, jefe del Estado Mayor de la Unidad Operativa Menor.
El coronel algo preocupado se me presentó y en una sola frase selló el futuro de su comandante. Debía comunicarme inmediatamente con el comandante del Ejército.
Creí en ese momento, como soldado, haber considerado mentalmente todas las posibilidades de por qué me llamaba ese día y a esa hora, el comandante de mi Ejército, pero estaba equivocado y la incertidumbre se agigantó cuando telefónicamente sin más palabras me dijo que me presentara en la sede del Comando del Ejército, en la capital, a primera hora del día siguiente. Le informé, con la cortesía acostumbrada, que no tenía disponible ningún medio de transporte que me permitiera cumplir tal orden, ante lo cual me dijo que enviaría de inmediato el avión asignado a él, y así sucedió.
Ese detalle fue peor para mi presionada imaginación. Lo sentí como una puntilla en mi cerebro. No tenía ni idea para qué era requerida en esa forma tan urgente mi presentación ante el alto mando. Lo más acertado que me permitía deducir era que se trataba de aspectos operacionales secretos sobre las maniobras contra el secretariado de las Farc en la frontera sur del país.
A las siete de la mañana del miércoles, estaba yo perfectamente uniformado en el imponente despacho del comandante del Ejército, general Mario Montoya Uribe. Luego de hacer mi presentación marcial ante el comandante de la Fuerza, me hizo seguir a su despacho. Nadie más se encontraba allí, lo que me desconcertó. No me preguntó por las operaciones, no me preguntó por mi Unidad Militar, solamente dijo:
–Hernán Mejía Gutiérrez, usted a partir del momento está relevado del mando de su brigada, del comando de las tropas especiales y de la dirección de todas las operaciones militares. No sé aún que pasó, pero según el ministro de Defensa Juan Manuel Santos, viene un escándalo de proporciones internacionales y usted hace parte de él.
Fue un mazazo sobre mi cabeza, era como si un mundo enloquecido girara en mi mente a mil kilómetros por hora. No podía asimilar aún la frase de mi comandante. Solo atiné a decir:
–Mi general, ¿cuál escándalo?, ¿de qué se trata esto? Yo soy un soldado limpio, yo no he actuado mal jamás.
El comandante de la Fuerza respondió sin mirarme:
–Mire, Hernán Mejía, vaya descanse con su familia estos días y se presenta aquí el lunes para asignarle un nuevo cargo.
Le respondí conmocionado si debía ir a entregarle la brigada a mi reemplazo como era lo legal y reglamentario. Me contestó que no era necesario, que todo ya estaba hecho. Eso me dolió más, me retorcía de rabia e indefensión. Me dijo que agradeciera que él había intercedido, porque la orden del ministro Juan Manuel Santos Calderón era echarme de la institución.
Es una triste pero comprobada verdad que muchos de los generales de hoy, como los políticos desde siempre, aprendieron a decir palabras perfectamente convincentes pero difíciles de creer. También los subalternos hoy tienen perfectamente claro que sus jefes muchas veces no son sinceros y por tanto indignos de la confianza de sus hombres.
Noté claramente que el comandante del Ejército tenía algo más al respecto, que no me había dicho toda la verdad. Salí del despacho nublado, sin entender nada, estaba en el máximo grado de aturdimiento posible. No supe con quién hablar, debía ir a casa, contarle a mi familia lo ocurrido, pero ¿qué era lo ocurrido? Tampoco tenía respuesta. Pasaron horas, siglos, mientras buscaba organizar las ideas. De todas formas, no lo pude hacer, le faltaban muchas piezas al rompecabezas.
La noche de ese miércoles fue un infierno. Sentí más presión que en los momentos del último atentado en mi contra, cuando los terroristas atacaron con explosivos el vehículo en que me desplazaba por la Sierra Nevada y volé medio muerto o medio vivo por los aires, venciendo la gravedad herida y rasgando el viento con mi sangre.
Esta sensación era mucho peor. A mi mente concurrían locuras y fantasmas. ¿Qué fue lo que hice tan grave?, ¿cuál era la causa de todo ese laberinto? Pasarían varios años de tragedia, de infamia y soledad en prisión para entenderlo.
Muy temprano, el jueves veinticinco de enero de 2007, salí con mi familia para la sede del Club Militar “Las Mercedes”, en Melgar, una población cálida, distante cien kilómetros de la capital en la vía hacia el sur, en el departamento del Tolima.
