Acciones varias de las distintas guerras

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Fusilado por cobardía y vuelto a morir como un valiente
Un soldado francés sobrevivió a su ejecución en 1914 para caer luego en combate


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François-Hilaire Waterlot durante su servicio militar. / Archivos Waterlot

En las trincheras era fácil perder el coraje, si alguna vez lo habías tenido. El propio Lord Moran, mi autoridad de referencia (y de Churchill, del que fue médico personal y amigo) en temas de valor admite en ese libro de cabecera que es The anatomy of courage que en los campos de Flandes y Francia en la I Guerra Mundial resultaba complicado mantener la cabeza fría, sobre todo si eras una persona sensible e imaginativa (que damos los peores soldados) y un obús convertía en un surtidor de sangriento picadillo al camarada a tu lado. Y eso que él, Lord Moran, ganó una medalla (la Military Cross) durante la batalla del Somme.
En aquel enfangado matadero de la guerra, donde no existía ni siquiera la posibilidad de tener una muerte decente (ya que estamos), sino que se moría de manera masiva, anónima, absurda, inútil y gratuita, en aras de los fútiles planes de un puñado de oficiales de alto mando majaderos y sin escrúpulos, proliferaron, como es lógico y humano, los casos de enajenamiento mental (enteras “trincheras de locos”), cobardía, deserción, abandono del puesto, automutilación, desbandada y amotinamiento. Lo realmente raro, piensa uno, es que en esas circunstancias de pesadilla (murió un soldado de infantería francés de cada tres, “días tan tenebrosos y desolados como la noche, todo es sucio, desnudo y frío, hay que sumergirse en las entrañas de la tierra”, describió el gran Frederic Manning) no se fueran todos los combatientes a casa.
La camaradería, el pundonor, la inercia, el adiestramiento, la disciplina, el odio al enemigo y el alcohol (en las trincheras francesas se distribuía medio litro por soldado al día, la absenta estaba considerada lo mejor para el miedo), son todo cosas que ayudaron a mantener las filas prietas entre alambradas, cadáveres podridos, moscas, gusanos y ratas. Y si no ahí estaban los durísimos castigos, especialmente las penas de muerte, los fusilamientos inmediatos, muchas veces arbitrarios y aleatorios, sin juicio, abiertamente criminales. Así fue el fusilamiento del francés François Waterlot, del que nos ocuparemos hoy, uno de los más extraordinarios casos de la Gran Guerra porque el soldado no solo sobrevivió a su ejecución por cobardía , sino que regresó al frente y murió —esta vez sí— bajo el fuego, en primera línea, como un valiente. Da que pensar.
Los italianos fueron los que fusilaron durante la contienda con mayor generosidad: 4.000 soldados fueron llevados al paredón. Solo después del desastre de Caporetto se produjeron 152 ejecuciones. En las fuerzas británicas, acostumbradas desde antiguo a cercenar de raíz cualquier desobediencia (véase el canónico The thin yellow line, de William Moore, 1974), uno de cada tres mil soldados fue condenado a muerte (en total 346, la mayoría en Francia, 263 por deserción, 18 por cobardía; la lista incluye a diez chinos). Alguno tuvo oportunidad de redimirse, como el teniente coronel John Ekington, de los Royal Warwicks: la corte marcial le conmutó la pena de muerte —por retirarse de una población francesa para no causar bajas civiles— por la expulsión del ejército, y en uno de esos episodios tipo Las cuatro plumas que tanto nos gustan, el hombre se alistó en la Legión Extranjera, y luchó toda la guerra, ganando dos medallas al valor y perdiendo una pierna.
Pieles rojas contra el Káiser
Uno de los casos más atroces fue el de la ejecución de 47 miembros —todos musulmanes indios— del 5º regimiento de infantería ligera, amotinado en Singapur. Se los hizo fusilar públicamente, lo que constituyó todo un espectáculo para la gente de la colonia, y se concedió el privilegio de formar parte de los sucesivos pelotones de fusilamiento a oficiales y soldados voluntarios de otras unidades. En total se apuntaron al ejercicio 105 hombres. Los franceses, que tuvieron episodios como los sonados motines de 1917 tras la ofensiva de Chemin des Dames, que afectaron a un centenar y medio de regimientos de infantería de línea y colonial hartos de ser masacrados (algunos generales llegaron a proponer diezmar las unidades como ejemplo), fusilaron a más de 600 combatientes propios.
Curiosamente, los alemanes, que, lo que hay que ver, tenían un código militar más clemente (y una relación más estrecha entre los oficiales y sus hombres), fusilaron menos: la proporción de penas de muerte ejecutadas fue diez veces menor que la de los británicos y franceses. En realidad las justicias militares aliadas fueron más bárbaras que las de Alemania y Austria-Hungría. Con la excepción de los australianos que, en razón de sus propias leyes, no fusilaban (se contentaban con enviar deshonrados a los soldados a casa, para indignación de los británicos, que durante toda la guerra pidieron más mano dura); mientras que los estadounidenses fusilaron muy poco: a 11 soldados.
La Gran Guerra dio razón como nunca al conocido aserto —atribuido a Clemenceau y a Groucho Marx— de que la justicia militar es la justicia lo que la música militar a la música. Abundaron los casos de flagrante injusticia, incluso directamente de asesinato —Victor Marchand, soldado del 3º de zuavos fue muerto de un tiro de revolver en la sien por su comandante sin más explicaciones en medio de una retirada— , bajo la consideración de que lo importante era mantener como fuera la absoluta sujeción de la tropa a las órdenes, por descabelladas que estas fueran. Un coronel inglés llegó a poner como ejemplo a imitar el expeditivo procedimiento disciplinario empleado ¡por los zulúes!: cuando un guerrero había flaqueado era llevado ante su jefe, este preguntaba retóricamente “¿cuál es el castigo?”, se le contestaba “la muerte”, y otro combatiente atravesaba inmediatamente al individuo con su lanza, sin más dilaciones. Cosas de los zulúes. Me siento incapaz de no señalar al respecto que el II Cuerpo de Ejército británico estaba mandado por el general Sir Horace Smith-Dorrien, superviviente de la matanza zulú de Isandhlwana (el mariscal French y Haig por su parte eran veteranos de la guerra contra los Boers).
Hay casos que indignan especialmente como el del pobre chaval irlandés de 19 años (los británicos tenían una fijación por fusilar irlandeses), víctima obvia de shell shock, amarrado a un poste y shot at dawn por cobarde. O el célebre de “los pantalones ensangrentados”: El soldado francés Lucien Bersot se quejó de que le habían suministrado pantalones finos de algodón inadecuados para el invierno de 1915-16 y le dieron entonces los de un muerto manchados aún de sangre y vísceras, que se negó a vestir. Le endosaron ocho días de trabajos extra al pobre poilu por desobediencia, pero luego un coronel revisó el caso y lo condenó… a muerte.
Senderos de gloria, la película de referencia de Stanley Kubrick, que en realidad se basó en otro episodio lamentable, el ataque al Moulin de Souay, al norte de Reims, cuando una compañía se negó a seguir a su comandante fuera del parapeto de la trinchera tras sufrir otra unidad durísimas pérdidas bajo el fuego de las Maxim alemanas. Treinta y dos soldados fueron llevados ante una corte marcial por cobardía ante el enemigo: se libraron por los pelos pero cuatro de sus sargentos, que se refugiaron con sus hombres en un cráter de obús al enviárselos a la misión suicida de abrir paso en las alambradas a plena luz del día, fueron fusilados. El general Reveilhac, jefe de la división, había ordenado a la artillería disparar contra su propia infantería que se negaba a salir de las trincheras, pero el oficial a cargo de los cañones exigió una orden por escrito.
Nuestro hombre, François Waterlot, era un obrero de Montigny, Pas-de-Calais, de 27 años que trabajaba en las minas, huérfano de minero muerto en los pozos. Fue movilizado en 1914 con otros cinco millones de franceses justo cuando su mujer, Élise, estaba a punto de dar a luz a su primer hijo. Su alucinante odisea la ha contado pormenorizadamente y con extensa documentación la profesora de historia contemporánea Odette Hardy-Hémery en el interesantísimo Fusillé vivant (Gallimard, 2012). Combatió en Bélgica y en el Marne, participó en las grandes batallas de agosto y septiembre del 14, y vivió luego la mala vida de las trincheras para volver a las ofensivas del mediados de 1915, en el curso de las cuales murió el 10 de junio. Durante su servicio escribió 250 cartas a su mujer, otros familiares y amigos, en las que describe, tratando de no asustar mucho, las condiciones habituales del frente, la falta de higiene, la incertidumbre, la desesperanza, la fatiga, el peligro. “On y voit le diable à tout moment”, escribe; “se huele la muerte a quince pasos”. En una carta describe la muerte de un camarada “de una bala en la cabeza que le ha hecho saltar el cerebro”. Waterlot estaba considerado un soldado ejemplar y valiente.
Durante los mortíferos combates de principios de septiembre de 1914 al norte del Marne, en los que un tercio de los efectivos franceses lanzados mueren, la situación es desesperada. El cuartel general francés exige que no se ceda un palmo de terreno y emite una circular autorizando la ejecución sumaria de los que huyan. En la noche del 5 al 6, la irrupción de un autocañón alemán provoca el pánico en las filas de un regimiento francés, que lanza el sauve qui peut; en su huida arrastra a otras unidades, entre ellas a la de Waterlot, la 21ª compañía del 327º de infantería. El soldado, en busca de los suyos en el caos, tiene la mala pata de irse a dar de bruces junto con otros seis compañeros con el general Boutegourd, un militar muy duro embrutecido en las guerras coloniales, de pistola fácil y deseoso de hacer un escarmiento. Los hace prender y manda fusilarlos inmediatamente sin aceptar sus explicaciones.
François Waterlot se fingió muerto solo para pedir después batirse en duelo en defensa de su honor
La pena se cumple al día siguiente, el 7, sin proceso alguno, pese a que los soldados, que niegan ser cobardes, piden que se les deje atacar en primera fila, incluso sin armas. Colocados ante un muro cerca de Les Essarts, se les vendan los ojos y se les enfrenta a un pelotón de 35 hombres. Los siete condenados, entre ellos un padre de tres hijos y un pastelero, todos buenos soldados, gente honesta, se cogen de la mano “para morir juntos”. Waterlot está en el extremo derecho de la hilera (que parece ser la mejor posición en estos casos, si hay alguna). Se da la orden de fuego. La primera descarga no alcanza a todos los reos —nadie tiene ganas de matar a esos hombres— y se ordena una segunda. Waterlot, que ha oído las balas silbar y se ha visto salpicado de la sangre de su vecino, ha quedado indemne pero se ha arrojado al suelo y se finge muerto. Llega el momento del tiro de gracia: el sargento Théras empieza por la izquierda pero cuando lleva dos disparos sobre la cabeza de los caídos le dice al capitán que manda el pelotón que no puede más, que le da mucha pena. El oficial contesta que de acuerdo y hace retirar la escuadra.
Sobre el terreno quedan los fusilados como escarmiento. Durante dos horas. El caso es que no solo Waterlot, sino otros dos siguen vivos (vaya un fusilamiento, se dirán algunos —como el general Boutegourd—). Recogidos por sanitarios militares (en una escena digna, con perdón, de Monty Python), Waterlot se levanta y dice: “No estoy herido, nada, dadme un fusil, me quiero batir porque no soy un cobarde”. Uno de los tres supervivientes morirá de las heridas al poco; otro, alcanzado en una rodilla, literalmente desaparecerá (lo mismo que hubiéramos hecho usted y yo), y Waterlot se reincorporará a su unidad, con, desde luego, un par y mucho que contar. Sus jefes le conseguirán un perdón visto lo excepcional de la experiencia: un fusilado que vuelve a las filas (los fusilados serán rehabilitados oficialmente en 1926, pero no se conseguirá encontrar al desaparecido, ni condenar al general Boutegourd).
Sorprendentemente, el salvado soldado Waterlot se seguirá batiendo como si nada hubiera pasado, ¡qué tío! Así hasta el fatídico 10 de junio de 1915 en el que la muerte, a la que esquivó milagrosamente frente a aquel paredón un año antes le encuentra durante los combates de Hébuterne, ataque de diversión (¡) en el contexto de la ofensiva de Joffre en el Somme. La parca tiene trabajo ese día: el 327 º pierde cuatro oficiales y doscientos soldados muertos y muchos más heridos y mutilados. Caído en el campo de batalla, durante el asalto de posiciones enemigas, alcanzado por un obús, Waterlot es enterrado, esta vez sí, en una fosa común. Más tarde su viuda lo volverá a sepultar en su pueblo. En la hoja de servicios de François Waterlot figura la mención incontestable: “Excelente soldado, de una conducta bajo el fuego remarcable”.
elpais.es
 

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Fusilado por cobardía y vuelto a morir como un valiente
Un soldado francés sobrevivió a su ejecución en 1914 para caer luego en combate


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François-Hilaire Waterlot durante su servicio militar. / Archivos Waterlot

