LOS FALANGISTAS QUE QUISIERON MATAR A FRANCO

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Colaborador
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Al acabar la Guerra Civil, los fundadores de la Falange «Auténtica» en la clandestinidad planearon el magnicidio para acabar con la dictadura. La fecha prevista: el 1 de abril de 1941

Una vez terminada la Guerra Civil, no fueron pocas las organizaciones que se plantearon la posibilidad de asesinar a Franco como solución para poner fin a la dictadura. Desde los anarquistas a los republicanos, pasando por los soviéticos. Pero entre todos ellos destacan unos, los falangistas, que habían combatido con entusiasmo junto al Generalísimo y creían que gran parte de la esencia del nuevo régimen se debía a ellos. Pero no era oro todo lo que relucía en esta relación fraternal.
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José Antonio Primo de Rivera, en un mitín de 1936
El 14 de abril de 1937, en plena guerra, Franco había publicado el Decreto de Unificación de las fuerzas políticas. El objetivo era integrar a las diferentes ideologías y facciones que apoyaron la sublevación en un sistema de partido único, convirtiendo en ilegales al resto de formaciones. Esto llevó a un grupo de falangistas descontentos, la mayoría militares que sentían traicionados sus ideales nacionalsindicalistas, a formar una Falange «Auténtica» en la clandestinidad.
Se consideraban portadores del verdadero mensaje de José Antonio Primo de Rivera, fundador del partido original en 1933, y seguidores a la vez de Manuel Hedilla Larrey, el antiguo jefe nacional de la formación que se había opuesto al Decreto y acabó siendo condenado a muerte bajo la acusación de conspirar contra Franco. Estos seguidores de la corriente hedillista, opuestos a la dictadura y a la Falange oficialista, fueron conocidos como los «falangistas auténticos».
«Chulos de algarada»

Por su parte, en la intimidad, Franco era de la opinión de que los falangistas seguían comportándose como niñatos a los que les gustaban las peleas y las bravuconadas, según contaba Vicente Gil, médico personal del Caudillo durante cuarenta años: «Vicente, los falangistas, en definitiva, sois unos chulos de algarada», le decía. El Caudillo pensaba que todas las «algaradas» y protestas que venían protagonizando un pequeño núcleo duro de falangistas por la implantación de la dictadura en 1939 no harían más que deteriorar aún más el prestigio de España en el exterior.
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Miembros de la Falange de Valladolid (1936)
En diciembre de 1939, usando el domicilio del general Emilio Rodríguez Tarduchy como lugar de reunión, este núcleo duro decide constituir una Junta Política que coordine sus acciones desde la clandestinidad y contra el régimen. Junto a Tarduchy, que fue su primer presidente, se encontraron en la casa figuras como el periodista Patricio González de Canales, Daniel Buhigas, Ricardo Sanz, Ventura López Coterilla, Luis de Caralt, José Antonio Pérez de Cabo, Gregorio Ortega Gil o Ramón Cazañas, este último nombrado años antes jefe de Melilla de la Falange por el mismo Primo de Rivera.
Entre las acciones propuestas por estos falangistas –muchos de los cuales acabaron encarcelados o fusilados por el régimen–, las primeras que se plantearon fueron el asesinato de Serrano Suñer, impulsor de aquel «fastidioso» decreto como ministro de Gobernación, y el del mismísimo Franco.
Bomba o pistola

