EXOCET-SUE/Malvinas: Un relato de intrigas...

Raúl Montero salió a la terraza de su casa en Vicente Lopez y contempló los jardines con placer. Una brisa suave agitaba los árboles y el aroma de flores perfumaba el aire. Más allá, el Río de la Plata brillaba bajo la luz del atardecer.
Su madre y Mercedes estaban sentadas junto a una fuente en la terraza y la niña lo vio primero. Lanzó una exclamación de placer y corrió a su encuentro con los brazos extendidos. Vestía pantalones de montar y un chándal amarillo, y llevaba el cabello recogido con una cinta.
- ¡Papá, qué sorpresa! ¡Qué sorpresa!
Él la estrechó con fuerza y ella sonrió. Orgullosa.
-Te vi por televisión, cuando estabas en Río gallegos con Lami Dozo. Todas las chicas del colegio te vieron.
- Ah, ¿sí?
- Y vimos los aviones en el Valle de la muerte y yo sabía que estabas en uno de ellos.
- ¿El Valle de la Muerte? ¿Qué sabes de eso?
- ¿No es así como llaman los pilotos al lugar donde atacan a la flota inglesa? Dos chicas de mi clase han perdido a sus hermanos allí. – Lo abrazó nuevamente -. ¡Qué suerte que estés a salvo! ¿ Volverás para allá?
- A Gallegos, no, pero salgo para Francia mañana temprano.
- Tenía clase de equitación, pero voy a cancelarla – dijo Mercedes.
- Nada de eso – dijo doña Elena -. Tu padre estará aquí cuando vuelvas.
Mercedes se volvió hacia él.
- ¿Lo prometes?
- Palabra de honor.
Se alejó corriendo. Montero se volvió y tomó las manos de su madre.
- Madre – dijo formalmente, besándole las manos -, me alegro de verte.
Ella contempló su rostro demacrado, los ojos angustiados.
- Por Dios – susurró -, ¿qué te han hecho?
Era por naturaleza una persona sumamente controlada, que había aprendido muchos años antes que jamás debía expresar excesiva emoción. Por eso, la relación entre ambos siempre había sido muy formal. Pero, en ese momento dejó de lado todo protocolo, se puso de pie de un salto y lo abrazó.
- Es bueno que estés de vuelta sano y salvo, Raúl. Muy bueno.
- Mamá...
- No usaba esa palabra desde la infancia, y sintió que sus ojos se humedecían de cálidas lágrimas.
- Siéntate. Cuéntame.
Él encendió un cigarrillo y se tendió en el césped, completamente relajado.
- ¡Qué bien se está aquí!
- De modo que no vuelves al sur.
- No.
- Hay que agradecérselo a la Virgen. Pilotar aviones a tu edad. Qué tontería, Raúl. Es un milagro que hayas vuelto.
- Pensándolo bien – dijo Montero -, yo también debería encenderle un par de velas a algún santo.
- ¿A algún santo o a santa Gabrielle? – Él frunció el ceño, pero ella prosiguió -: Dame un cigarrillo. No soy tonta. Tres veces te ha visto por televisión, volando en ese Skyhawk. Es imposible no ver la inscripción en la carlinga. ¿Quién es, Raúl?
- La mujer que amo – dijo llanamente, empleando los mismos términos con que había respondido a Lami Dozo.
- Háblame de ella.
Montero se puso de pie y comenzó a describirla mientras paseaba por la terraza.
- Parece una chica extraordinaria.
- Te quedas corta – dijo Montero -. Es el ser humano más excepcional que he conocido. Al menos para mí. Me enamoré perdidamente, a primera vista. No sólo por su belleza, asombrosa de por sí; tiene una alegría que trasciende la pasión física.
Rió en voz alta y las arrugas desaparecieron de su rostro. Ya no estaba cansado.
- Es maravillosa en todos los sentidos, mamá. Siempre esperé en lo más íntimo que la vida me brindaría algo especial, y ahora se ha cumplido.
Elena Llorca de Montero tomó aliento.
- Bueno, no hay nada más que decir. Supongo que me la presentarás cuando lo consideres oportuno. Ahora cuéntame por qué viajas a Francia.
- Lo siento, pero es confidencial. Sólo puedo decirte que Galtieri me lo pidió en nombre de lo que él llama la causa. Cree que, si tengo éxito, podemos ganar la guerra.
- ¿Podemos ganar?
- El que crea eso es un ingenuo. La causa... –Fue hasta el borde de la terraza y miró hacia el río -. Hemos perdido ya la mitad de nuestros pilotos, mamá. La mitad. Eso no aparece en los diarios. Las multitudes gritan y agitan banderas. Galtieri pronuncia discursos, pero la única realidad es la carnicería en San Carlos.
Ella se puso de pie y lo tomó del brazo.
- Vamos, entremos.
Subieron juntos a la casa.