Muy cerca de ese Club de oficiales, a menos de cinco minutos en carro, se encuentra el gran fuerte de Tolemaida. Es el centro de entrenamiento militar más completo de la Nación, la catedral de los mejores guerreros de América. Allí funcionan la Escuela de Lanceros, la Escuela de Paracaidismo de Combate, la Brigada de Helicópteros y, antes, los famosos batallones aerotransportados Colombia, Bogotá y Rifles.
El prestigio de Tolemaida es legendario por su rigor en la preparación de las Unidades élite y porque desde allá egresan los mejores combatientes del mundo.
Mi cerebro funcionaba al máximo de revoluciones cuando pasamos frente de la guardia imponente del fuerte Tolemaida. Mientras conducía la pequeña camioneta, trataba de distraer y hacer sentir bien a mis niños, contándoles cuántas veces hice parte como alumno y como instructor en aquella guarnición. Ellos aún no conocían la situación y no tenía por qué amargarles el mágico momento. Además, yo tampoco tenía una idea nítida del asunto. Quería encontrar respuestas en mi cabeza.
Lo que sí tenía bien claro, y eso me tranquilizaba, era que mi conciencia estaba limpia, que nunca había actuado mal.
Llegamos a la sede campestre del club, me instalé con mi esposa e hijos en una espaciosa y fresca cabaña. Llevaba casi un año sin verlos y una eternidad sin compartir con ellos unos días. Le di gracias a Dios por aquellos momentos, pero seguía pensando en el porqué de todo.
Transcurrió el jueves en plena alegría. Era como si estuviera recuperando mil años perdidos de mi hogar; a veces estuve distante, escudriñando en el firmamento qué era lo que acontecía conmigo, y qué pasaría después, pero unas sonrisas y el abrazo cálido y simultáneo de mis tres hijitos me regresaban felizmente a tierra.
Viernes. No eran aún las siete de la mañana. Estaba tratando de jugar tenis con mi hijo mayor; nunca supiste padre que son tres mis retoños, esos nietos que no conociste. El mayorcito tenía entonces siete años y los mellizos cinco años. Les hablo mucho de mis antepasados, les cuento de la gran lucha que diste viejo por la vida, de tu recia manera de existir, de esos inquebrantables principios innegociables, de su pulcra manera de vestir, muchas veces de lino blanco, de la lección tan valerosa en los últimos momentos de tu existir. Les mostré en algunas ocasiones la carta que me dejaste con esa letra palma impecable y les digo cuánto te admiré, cuánto te respeto y cuánto te he necesitado.
Estaba en la cancha de polvo de ladrillo y a esa hora, recibo una llamada al teléfono móvil; era el general Montoya Uribe, el comandante del Ejército:
–Hola, Hernán Mejía. ¿Qué hace?, ¿dónde está?
Inmediatamente repliqué:
–Descansando con mi familia, mi general. Estoy en el club militar de “Las Mercedes”.
Esa respuesta, inexplicablemente para mí, descompuso al general comandante del Ejército. Cambió radicalmente el tono de voz:
– ¿Qué hace allá, Mejía? No la vaya a embarrar. Mire que podemos manejar las cosas, no se le ocurra hacer una locura.
Ahí, menos entendí la situación; quedé perdido, no sabía qué palabra pronunciar. Antes de que me repusiera, el general Montoya gritó:
–Ya envío un helicóptero y se regresa inmediatamente a la capital.
–Como ordene, mi general.
En pocos minutos mi familia me vio partir de nuevo. Esposa e hijos se quedaron solos, sin explicación, sin abrazo. Debieron suspender violentamente ese lapso de vida y de sonrisa, arreglaron las cuentas en el club, empacaron incluso mi ropa y regresaron llenos de intranquilidad unas horas después. Yo fui transportado al aeropuerto militar de la capital, y luego al Comando de la Fuerza donde me esperaba el general, el comandante de mi Ejército. Eran casi las diez de la mañana.
Ese viernes veintiséis de enero de 2007 fue lento. Ya habían ocurrido muchas cosas y eran hasta ahora las diez de la mañana. En el despacho del comandante de mi Ejército el ambiente estaba enrarecido, o por lo menos así lo percibí. El general sin mirarme a los ojos me dijo:
–Hernán Mejía, ¿está tranquilo?
Le dije:
–No. Cuénteme, mi general, qué es lo que pasa.