En las trincheras era fácil perder el coraje, si alguna vez lo habías tenido. El propio Lord Moran, mi autoridad de referencia (y de Churchill, del que fue médico personal y amigo) en temas de valor admite en ese libro de cabecera que es The anatomy of courage que en los campos de Flandes y Francia en la I Guerra Mundial resultaba complicado mantener la cabeza fría, sobre todo si eras una persona sensible e imaginativa (que damos los peores soldados) y un obús convertía en un surtidor de sangriento picadillo al camarada a tu lado. Y eso que él, Lord Moran, ganó una medalla (la Military Cross) durante la batalla del Somme.
En aquel enfangado matadero de la guerra, donde no existía ni siquiera la posibilidad de tener una muerte decente (ya que estamos), sino que se moría de manera masiva, anónima, absurda, inútil y gratuita, en aras de los fútiles planes de un puñado de oficiales de alto mando majaderos y sin escrúpulos, proliferaron, como es lógico y humano, los casos de enajenamiento mental (enteras “trincheras de locos”), cobardía, deserción, abandono del puesto, automutilación, desbandada y amotinamiento. Lo realmente raro, piensa uno, es que en esas circunstancias de pesadilla (murió un soldado de infantería francés de cada tres, “días tan tenebrosos y desolados como la noche, todo es sucio, desnudo y frío, hay que sumergirse en las entrañas de la tierra”, describió el gran Frederic Manning) no se fueran todos los combatientes a casa.
La camaradería, el pundonor, la inercia, el adiestramiento, la disciplina, el odio al enemigo y el alcohol (en las trincheras francesas se distribuía medio litro por soldado al día, la absenta estaba considerada lo mejor para el miedo), son todo cosas que ayudaron a mantener las filas prietas entre alambradas, cadáveres podridos, moscas, gusanos y ratas. Y si no ahí estaban los durísimos castigos, especialmente las penas de muerte, los fusilamientos inmediatos, muchas veces arbitrarios y aleatorios, sin juicio, abiertamente criminales. Así fue el fusilamiento del francés François Waterlot, del que nos ocuparemos hoy, uno de los más extraordinarios casos de la Gran Guerra porque el soldado no solo sobrevivió a su ejecución por cobardía , sino que regresó al frente y murió —esta vez sí— bajo el fuego, en primera línea, como un valiente. Da que pensar.
Los italianos fueron los que fusilaron durante la contienda con mayor generosidad: 4.000 soldados fueron llevados al paredón. Solo después del desastre de Caporetto se produjeron 152 ejecuciones. En las fuerzas británicas, acostumbradas desde antiguo a cercenar de raíz cualquier desobediencia (véase el canónico The thin yellow line, de William Moore, 1974), uno de cada tres mil soldados fue condenado a muerte (en total 346, la mayoría en Francia, 263 por deserción, 18 por cobardía; la lista incluye a diez chinos). Alguno tuvo oportunidad de redimirse, como el teniente coronel John Ekington, de los Royal Warwicks: la corte marcial le conmutó la pena de muerte —por retirarse de una población francesa para no causar bajas civiles— por la expulsión del ejército, y en uno de esos episodios tipo Las cuatro plumas que tanto nos gustan, el hombre se alistó en la Legión Extranjera, y luchó toda la guerra, ganando dos medallas al valor y perdiendo una pierna.
Pieles rojas contra el Káiser

Uno de los casos más atroces fue el de la ejecución de 47 miembros —todos musulmanes indios— del 5º regimiento de infantería ligera, amotinado en Singapur. Se los hizo fusilar públicamente, lo que constituyó todo un espectáculo para la gente de la colonia, y se concedió el privilegio de formar parte de los sucesivos pelotones de fusilamiento a oficiales y soldados voluntarios de otras unidades. En total se apuntaron al ejercicio 105 hombres. Los franceses, que tuvieron episodios como los sonados motines de 1917 tras la ofensiva de Chemin des Dames, que afectaron a un centenar y medio de regimientos de infantería de línea y colonial hartos de ser masacrados (algunos generales llegaron a proponer diezmar las unidades como ejemplo), fusilaron a más de 600 combatientes propios.
Curiosamente, los alemanes, que, lo que hay que ver, tenían un código militar más clemente (y una relación más estrecha entre los oficiales y sus hombres), fusilaron menos: la proporción de penas de muerte ejecutadas fue diez veces menor que la de los británicos y franceses. En realidad las justicias militares aliadas fueron más bárbaras que las de Alemania y Austria-Hungría. Con la excepción de los australianos que, en razón de sus propias leyes, no fusilaban (se contentaban con enviar deshonrados a los soldados a casa, para indignación de los británicos, que durante toda la guerra pidieron más mano dura); mientras que los estadounidenses fusilaron muy poco: a 11 soldados.
La Gran Guerra dio razón como nunca al conocido aserto —atribuido a Clemenceau y a Groucho Marx— de que la justicia militar es la justicia lo que la música militar a la música. Abundaron los casos de flagrante injusticia, incluso directamente de asesinato —Victor Marchand, soldado del 3º de zuavos fue muerto de un tiro de revolver en la sien por su comandante sin más explicaciones en medio de una retirada— , bajo la consideración de que lo importante era mantener como fuera la absoluta sujeción de la tropa a las órdenes, por descabelladas que estas fueran. Un coronel inglés llegó a poner como ejemplo a imitar el expeditivo procedimiento disciplinario empleado ¡por los zulúes!: cuando un guerrero había flaqueado era llevado ante su jefe, este preguntaba retóricamente “¿cuál es el castigo?”, se le contestaba “la muerte”, y otro combatiente atravesaba inmediatamente al individuo con su lanza, sin más dilaciones. Cosas de los zulúes. Me siento incapaz de no señalar al respecto que el II Cuerpo de Ejército británico estaba mandado por el general Sir Horace Smith-Dorrien, superviviente de la matanza zulú de Isandhlwana (el mariscal French y Haig por su parte eran veteranos de la guerra contra los Boers).
Hay casos que indignan especialmente como el del pobre chaval irlandés de 19 años (los británicos tenían una fijación por fusilar irlandeses), víctima obvia de shell shock, amarrado a un poste y shot at dawn por cobarde. O el célebre de “los pantalones ensangrentados”: El soldado francés Lucien Bersot se quejó de que le habían suministrado pantalones finos de algodón inadecuados para el invierno de 1915-16 y le dieron entonces los de un muerto manchados aún de sangre y vísceras, que se negó a vestir. Le endosaron ocho días de trabajos extra al pobre poilu por desobediencia, pero luego un coronel revisó el caso y lo condenó… a muerte.
Senderos de gloria, la película de referencia de Stanley Kubrick, que en realidad se basó en otro episodio lamentable, el ataque al Moulin de Souay, al norte de Reims, cuando una compañía se negó a seguir a su comandante fuera del parapeto de la trinchera tras sufrir otra unidad durísimas pérdidas bajo el fuego de las Maxim alemanas. Treinta y dos soldados fueron llevados ante una corte marcial por cobardía ante el enemigo: se libraron por los pelos pero cuatro de sus sargentos, que se refugiaron con sus hombres en un cráter de obús al enviárselos a la misión suicida de abrir paso en las alambradas a plena luz del día, fueron fusilados. El general Reveilhac, jefe de la división, había ordenado a la artillería disparar contra su propia infantería que se negaba a salir de las trincheras, pero el oficial a cargo de los cañones exigió una orden por escrito.
Nuestro hombre, François Waterlot, era un obrero de Montigny, Pas-de-Calais, de 27 años que trabajaba en las minas, huérfano de minero muerto en los pozos. Fue movilizado en 1914 con otros cinco millones de franceses justo cuando su mujer, Élise, estaba a punto de dar a luz a su primer hijo. Su alucinante odisea la ha contado pormenorizadamente y con extensa documentación la profesora de historia contemporánea Odette Hardy-Hémery en el interesantísimo Fusillé vivant (Gallimard, 2012). Combatió en Bélgica y en el Marne, participó en las grandes batallas de agosto y septiembre del 14, y vivió luego la mala vida de las trincheras para volver a las ofensivas del mediados de 1915, en el curso de las cuales murió el 10 de junio. Durante su servicio escribió 250 cartas a su mujer, otros familiares y amigos, en las que describe, tratando de no asustar mucho, las condiciones habituales del frente, la falta de higiene, la incertidumbre, la desesperanza, la fatiga, el peligro. “On y voit le diable à tout moment”, escribe; “se huele la muerte a quince pasos”. En una carta describe la muerte de un camarada “de una bala en la cabeza que le ha hecho saltar el cerebro”. Waterlot estaba considerado un soldado ejemplar y valiente.
Durante los mortíferos combates de principios de septiembre de 1914 al norte del Marne, en los que un tercio de los efectivos franceses lanzados mueren, la situación es desesperada. El cuartel general francés exige que no se ceda un palmo de terreno y emite una circular autorizando la ejecución sumaria de los que huyan. En la noche del 5 al 6, la irrupción de un autocañón alemán provoca el pánico en las filas de un regimiento francés, que lanza el sauve qui peut; en su huida arrastra a otras unidades, entre ellas a la de Waterlot, la 21ª compañía del 327º de infantería. El soldado, en busca de los suyos en el caos, tiene la mala pata de irse a dar de bruces junto con otros seis compañeros con el general Boutegourd, un militar muy duro embrutecido en las guerras coloniales, de pistola fácil y deseoso de hacer un escarmiento. Los hace prender y manda fusilarlos inmediatamente sin aceptar sus explicaciones.
François Waterlot se fingió muerto solo para pedir después batirse en duelo en defensa de su honor
La pena se cumple al día siguiente, el 7, sin proceso alguno, pese a que los soldados, que niegan ser cobardes, piden que se les deje atacar en primera fila, incluso sin armas. Colocados ante un muro cerca de Les Essarts, se les vendan los ojos y se les enfrenta a un pelotón de 35 hombres. Los siete condenados, entre ellos un padre de tres hijos y un pastelero, todos buenos soldados, gente honesta, se cogen de la mano “para morir juntos”. Waterlot está en el extremo derecho de la hilera (que parece ser la mejor posición en estos casos, si hay alguna). Se da la orden de fuego. La primera descarga no alcanza a todos los reos —nadie tiene ganas de matar a esos hombres— y se ordena una segunda. Waterlot, que ha oído las balas silbar y se ha visto salpicado de la sangre de su vecino, ha quedado indemne pero se ha arrojado al suelo y se finge muerto. Llega el momento del tiro de gracia: el sargento Théras empieza por la izquierda pero cuando lleva dos disparos sobre la cabeza de los caídos le dice al capitán que manda el pelotón que no puede más, que le da mucha pena. El oficial contesta que de acuerdo y hace retirar la escuadra.
Sobre el terreno quedan los fusilados como escarmiento. Durante dos horas. El caso es que no solo Waterlot, sino otros dos siguen vivos (vaya un fusilamiento, se dirán algunos —como el general Boutegourd—). Recogidos por sanitarios militares (en una escena digna, con perdón, de Monty Python), Waterlot se levanta y dice: “No estoy herido, nada, dadme un fusil, me quiero batir porque no soy un cobarde”. Uno de los tres supervivientes morirá de las heridas al poco; otro, alcanzado en una rodilla, literalmente desaparecerá (lo mismo que hubiéramos hecho usted y yo), y Waterlot se reincorporará a su unidad, con, desde luego, un par y mucho que contar. Sus jefes le conseguirán un perdón visto lo excepcional de la experiencia: un fusilado que vuelve a las filas (los fusilados serán rehabilitados oficialmente en 1926, pero no se conseguirá encontrar al desaparecido, ni condenar al general Boutegourd).
Sorprendentemente, el salvado soldado Waterlot se seguirá batiendo como si nada hubiera pasado, ¡qué tío! Así hasta el fatídico 10 de junio de 1915 en el que la muerte, a la que esquivó milagrosamente frente a aquel paredón un año antes le encuentra durante los combates de Hébuterne, ataque de diversión (¡) en el contexto de la ofensiva de Joffre en el Somme. La parca tiene trabajo ese día: el 327 º pierde cuatro oficiales y doscientos soldados muertos y muchos más heridos y mutilados. Caído en el campo de batalla, durante el asalto de posiciones enemigas, alcanzado por un obús, Waterlot es enterrado, esta vez sí, en una fosa común. Más tarde su viuda lo volverá a sepultar en su pueblo. En la hoja de servicios de François Waterlot figura la mención incontestable: “Excelente soldado, de una conducta bajo el fuego remarcable”.
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Qué de cosas en la guerra... No por nada la gente que venía al país, huyendo de la barbárie, no hablaba más que del hambre y de la muerte segura en el viejo continente: "carne de cañon".

A 100 años de todo éso; hoy en día ya no hay casos de "cobardía", con la revolución en el campo psicológico, simplemente le dan de baja a un hombre y lo devuelven a casa para que se pege un tiro él mísmo, tras no poder soportar el stress post traumático.
Del otro lado de la vara, rara vez enjuícian a un soldado por matar a una decena de civiles al otro lado del mundo. A unos los apartan del ejército, a otros le dan 10 años -reducibles- en alguna prisión. Los muertos muertos están, y la justicia és piadosa con los criminales de guerra. A veces son "duros" como con aquél que por consejo de su abogado se declara culpable para safar de la pena de muerte; le dán 25 años... Salen en menos por buena conducta. En Afganistán hay varios casos. En Irak... és casi ridículo.

nonod


Saludos!!!
 