En Cavendish Place, Ferguson leía el cable cifrado de la CIA por enésima vez, cuando entró Harry Fox con un par de carpetas.
- Ésto es todo lo que se sabe de Felix Donner, señor.
- ¿Gabrielle está en la ciudad o ha vuelto a París?
- Sigue en Kensington Palace Gardens. Anoche fui a cenar a Langans y ella estaba allí con algunos amigos. ¿ Por qué lo pregunta?
- Por una razón obvia, Harry. Quedó atrapada por los encantos de Raúl Montero y él por los de ella. Podemos aprovechar eso. – Vio la expresión de Harry Fox y alzó una mano -. No se haga el moralista, Harry. Se trata de una guerra, no de un juego de niños.
- Olvídese de eso por el momento. Hábleme de Donner. Lo más importante.
- Multimillonario. Presidente de la Donner Development Corporation, que opera en un amplio espectro. Construcción, barcos, electrónica, lo que quiera.
- ¿Y él?
- Evidentemente, es un personaje muy popular en los medios periodísticos.
- ¿Y nunca pierde?
- Jamás, señor. Dadas las cicunstancias y el volumen de su cuenta bancaria, parece extraño que se meta en semejante asunto, aunque gane un par de millones de libras.
- Precisamente... – Ferguson contempló la carpeta, con expresión ceñuda -. Algo huele a gato encerrado aquí. Primero el contacto ruso. ¿Cómo sabía Belov, después de hablar con Galtieri, que Donner era el hombre que necesitaba?
- Cierto. ¿Qué opina usted, señor?
- Veo que Felix Donner era huérfano, lo cual resulta muy conveniente. Todos sus compañeros de armas que cayeron prisioneros con él en Corea murieron en cautiverio...
Se produjo un largo silencio.
- Entonces, usted sugiere...
Ferguson se puso de pie, fue a la chimenea y contempló las llamas.
- Es un hombre de negocios muy respetado, señor – dijo Fox -. No tiene sentido.
- Tampoco tenía sentido en el caso de Gordon Lonsdale, ¿recuerda? Un hombre de negocios muy respetado. Por lo que se sabía, era canadiense. Aun hoy, después de tantos años, algunos dudan de su verdadera identidad.
- Un agente profesional. Ruso.
- Exactamente.
- Entonces, usted sugiere que Donner es un nuevo Lonsdale...
- Por el momento sólo podemos contemplar esa posibilidad. También puede que sea un hombre de negocios corrupto, capaz de cualquier cosa con tal de ganar más dinero. Debemos investigarlo.
- ¿Qué hacemos, señor? ¿Lo arrestamos?
Ferguson volvió a su escritorio.
- Es difícil mientras siga en Francia. Yo puedo mover algunos hilos allá, pero si esto se hace público se armaría un escándalo y perderíamos las ventajas a largo plazo. Si lo hacemos bien, Harry, derribaremos todo un castillo de naipes. Todos los contactos de la KGB en este país. Por supuesto, siempre que mis sospechas resulten fundadas.
- En efecto.
- Ni siquiera sabemos qué está tramando. No le ha dicho nada a García. Sólo sabemos que le ha prometido los Exocets para la semana entrante. Necesitamos a alguien que se pegue a él y nos informe día a día.
- ¿ Y dónde diablos conseguimos a alguien así?
- Me parece obvio. La clave del asunto es el comodoro Raúl Montero y nuestro vínculo con Montero es Gabrielle Legrand.
Se hizo un largo silencio, y luego Fox dijo:
- Gabrielle no nos quiere demasiado, señor.
- Ya veremos. Llámela.
En ese momento sonó el teléfono rojo. Ferguson lo tomó rápidamente.
- Aquí Ferguson.
Escuchó con expresión seria, dijo “por supuesto, señor”, y cortó.
- Era el director general. La señora Thatcher quiere verme.