Ahora sí me miró. No encontraba palabras; no sé hoy si era capacidad histriónica o realmente le dolía. Se mostraba abatido, y atinó a decir con voz muy baja:
–Hernán, en pocos minutos el ministro Santos saldrá en una rueda de prensa con los medios de comunicación desde el Club militar de “Las Mercedes”. Todo lo que hablará será contra usted, le hará públicamente acusaciones terribles.
Luego agregó:
–Dejemos que todo se enfríe y lo manejaremos, Mejía. Usted sabe que en este país rápidamente un escándalo tapa el otro. Vaya descanse sin salir de la ciudad, por si lo necesito.
Fui educado para ser fuerte, pero jamás estuve preparado para esos instantes, y creo que nadie lo está. La sensación es horrible. Fue como si mi cerebro y mi corazón se enfrentaran a un choque descomunal que requería de toda su capacidad de respuesta o explotarían en mil pedazos.
En ese instante solo me quedó claro que era un plan siniestro. Que cuando el general de mi Ejército se entera de que estoy en el club militar de “Las Mercedes”, se desconcierta y siente que yo he descubierto la patraña. Se imagina que reaccionaré allí mismo porque el ministro Santos Calderón y yo coincidiríamos en el mismo lugar; porque ignorando todo, estaba con mi familia en el cadalso que en secreto me habían preparado.
He cavilado mucho, si tal vez fue mejor así. Creo que Dios evitó que esta historia hubiera cambiado radicalmente en aquel día de deshonor.
Llegué desolado a la casa. Mi pequeña familia había arribado pocos minutos antes. No alcancé a prepararlos, no era capaz de organizar mis ideas, no asimilaba cómo estaba ocurriendo esa catástrofe. Eran las once y cincuenta minutos de la mañana de ese mismo viernes veintiséis de enero de 2007 que duró mil años; en todos los canales nacionales el flash informativo: “El ministro de la Defensa Juan Manuel Santos Calderón hace graves denuncias contra un alto oficial del Ejército desde la sede del Club militar de “Las Mercedes” (…). Ese oficial de grado coronel es Hernán Mejía Gutiérrez, quien se desempeñaba hasta hace pocos días como comandante de las Unidades élite de Combate anti Subversivo en el sur del país”.
En ese momento, la institucionalidad que siempre defendí me asesinó brutalmente. Cada palabra en los medios era una estocada en mi corazón de soldado; el arma homicida esgrimida por Juan Manuel Santos fue la prensa, y esta se prestó gustosa para el crimen.
Meses después, varios periodistas conocidos que estuvieron allí, me relataron cómo los habían convocado a Tolemaida con mentiras sobre la compra de helicópteros; y ante la negativa a asistir, les anunciaron que saldría una bomba. Me describieron estos comunicadores, cómo el viceministro Sergio Jaramillo Caro repartía entre ellos un panfleto con atroces falsedades incriminándome en hechos que jamás cometí.
Puedo aseverar que la educación recibida en el seno de mi hogar fue estricta. Se basaba en los principios intransables de la moral, la fidelidad de sentimientos y la decencia. Aquellos preceptos no negociables que se heredan del hogar y que no pueden aprenderse en las escuelas y universidades.
En el Ejército y en los cursos de combate me entrenaron para las inclemencias de la guerra; pero que alguien me diga cómo se prepara uno para esta maldad. Cómo se hace para dar el primer paso, luego de ser decapitado a mansalva por el ministro de la Defensa en un espectáculo transmitido en directo. Díganme la forma de encontrar las mejores palabras, libres de rencor, pero llenas de sentido, para mirar a los ojos a mis pequeños hijos que estaban estupefactos y derrumbados, y explicarles que todo era
un error que pronto se aclararía, y que su papá no era el monstruo que el ministro Santos Calderón acababa de describir.
Luego, casi en minutos, debí correr hasta la clínica “Reina Sofía”, no muy lejos de mi casa, porque mi madre, tu esposa, viejo, tu compañera de la vida, mi linda vieja, había sufrido un paro cardiorrespiratorio ante la noticia del ministro Juan Manuel Santos y se encontraba en una sala de reanimación. Allí debía tratar de explicarles a propios y extraños lo que yo mismo aún no entendía. No sé todavía cómo sobreviví en aquel día. Mi Dios nuevamente estuvo ahí, silencioso, aterrado también, observando la prueba.