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El hombre que salvó la vida a John F. Kennedy en la Segunda Guerra Mundial
Fallece el melanesio Eroni Kumana, quien se hizo célebre por rescatar al joven teniente JFK antes de convertirse en Presidente de Estados Unidos

La mitología de la saga Kennedy comienza en una noche sin luna, en agosto de 1943. De patrulla en las Islas Salomón, una lancha torpedera al mando de un teniente de 26 años llamado John F. Kennedy choca contra un destructor japonés. La embarcación, identificada como PT-109, se va a pique y la «Navy» cree que no hay supervivientes.
Aunque es cierto que dos miembros de la tripulación perdieron la vida de inmediato, la suerte acompañó a los once restantes que tras nadar varias horas encontraron refugio en un islote. A Kennedy se le atribuye el haber remolcado a un compañero malherido sujetando las cinchas de su salvavidas con los dientes. El grupo logró sobrevivir con la ayuda de cocos. Seis días después, la fortuna terminó por acompañar a estos náufragos al ser localizados por los isleños Biuku Gasa y Eroni Kumana, que servían como guías para la red de agentes australianos desplegados por la zona.
En un coco verde, JFK inscribió un telegráfico mensaje de auxilio. Y los dos nativos, con enorme riesgo para sus vidas, atravesaron en su canoa unos 60 kilómetros de aguas controladas por los japoneses hasta llegar a la más cercana base aliada. Todo el grupo fue rescatado. Biuku Gasa falleció en 2005. Y aunque nunca se volvieron a ver, Kumana nombró a su hijo John F. Kennedy. Por sus méritos, el teniente fue condecorado, arrancando el más fabuloso «storytelling» en la política de Estados Unidos.
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Los aliados también lograron imponerse en la «guerra secreta»
El éxito del Día D no se decidió sólo en las playas de Normandía. Un gigantesco «engaño» contribuyó decisivamente al triunfo del desembarco en Francia: la Operación Fortitude
Planeada a principios de 1943, el fin de la operación de contrainformación era tanto hacer pasar desapercibida la colosal acumulación de medios y tropas que se iban acantonando en el Reino Unido como, sobre todo, enmascarar la verdadera localización y objetivo del Día D y así «fijar» a las fuerzas alemanas acantonadas en Noruega y en torno al Paso de Calais. Toda Gran Bretaña se vio sembrada de falsas señales, unidades fantasma, campamentos vacíos, tanques y vehículos simulados…
Se llegó, incluso, a crear dos ejércitos falsos (el IV Ejército británico y el I Grupo de Ejércitos de los EEUU) al teórico mando del general Patton, cuya elección —apartado del mando tras la invasión de Sicilia— contribuyó a dar verosimilitud al engaño, al ser tenido por los alemanes como el mejor general de los aliados y, como tal, la apuesta «lógica» para comandar la invasión.
Ejércitos fantasma
Al mismo tiempo, los servicios de espionaje e inteligencia de EEUU y especialmente del Reino Unido proporcionaron una pléyade de falsas informaciones sobre el desembarco que fueron tenidas por buenas por los servicios de inteligencia militar alemanes: el Abwher. En esta labor de desinformación jugó un papel crucial un espía español al servicio de los británicos: Juan Puyol Garbo. Reclutado desde 1941, y actuando como agente doble, suministró una información vital para la operación, que el Abwher dio por verídica.
El éxito de la Operación Fortitude fue completo: incluso tras el Día D, los alemanes aún seguían pensando —merced a la información proporcionada por Garbo y otras fuentes— que el desembarco de Normandía no era sino una maniobra de distracción y que el verdadero asalto a Europa tendría lugar en Calais. Y así, las tropas que podían haber sido usadas para responder a la invasión aliada permanecieron retenidas en espera del «verdadero» desembarco… que nunca llegó.

La Operación Fortitude no fue la primera. Otras maniobras de engaño fueron usadas por los aliados occidentales en los diversos frentes y desembarcos. Una de las más espectaculares (Operación Bertram) tuvo lugar como prolegómeno de la Batalla de El Alamein, en la que se preparó un VIII Ejército virtual para engañar al Afrika Korps. Globos con forma de tanques, camiones camuflados y concentraciones de tropas simuladas, entre otros trucos, fueron usados para convencer al mariscal Rommel de que el ataque principal de las fuerzas británicas vendría por el sector sur de la línea de El Alamein.
La treta, dirigida por el brigadier Dudley Clarke y en la que participó de manera activa el mago británico Jasper Maskelyne, funcionó a la perfección. Aunque la influencia en la batalla es todavía objeto de debate, los alemanes pensaron que el ataque principal británico sería en el sur y se vieron sorprendidos cuando el VIII Ejército «real» golpeó duramente las posiciones italo-germanas al norte de su posición defensiva.
El hombre que nunca existió
Pero sin duda la más elaborada de las tretas tuvo lugar antes de la invasión de Sicilia: la Operación Mincemeat, obra de los servicios secretos británicos, cuyo fin era hacer creer a Hitler que, tras la ocupación de Túnez, los aliados pensaban desembarcar en Grecia u otro punto de los Balcanes en lugar de en la isla italiana.
Para ello se abandonó un cadáver —el hombre que nunca existió— en las costas españolas, pertrechado como un oficial de la marina con documentos que debían conducir a los alemanes al engaño. El plan funcionó: las autoridades españolas entregaron la información a los germanos, y el éxito del ardid fue completo.
En un conflicto en el que la técnica y la investigación eran como mínimo tan cruciales como los combates, el papel de la inteligencia militar alcanzó una importancia nunca vista. Tanto los aliados occidentales, principalmente el Reino Unido, como la URSS fueron capaces de infiltrarse de manera efectiva dentro de los servicios
Los aliados y la URSS fueron capaces de infiltrarse dentro de los servicios de espionaje enemigos
espionaje enemigos, algo en que fracasaron las potencias del Eje. Los aliados además fueron capaces de desencriptar los códigos cifrados alemán y japonés, lo cual proporcionó una indudable ventaja durante toda la guerra.
Los secretos de la máquina cifradora alemana Enigma fueron desentrañados merced a la tarea realizada por los británicos —basándose en información y anteriores trabajos de los polacos— dentro del programa Ultra, en las instalaciones de Bletchley Park. Los estadounidenses hicieron lo propio con los códigos diplomáticos y navales nipones, el Purple Code y el JN25.
El acceso a la información no sólo salvo la vida de cientos de miles de combatientes, sino que en batallas como Midway, El Alamein o la del Atlántico ayudarían a cambiar de manera decisiva el curso de la guerra.
El 'Coloso' contra 'Enigma'
La primera de las computadoras programables, tal cual hoy las conocemos, Colossus, nació como resultado del trabajo de la sección de criptografía de los servicios de inteligencia británicos, con sede en Bletchley Park, cuando intentaban desvelar los códigos de funcionamiento de la máquina criptográfica alemana Enigma y su código fuente Geheimschieiber, tenido por indescifrable. Thommas Flowers, Alan Turing y otros desarrollaron Colossus, que «rompió» gran parte de los códigos secretos nazis. De este ingenio llegarían a fabricarse una decena de unidades durante la guerra, proporcionando una inestimable ayuda merced a los datos suministrados por la ultra secreta criatura.
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Las redes sovieticas de espionaje resultaron ser las más eficaces
Sorge, «La Orquesta Roja» o «Lucy» facilitaron informaciones vitales a la URSS

Durante los años previos al estallido de la Segunda Guerra Mundial, los servicios secretos soviéticos, merced a los partidos comunistas en los diferentes países de Europa, tejieron una tupida red de espías e informantes que les sería de enorme utilidad durante la contienda para obtener información relativa tanto a sus enemigos como a sus aliados.
Sorge. El espía soviético más famoso fue, sin duda, Richard Sorge. Llegado a Japón como corresponsal de varios periódicos alemanes en 1933, estableció pronto contactos en las altas esferas de la política y la diplomacia. Así logró una información vital que comunicó a Moscú el 5 de mayo de 1941: «Alemania empezará una guerra contra la URSS a mediados de junio». Diez días más tarde precisó la fecha del ataque entre el 20 y el 22 de junio. Pero Stalin se negó a creer sus informaciones. Aprendería de su error. Cuando, en septiembre de 1941, Sorge afirmó que los japoneses no atacarían a la URSS en el Extremo Oriente, el dictador soviético, fiándose ahora del espía que había demostrado estar tan bien informado, decidió trasladar a los alrededores de Moscú las tropas acantonadas en Siberia, logrando con ellas rechazar el ataque alemán, un hecho trascendental para el resultado de la guerra. Sorge, descubierto y detenido al mes siguiente, sería ejecutado en 1944. Veinte años después la URSS reconoció sus servicios nombrándole Héroe de la Unión Soviética.

«La Orquesta Roja». Más afortunado fue Leopold Trepper, un judío polaco de orígenes modestos que, a partir de 1938, extendió su organización, «La Orquesta Roja», por Bélgica, Holanda, Francia y Alemania. Entre sus informadores destacaban Harro Schulze-Boysen, oficial de la Luftwaffe que trabajaba en el Ministerio del Aire, y Arvid Harnack, un alto funcionario del Ministerio de Economía. Stalin también desoyó sus informes relativos a la Operación Barbarroja. En 1942 su red fue desmantelada y muchos de sus colaboradores ejecutados u obligados a trabajar para los alemanes. Tras ser capturado, logró ganarse la confianza de sus captores para escapar en 1943, regresando a su país un año más tarde. Después de la guerra, desilusionado con el comunismo, acabaría emigrando a Israel.
«Lucy». Rudolf Roessler, un alemán afincado en Suiza, estableció una red de espías conocida como «Lucy», que informaba al GRU (servicio de información militar soviético) a través de su jefe en Suiza, Sandor Radó. Tenía informantes bien situados en el Alto Mando y el Abwher (servicio de información militar alemán) con acceso incluso al círculo de Hitler. Los británicos, a su vez, infiltraron a Alexander Foote en la red de Roessler para proporcionar a los soviéticos, sin revelar su procedencia, parte de la información obtenida a través de Ultra, como la fecha en la que daría comienzo la Operación Zitadelle (el ataque alemán al saliente de Kursk). El servicio de contraespionaje suizo, a instancias de los alemanes, desmanteló «Lucy» en 1943 encarcelando a Roessler.
Los aliados también fueron espiados
Los soviéticos también establecieron redes de espionaje en el Reino Unido y EE.UU.Harold Philby, el miembro más destacado de «los cinco de Cambridge» (todos ellos al servicio de Moscú), fue reclutado por el NKVD (Comisariado del Pueblo para Asuntos Internos) en 1934. Incorporado al MI6 en 1940 como experto en contraespionaje, llegó a dirigir en 1944 la sección IX, encargada de obstaculizar las actividades de los agentes soviéticos en suelo británico, que él mismo dirigía. En EE.UU., Klaus Fuchs, un físico alemán nacionalizado británico, se incorporó al Proyecto Manhattan para desarrollar una bomba atómica, revelando tanto a la URSS como al Reino Unido información vital para que esos países pudieran también fabricar armas nucleares.
Los personajes

Wilhelm Franz
Wilhelm Franz Canaris. Jefe del «Abwehr», la inteligencia militar alemana. El almirante Canaris es una de las figuras más enigmáticas de la Segunda Guerra Mundial. Su papel al frente del Abwehr es controvertido: partidario del enfrentamiento con la URSS, era reacio, sin embargo, a luchar contra Francia y, sobre todo, contra el Reino Unido. Se tienen certezas de que suministró a Londres informes políticos durante la guerra e intrigó para evitar la entrada de España en la contienda del lado del Eje. Un juego peligroso en el que buscó un equilibrio entre su oposición al régimen nazi y a Hitler y la lealtad hacia su país y a su ejército. Todo ello acabaría con la defenestración del Abwehr y del propio Canaris, quien ya no gozaba de la confianza de Hitler desde que en 1942 manifestara que era imposible ganar la guerra, ante la resistencia soviética y el poderío industrial anglo-americano. Siempre ligado a los círculos de opositores al Führer, fue detenido tras el fracaso del complot de julio de 1944 y deportado al campo de Flossenbürg, donde sería torturado y posteriormente ahorcado.
Richard Sorge
Richard Sorge. El más importante espía soviético. Paradigma de agente secreto, la biografía de Richard Ramsey Sorge es digna de la mejor película de espías. Héroe de la Primera Guerra Mundial con el ejército alemán, consideraba a Rusia como su verdadera patria. Doctor en Ciencias Políticas y Economía, y comunista convencido, fue reclutado por los servicios secretos de la URSS y, bajo la apariencia de periodista, comenzó a trabajar en Europa y China. Desde 1933, Sorge creó en Japón una “red” de una eficiencia tal que informó de los más importantes secretos de Japón y de Alemania: los contenidos del Pacto Anti-Komintern, los planes y fecha de la Operación Barbarroja, el ataque japonés a Pearl Harbour y, sobre todo, de la falta de interés japonés por atacar a la URSS en 1941. Detenido en octubre de ese año, aún tuvo tiempo de advertir de la ofensiva alemana de 1942, o Fall Blau, que acabaría en la Batalla de Stalingrado. Ahorcado en 1944, nunca reveló su pertenencia al espionaje soviético
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Las esclavas sexuales del Japón imperial no perdonan



Durante la Segunda Guerra Mundial, Japón raptó a 200.000 niñas asiáticas que utilizaba para satisfacer a sus tropas

PABLO M. DÍEZ
Kang Il-chun y Lee Yong-su fueron utilizadas como esclavas sexuales de las tropas niponas

Incluso siendo católica, la coreana Lee Yong-su, que tiene 87 años, jamás perdonará a Japón por convertirla de niña en una esclava sexual de sus tropas durante la Segunda Guerra Mundial. «Es imposible que los perdone porque destrozaron mi vida», explica a ABC la anciana, que ayer se reunió con el Papa Francisco durante su última jornada en Seúl. Antes de marcharse de Corea del Sur, el Pontífice recordó la tragedia de las «mujeres del consuelo». Así se conoce a las 200.000 jóvenes prisioneras, sobre todo coreanas, chinas, filipinas, taiwanesas e indonesias, que fueron utilizadas en los burdeles que regentaba el Ejército imperial nipón para elevar la moral de sus soldados.

«Espero que el Papa nos ayude a que Japón reconozca estos hechos», confió Lee Yong-su, quien nació en Daegu en 1929 y fue raptada una noche por los militares mientras dormía en su casa con solo 15 años. La impunidad del régimen colonial nipón era tal que, cuando sus padres se levantaron a la mañana siguiente, ella ya no estaba allí, sino camino de una base aérea de «kamikazes» en Taiwán.

«Aunque me resistí cuando me forzaron, me daban palizas y me torturaban con descargas eléctricas», recuerda la anciana. Obligada a satisfacer a varios hombres al día, Lee Yong-su pasó allí los dos últimos años de la guerra, hasta que pudo volver a Corea del Sur cuando los japoneses se rindieron en 1945.