Parte 12
 
A Donner no le gustaba viajar en aviones pequeños: Pero no había nada que objetarle al avión que Stavrou había alquilado, un Navajo-Chieftain con una excelente cabina.
Partieron de una pequeña pista aérea privada ubicada a las afueras de París. El piloto, llamado Rabier, según Stavrou se había retirado de la Fuerza Aérea francesa bajo sospecha. Tenía su pequeña empresa de transporte, y no hacía preguntas.
Descendieron en la costa de la Vendée, al sur de St.-Nazaire. Donner se había sentado junto al piloto.
- Aterrizaremos aquí – dijo Rabier -. El lugar se llama Lancy. Fue una base aérea de la Luftwaffe durante la Segunda Guerra Mundial. Hubo una escuela ara pilotos que fracasó, desde entonces está desierta.
Donner señaló unas letras en el mapa.
- ¿Qué significa?
- Espacio aéreo reservado. Hay una isla cerca de la costa, la Ile de Roc. Es un campo militar de pruebas. Está prohibido sobrevolarla. No se preocupe, soy buen piloto.
Veinte minutos más tarde aterrizaron en Lancy. Los cuatro hangares y la torre de control estaban intactos, pero la hierba entre las pistas crecía hasta la cintura y tenía aspecto de abandono.
Un Citroën negro los esperaba frente al viejo edificio de operaciones. Wanda Brown apareció cuando el Navajo empezó a recorrer la pista.
Donner descendió del avión, le rodeó los hombros con el brazo y la besó.
- ¿Dónde conseguiste el coche?
- Lo alquilé en una garage de St.-Martin. Y he encontrado un lugar que creo que te gustará. Está a cinco millas de aquí y a igual distancia de la costa. – Sacó un manojo de llaves del bolsillo -. El agente de la inmobiliaria local me las prestó. Le dije que a mi jefe no le gusta ocuparse de estos detalles. Cree que estoy instalando un nidito de amor para fines de semana.
- ¿Qué otra cosa se le podría ocurrir al verte? Bueno, vamos.
Stavrou se sentó al volante y Wanda detrás. Donner se dirigió a Rabier, que lo miraba desde el Navajo.
- Tardaremos un par de horas, y luego volveremos a París.
- Perfectamente, Monsieur.
Donner se sentó junto a la muchacha y partieron.

La casa se llamaba Maison Blanche y estaba oculta en una hondonada, entre las hayas. Era enorme, pero tenía aspecto de abandono.
Donner salió del Citroën y se paró al pie del pórtico.
- Catorce habitaciones y un establo detrás. Calefacción central. Creo que aquí estarás bastante bien por unos días.
- ¿Por qué la alquilan?
- El dueño es un diplomático en el Pacífico. Su madre murió hace unos años. No quiere venderla porque vivirá aquí cuando se jubile. Está amueblada. Suelen alquilarla durante el verano, pero el resto del año está abandonada.
Abrió la puerta y lo hizo pasar. Había olor a humedad, típico en una casa en la que nadie ha vivido por un tiempo; con un aire de lujo decadente.
Pasaron a una sala con un gran hogar y una enorme araña de techo. Wanda abrió los ventanales y las celosías para que entrara luz.
- Tan cómodo como una casa. ¿Lo imaginas con calefacción central y un fuego de leños? ¿te parece bien?
- Excelente – dijo Donner -. Puedes alquilarla.
- Ya lo hice.
- Bien, llévame a St.-Martin. ¿Se ve la Ile de Roc?
- Cuando hace buen tiempo.

St.-Martin era una aldea pequeña. Tendría a lo sumo unos quinientos o seiscientos habitantes, calles estrechas y empedradas, casa con tejas rojas y un pequeño puerto con una sola escollera donde estaban amarrados una treintena de botes.
En el muelle había una lancha militar de desembarco, color oliva; apenas un casco de acero con una rampa para descender a la playa. En su interior había un camión militar.. En ese preciso instante la embarcación partía del muelle hacia el mar.
- Aparentemente ése es su medio de transporte hacia la isla – comentó Donner.
- Así parece – asintió Wanda.
- Paul Bernard dice que el comandante de la isla posee una lancha a motor que es la luz de sus ojos.
- Así es. Ayer la vi en el muelle.
Siguiendo las indicaciones de Wanda, salieron del pueblo por un camino costero hasta llegar a dos pilares de piedra, giraron y siguieron por un camino de tierra.
Donner y Wanda descendieron del coche y se acercaron al borde del precipicio. Ella le tendió un par de prismáticos Zeiss. Mucho más abajo se veía la bahía, pero la senda para descender hacia allí no era apta para cardíacos; un camino de cornisa frente a los precipiciosde granito, cubierto de cal. Las bandadas de aves aturdían con sus chillidos.
La Ile de Roce era una mancha en el horizonte cuyas formas se hicieron más nítidas cuando enfocó los prismáticos. No se veían construcciones, pero él ya sabía que la base se encontraba en el lado occidental de la isla.
- Está bien, vamos.
Volvieron al Citroën, Stavrou arrancó y partió.