Para matar al nuevo jefe de Estado, según cuenta José Luis Hernández Gavi en «Episodios ocultos del franquismo», se eligió la fecha del 1 de abril de 1941, durante la celebración del Día de la Victoria sobre la República. Un atentado que hubiera tenido unas consecuencias tan importantes como imprevisibles para la historia de España, más allá de la evidente espectacularidad y el simbolismo del día escogido.
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Soldados falangistas, recién liberados, al final de la guerra
Lo primero que se planteó fue hacer estallar una bomba en la tribuna presidida por el Caudillo, aunque pronto la desestimaron por considerarlo un método indiscriminado más propio de los anarquistas que de los falangistas. Entonces, se optó por la posibilidad de disparar directamente contra él, manteniendo la misma fecha, pero cambiando el lugar donde se cometería el magnicidio. La nueva ubicación sería el Teatro Español de Madrid, donde el dictador acudiría esa misma noche para ver una función.
La Junta de la Falange se reunió una semana antes para ultimar los detalles del atentado y votar sobre la conveniencia o no de llevarlo a cabo. Todo estaba avanzado, pero, en el último momento, la mayoría de los miembros de la Junta manifestaron sus dudas, llegando a la conclusión de que tanto el asesinato de Franco como el de Serrano Suñer causarían el efecto contrario al que buscaban. Esto es, en vez de acabar con la dictadura, se produciría una dura represión dirigida contra ellos de la que ya habían tenido muestras.
En 1937, por ejemplo, ya había sido ejecutado Mariano Durruti, falangista convencido y hermano de Buenventura, el histórico líder anarquista. En 1942, tras un largo juicio, condenarían a muerte a Juan Domínguez, inspector nacional del SEU, la organización sindical estudiantil fundada por la Falange, condecorado por el mismo Hitler, y Juan Pérez de Cabo, uno de los miembros de aquella junta fundadora, autor del libro prologado por Primo de Rivera, «Arriba España», por buscar financiación para la Falange. Ejemplos de la persecución que vivieron algunos miembros de esta facción clandestina de la Falange al principio de la dictadura, al margen de la oficial.
Cuatro votos a favor y una abstención

El resultado de aquella votación fue concluyente: cuatro votos en contra de asesinar a Franco y una abstención. Ni uno solo de los miembros de la Junta votó a favor de los atentados.
Ni uno solo de los miembros de la Junta estaba a favor de los atentados
No hay que olvidar que todos ellos acudían a las reuniones clandestinas poniendo sus vidas en peligro si se producía la más mínima filtración. Esa es la razón por la que nunca quedó constancia por escrito de lo que en ellas se hablaba o decidía. Lo que conocemos ha llegado hasta nosotros por algunos testimonios orales de los que acudieron a las reuniones.
Muchos historiadores han puesto en duda el grado de implicación de los falangistas en estas conspiraciones para asesinar a Franco, a pesar de que, sin duda, muchos de ellos le odiaban tras la guerra. Algunos apuntan a la posibilidad de que todos estos planes solo fueran conspiraciones que alimentaban las mentes de los más exaltados, sin llegar al grado de tentativa. Otros testimonios aseguran que Patricio González de Canales, otro de los miembros de aquella junta fundadora de la Falange «auténtica», detenido en 1942, proyectó otro atentado contra Franco que tampoco pudo llevarse a la práctica.

Tres días antes de la sublevación, tres canarios casi asesinan a Franco en un plan ideado por este anarquista catalán. Llegaron hasta la puerta de su habitación. «¡Socorro, pistoleros!», gritó al oír ruido
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Franco, en 1936, poco después del intento de asesinato en Canarias

¿Os imagináis que la dictadura franquista no se hubiera producido? ¿Qué habría sido de la historia de España sin este episodio?, o ¿cuál habría sido el devenir del país en el caso de que otro general hubiera triunfado al frente del golpe de Estado contra la República? Todas estas preguntas podrían haber sido respondidas si cuatro días antes del inicio de la guerra, de la que hoy se cumplen 77 años, Antonio Vidal hubiera llevado a cabo con éxito su plan de asesinar a Franco en Canarias.
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Antonio Vidal
Muchas organizaciones se plantearon esta misma posibilidad después del 39 para poner fin a la dictadura –desde anarquistas a falangistas, pasando por republicanos o independentistas–, pero en contra de lo que pueda pensarse, los primeros intentos se remontan a los días previos al 18 de julio de 1936. Franco, por aquel entonces comandante militar de Canarias, no había conseguido mantener a salvo entre las cuatro paredes de su despacho en la sede de la Comandancia de la capital tinerfeña, la información referente al golpe de Estado que planeaba. No fue un secreto especialmente bien guardado, por lo que llegó hasta los oídos de la CNT, de la Defensa Confederal de Canarias y de la Federación Anarquista Ibérica (FAI).
Estas organizaciones contaban entonces con la ayuda de Antonio Vidal, un destacado intelectual anarquista catalán que vivía en Santa Cruz de Tenerife, considerado el cerebro de este primer intento de atentado contra Franco, según cuenta el investigador canario Ricardo García Luis en «Crónica de vencidos» (La Marea, 2005), donde recoge varias primeras fuentes de lo acontecido aquellos días.
El traidor