Pero, cuando llegó a su casa, su madre la repudió y le dijo que estaba «maldita». Desde entonces, sobrevivió como pudo sin casarse y con la única ayuda de la Iglesia católica. En 1992, un grupo de activistas elaboró un registro de «mujeres del consuelo» para reivindicar su causa. Desde 1996, un asilo atiende a una decena. Una de ellas, Kang Il-chun, de 83 años, fue raptada incluso más joven que Lee Yong-su. «Tenía 13 años y, tras volver del colegio, unos soldados vieron que estaba sola en mi casa, entraron y me llevaron a China, primero en un camión y luego en un tren con más jóvenes», desgrana la mujer.

«Conocer este drama»
Aunque las familias les decían a sus hijas que se escondieran si veían a los militares, Kang Il-chun era tan pequeña que no sabía lo que le esperaba. «Pensaba que me llevaban a una fábrica», se lamenta la mujer, que estuvo confinada en una base del Ejército en Changchun, al noreste de China. «Como tenía 13 años, "solo" debía satisfacer a cuatro o cinco hombres al día, pero otras chicas más mayores eran violadas a todas horas», cuenta la anciana, que aún se acuerda de «una niña de doce años que murió de tantos abusos».

Al terminar la guerra, tampoco pudo regresar a Corea, dividida entre el Norte comunista y el Sur capitalista. Sin recursos, se quedó en China. Acogida por unos coreanos que vivían en Changchun, empezó a trabajar como enfermera y, a los 18 años, se casó con un chino, con quien tuvo tres hijos. En 2000, regresó a Corea del Sur con un programa de repatriación gubernamental.

La mujer, que también se reunió con el Papa, espera que su visita sirva «para dar a conocer este drama». Pero, como Lee Yong-su, insiste en que «jamás perdonaré a los japoneses».
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Coraje en las alambradas del cielo
La I Guerra Mundial en el aire produjo un aluvión de personajes extraordinarios, como el condecorado tripulante de globo alemán Peter Rieper

El teniente Peter Rieper preparándose para un ascenso en la cesta de su globo de observación. Imagen incluida en el libro 'German knights of the air'.

“El aire era nuestro elemento, el cielo nuestro campo de batalla”, escribió el piloto de la I Guerra Mundial más dotado para la literatura, Cecil Lewis, autor del mejor libro de experiencias bélicas aéreas de la contienda, Sagittarius Rising (1936). “La majestad de los cielos, a la vez que nos empequeñecía, nos otorgaba, creo, una dimensión espiritual desconocida para los hombres que luchaban en tierra. La nobleza nos rodeaba. Nos movíamos como espíritus en un aireado telar en el que el viento, las nubes y la luz tejían a lo largo del día y de la noche el infinito tapiz del cielo cambiante”.
Es difícil conciliar esas hermosas imágenes del aviador británico (al que Bernard Shaw calificó de “príncipe de los pilotos”) y que por cierto fue seguidor de Gurdjieff, con la cruda realidad de la guerra aérea, en la que muchos de sus colegas –como el as Mick Mannock- portaban pistolas para acelerar su propio final cuando su avión se desplomaba del firmamento convertido en una antorcha humeante. El teniente alemán Hans Schröder, describió así el final de un enemigo derribado junto a su aeródromo: “El avión estalló en llamas, el petróleo ardiendo consumió ávidamente al infeliz piloto, cuya cara quedó carbonizada, los pantalones se quemaron por encima de los muslos y la carne asada se desprendió a trozos en medio de aquel infierno”. En el relato del testigo (recogido en On a wing and a prayer, de Joshua Levine, 2008), los servicios de socorro lanzan agua sobre el aviador, que, curiosamente, ha quedado intacto de rodillas para abajo. Luego, el ordenanza de Schröder le lleva las botas del desgraciado (que evidentemente ya no va a necesitar su propietario), un calzado magnífico. Pero el alemán declina usarlas: “Desprendían un olor insoportable a beicon quemado”.
De todas las horrendas muertes aéreas de esa guerra, yo no puedo sin embargo dejar de pensar en la del as Raoul Lufbery, que al incendiarse su aeroplano Nieuport ametrallado por un Fokker, se arrastró fuera de la carlinga hasta la cola del aparato y se arrojó finalmente al vacío para no quemarse vivo yendo a caer sobre una valla en la que quedó, ¡Jesús!, empalado. Durante bastante tiempo fue objeto de debate en el bar de los pilotos si hubiera hecho mejor quedándose en el avión.
Si la vida de los aviadores era arriesgada y solía acabar mal (Pierre Loti describió el triste espectáculo de los aeroplanos austriacos estrellados como grandes falenas muertas y medio devoradas por las hormigas), peor era la de los humildes tripulantes de globos, cuyo valor y memoria vamos a reivindicar en esta entrega.
En general, nuestra imagen de la aviación de la I Guerra Mundial se mueve entre el lirismo del vuelo, con la visión idealizada y romántica del combate caballeroso en el cielo entre Albatros, Sopwith Camel, Fokker triplanos, Nieuports y Spads (¡ay, cuántas películas!), y el espanto de lo que ocurría en realidad. Cuesta librarse del cliché de que aquella, la del aire, era una guerra individual, limpia y pura en comparación con la matanza que se desarrollaba abajo, en la suciedad verminosa en la que los hombres morían a millares para conquistar la siguiente línea de trincheras, a unos pocos pero inalcanzables metros. Historiadores como Max Hastings –tan desmitificador- han dejado claro que la guerra aérea fue tan salvaje como la terrestre -a finales de 1916 la fuerza aérea británica perdía el 25% de sus pilotos al mes y las probabilidades de morir de un aviador eran superiores a las de un oficial de infantería- y que los ases, pese a ser convertidos en personajes glamurosos por la propaganda y el público, fueron en su mayoría desconsiderados y arrogantes depredadores. “La característica común de los ases no es que fueran hábiles pilotos sino que eran asesinos”, apunta en su retrato del as de ases estadounidense Edward Rickenbacker (Warriors, 2005), un tipo curioso que fue antes campeón de automovilismo y que creía en la superstición suiza de que daba buena suerte atarse en un dedo el corazón de un murciélago; la tuvo: fue de los pocos que sobrevivieron a la guerra.
Señala el historiador que muchos ases entraban en la categoría de “impulsivos, paranoides y psicópatas”. La naturaleza de la guerra en el aire “reclamaba de sus practicantes más exitosos un compromiso personal con tomar vidas que en la guerra moderna es compartido solo por los francotiradores”. Se trataba básicamente de colocarse detrás del avión enemigo y dispararle al piloto por la espalda, a ser posible mientras estaba desprevenido, matándole. “Era un asunto desagradable y brutal y pocos ases resultan simpáticos, por mucha admiración que despierten” (a Hastings en cambio le cae bien el caballeroso –él sí- capitán Von Müller del corsario Emden, que ya ha navegado por estas páginas).

El piloto Manfred von Richthofen, conocido como Barón Rojo. / ap
Manfred Von Richthofen, el célebre Barón Rojo, el aviador más conocido, a cuya sombra se desarrolla toda la aventura aérea de la I Guerra Mundial, es el ejemplo perfecto de cazador despiadado (¡nuestro Flying Circus siempre será el de Monty Python y no las pintadas escuadrillas del barón!). Los ases se obsesionaban con el número de derribos –lo que les granjeaba fama y honores- y contaba más engrosar la lista que la caballerosidad. La cuenta personal de Richthofen (80 víctimas) está hinchada con pilotos sin experiencia y aparatos muy inferiores a los suyos (véase la lista completa y detallada en el revelador Under the guns of the Red Baron, 2007).
Más allá o más acá del Barón Rojo y los otros famosos grandes ases, Immelmann, Boelcke, Guynemer, Fonck, Ball, Bishop, Mannock (“Gentlemen, always above; seldom on the same level; never underneath”), o el elegante Arthur Percival Rhys Davids, que pasó prácticamente de Eton a derribar alemanes (¡dos ases el mismo día!), llevaba un volumen de Blake en su avión y lo mataron a los veinte años, la I Guerra Mundial está llena de aviadores mucho menos conocidos pero que tienen historias muy interesantes. Ahí están por ejemplo Eugene Bullard, el primer piloto de combate negro (y medio piel roja: su madre era una creek), que volaba con un mono (Jimmy), se ganó el sobrenombre de La golondrina negra de la muerte, fue amigo de Louis Armstrong y acabó de ascensorista en el Rockefeller Center; Otto Kissenberth, el piloto que decoraba su Albatros con una edelweiss -como el del estupendo comic de Yann y Hugault (Norma, 2014)-, uno de los pocos que llevaba gafas y que consiguió una de sus 20 victorias ¡a los mandos de un Sopwith Camel capturado!; el extravagante aristócrata Alexander P. (de Prokofiev) de Seversky, aviador naval ruso que volaba con una pierna amputada y luego se rompió la otra (no sin derribar a media docena de alemanes), abrió un restaurante en Manhattan y fue uno de los teóricos de la doctrina estadounidense del poder aéreo; o el insólito piloto griego Aristides Moraitinis, que, con su mostacho, parece sacado de una novela de aventuras o de las viñetas de Tintín; a los mandos de su bonito hidroavión Farman (¡como mi abuelo!) atacó a la flota turca, logró nueve derribos y finalmente tuvo un destino a la altura de su orgullosa estampa al estrellarse en una tormenta y aparecer su cuerpo cerca de la cima del Monte Olimpo. Tengo un flaco por la Brigada Palestina, la unidad aérea británica que luchó contra los turcos en el desierto, junto a Lawrence de Arabia: el teniente Ridley y su mecánico muertos de sed tras un aterrizaje forzoso en las arenas, la tripulación del Handley Page que bombardeó Deraa (¡chúpate esa bey!), o el teniente McNamara que aterrizó para rescatar a un camarada derribado y despegó perseguido por la caballería turca, ganando la Cruz Victoria.
Pero probablemente no hay experiencia tan intensa como la de otros singulares soldados que combatieron en el aire con mucho menos pedigrí y que sin embargo me parecen el epítome del valor en la I Guerra Mundial. Y además no mataron a nadie. Se trata de los tripulantes de globos. Tripulantes es un eufemismo porque en realidad no tripulaban nada. Se limitaban a ascender en globos cautivos para actuar como observadores del campo de batalla, dirigir el fuego de artillería o conseguir información sobre las posiciones y movimientos del enemigo. Mucho menos conocido, glamuroso y ni te digo valorado que el de los aviadores, su trabajo fue importantísimo en la contienda. Era una misión muy arriesgada. Resultaban un blanco perfecto para las fuerzas enemigas, especialmente los aviones, y de hecho algunos pilotos de los dos bandos –como el belga Willy Coppens, que se cargó 35- se convirtieron en especialistas en derribar globos, que contabilizaban como los aeroplanos a efectos de victorias aéreas. No era, tumbarlos, una tarea exenta de riesgos: como se usaban balas incendiarias (prohibidas para el combate con otros aviones) te podía alcanzar la tremenda deflagración del globo.

Ilustración de la batalla de Fleurus, en 1794, con el globo L'Entrepenant al fondo.
La tradición de los globos de observación es antigua y se remonta a las guerras de la Francia revolucionaria: en Fleurus (1794) el globo L’Entreprenant tuvo un papel importante. La Unión y los Confederados los emplearon profusamente en la Guerra Civil. El profesor Thaddeus Lowe –trasunto real del julesverniano Cyrus Smith de La isla misteriosa- fue el Jefe Aeronauta del Cuerpo de Globos del Ejército de la Unión (he ahí un cargo), y tuvo interesantes conversaciones con el jovencito Von Zeppelin, a la sazón de paso por la guerra norteamericana. También se usaron en las guerras contra el Mahdi y los bóers pero su despliegue masivo tuvo lugar en la I Guerra Mundial, por parte de ambos bandos.
Había que tener arrestos para servir en globos. Te metías en la frágil cesta, subían el artefacto, enganchado a un cable, y te quedabas allí arriba, indefenso, bamboleándote suspendido en medio del cielo como un blanco de tiro de feria. Estaba prohibido fumar. “La situación del observador en su canasta era toda una definición de vulnerabilidad”, reflexiona el historiador Peter Hart en Aces falling (2007), donde dedica intensas páginas a los globos. Curiosamente muchos de los globonautas tenían alguna mutilación. En realidad no hacía falta estar muy en forma para esa misión, solo poseer mucho valor. “Tenías un extraordinario sentimiento de inseguridad”, resumió muy británicamente el teniente Behrend, que vio como una escuadrilla alemana derribaba cuatro globos a su alrededor dejando en el cielo solo el suyo por falta de municiones. Todo el mundo le tenía ganas a los globos, que, conectados por una línea telefónica, eran los ojos de la temida artillería. Para algunos aviadores, como el alocado as estadounidense Frank Luke, que abatió tres en su última y legendaria salida antes de enfrentarse a diez Fokkers y morir en un tiroteo con soldados alemanes tras aterrizar su aeroplano averiado, la propia existencia de los globos ocupando el cielo era algo así como un ultraje personal.
Ante un ataque de la aviación, los servicios de tierra protegían al globo con fuego antiaéreo o lo bajaban todo lo rápido posible. El infeliz ocupante tenía la posibilidad de encaramarse a la cesta y saltar con un rudimentario paracaídas que iba enganchado a un arnés. Pero el globo incendiado solía deslomársete encima. Además, los pilotos enemigos tiraban abiertamente sobre el pobre tipo: un observador experimentado era más difícil de reemplazar que el globo.
Era una misión muy arriesgada. Resultaban un blanco perfecto para las fuerzas enemigas
Entre los corajudos observadores de globos destaca el teniente de la reserva alemán Peter Rieper, el único de ellos que ganó la más preciada condecoración prusiana, la medalla Pour le Mérite, el Blue Max, tan codiciada por los ases aéreos. Nacido en 1887 en Hannover, Rieper era químico y al empezar la guerra lo enviaron a artillería. Fue herido y pidió el traslado a globos, donde pensaba que su experiencia artillera podría ser útil. Pasó horas muy intensas, como puede imaginarse, en el Ballonzug 19, su unidad. En una ocasión, colgado a 1.300 metros, fue atacado por dos cazas y al incendiarse su globo decidió saltar pero al hacerlo vio que las correas del paracaídas estaban enredadas así que se agarró a la cesta, volvió a trepar y las desenredó, en medio del fuego que consumía el ingenio que se desplomaba. En 1916, durante otro ataque de cuatro aeroplanos, Rieper se defendió intrépidamente disparando desde la cesta con un Máuser, y le salvó la llegada providencial del as Max Immelmann. En 1918, fuego de ametralladoras alcanzó su globo y le hirió en la espalda; consiguió saltar pero hubo que amputarle el brazo derecho. Declarado inútil para el servicio activo, sobrevivió a la guerra, aunque se desconoce la fecha y la causa de su muerte. Es bonito pensar que ese hombre valiente sigue allá arriba columpiándose audazmente en las resplandecientes alambradas del cielo.
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DE HISTARMAR
Lettice Curtis
Ha fallecido a los 99 años la piloto femenina británica más destacada en lA Segunda Guerra Mundial.
Aprendió a volar en 1937 en el Yapton Flying Club cerca de Chichester. Al cabo de su adiestramiento inicial voló 100 horas en solitario con el fin de obtener la licencia comercial B. En mayo de 1938 pasó a desempeñarse en CL Aerial Survey; Volando un Puss Moth, dotado con una cámara, fotografió distintas áreas de Inglaterra para el Ordnance Survey, presumo un organismo como el que alguna vez fue nuestro Instituto Geográfico Militar. Al declararse la guerra fue transferida al departamento de investigación del citado organismo