Al volver pasaron nuevamente por la Maison Blanche. Unos cien metros más adelante, al tomar el camino a Lancy, Donner tocó a Stavrou en el hombro.
- Detente, ¿qué tenemos aquí?
En un prado, junto a unos árboles había tres carretas junto a una fogata, eran viejas y destartadas. Cuatro mujeres bebían café junto al fuego en cacharros de lata, niños en harapos jugaban junto a un arroyo donde pastaban tres caballos flacos.
- ¿Gitanos?
- Sí. El agente me avisó que andaban por aquí, Dice que no causarán problemas.
- Sí, claro. – Donner le hizo una seña a Stavrou -: Vamos, Yanni. Esto puede sernos útil.
Cuando se les acercaron, la mujres los miraron curiosas, pero sin decir nada. Donner las miró, con las manos en los bolsillos, y finalmente les preguntó en francés:
- ¿Dónde está el jefe?
- Aquí está, Monsieur.
El hombre que apareció entre los árboles era un anciano. Llevaba una escopeta apoyada en el brazo derecho. Vestía un traje de tweed lleno de remiendos y una boina azul. El rostro de color roble, llena de arrugas, estaba cubierta de una barba de tres días.
- ¿Quién es usted? – preguntó Donner.
- Soy Paul Gaubert, Monsieur. ¿Puedo hacerle la misma pregunta?
- Me llamo Donner. Soy el nuevo inquilino de Maison Blanche. Creo que no me equivoco al decir que ustedes están acampando en mis tierras.
- Así lo hacemos todos los años en esta época, Monsieur. Jamás hemos tenido problemas.
El joven que lo acompañaba era de mediana altura y rostro enfermizo. Su aspecto harapiento era como el de Gaubert. Llevaba una escopeta en el brazo derecho y un par de liebres en el izquierdo.
Donner lo miró y Gaubert, turbado, le dijo:
- Es mi hijo, Paul.
- Y esas liebres son mías, ¿verdad? ¿Qué dirían los gendarmes de St.-Martin si yo los denunciara?
El viejo Gaubert abrió los brazos.
- Por favor, Monsieur. En todos lados es igual. Nos llaman sucios gitanos, nos echan y nuestros hijos pasan hambre.
- Está bien – dijo Donner, sacando su billetera -. Ahórreme sus cuentos. Pueden quedarse. – Sacó un par de billetes de mil francos y los metió en el bolsillo de la camisa de Gaubert -. Eso es para que se arreglen. No me gustan los extraños, ¿comprende?
- Comprendo perfectamente, Monsieur.
- Vigilen el lugar hasta que vuelva yo o Monsieur Stavrou, aquí presente.
- No se preocupe, Monsieur – dijo el viejo Gaubert, quien le dio un puntapié a su hijo que tenía los ojos clavados en Wanda.

Volvieron al Citroën.
- ¿Adónde vamos ahora? – preguntó ella.
- A París. Debo esperar la llegada del piloto argentino. García dice que ha efectuado doce misiones en las Falklans y ha sobrevivido.
- Un verdadero héroe – dijo ella -. Creí que ya no existían…
- Lo mismo creía yo, pero me viene de perillas. Cuando acabe con él, será famoso en el mundo entero.
Le rodeó con el brazo y se reclinó en el asiento.




Debido a la cuestión de las Malvinas, grandes multitudes se congregaban en Downing Street, y la policía se vio obligada a clausurar toda la manzana.
Ferguson mostró su credencial, le abrieron paso y se detuvo ante el número 10, cinco minutos antes de su cita con la primera ministra.
Ferguson se dejó guiar por el edecán por una escalera, donde estaban los retratos de los primeros ministros del pasado: Peel, Wellington, Disraeli, Gladstone. No era la primera vez que subía esas escaleras, y siempre lo asaltaba una aguda conciencia histórica. Se preguntó si la mujer que detentaba el cargo más encumbrado de la nación también sufría esa sensación.
En el rellano alto el joven edecán golpeó a una puerta, la abrió u dio paso a Ferguson
- El brigadier Ferguson – anunció, y salió cerrando la puerta.
La oficina era elegante, pero nada era más elegante que la mujer sentada al escritorio, con su traje sastre azul, blusa blanca y el cabello rubio bien peinado. Lo miró serena.
- La última vez que nos vimos, brigadier, fue para analizar un posible atentado contra mi vida.
- Así es, Madam.
- Veo que el director general de Inteligencia ha tenido a bien poner en sus manos todos los asuntos relacionados con el problema del Exocet…
- Sí, Madam.
- Supe que los libios pensaban entregar armamento a los argentinos, pero que ello probablemente no sucederá, gracias a las presiones de nuestros amigos en el mundo árabe.
- Exactamente.
- ¿Existe la posibilidad de que los peruanos traten de ayudarlos?
- Nos hemos ocupado de ello, Madam. Nosotros…
- Ahórreme los detalles, por favor, brigadier. Sólo quedan los franceses, y Mitterrand me ha asegurado personalmente que mantendrá el embargo.
- Me agrada saberlo, Madam.
Margaret Thatcher se puso de pie, fue a la ventana y miró hacia fuera.
- Brigadier…, si un solo Exocet hace blanco en el Hermes o el Invincible, cambiará todo el curso de la contienda. Tendríamos que retirarnos, casi con seguridad. – Se volvió hacia él -. ¿Puede usted asegurarme que no existe la menor posibilidad de que lleguen más Exocets a la Argentina, cualquiera sea su procedencia?
- No, no puedo.
- Entonces le sugiero que haga algo al respecto, brigadier – dijo serenamente -. El Departamento Cuatro posee plenos poderes, respaldados por la autoridad de esta oficina. Úselos, brigadier, a su entero criterio, por el bien de nuestros hombres en el Atlántico Sur, por el bien de todos nosotros.
- Le aseguro que haré todo lo que pueda.
Ferguson se retiró de la oficina. Los ojos de los primeros ministros del pasado parecían contemplarlo. Rió para sus adentros. El edecán lo condujo a la puerta y lo saludo al salir.