Franco llevaba pocos meses en la capital tinerfeña, pero ya intuía que cualquier día de esos podría ser objeto de un atentado, por lo que tomó sus precauciones, como dormir con las puertas y ventanas cerradas a cal y canto a pesar del calor.
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Franco, en 1939
La decisión de asesinarlo había sido tomada por varios miembros del Comité Confederal de Canarias y la FAI en una «desafortunada» reunión en la que no contaban con la presencia de un compañero anarquista que iba a traicionarles, informando de las intenciones de Vidal y sus compañeros a los altos mandos militares involucrados en la sublevación. Tal vez el traidor, del que no se ha averiguado el nombre, no se planteó su perfidia entonces y simplemente cambió de opinión cuando le advirtieron de que, una vez Franco se hiciera con el poder, sería detenido y fusilado.
Según García Luis, uno de los anarquistas que participó en el intento la noche del 14 de julio del 36 fue Antonio Tejera Alonso, conocido como «Antoñé», un anarquista de Santa Cruz de Tenerife. El segundo colaborador fue Martín Serarols Treserras, apodado «El Catalán», que fue fusilado el 9 de enero de 1937 por pertenecer al Comité de Defensa Confederal de Canarias. Nunca se averiguó tampoco el nombre del tercer brazo ejecutor del plan de Vidal.
«¡Socorro, auxilio, pistoleros!»

Al anochecer del 14 de julio de 1936, estos tres anarquistas se escurrieron por la trampilla que conectaba una cantina cercana con las dependencias que ocupaba Franco. A través de la azotea, primero, y de un corredor de la Comandancia Militar, después, llegaron a la puerta que daba a la habitación del futuro dictador.
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Portada del ABC franquista al final de la Guerra Civil
La idea era abrir la puerta y liquidarlo de inmediato, pero Franco se encontraba en el interior con la puerta cerrada por dentro, alertado como estaba de las intenciones anarquistas. Antoñé, Serarols y el tercer compinche no se lo pensaron dos veces e intentaron forzar la puerta, pero el general se percató de inmediato del ruido y, según la versión aportada por Antoñé en el libro de García Luis, comenzó a pedir auxilio a grito pelado: «¡Socorro, auxilio, pistoleros!». Aquello provocó la huida de los anarquistas, que consiguieron escapar rápidamente, a pesar de encontrase a escasos metros de su objetivo, sin ser vistos.
Otros escritores de la época dieron otras versiones diferentes de cómo se produjeron los hechos, pero ninguna duda de que ocurrieron. Entre ellos, el biógrafo de Franco, Joaquín Arrarás, o el teniente general Francisco Franco Salgado-Araujo en su libro «Mi vida junto a Franco».
Cuando se descubrió la participación intelectual de Antonio Vidal, este evitó que lo detuvieran ocultándose bajo una lápida del cementerio de San Rafael y San Roque de Santa Cruz de Tenerife, consiguiendo después huir. Tras aquello, inició una brillante carrera como espía al servicio de la República, pero Franco consiguió dar su golpe de Estado y, en 1939, perpetuarse en el poder para los siguientes cuarenta años.

los generales malditos de Franco

Tras participar convencidos en el golpe de Estado contra la República, se enfrentaron al Generalísimo para evitar que se perpetuara en el poder... sin ningún éxito. Acabaron desterrados, detenidos, degradados o desquiciados
Militares, políticos y diplomáticos se enfrentaron a Franco para tratar de restaurar la Monarquía

«Podías sentir el vértigo en él por todo aquello. Como los escaladores que han subido más de lo que pueden, se sentía mareado por haber alcanzado aquella altura con unas habilidades limitadas», escribió en sus memorias el general Alfredo Kindelan (1879-1962) sobre Franco. Un sentimiento de rechazo, e incluso odio, que compartieron algunos de sus generales, absolutamente convencidos de que el Caudillo no debía perpetuarse el poder.
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El coronel Ansaldo, en 1927
Tella, Aranda, Varela, Galarza, Solchaga, Ponte… todos comenzaron a presionar y trabajar para desplazar al dictador una vez terminada la Guerra Civil, poniendo en cuestión su opción del mando único y, en la mayoría de ellos, tratando de restablecer la monarquía, ese «modo de gobierno genuinamente español, que hizo la grandeza de nuestra patria», tal y como escribieron a Franco algunos de estos militares a través de una carta.
El envío de esta como medio de presión al jefe del Estado, en septiembre de 1943, no fue más que una de las acciones «conspiratorias» que estos militares llevaron a cabo, y por las que Franco actuó con la dureza y la urgencia necesarias como para dilapidar rápidamente sus intenciones. A cada reunión secreta, un destino forzoso, una degradación, un destierro, un encarcelamiento o un envío a la reserva, sin importar las hazañas que hubieran acumulado estos generales durante la guerra.
Objetivo: invasión de Hitler