Fue convocada en 1940, cuando el Reino Unido, al cabo de la ignominiosa derrota de Francia, debió apellar a todos sus recursos humanos para enfrentar, junto con sus dominios, al mejor Ejercito y mejor Fuerza Aérea de entonces y si la Kriegsmarineno lo era fue porque el almirante Raeder vio frustrados sus planes de expansión, que hubieran fructificado en 1944, como consecuencia de una errónea apreciación de Hitler al presumir que ni Francia ni Gran Bretaña reaccionarían ante la invasión de Polonia, facilitada esta por un sorpresivo Pacto de No Agresión con la Unión Soviética que, además, se convirtió en suministrador de distintas materias primas, atenuando de esa manera el bloqueo de su tráfico comercial. Italia, que en la Gran Guerra fue un aliado, en el año mencionado devino en un especulativo enemigo que pasó a constituir una potencial amenaza en el Mediterráneo, situación agravada por la desaparición de las naves francesas de ese teatro.

La convocatoria a Curtis provenía del Air Transport Auxiliary (ATA), donde se había decidido acudir a personal femenino para llevar a cabo esas tareas auxiliares que, en particular, significaban el traslado de aviones desde las fábricas a los aeródromos operativos mientras que los hombres pasaban a satisfacer los requerimientos de la Real Fuerza Aérea (RAF)

En un pequeño grupo inicial de jóvenes mujeres, Lettice Curtis comenzó, en Hatfield, su adiestramiento en aviones livianos de entrenamiento y transporte. Rápidamente calificó para volar máquinas más avanzadas tal como el bimotor Oxford.

Las pilotos del ATA frecuentemente volaban solas y sin ayuda alguna en cuanto a navegación; dependiendo casi exclusivamente en la lectura de un mapa en sus misiones.
Hasta la primavera boreal de 1941, una disposición gubernamental impedía a las mujeres pilotear aviones de combate, pero en ese verano pasaron a trasladarlos.
Sin otra ayuda adicional que una planilla de verificación (Checking List) Lettice Curtis trasladó su primer Hurricane ese verano al que siguieron otros y los más famosos Spitfires.

En septiembre de 1941 los vuelos se extendieron a aviones más avanzados y Lettice Curtis pronto se graduó en pilotear bombarderos Blenheim, Hampden y Wellington. En el otoño boreal de 1942 fue asignada a una base de bombarderos cuatrimotores donde se calificó para volar los Halifax. El año siguiente estaba calificada para pilotear otros cuatrimotores incluidas las denominadas fortalezas volantes estadounidenses B-17. En 1944 fue la primer mujer en entregar un Lancaster.

Cuando, al finalizar la Guerra,,cesó la actividad de ATA, fue considerada la organización femenina más experimentada en el traslado de aviones al haberlo hecho con más de 400 bombarderos pesados, 150 De Havilland Mosquitos y cientos de Hurricanes y Spitfires.

Finalizado el conflicto pasó a desempeñarse en el Armament Experimental Establishment para luego pasar a ocupar el cargo de ingeniera senior de desarrollo en Fairey Aviation en 1953 donde participó en vuelos de prueba de distintos aviones, entre ellos el piquete radar (Air Early Early Warning) Gannet destinado a la Armada Real.

. Participó en carreras organizadas por el Royal Aero Club. A comienzos de los sesenta dejó Fairey para pasar al Ministerio de Aviación y trabajar en planes concernientes a material civil y militar y un Centro de control civil de tráfico aéreo. Después de un breve paso por la Inspección de Operaciones de Vuelo de la Autoridad de la Aviación Civil pasó a desempeñarse en Sperry Aviation.

Mostró un firme apoyo al proyecto que dio lugar al supersónico Concorde. En 1992 calificó como piloto de helicóptero, pero tres años más tarde, al cumplir 80, años decidió que sus tiempos de volar habían terminado.

En lo que se refiere a sus actividades en el ATA consideró que ese servicio no fue suficientemente reconocido, por lo que en 1971 publicó el libro The forgotten pilots. Su autobiografía como Lettice Curtis apareció en 2004. .
Obituario aparecido en el Daily Telegraph

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Cuando los españoles liberaron París
En el 70 aniversario de la Liberación de París, Francia honra la novela gráfica «Los surcos del azar» de Paco Roca. Un homenaje a los republicanos que tomaron la capital francesa
París habló castellano. Al menos durante horas, una semana. O el ínterin de un tweet: «A unos días del 70 aniversario de la Liberación de París, os invito a profundizar en este episodio de la historia de nuestra ciudad con el excelente tebeo de Paco Roca». La prescripción express corre a cuenta de Anne Hidalgo, gaditana de nacimiento y hoy alcaldesa de la capital gala, y cuyas cuentas sociales, hará apenas una semana, anticipaban la efeméride de la Liberación para rescatar la novela gráfica «Los surcos del azar» (Astiberri, 2013), homenaje del autor valenciano a «la Nueve», la compañía española que liberó París. «No lo sabía, de verdad», ríe Roca interrogado por ABC.
Porque en París –lo olvidamos o nunca lo supimos– la libertad tuvo muchos nombres. «Belchite», «Ebro», «Guadalajara» o «Santander». Tantos como las tanquetas que, al anochecer, un 24 de agosto, rodeaban el tiroteado ayuntamiento de una ciudad resentida –cuatro inviernos duró la ocupación. Era 1944. Y además un relato, advierte Roca, «más enterrado aquí que en Francia, donde no forma parte de lo que ellos deben vindicar, puesto que a cada país le corresponde crear sus héroes». España no lo hizo, desde luego. Y aún con todo, a su modo, Francia supo anular el rastro de aquellos exiliados españoles que tomaron París.
De Gaulle, avisaba Semprún en su prólogo al documentado «La Nueve: Los españoles que liberaron París» de Evelyn Mesquida, sepultó el episodio bajo un silencio que servía a la algo demolida grandeur que aniquiló el régimen de Vichy. La delación, la indiferencia. Era una estrategia en vistas a allanar la terapia moral de un país, subraya Roca, que «había jugado un papel algo ambiguo durante la Segunda Guerra Mundial». El trauma del colaboracionismo se tradujo en una compleja digestión interna. «Tenían que poner orden en una historia –razona el dibujante– donde no cabían los extranjeros». Por mucho que la famosa División Leclerc, que integraba a «la Nueve», apenas incluyese franceses. Era un babel de uniformes.

De Gaulle en 1960
Tras la derrota alemana y con percutor, De Gaulle redobló la arenga hacia un discurso donde el viejo París se liberaba a sí mismo –«Paris outragé, Paris brisé, Paris martyrisé, Paris liberé»– para integrar, domesticar y desterrar la miseria moral de Petain, de algún que otro anónimo. Y en el curso de aquel brillante centrifugado, la historia engulló amargamente la gesta de «la Nueve», o a tantos españoles que combatían en la Resistencia gala para no perder dos veces. Que escaparon de Argelès, Le Vernet o Bram; de aquellos campos de concentración –del «desprecio», confesó Francia más tarde– que absorbían a los exiliados después del Pirineo. De la tragedia.
«Los surcos del azar»
«Para qué llamar caminos a los surcos del azar», escribió una vez Machado; y Roca, que bautizó así su novela gráfica, resolvió dibujar y relatar la hondura de esos surcos en otro ejercicio de memoria o, la mayor parte de las veces, desmemoria. Como aquella que agujereaba el alzheimer en su «Arrugas» y que de nuevo, ahora colectiva, aflora en «Los surcos del azar». O, según el título acordado por la edición gala, «La nueve». Que por cierto prologa Anne Hidalgo.

Ella, en el verano de 2004 y cuando sólo era la segunda de Delanoë, entonces alcalde, impulsó una primera placa en París –«A los republicanos españoles, principal destacamento de la columna Dronne»– o un intento por recobrar un episodio cuyo recuerdo, al calor del esfuerzo de diversas asociaciones de inmigrantes, madura de algún modo en la novela gráfica de Roca. «Sabía de su interés pero no tuvimos contacto directo», admite el historietista mientras narra como llegó a conocer a dos excombatientes, Luis Royo y Manuel Hernández, en un coloquio en el Instituto Cervantes de París con la propia Mesquida, experta en las hazañas de «La Nueve». «Supe que allí había una «historia increible». Y algún tiempo después, resultado de un exhaustivo proceso de documentación y cerca de dos años y medio de trabajo, las 328 páginas de «Los surcos del azar» asombraron de nuevo a la crítica. El reconocimiento a la mejor obra nacional en el Salón Internacional del Cómic de Barcelona redondeó el aplauso.
«La nueve»
Y qué fue «la Nueve», la Novena Compañía. Era el orgullo de la II División Blindada del general Leclerc, o 30.000 tipos rescatados de muchos exilios que, desde el caótico muelle del Norte de África y tras la pista de Jean Gabin en aquella película de Duvivier, rumiaban un regreso al continente. Al cabo, París se sublevaba el 20 de agosto de 1944 y De Gaulle, voz de la Francia libre, urgió a los norteamericanos a liberar la capital antes de que la aviación alemana sabotease puentes e infraestructuras fundamentales –«sólo caerá en manos del enemigo convertida en un campo de ruinas», había amenazado el führer. Raymond Dronne, capitán de la Nueve, recibió la orden de «marchar aprisa sobre París, de entrar y tomar con suma rapidez todo aquello que encontrasen a su paso». Su mano derecha, el teniente republicano en el exilio, Amado Granell, valenciano y de Burriana, encabezó la primera incursión en el periférico parisiense.

Amado Granell
Desde la Porte d'Italie, al sur, y remontando hacia el Sena a través del Bulevar Saint Michel, la columna estiraba el paso. El objetivo, al otro lado del río, era alcanzar el Ayuntamiento, donde un grupúsculo de partisanos sostenía fuego alemán desde hacía días. Granell estacionó una tanqueta frente a la plaza –el «Guadalajara»– y tomó el consistorio. A la mañana siguiente la portada de «Libération» imprimió un «ILS SONT ARRIVÉS!» (¡Han llegado!) que no supo o no quiso poner pie de foto al rostro del español. Nadie esperaba que los primeros hombres en tomar París llevasen cosido a la solapa un banderín republicano. A Grannell, en la resaca de la victoria, le ofreció De Gaulle galones a cambio de renunciar a su nacionalidad; dicen que rechazó la invitación. Nadie se acordó de él.
Buscar en la memoria
«Son temas que me interesan. Hay muchos caminos para crear y dos en particular». Y Roca cita a Hemingway como contrajemplo creativo: su método fue el de «la vida increible». El autor de «París era una fiesta» (contó que) estuvo en todas partes y también por supuesto en la Liberación, donde la leyenda le sitúa –25 de agosto de 1944– bautizando a sangre y fuego la brasserie del Hotel Ritz. Hemingway dijó que a veces soñaba con la vida después de la muerte y la fantasía, dijo además, transcurría inevitablemente allí, en el pub del Ritz. Ello respalda, a fin de cuentas, esa otra versión según la cual el novelista hizo la guerra desde la recepción de un hotel, de varios. A Lecrerc Hemingway le pidió una patrulla para retomar su barra favorita y el militar, claro, obvió la propuesta, aunque sí parece cierto que el norteamericano amarró su jeep en la Place Vendôme, frente a un Ritz naturalmente vacío de alemanes y cuyo director, Claude Auzello, le impidió la entrada en tanto que no tirase el arma.
Y Roca apuesta por una vía menos ruidosa, por «buscar mis historias en la memoria para darme cuenta de que las hay tan increibles como esta». La suya, tan necesaria, esa que arranca en un puerto de Alicante poblado de 20.000 refugiados a la espera de un billete. Ni rastro de Hemingway. «Sabemos poco de la historia de España, vivimos durante años con un solo punto de vista sobre la Guerra Cívil y el exilio era desconocido puesto que no formaba parte de la historia oficial», reflexiona el dibujante. «Digamos que la memoria es una buena fuente de inspiración».
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Destrucción de los Cazas alemanes de la Gran Guerra

La aplicación del Tratado de Versalles
Ver el reverso


KESTER
Un operario destruye uno de los cazas alemanes empleados durante la Guerra
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Agosto de 1920. La ejecución del tratado de paz. Destrucción del material de aviación alemán que se efectúa bajo la inspección de comisiones interaliadas.