Harry Fox y Ferguson subían en el ascensor del edificio en Kensington Palace Gardens.
- Es una pérdida de tiempo, señor – dijo Fox -. Cuando quise hablarle por teléfono me mandó al diablo.
- Veremos… - dijo Ferguson.
Abrió la puerta del ascensor, recorrió el pasillo hasta la puerta de Gabrielle y golpeó. La puerta se entreabrió y ella miró hacia fuera.
- ¿Qué quiere?
- Hablar contigo.
- Pues yo no quiero hablar con usted. ¡Fuera!
Quiso cerrar la puerta pero él la trabó con el pie.
- ¿No quieres hablar de Raúl Montero?
Gabrielle lo miró, anonadada, abrió la puerta y le dio la espalda. Los dos hombres entraron y Fox cerró la puerta.
Ella encendió un cigarrillo. Fumaba poco.
- Bueno, hable de una vez.
La ira la embelleció. Ferguson admiró esos ojos cargados de odio y resolvió lanzarse de cabeza.
- Raúl Montero llega mañana a París a reunirse con un hombre llamado Felix Donner. El Gobierno argentino cree que él puede proporcionarles una partida de misiles Exocet. Necesito saber qué está tramando, para detenerlos. Quiero que vayas a París, te reúnas con Montero y hagas lo necesario para que podamos detenerlos.
- Está loco. No volveré a trabajar para usted. Jamás.
- Es tu deber. Eres ciudadana inglesa.
- También soy ciudadana francesa. Soy neutral.
- Imposible –dijo él, serenamente -. Sabes muy bien que tu hermanastro, el subteniente Richard Brindsley, es piloto de helicóptero en el HMS Invincible…
- ¡Basta! – dijo, dsesperada -. No quiero oír nada más.
- … en el escuadrón 820 – prosiguió Ferguson, implacable -. El escuadrón del príncipe Andrés. Quiero explicarte una de las tareas peligrosas que realiza. Los Sea King suelen servir de señuelo a los misiles Exocet. El príncipe Andrés, tu hermano y sus camaradas creen que el Exocet no puede elevarse a más de ocho metros de altura. Para proteger la nave, se suspenden en el aire y de esa manera sirven de blanco de radar. En el último momento ganan altura y el Exocet les pasa por debajo. Desgraciadamente, se ha descubierto que el Exocet puede seguir una trayectoria rampante y elevarse a mayor altura. Te ahorro detalles de lo que puede suceder.
Gabrielle estaba enloquecida de furia y pánico.
- No quiero oír más. Déjeme en paz.
- Y también está tu amigo Montero. Es un valiente, si los hay, pero también nuestro enemigo en esta guerra, Gabrielle; no te hagas ilusiones al respecto. Un hombre que vuela en su Skyhaws para lanzar bombas de cinco mil libras sobre la flota británica en la bahía San Carlos. Me pregunto si habrá sido él quien hundió alguna de nuestras fragatas…
Ella le volvió la espalda. Ferguson le hizo una señal a Fox y ambos salieron. Fox cerró la puerta y se reunió con él en el ascensor. El rostro de Ferguson estaba tenso.
- Le dije que perderíamos tiempo.
- Tonterías – dijo Ferguson -, lo hará. – El ascensor inició el descenso -. Necesita un hombre que la respalde, Harry. Un tipo de absoluta confianza, e implacable además. ¿Dónde está Tony, ahora?
- Opera detrás de las líneas argentinas en las Malvinas, con el SAS.
- Exactamente. Como sabía que lo necesitaríamos, le envié un mensaje anoche, de la mayor prioridad. Quiero que lo saquen de allá. Que un submarino lo lleve a Uruguay. El vuelo de Montevideo a París dura apenas catorce horas. Que nuestra gente en la Embajada de Montevideo prepare sus papeles.
Subieron al coche.
- No se moleste en decirlo, Harry. Soy el hijo de **** más grande que ha conocido.