Las primeras maniobras comenzaron en 1942. Al principio con conversaciones solapadas que no desembocaban en ninguna acción concreta y, después, a través de un comité encabezado por el letrado del Consejo de Estado Eugenio Vegas Latapié (1907-1985), el encargado de tantear a estos generales, a los que consideraban necesarios en sus planes para ponerle las cosas difíciles al dictador.
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El general Aranda, en la década de los 40
Una de los primeras opciones fue que los alemanes ocupasen la península para permitir la creación de un Gobierno monárquico en el exilio, presidido por el general Aranda (1888-1979), uno de los mayores defensores de la restauración monárquica, y a quien el historiador Paul Preston, descalificaba como «el más enérgico y vocinglero de los conspiradores».
En cuanto Franco tuvo conocimiento de la primera reunión, ordenó el arresto de Latapié y del político Pedro Sainz Rodríguez, quienes consiguieron huir en el último instante. El general Aranda, sin embargo, fue arrestado y liberado poco después por su condición de héroe de guerra. Pero esto no evitó que fuera paulatinamente retirado de los escalafones de poder: de la Capitanía general de Valencia, a la dirección de la Escuela Superior del Ejército y, en 1949, directamente a la reserva.
El caso del general Tella

En este ambiente de anhelo monárquico, hubo generales que destacaron por su apoyo a la causa, a los que el Caudillo persiguió con dureza. El peor parado fue el general laureado Helí Rolando de Tella y Campos, un monárquico convencido –y durante un tiempo ayudante personal del Infante Don Carlos de Borbón–, que conservaba su enemistad con Franco desde sus tiempos mozos en la Academia de Toledo.
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Retrato del general Tella
En cuando terminó la guerra, Tella fue destituido como gobernador militar de Burgos y quedó en situación de disponible, acusado de participar en la conspiración monárquica. Con más carácter que Aranda, se atrevió a decirle a Franco que él no había hecho la guerra para que se perpetuara en el sillón, sino para restaurar la Monarquía. Poco después fue enviado a la reserva y, más tarde, acusado de «irregularidades administrativas».
Tella, completamente apartado del Ejército, perdió el juicio con el paso de los años, obsesionado por la «injusticia» de la que decía había sido objeto, hasta que murió en 1967.
Kindelan y su enemistad con Franco

Alfredo Kindelan, pionero y creador de la fuerza aérea española, tuvo siempre claro que el poder civil y militar acumulado por Franco durante la guerra, en parte con su ayuda, debía acabar nada más terminada esta. El objetivo era, una vez más, dar paso a Don Juan de Borbón. Al resistirse Franco, ambos chocaron de tal manera que el Caudillo terminó por arrestarle y humillarle publicamente al ofrecerle el Ministerio del Ejército del Aire a Yagüe, en contra de lo que todo el mundo pensaba que era lo justo.
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Kindelan, en 1940
Desde ese momento, la estrella de Kindelan comenzó a palidecer, siendo nombrado capitán general de Baleares con el único fin de quitárselo de encima. Tras la destitución de Aranda, el otro conspirador, Kindelan fue nombrado director de la Escuela Superior del Ejército, donde permaneció hasta su retiro.
Así fue ocurriendo con el resto de generales, militares, políticos y diplomáticos que apoyaron la Monarquía, de manera más o menos solapada o haciendo uso de toda la fuerza que fuera necesaria.
No había otra solución para Franco. Desde la primeras reuniones conspiratorias del coronel Ansaldo, al que le impuso seis meses de arresto en Cádiz (aunque consiguió evitarlos huyendo a Portugal), hasta las cartas de presión enviadas por un grupo de sus tenientes generales (encabezados por el general Varela) o el famoso «Manifiesto de los Diecisiete», firmado por los generales Ponte y Galarza, junto a otros 15 procuradores, con la intención de restaurar a Don Juan de Borbón, y que acabaron siendo destituidos.
Este Franco de «habilidades limitadas» al que hacía referencia Kindelan se salio con la suya... para desgracia de Tella, Aranda, Galarza o Ponte y los demás compiches.
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