El final de la Primera Guerra Mundial tuvo su fin con la firma delTratado de Versalles el 28 de junio de 1919 en el Salón de los Espejos del Palacio de Versalles. Una de las cláusulas militares de este fue laprohibición de tener tanques, vehículos blindados y aviones de guerra. ABC dedicó la portada del 23 de agosto de 1920 a este asunto, con la publicación de dos fotografías, una de ellas esta que mostramos hoy, en las que se puede ver los procesos de destrucción de los cazas alemanes.
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Sebastian

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El día en que los británicos incendiaron la Casa Blanca

Thomas Sparrow

BBC Mundo, Washington (@bbc_sparrow)
Domingo, 24 de agosto de 2014

Representación del incendio de la Casa Blanca, por Tom Freeman, en esta imagen de la Asociación Histórica de la Casa Blanca.

El Capitolio en llamas. La Casa Blanca en llamas. La ciudad, desolada. El presidente de Estados Unidos y su esposa, a la fuga, y el enemigo bajo control.
Es un panorama impensable para Washington en la actualidad, pero precisamente así lucía la joven capital de Estados Unidos hace exactamente 200 años, cuando un grupo de soldados británicos se dispuso a darle una lección que marcaría su historia.

Cuando ya caía la noche del 24 de agosto y cedía el calor veraniego, cientos de soldados marcharon hacia la ciudad y, uno tras otro, dejaron sus edificios públicos más emblemáticos "envueltos en una serpenteante capa de fuego", como lo describió el autor Stephen Vogel en su libro sobre el tema.
La quema de Washington, como ha pasado a conocerse ese día, fue un golpe humillante para un país que precisamente se había independizado de los británicos hacía casi cuatro décadas.

"El incendio del Capitolio y la Casa del Presidente -como se le decía a la Casa Blanca en ese entonces- realmente conmocionaron a los estadounidenses de manera similar a los eventos en Pearl Harbour, cuando fue atacado el país, y después del 11 de septiembre", le dijo Vogel a BBC Mundo.
Pero la quema también fue un evento del que Estados Unidos se recuperó: apenas tres semanas después, sus soldados defendieron el fuerte McHenry en la vecina Baltimore, una batalla que sirvió de inspiración para que Francis Scott Key compusiera un poema en que se basó el himno actual de Estados Unidos.
Este fin de semana, la toma de Washington se conmemora con una serie de eventos que incluyen reconstrucciones y recorridos históricos.

Libertad pero no independencia

La Casa del Presidente -como se conocía a la Casa Blanca- fue afectada seriamente por el incendio, como se ve en esta acuarela de George Munger (ca. 1814-1815).

El incendio de la Casa Blanca y el Capitolio fue uno de los episodios más significativos y dramáticos de un conflicto de 32 meses entre Estados Unidos y Reino Unido que comenzó en 1812 con la declaratoria de guerra firmada por el presidente James Madison.
Estados Unidos tenía la sensación, explica Vogel, que los británicos estaban pisoteando la joven soberanía del país, al restringir por ejemplo el comercio con Europa u obligar a marineros estadounidenses a que trabajaran en navíos de la flota real.
"Había un sentimiento entre Madison y sus seguidores de que el país había obtenido su libertad en la generación anterior, pero realmente no había obtenido su independencia", dice.


Las quemaduras todavía son visibles en dos lugares de la Casa Blanca, según la Asociación Histórica de la Casa Blanca.

En esos años, Reino Unido estaba inmerso en una intensa guerra con el imperio francés de Napoleón y, si bien no tenía mayor interés en una guerra adicional con Estados Unidos, tampoco estaba dispuesto a dejarse vencer por su excolonia.
Sin embargo, sólo tomaría un rol mucho más ofensivo en 1814, después de que Napoleón se exilió en la isla mediterránea de Elba, y su principal golpe a Estados Unidos ocurrió precisamente en la capital.
"Los británicos invadieron Washington con un objetivo primordial", le dice a BBC Mundo Bill Bushong, historiador de la Asociación Histórica de la Casa Blanca (WHHA, por sus siglas en inglés). "Ese objetivo era moralizar a los estadounidenses, ponerlos simbólicamente de rodillas quemando sus edificios públicos".

La cena está servida
Cuando los soldados llegaron a la Casa Blanca en las últimas horas de ese 24 de agosto, no encontraron combatientes desafiantes sino un banquete servido.


Retrato de Washington que salvó Dolley Madison.

Dolley Madison, la esposa del presidente, lo había dejado listo en la tarde, como hacía todos los días para su esposo, pero ante la cercanía de los soldados se había visto forzada a escapar como también lo había hecho el mandatario.

Dolley salió de la mansión presidencial, pero antes decidió llevarse un retrato de George Washington, el primer presidente del país, para salvarlo de las llamas. Fue una acción que todavía hoy está cargada de simbolismo: el cuadro es la obra de arte más vieja expuesta en la Casa Blanca, según Bushong.
Poco después de la fuga de Dolley Madison, los británicos encontraron la casa vacía, satisficieron su apetito, bebieron Madeira, recorrieron sus habitaciones y finalmente les prendieron fuego.

"Nunca olvidaré la majestuosidad destructora de las llamas a medida que las antorchas iluminaban las camas, las cortinas, etc", escribió el mayor Harry Smith, uno de los soldados, según consta en el libro de Vogel, que se titula Through the Perilous Fight.
"Aunque la ciudad de Washington tenía poco menos de una década como capital, el simbolismo de perder esas estructuras golpeó muy fuerte al país", dice Vogel.

"Querían desquite"

En el pasado se han hecho reconstrucciones históricas de la guerra de 1812.

Pero Estados Unidos no se iba a dar por vencido. De hecho, el golpe sobre su capital hizo que tomara nuevos bríos para combatir a los británicos.
"Los estadounidenses estaban furiosos y querían un desquite", le dijo a BBC Mundo Anthony Pitch, autor de un libro sobre la invasión de 1814. Como resultado, no sólo defendieron Baltimore, sino también evitaron que los británicos tomaran Nueva Orléans.

"El legado para Estados Unidos es claro", aseguró Pitch. "Baltimore y Nueva Orléans forjaron una nueva nación e identidad. De repente, las personas olvidaron sus diferencias".
El conflicto finalizó políticamente con la firma del Tratado de Gante, en diciembre de 1814, que restauró las relaciones entre los dos países a como estaban antes de la guerra.


La guerra entre los estadounidenses y los británicos concluyó en 1814.

Washington se recuperó poco a poco y pudo mantenerse como capital del país a pesar de que algunos consideraban que estaba demasiado expuesta.
La Casa Blanca fue reconstruida, aunque en vez de piedra se usó madera en algunas partes, lo que debilitó la estructura con el tiempo y obligó a nuevas obras a mediados del siglo XX.

Y el incendio, con su evidente simbolismo, terminó convertido en un recuerdo de cuando las relaciones entre Estados Unidos y Reino Unido no eran cordiales como ahora.
En una visita del primer ministro británico David Cameron a la Casa Blanca en 2012, el presidente Barack Obama bromeó cómo los soldados "dejaron una impresión" y "realmente iluminaron el lugar" en 1814.

Cameron le respondió diciendo que estaba un poco avergonzado por lo que hicieron sus ancestros.
Pero inmediatamente agregó: "Puedo ver que hoy tienen el lugar un poco mejor defendido".
http://www.bbc.co.uk/mundo/noticias...oria_incendio_britanicos_washington_tsb.shtml
 

Sebastian

Colaborador
La cubana que se vistió de hombre para ir a la guerra

Redacción
BBC Mundo
Lunes, 10 de junio de 2013

Velázquez luchó disfrazada de hombre del lado de los estados del sur y espió para los del norte.

"Lo que puede hacer una mujer sólo con atreverse y si se atreve a hacerlo a lo grande". La cita pertenece a las memorias de Loreta Janeta Velázquez, una mujer de origen cubano que hace 150 años se vistió de hombre para poder luchar en la Guerra Civil estadounidense (1861-1865) del lado de los estados del sur.

Nacida en Cuba, se trasladó a Nueva Orleans siendo una niña. Una vez empezada la guerra que enfrentaba a las fuerzas del sur -los confederados- con las del norte -la Unión-, le pidió a un sastre que le hiciera un traje de soldado con el que se lanzaría a la batalla del lado de los estados del sur.
Bajo el nombre de oficial Harry T. Buford coordinó todo un regimiento en Arkansas, luchó en las batallas de Bull Run, Balls Bluff, Fort Donelson y Shiloh -donde resultó herida- y acabó cambiándose de bando y actuando de espía para los estados de la Unión que finalmente ganaron la guerra.

Pese a que contó su historia en "Mujer en la Batalla", unas memorias de 600 páginas que dan suficientes elementos para un argumento de película, su historia era hasta hace poco desconocida para la mayoría de los estadounidenses, ya que muchos historiadores la consideraban un personaje de ficción.
Eso hasta que una mujer que guarda ciertos paralelismos con ella, la cineasta de origen ecuatoriano María Agui Carter Carter-que también llegó de muy joven a EE.UU., se topó con su autobiografía y decidió dedicar más de una década de su vida a investigarla.

"Era casi como una novela picaresca, algo totalmente avanzado a su época, un personaje muy moderno. Empecé a buscar lo que pude de esta mujer y me di cuenta de que mucha gente pensaba que era un personaje ficticio", recuerda Agui Carter en declaraciones a BBC Mundo.

"Sin rastro" de mujeres y latinos
La mujer dentro y fuera de la batalla

  • Nació el 26 de junio de 1842
  • Siendo una niña sus padres la enviaron a Nueva Orleans a vivir con su tía.
  • Poco después se casó con un soldado estadounidense.
  • En 1861 se vistió de soldado para participar en la Guerra Civil.
  • En 1876 publicó The Woman in Battle (La mujer en la batalla), una obra que generó amplia controversia y con la que se granjeó la enemistad de sus coetáneos.
  • Se le perdió la pista en 1902. Lo último que los historiadores saben de ella es que combatió por la independencia de Cuba.
Ahí fue donde comenzó un periplo de 12 años en los que la cineasta obtuvo numerosos documentos -entre ellos algunos guardados en los Archivos Nacionales de Washington DC- que, según explica, demuestran que fue un personaje real.

"Encontré mucha documentación de Loreta y de la comunidad cubana en Nueva Orleans. Mi desafío era una vez que me metí de lleno en la historia: ¿cómo hacer una película cuando sólo tenía una fotografía de la mujer?", recuerda Agui Carter.

A eso ayudaron finalmente las recreaciones y animaciones con las que crearon los escenarios de la vida de Velázquez y que resultaron en la película "Rebelde: Loreta Velázquez, soldado y espía en la Guerra Civil" que se transmitió recientemente en la televisión pública estadounidense PBS y que también está siendo exhibida en algunos cines.

"No solo fue un personaje maravilloso con una vida increíble, sino que también es una muestra de cómo se ha borrado el rastro de los latinos y las mujeres en la historia de EE.UU.", lamenta Agui Carter.

De hecho, Velázquez fue una de las cerca de mil mujeres que los historiadores creen que lucharon en la guerra civil, pero que muy rara vez son recordadas cuando se habla de la ese tema.

Transgresora y adelantada a su época

María Agui Carter estudió durante 12 años la vida de Loreta Velázquez para hacer la película.

Pese a que creció en una familia adinerada y recibió una educación tradicional centrada en formar a una mujer refinada que supiera coser, bailar y tocar el piano, Loreta Velázquez fue una mujer adelantada a su tiempo y quiso transgredir las normas de su época.
Comenzó a mostrar su carácter cuando su padre la envió a vivir con su tía en Nueva Orleans, donde se ponía las ropas de su primo y se fue alejando poco a poco del papel que le tenían preparado.
Se negó a casarse con el hombre cubano que su familia había encontrado para ella y en su lugar eligió a un militar estadounidense, William, con quien se casó de forma clandestina y tuvo dos hijos, que morirían algunos años después.
Poco después de empezar la guerra, su marido también murió y ella decidió lanzarse a la batalla vestida de hombre. Posteriormente se convirtió en espía, algo que, en su opinión, sería más beneficioso para la causa confederada. Por ello, se trasladó al norte, donde trabajó como doble agente e incluso llegó a ser contratada por el servicio secreto del Norte.

Mujeres en el ejército

La película se transmitió en la serie "Voces" de la cadena pública PBS.

Y fue en la batalla donde demostró que, en opinión de algunos, no sólo estaba por delante de su época sino también de la nuestra, ya que el ejército de EE.UU. no puso fin la prohibición militar que impedía a las mujeres combatir en los frentes de batalla hasta este año.

"Estamos en pleno siglo XXI y se acaban de admitir a las mujeres en primera línea de batalla y allí estaba Loreta hace 150 años luchando en la batalla. No sólo ella, sino otras mil mujeres", destaca Agui Carter.

Y aunque los historiadores no acaban de ponerse de acuerdo en cuánto había de realidad o ficción en las memorias de Loreta Velázquez, la directora lo tiene claro: "Dada la cantidad de información que existe es muy difícil decir que no existió. Inclusó enconté cartas que muestran lo que fue pagada por espiar para la Unión", afirma.

"La historia está ahí esperando a que la descubramos. Especialmente cuando se trata de mujeres y latinas". Y para ella, que dice sentirse identificada con Loreta Velázquez por ser una latina que llegó a Estados Unidos desde Ecuador cuando sólo tenía 7 años ha sido "un placer" descubrir la historia de Loreta Velázquez.