Belov y garcía conversaban con Donner en su apartamento, mientras Wanda servía café.
- Está bien, Wanda . dijo Donner -. Si llaman de la corporación en Londres, atiéndelos tu misma. Dile a Yanni que esté alerta. Tal vez lo necesite.
Cuando ella se retiró, se volvió hacia García.
- De modo que mañana llega el comodoro Montero. ¿Me trajo la carpeta con sus datos, como le pedí? Me gusta saber con quién trabajo.
- Por supuesto.
García abrió su maletín, sacó una carpeta y se la tendió. Donner la abrió, estudió la foto de Montero y leyó rápidamente los datos.
- Excelente – comentó después de un rato -. ¿Dónde lo alojarán?
- Un hotel no me pareció lo más conveniente – dijo García-, y ni hablar de la Embajada. Le he alquilado un pequeño apartamento con servicio en la Avenue de Neuilly, cerca del Bois de Boulogne. – Le tendió una tarjeta -. Ahí tiene la dirección y el teléfono.
- Muy bien – asintió Donner -. Me pondré en contacto con él cuando llegue.
- Me gustaría conocer algunos detalles de sus intenciones – dijo García, con cierta exasperación -. No nos ha dado el menor indicio acerca de dónde piensa conseguir los Exocets.
- Ni lo haré – dijo Donner -, hasta el último momento. Este asunto requiere la mayor discreción. Cuanto menor sea el número de personas que conozcan mis fuentes, mejor. Lo siento, ése es mi modus operandi. – se encogió de hombros -. Si no está satisfecho, todavía estamos a tiempo de cancelar todo.
- No, por Dios – dijo García sobresaltado -. De ninguna manera.
- Me alegro. Ahora, si nos disculpa, le pediré que nos deje solos unos momentos. Puede esperar en el otro cuarto.
García salió.
- Aficionados – dijo Belov -. ¿Qué diablos se hace con ellos?
- Se los mantiene fuera de peligro – dijo Donner -. Ya le he dicho a Paul Bernard que en ninguna circunstancia debe comentarle a García sus conversaciones conmigo…
- Por consiguiente, García no sabe nada de la Ile de Roc.
- Exactamente.
- ¿Confías en Bernard?
- Claro que sí. El digno profesor está realmente comprometido. Para él es como una cruzada. Aunque no le he dicho nada, él cree que voy a interceptar uno de esos camiones de Aerospatiale que transportan Exocets a la isla. Claro, si conociera mis verdaderas intenciones no le gustaría tanto.
- ¿Qué le sucederá después?
- Algo muy dramático, ala altura de las circunstancias. Por ejemplo, lo hallarán con un revólver en una mano y una carta en la otra., donde expresa su arrepentimiento por haber participado en una conspiración contra su propia patria. A la Inteligencia francesa no le resultará difícil constatar que brindó ayuda técnica al comienzo. Necesitaré algunos matones.
- ¿Cuántos?
- Digamos ocho. Con Stavrou y yo seremos diez. Para mi plan basta y sobra. Verdaderos matones. Que no piensen.
- De acuerdo – dijo Belov -. Podrías trabajar con mercenarios en lugar de matones. Déjalo en mis manos.
En ese momento se abrió la puerta y entró García. Temblaba de emoción, le brillaban los ojos.
- ¿Qué le pasa? – preguntó Belov.
- Hoy es 25 de mayo, caballeros. ¿Saben lo que significa eso en la Argentina?
- No tengo la menor idea.
- Es nuestra fecha patria, y un día que pasará a la historia por el golpe terrible que le hemos dado a la Marina británica. Vengan, hay un informativo especial en la televisión.
Se volvió y salió apresuradamente.


Hundimiento del Atlantic Conveyor


Tras el ataque de Skyhaws al HMS Coventry


HMS Coventry hundiéndose...


En la oficina de Cavendish Place, Ferguson colgó el auricular del teléfono rojo. Su expresión era grave.
- ¿Malas noticias, señor?
- Así parece. El destructor HMS Coventry fue atacado por los Skyhaws mientras protegía los buques que descargaban provisiones en San Carlos. Parece que lo tocó un Exocet. Pero no estamos seguros. Veinte muertos, por lo menos, y muchos heridos. Se hundió.
- Dios mío – dijo Fox.
- Eso no es lo peor, Harry. El portacontenedores Atlantic Conveyor, de quince mil toneladas, fue retirado de la acción. Lo tocaron dos Exocets, confirmado. – Meneó la cabeza -. Como parece tan grande en la pantalla radar, habrán creído que era uno de los portaaviones…
- ¿Qué haremos, señor?
- Es obvio, ¿no le parece?
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Parte 13
 

Willypicapiedra

Miembro del Staff
Moderador
El autor tenia que hacer una novela, buscó un contexto y la escribió, basada en alguno hechos reales y con el condimento agregado de una ficción, nada mas.