"Ha sido una década de responsabilidad para devolver la voz de esta mujer a la vida", asegura. Sin embargo, advierte que también hay un "espacio para la revisión histórica" y recomienda ver la cinta con una mirada crítica.
http://www.bbc.co.uk/mundo/noticias...u_guerra_cubana_loreta_velazquez_bd_lav.shtml
 
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París celebra el 70º aniversario de su liberación del nazismo


El presidente francés Francois Hollande durante la visita a Ile de Sein, una isla de la costa de Britania en el oeste de Francia (Foto: Fred Tanneau / AFP)
París celebra este lunes el 70º aniversario de su liberación del nazismo con una ceremonia en presencia del mandatario François Hollande, un espectáculo de luz y sonido, y un baile popular.
Hollande asistirá al evento en la explanada del ayuntamiento junto a la alcaldesa de París, Anne Hidalgo, también socialista.
Tras la revista de tropas y los discursos de Hollande e Hidalgo, el espectáculo de luz y sonido utilizará la técnica del “videomapping” (en tres dimensiones) proyectando imágenes sobre la fachada del ayuntamiento.
El espectáculo evocará las grandes etapas de la Segunda Guerra Mundial en Francia hasta la liberación, y mostrará imágenes de archivo inéditas, con la contribución de 160 artistas y 200 técnicos.
Un “baile popular” recordará luego los festejos espontáneos que celebraron la entrada en París de la Segunda división de blindados del general Philippe Leclerc y la capitulación del ocupante alemán.
París rindió homenaje el domingo a la “Nueve”, la unidad de vanguardia de la Segunda división de blindados integrada en su mayoría por republicanos españoles, la primera en llegar al ayuntamiento el 24 de agosto de 1944.
“Liberar París era de cierta manera el principio de la victoria tan esperada contra el fascismo, contra el nazismo”, dijo la alcaldesa.
La liberación de París se produjo en unas pocas horas el 25 de agosto de 1944 tras la llegada de la Segunda división blindada y de la Cuarta división de infantería de Estados Unidos, tras una semana de levantamiento de la Resistencia y de la policía francesa, que previamente había colaborado con el ocupante.
Ese mismo día, el general Charles De Gaulle pronuncia su famoso discurso entre la muchedumbre reunida frente a la municipalidad, en el que proclama la liberación de la capital.
la republica
 
CONTRATAPA

Una selva de espejos






Por Juan Forn

Cuando llueve pienso en espías. Será por los impermeables. O porque hace poco salieron a la luz los papeles clasificados de la Operación Mincemeat, el modo en que el espionaje inglés consiguió hacer creer a los nazis que los aliados no desembarcarían en Normandía. ¿Cómo? Tirando un cadáver al mar cerca de la costa española, que la policía franquista encontrara. El cadáver debía llevar encima información supuestamente secreta. Las autoridades consulares inglesas debían mostrar urgencia por recuperar el cadáver, para que los españoles sospecharan y avisaran a su aliada Alemania. La información debía estar en clave, pero ser descifrable para los nazis. El cadáver debía ser reciente y parecer ahogado en forma accidental. El plan, asombrosamente, funcionó.

Digo asombrosamente porque la idea venía de una novelita policial. La pescó el agente Ian Fleming (futuro creador de James Bond) en un libro llamado The Milliner’s Hat Mystery (escrito en 1937 por el comandante retirado de Scotland Yard Basil Thomson). Fleming redactó un memo estrictamente confidencial y lo sometió a sus jefes. El memo llegó a manos de John Cecil Masterman quien, haciendo honor a su nombre, fue la mente maestra de Operación Mincemeat (Masterman escribía novelitas de misterio en su tiempo libre, protagonizadas por un don de Oxford). Para ajustar detalles puso a cargo a Charles Fraser-Smith (el hombre en que se basaría Ian Fleming para su personaje de Q), quien ya había inventado para el servicio secreto inglés el chocolate de ajo, que daba el aliento correcto a los agentes que desembarcaban clandestinamente en suelo francés. Fraser-Smith trabajó con dos agentes que no escribían novelitas de misterio pero las consumían inveteradamente en Oxford (y por esa razón habían sido reclutados): Ewen Montagu, pionero del tenis de mesa en Inglaterra, y Jock Horsfall, campeón de automovilismo inglés en los años previos a la guerra, que en su legajo era definido como “soltero, nocturno y alérgico a los niños”.

Aunque los muchachitos de Oxford fueran a veces un poco menos que correctos en misión o entre misiones (había cierta propensión a los artículos de cuero negro, a las sustancias prohibidas, a los tacos altos y los guantes largos de noche; de tanto en tanto, personal diplomático tenía que retirarlos discretamente de una comisaría o un hotelucho y ponerlos en el primer vuelo de vuelta a casa), el servicio secreto inglés se jactaba de su eficacia y su patriotismo hasta que lo arruinaron los chicos de Cambridge. Los famosos Cuatro de Cambridge eran igual de nenes bien que sus colegas de Oxford, sólo que comunistas: entraron en el servicio secreto inglés para pasar información a los rusos y lo hicieron desde los años 30 hasta 1951. Fue el primer gran escándalo de la Guerra Fría y el primer papelón de la CIA, porque tres de los chicos de Cambridge estaban trabajando en Washington cuando los descubrieron. Kim Philby, que era el cerebro del grupo, ayudó a huir a la URSS a Guy Burgess y Donald McLean, volvió a Londres a enfrentar la tormenta (foto), soportó una investigación y hasta un careo en la Cámara de los Comunes logró que le creyeran y que incluso lo reincorporaran al servicio. Lo mandaron a Beirut, estuvo hasta 1963 operando y, cuando el cerco volvió a cerrarse sobre él, hizo creer que estaba dispuesto a confesar y se escabulló en un buque petrolero ruso que salía de Beirut esa noche.

Philby era el mejor amigo inglés que tenía James Jesus Angleton, uno de los fundadores de la CIA. Angleton había trabajado en el servicio secreto británico durante la guerra y, cuando le tocó crear el departamento de contrainteligencia de la CIA, se basó en lo que había aprendido de sus amiguitos. Reclutaba sus agentes en Yale tal como el MI5 se nutría de Oxford pero, en lugar de hacerlos leer o escribir novelas de misterio, Angleton prefería (por gusto propio y por sutil influencia de Philby) la expansión de la mente a través de la poesía: “Es posible y correcto para un poeta transmitir dos ideas distintas e incluso opuestas al mismo tiempo”. Allí donde otros veían líneas rectas, Angleton veía sinuosidades y nudos y doblefondos. El ejercicio del espionaje no era un relato que marchaba hacia su conclusión prefijada, como los policiales victorianos. Era, según la frase de T. S. Eliot que Angleton no se cansaba de repetir, “una selva de espejos”. La noticia de la deserción de Philby lo embarcó en una demente búsqueda de dobles agentes, o topos, a lo largo de los diez años siguientes. Cuando lo jubilaron, anticipadamente, en 1975 (hartos de que se lo pasara reflotando viejos legajos y adosándoles la leyenda: “Esto fue obra de Kim”), el daño que había infligido a la agencia en su paranoica depuración era “casi la tarea perfecta que hubiera realizado un topo real en un puesto como el de Singleton”, en palabras off the record de un veterano de la CIA.

Algo similar pasó puertas adentro del MI5 en Londres. La defección de Philby desató una investigación que sacó a la luz al cuarto judas de Cambridge (el historiador de arte Anthony Blunt, que logró, a cambio de una completa confesión y lloriqueante promesa de enmienda, que lo dejaran en su puesto de curador permanente de la pinacoteca de su majestad hasta 1979). Supuestamente había un quinto judas, y el encargado de descubrirlo fue el sabueso Peter Wright, que investigó por las suyas a algunos de sus jefes y descubrió que uno había fraguado sus notas de Cambridge para entrar al servicio y a otro logró ponerle un falso espejo en su oficina (“Tarea ingrata. El sospechoso se hurga largamente la nariz frente al espejo cada mañana”), hasta que fue pasado a retiro y terminó sus días en Tasmania, escribiendo libros de conspiraciones. En su necrológica, los diarios escribieron: “Ningún otro oficial de la inteligencia británica salvo Kim Philby causó más absurdos trastornos a la política inglesa”.

A Philby no le fue mejor en la URSS. Aunque su llegada a Moscú fue celebrada por el diario Izvestia con el título “Bienvenido, camarada Philby”, nunca le dieron el rango de general o al menos de coronel de la KGB que él esperaba. Ni siquiera le dieron oficina propia. Su única actividad era dar charlas formativas a agentes de bajo rango. Nunca aprendió ruso, pero era capaz de beber cantidades industriales de vodka. Se la pasaba en un sillón de su monoambiente moscovita escuchando la BBC por radio y leyendo los libros y diarios en inglés que le permitían recibir de Inglaterra. Sus preferidos eran los de sus ex camaradas Graham Greene y John LeCarré. Cuando estaba por morir, de cirrosis, en 1988, y el servicio secreto inglés se enteró de que los soviéticos pretendían iconizarlo póstumamente, propuso bajo cuerda al Duque de Kent que concediera a Philby la Orden de San Jorge para bloquear más humillaciones diplomáticas. El plan no prosperó. En cuanto a la iconización póstuma de Philby en la URSS, consistió en hacerlo estampilla, una de las más baratas: había que ponerle como veinte Philby a una carta para que llegase de Moscú a Londres. El sobre parecía una selva de espejos, propiamente.
 

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La antena de radio que desencadenó la Segunda Guerra Mundial
El 1 de septiembre de 1939, Alemania comenzó el conflicto invadiendo Polonia, una operación para la que buscó un pretexto que ha pasado a la Historia como «Operación Himmler»

Aunque Adolf Hitler había dado órdenes de invadir Polonia el 26 de agosto, no fue hasta la madrugada del 1 de septiembre cuando la Wehrmacht cruzó la frontera del país vecino con la determinación de ocuparlo. Como tantas otras veces a lo largo de la Historia, el pretexto para desatar oficialmente las hostilidades fue bastante pueril.
Goebbels puso el grito en el cielo por una escaramuza en la radio fronteriza de Gleiwitz –que pasó a la Historia como Operación Himmler– de la que responsabilizó a Polonia. Aquel suceso no quedó claro hasta los juicios de Nüremberg, donde se dictaminó que el ataque a la radio lo realizaron miembros de las SS vestidos con uniforme polaco

Radio de Gleiwitz
Una vez conseguido el pretexto, durante los primeros días de la invasión a Polonia la fuerza aérea alemana (Luftwaffe) destruyó la mayor parte de la aviación polaca, lo que le permitió apoyar al Ejército de tierra en su «guerra relámpago» (blitzkrieg). Cuenta Ricardo Artola en su libro «La Segunda Guerra Mundial» que el avance alemán fue imparable: «Durante la primera semana rompió las principales defensas polacas, mientras que en la segunda el grueso del Ejército polaco tuvo que retorceder, llegando las primeras unidades alemanas a los alrededores de Varsovia (a unos 200 km del punto de partida)». Consecuencia de ataque, el 3 de septiembre Francia y Gran Bretaña declararon la guerra a Alemania.
Enemigos íntimos
La Wehrmacht entró por el oeste de Polonia como cuchillo en mantequilla mientras el 17 de septiembre el Ejército soviético hacia lo propio por la frontera oriental. Conviene recordar que esta maniobra, que apenas encontró resistencia por parte del Ejército polaco, respondía al protocolo secreto del Pacto de no agresión germano-soviético. Un acuerdo que estas dos potencias –luego enemigas– firmaron el 23 de agosto.
La guerra hace en ocasiones extraños compañeros de cama. Al comienzo del conflicto no solo existía cierto entendimiento entre la URSS y Alemania, sino que la ayuda de Italia no entraba en los planes de Hitler. Así lo reflejaba el diario ABC el 2 de septiembre de 1939, el día después de la invasión Alemana de Polonia:
«Movilización general en Inglaterra y Francia. Hitler agradece y declina la ayuda militar de Italia. (...) Las tropas alemanas han penetrado en varios puntos en Polonia y bombardeado objetivos militares». Este fue el comienzo de una guerra que alcanzó dimensiones colosales que dejó 70 millones de muertos, 6 millones de ellos judíos exterminados por los nazis que un día como hoy de hace 75 años, cruzaron la frontera con Polonia.
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La lucha en la frontera: Mlawa, 02/04-09-1939
La Blitzkrieg alemana aplastó a un potente y valeroso ejército polaco que no estaba tan bien equipado y que carecía de suficientes reservas

La Operación Fall Weiss era el típico plan de pinza y envolvimiento que el Estado Mayor alemán había puesto en práctica tantas veces en el transcurso de sus campañas, sólo que actualizado y mejorado según las posibilidades tácticas que proporcionaba la nueva doctrina de combate germana, la Blitzkrieg. A los ataques desde el sur, se añadía el avance de las fuerzas que, atravesando el «corredor polaco» o «corredor de Pomerania», se unirían a las tropas que desde Prusia Oriental intentaban romper las defensas en la única zona fronteriza realmente fortificada, ya que cubría el acceso principal hacia Varsovia desde el Norte, así como hacia el Este, hasta los ríos Narew y Bug. De tal forma que, una vez sobrepasada esta línea de defensa, las divisiones alemanas quedarían libres de dirigirse en cualquier dirección.
Los ataques que desde Prusia Oriental lanza el I Cuerpo de Ejército alemán (III, Ejército) el 1 de septiembre de 1939 son detenidos en el región de Mlawa. La valerosa acción de la 20ª División de Infantería polaca (Ejército Modlin) logra detener los numerosos aunque mal coordinados ataques alemanes. La División Panzer Kempf divide sus carros de combate entre los diferentes puntos de ataque, con lo cual no resultan efectivos y la infantería alemana sólo logra penetrar las defensas en algunos sectores puntuales. A pesar de este éxito inicial, la situación polaca es crítica: las pérdidas son altas, y más teniendo en cuenta la escasez de reservas.
Para los ataques del día 2 de septiembre, las unidades alemanas se reorganizan y reagrupan con vistas a buscar un punto débil en las sólidas defensas polacas. La batalla continuará hasta el día 4, en el que, totalmente sobrepasados en número y con brechas en toda su línea, los polacos se ven forzados a retirarse.
Los combates en el sector fortificado de Mlawa son típicos del principio de la campaña. En muchos puntos, la resistencia del ejército polaco es muy fuerte, e incluso, como en el sector que nos ocupa, se detienen con éxito los ataques iniciales del enemigo. Sin embargo, hay varios factores que hacen que se decante siempre la balanza del lado de los ejércitos del Reich. Por un lado, su enorme movilidad, que les posibilitan rodear o evitar los puntos fuertes de la defensa. Gozan, por otra parte, de una tremenda superioridad en material y en tropas en el punto clave del asalto. A ello se añade la flexibilidad de su sistema de mando y la alta calidad de los mandos intermedios, que les permiten adaptarse y explotar cualquier situación favorable. Y por último, el eficaz apoyo que proporciona la artillería de campaña y el dominio de los cielos por parte de la Luftwaffe.
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Barbanegra

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Disputada águila en popa de buque hundido alemán Graf Spee es del estado uruguayo
La Corte Suprema uruguaya abrió el camino a la subasta de una preciada pieza nazi cuando determinó que el águila del acorazado alemán Graf Spee, hundido en aguas uruguayas en 1939 tras una batalla naval, es propiedad del Estado uruguayo.

"El juicio tuvo distintas etapas y ha culminado favorablemente para el Estado uruguayo. Ahora el ministerio de Defensa deberá decidir el destino" de la pieza, señaló esta semana el prosecretario de la Presidencia Diego Cánepa.

La pieza en cuestión es una imponente águila de bronce de 2,8 metros de largo por 2 de alto y 350 kilos de peso que sostiene entre sus garras una esvástica y adornaba la popa del acorazado alemán de bolsillo "Admiral von Graf Spee".

El águila fue rescatada en 2006 del fondo de la costa uruguaya, pero el gobierno frenó en 2010 las intenciones de los rescatistas de venderla y desde entonces ha estado enfrentado con ellos en la justicia.

Según Carlos Rodríguez, abogado de los empresarios Alfredo y Felipe Etchegaray, dueños de los permisos para rescatar los restos del buque alemán, éstos reclamaban la propiedad para poder decidir cómo y cuándo vender el águila, lo que ahora dependerá del gobierno.

Según la resolución judicial, el Estado es el propietario, aunque ratificó que los rescatistas tienen derecho al 50% de lo que se obtenga por la venta de la pieza.

"Ahora vamos a hacer una nueva y última gestión política ante el Estado para que se proceda rápidamente a vender", dijo Rodríguez a la AFP. "Y si no iniciaremos rápidamente las acciones jurídicas tendientes a forzar el cumplimiento del contrato" firmado entre los empresarios y el Estado para sacar los restos del fondo del río de la Plata.

El abogado aseguró que "el Estado puede hacer lo que quiere" con los restos "pero tiene una obligación contractual de vender los objetos rescatados para indemnizar y pagar de esa manera a los rescatistas el precio convenido, que fue el 50% de lo que se obtenga" por la comercialización.

Según Alfredo Etchegaray, cuando el águila fue encontrada "la prensa inglesa llegó a hablar de que valía hasta 50 millones de dólares".

"Pero solo una subasta pública puede decir cuánto vale. No importa cuánto vale. El tema es que hace 40 años que estoy invirtiendo tiempo y mucho dinero en estos temas (búsqueda de naufragios) y queremos cobrar por el trabajo", indicó.


- Símbolo nazi -
Tras décadas en el fondo del mar, el águila fue exhibida durante casi un mes en un hotel céntrico de Montevideo pero luego Alemania reivindicó en una nota a la Cancillería uruguaya la propiedad del acorazado y se opuso a la prosecusión de los trabajos de rescate.

En marzo de 2010, de visita en Montevideo, el entonces ministro alemán de Relaciones Exteriores, Guido Westerwelle, señaló que su gobierno quería "evitar que los restos de los símbolos del régimen nazi lleguen al comercio".

Un vocero de la embajada alemana en Montevideo indicó el jueves a la AFP que "el gobierno alemán mantiene esa posición".

Mientras Estado y empresarios se ponen de acuerdo, el águila aguarda su destino en depósito de la Armada (marina) uruguaya, confirmó a la AFP el capitán Gastón Jaunsolo, jefe de Relaciones Públicas de la Armada.

"Está en un depósito en condiciones de temperatura y humedad que no produzcan deterioro de la pieza", aseguró, indicando que aún no han recibido ninguna notificación sobre su eventual traslado.

El Graf Spee protagonizó junto a los cruceros británicos "Exeter" y "Ajax", y el neozelandés "Achilles", la Batalla del Río de la Plata, uno de los primeros enfrentamientos navales de la Segunda Guerra Mundial (1939-1945), que tuvo lugar frente a la costa uruguaya el 13 de diciembre de 1939.

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ALGO MAS DEL TEMA

Valorada en 44 millones de euros
Uruguay obtiene el águila de bronce del acorazado nazi Graf Spee
  • El Ministerio de Defensa es ahora el encargado de definir su destino
  • Los rescatistas quieren que se venda y se repartan las ganancias

El águila de bronce retirada del barcó de guerra Graf SpeeMIGUEL ROJOAFP-PH-AML
La noticia, breve y en el marco del último Consejo de Ministros, fue dada a conocer por el Prosecretario de Presidencia, Diego Cánepa: "En relación al juicio que llevaba adelante el Estado por la propiedad deláguila retiradadel barco alemán de guerra Graf Spee, hundido en 1939 en el Río de la Plata, debemos decir que culminó a favor del Estado uruguayo, por lo cual ahorael Ministerio de Defensa deberá definir el destino de dicho objeto".
Desapercibida para el gran público, la novedad se trasladó con virulencia hacia la representación alemana en Uruguay, rescatistas de la pieza de la Segunda Guerra Mundial, y especialmente hacia el Estado uruguayo, ahora propietario del águila.
Se trata de unavoluminosa pieza en bronceque luciera en su momento el acorazado alemán Graf Spee, hundido en aguas uruguayas tras una batalla naval.
Fue la única ocasión en que la Segunda Guerra Mundial tocó de cerca a Uruguay, y el mayor vestigio quedó bajo las aguas del Río de la Plata.
El águila, que fuera rescatada de las profundidades en el año 2006, mide 2,8 metros de largo por 2 de alto. Pesa 350 kilos ysus garras mantienen una esvástica, símbolo del esplendor de un régimen que intentó dominar el mundo.
Desde que la pieza vio la luz se desató otra batalla, entonces legal, por la propiedad definitiva de la misma.El Estado uruguayo y los técnicos rescatistas han pugnado en los tribunales, ello ha impedido su venta -manifiesta en el año 2010- por parte de los empresarios Alfredo y Felipe Etchegaray, que poseían los permisos del rescate.
Ahora es Uruguay quien dispone de las jerarquías para su venta, aunquedebería compartir con los rescatistas el 50%del total de una hipotética subasta, tal como marca la ley del país.
Citado por la agencia AFP, el abogado de los empresarios señaló que "ahora vamos a hacer una nueva y última gestión política ante el Estado paraque se proceda rápidamente a vender. Si esto no pasa, iniciaremos rápidamente las acciones jurídicas dirigidas a forzar el cumplimiento del contrato firmado", cuando se rubricó el acuerdo público - privado para rescatar los restos del fondo del río.
Algunos medios han manifestado que la pieza de broncetiene un valor en el mercado de 44 millones de euros, aproximadamente. Quienes buscan una compensación económica -los empresarios rescatistas- aceleran una subasta, mientras quedesde Alemania se ha intentado en todo momento impedir su comercialización, una forma de que un símbolo nazi tan humillante recorra otro camino.
Por el momento, el águila descansa en un depósito de la Armada nacional de Uruguay. "Está en un depósito en condiciones de temperatura y humedad que no produzcan deterioro de la pieza", aseguraron las fuentes castrenses al respecto del actual destino de la pieza, mudo testigo de la Batalla del Río de la Plata. A juzgar por las acciones emprendidas por el gobierno uruguayo en estos últimos años,parece sumamente difícil que inicie una comercializaciónde la pieza rescatada.
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Eroni Kumana, rescatador de Kennedy en la II Guerra Mundial

El nativo de las Islas Salomón llevó un mensaje de socorro del futuro presidente en un coco tras hundir los japoneses la lancha torpedera del estadounidense

Jacinto Antón 6 SEP 2014 - 00:35 CEST


Eroni Kumana, en 2007 en las Islas Solomon. / US NAVY

Al presidente Kennedy probablemente no lo hubieran matado aquel aciago día en Dallas de no ser por un coco. Parece una locura de un obseso de las teorías conspirativas, pero es verdad. De no ser por ese humilde fruto de una remota isla del Pacífico John F. Kennedy quizá no habría estado en Dallas, ni sido presidente de EE UU; posiblemente hubiera muerto mucho antes, durante su servicio en la marina en la II Guerra Mundial. Quién sabe si nos habríamos ahorrado la crisis de los misiles y Marylin seguiría viva.

El dicho coco, en el que Kennedy escribió un mensaje pidiendo socorro y que conservaba en su mesa en el Despacho Oval, es el icono, junto con la lancha torpedera PT-109 que el futuro presidente comandaba, de la gran hazaña militar del personaje, la gesta que cimentó su leyenda y le impulsó en su carrera política. La noche del 2 de agosto de 1943, el joven teniente Kennedy de 26 años acechaba un convoy japonés al mando de su torpedera en el Estrecho de Blackett, en las islas Solomon, cuando el destructor japonés Amagiri embistió la lancha, haciéndola explotar y echándola a pique.

Dos de los 13 tripulantes de la embarcación estadounidense murieron en la colisión. Kennedy, excelente nadador en Harvard, pasó 30 horas en el agua –con tiburones, que se hacen muy largas- ayudando a los supervivientes hasta llegar a la isla de Plum Pudding (rebautizada isla Kennedy), situada a seis kilómetros. El futuro presidente se ocupó de llevar a un marinero malherido, McMahon, arrastrándolo tirando de su chaleco salvavidas con los dientes.

Muy mal pintaban las cosas en aquellos parajes inhóspitos para los náufragos estadounidenses, sedientos, sin comida y rodeados de japoneses, cuando tuvieron la fortuna de que dos valientes nativos que trabajaban de exploradores para los Aliados dieran con ellos. Se trataba de Biuku Gasa y Eroni Kumana; el primero falleció en 2005 (el día antes del 42 aniversario de la muerte de Kennedy, para quien le gusten esos datos), y al segundo, Kumana, lo despedimos ahora (falleció el pasado 2 de agosto con 93 años, según sus propios cálculos).

Fueron invitados a la tomade posesión de JFK pero los británicos no los dejaron viajar

Natural de la isla de Rannonga, una de las Solomon, Kumana partió en canoa con su colega en busca de supervivientes al alertar el subteniente australiano Evans, desde un puesto secreto de observación en un volcán en las islas Kolombangara, de la explosión de la torpedera. Los rescatadores se encontraron primero con Kennedy y otro marino que habían nadado hasta la isla Naru, pero ambas parejas pensaron que los otros eran japoneses y salieron corriendo. Finalmente, se reunieron todos el 6 de agosto en la vecina isla Olasana, a la que se habían trasladado los marinos y donde a la sazón subsistían alimentándose de cocos.

Fue entonces cuando, ante las dificultades de Kumana y Gasa con el inglés y la falta de papel, el segundo sugirió escribir el mensaje de SOS en un coco y Kumana cogió al efecto uno de un árbol. Kennedy anotó en la cáscara verde: “Naru island. Commander. Native knows posit. He can pilot. 11 alive. Need small boat. Kennedy”. Los dos nativos realizaron entonces el peligroso viaje –y más con un coco inscrito en inglés- en busca de ayuda, y finalmente los supervivientes fueron rescatados.

La historia se llevó al cine en el filme 'PT-109', con Cliff Robertson en el papel principal

Kennedy emergió de aquella aventura seminal –que quizá no sea el adjetivo más adecuado en su caso- condecorado y con el marchamo de héroe. La historia la popularizaron The New Yorker y el Reader’s Digest y dio incluso pie a una película, en 1963, con Cliff Robertson en el papel de Kennedy (con guiños como cuando el protagonista atraviesa una casa del muelle con su torpedera o cuando le recriminan tener fotos de chicas pin up en la taquilla). Un chico guapo y valiente, rico, de buena familia, al mando de un audaz devil boat –un servicio muy independiente y adrenalínico- y que velaba abnegadamente por los suyos, era un caramelo. Cuando le preguntaban cómo se había convertido en héroe de guerra, Kennedy contestaba con su encantadora sonrisa, quitando importancia al asunto: “Fue fácil, hundieron mi lancha”. Esas cosas encantan a los estadounidenses y te convierten en un estupendo candidato a la presidencia.

Para Kumana y Gasa la aventura no tuvo tanto rédito. Kennedy los invitó a su toma de posesión pero las autoridades coloniales británicas no los dejaron viajar. Ambos lamentaron mucho el asesinato de Kennedy, al que consideraban un amigo. Kennedy parece haber tenido más aprecio al coco. Kumana fue retratado años después con una camiseta que rezaba “I rescued JFK”. En 2002, cuando Robert Ballard, el descubridor del Titanic, encontró los restos de la PT-109 (a 360 metros de profundidad), Kumana y Gasa volvieron a ser noticia.

Entonces, el hijo de Robert Kennedy y sobrino de John, Max Kennedy, viajó a las Solomon y los entrevistó en el marco de un programa de National Geographic sobre el hallazgo de los restos de la torpedera. La familia Kennedy aportó dinero para que ambos se construyeran casas nuevas (la de Kumana la destruyó el tsunami de 2007). A su vez, Kumana, que mantuvo siempre un pequeño túmulo de piedras como santuario en memoria de John Kennedy, regaló una bonita ****** para la tumba del presidente en Arlington. El coco, convertido en pisapaples, se guarda en el museo y librería presidencial John Fitgerald Kennedy en Boston.
http://internacional.elpais.com/internacional/2014/09/06/actualidad/1409956531_464956.html
 
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