No se parende nada de ella, no es para eso. Solo gustó o no.


Gracias Stormnacht por compartir.

Willy
 
Gracias a vos Willy! Hay partes que consideré no condensar tanto, porque pueden resultar interesantes, aunque sea una novela. Ya concluirá...
Salute










Golpearon a la puerta del apartamento de Kensington Palace Gardens por segunda vez en el día. Luego de unos segundos oyeron pasos que se acercaban lentamente.
La puerta se entreabrió. Gabrielle los contempló por un instante, luego les abrió la puerta y los condujo a la sala.
- Ya conoces la noticia – dijo Ferguson con suavidad.
- Sí.
- ¿Y bien?
Tomó aliento y se cruzó de brazos.
- ¿Cuándo debo partir?
- Mañana mismo. ¿Aún tienes tu apartamento en la Avenue Victor-Hugo?
- Sí.
-Bien, instálate allí. Nuestro hombre de París te informará de lo que debes hacer y, en caso de necesidad, Harry puede viajar por el puente aéreo. ¡Ah!, un detalle más.
- ¿Qué?
Parecía mortalmente cansada.
- Necesitarás un guardaespaldas. Una persona de absoluta confianza que esté siempre cerca de ti en caso de que tengas problemas.
Sus ojos se abrieron horrorizados.
- ¿Mandó a llamar a Tony?
- Exactamente. Estará aquí dentro de treinta y seis horas, a lo sumo.
Meneó la cabeza, impotente.
- Me gustaría matarlo, Ferguson. Mire en lo que me ha convertido. Usted y la gente como usted corrompen todo lo que cae en sus manos.


En Buenos Aires, una multitud de miles de personas ocupaba la Plaza de Mayo, cientos de banderas celestes y blancas ondeaban al viento.
Las bocinas de los coches se mezclaban con el rugido de la multitud: ¡Argentina, Argentina! El presidente Galtieri estaba en el balcón, vistiendo uniforme de gala, con el cabello plateado peinado hacia atrás y el brazo alzado como el de un emperador romano, respondiendo eufórico a las aclamaciones de la multitud.

Ferguson esperaba en su apartamento cuando entró Fox con un mensaje cifrado.
- Necesitaba verle, Harry. ¿A quién tenemos en la Embajada en París que no sea un *******?
Fox pensó un instante.
- Podría ser George Corwin, señor. Era capitán del regimiento Green Howards. Se desempeñó muy bien en Irlanda.
- Excelente. Que siga a Montero a partir a paritirde su llegada desde Buenos Aires. Que descubra su paradero y le informe a Gabrielle hasta que llegue Tony. Hablando de Tony, ¿qué sabes de él?
- Justamente traía este mensaje para mostrarle, señor. Proviene del cuartel general de San Carlos, vía SAS en Hereford.
“Confirmado mayor Villiers y sargento Jackson en camino según órdenes.”


Villiers se despertó sobresaltado por la vibración de los motores, pero permaneció tendido en su catre, junto a la mampara de acero, tratando de recordar dónde se hallaba. Finalmente lo recordó. Era el HMS Clarion, submarino convencional, no nuclear, propulsado por motores diésel y eléctricos. Los había recogido esa tarde en Bull Cove. Sentado en un rincón, Jackson lo miraba.
- Estuvo hablando en sueños, sabe.
- Lo que me faltaba. Dame un cigarrillo.
- Creo que ha estado en esto demasiado tiempo.
- Lo mismo nos sucede a todos. ¿Por qué encendieron los diésel?
- Porque vamos a la superficie. El comandante Doyle me mandó decirle que estuviera listo en un cuarto de hora.
- Está bien, subiré en cinco minutos.
Jackson salió y Villiers se sentó en el catre. Se puso los jeans y el chandal que le habían dado, mientras se preguntaba qué estarían tramando. Nadie había podido decirle nada, o al menos nada importante.
“Un soldado no hace preguntas”, susurró, y se colocó las botas de goma y el chaquetón.
El cigarrillo tenía un gusto horrible; lo apagó. Estaba demasiado cansado y las cosas perdían nitidez. Necesitaba un largo período de descanso.
Salió, atravesó la sala de control y subió al puente por la torreta. Era de noche y el cielo estaba salpicado de estrellas. Llenó sus pulmones de aire marino y se sintió mejor.
Doyle contemplaba la costa a través de sus prismáticos; Jackson estaba a su lado.
- ¿Falta mucho?
- Esa es la costa uruguaya. La Paloma está a un par de millas a estribor. El mar está bastante picado, pero no creo que tengan problemas. Me imagino que habrán hecho esto antes.
- Alguna que otra vez.
Después de escrutar la costa a través de los prismáticos, Doyle se inclinó y dio una orden a través del intercomunicador.
El submarino disminuyó su velocidad y Doyle se volvió a Villiers:
- No puedo acercarme más a la costa. Ya sale la lancha neumática por la escotilla.
- Le agradezco el paseo – dijo Villiers, y estrechó su mano.
Saltó por la borda y descendió por la escalerilla hasta el casco circular, seguido por Jackson. La lancha estaba en el agua, sostenida por dos marineros. Jackson ocupó su lugar y Villiers lo siguió. Había mucho oleaje.
- ¿Listo, señor? – preguntó el oficial a cargo.
- Listo.
Los marineros soltaron amarras e inmediatamente la marea arrastró a la lancha hacia la orilla.
El viento era fuerte y las olas estaban coronadas de espuma. Cuando Villiers se inclinó para tomar el remo, la lancha hizo agua por la borda. Se colocó mejor y empezaron a remar.
Vieron que la costa estaba muy cerca. La lancha seguía haciendo agua y Jackson maldecía. Al llegar al rompiente de las olas, viraron y Jackson se dejó caer al agua, que le llegaba a la cintura, para arrastrar la lancha a la orilla.
Llevaron la lancha hasta la duna más próxima, Jackson la pinchó con su navaja, y la enterraron en la arena. Al atravesar las dunas vieron un café sobre la playa, oscuro y con celosías cerradas.
- Parece que es ahí – dijo Villiers.
Había un coche junto a la muralla. Cuando se acercaron, se abrió la portezuela y un hombre vestido con anorak descendió y los esperó.
- Bonita noche para dar un paseo, señores – dijo en español.
Villiers le dio la respuesta convenida en inglés:
- Somos forasteros, no hablamos español.
El otro sonrió y les tendió la mano.
- Soy Jimmy Nelson. ¿Todo bien?
- Estamos empapados hasta los huesos – dijo Jackson.
- No se preocupen. Suban, iremos a mi casa.
- ¿Hay alguien que pueda decirnos de qué diablos se trata todo esto? – preguntó Villiers cuando el coche se puso en marcha.
- No tengo la menor idea, amigo. Cumplo instrucciones. Son órdenes de arriba. Tengo ropa para ustedes. También tengo pasaportes, con sus nombres verdaderos, ya que no parecía haber motivo para que fueran falsos. Son ingenieros en ventas, ambos.
- ¿Adónde vamos?
- A París. Eso presentó un problema. Hay un solo vuelo directo a esa bella ciudad, y sale los viernes. Sin embargo, gracias a mis contactos, pude obtener dos plazas en un Jumbo carguero de Air France que parte dentro de… - miró su reloj – tres horas, más o menos, de modo que todo saldrá bien. Llegarán a París en catorce horas.
- ¿Y luego?
- No lo sé. Me imagino que el brigadier Ferguson les explicará todo cuando lleguen.
- ¿Ferguson? – gimió Villiers -. ¿Él es quien está detrás de todo esto?
- Exactamente. ¿Algún problema, amigo?
- Ninguno, salvo que preferiría estar de vuelta en las Malvinas, operando detrás de las líneas argentinas.



En el aeropuerto Charles de Gaulle, el capitán George Corwin, apoyado en una colimna, leía un diario. Fuera estaba oscuro; eran más de las nueve de la noche. De pie junto a un puesto de diarios, García trataba de aparentar tranquilidad, sin lograrlo en absoluto. En ese momento, Raúl Montero salió de Migraciones y Aduana. Llevaba una bolsa de lona en una mano y vestía unos jeans, su vieja chaqueta de aviador y un pañuelo al cuello. Corwin lo reconoció de inmediato, gracias a la foto que le había proporcionado el Grupo Cuatro.
García se adelantó a saludarlo.
- Es un placer conocerlo, señor comodoro. Juan García a sus órdenes.
- El placer es mío – dijo Montero amablemente -. Creo que sería una buena idea que no me llame comodoro.
- Por supuesto – dijo García -. Qué estupidez de mi parte.
Trató de tomar el bolso.
- Yo puedo llevarlo – dijo Montero, con cierto fastidio.
- Por supuesto. Mi coche está afuera. Le he alquilado un buen apartamento en la Avenue de Neuilly. Allí estará cómodo.
Cuando se alejaban de la salida principal, Corwin se encontraba en el asiento trasero de un Rover negro. Tocó el hombro al chofer.
- Sigue a esa camioneta Peugeot verde, Arthur. No importa adónde vaya.

Era un apartamento agradable, cómodo, aunque sin nada que destacar. Su única ventaja era la magnífica vista del Bois de Boulogne, al otro lado de la avenida.
- Espero que se halle cómodo aquí, comodoro.
- Perfectamente – dijo Montero -. Aunque me imagino que no estaré aquí mucho tiempo.
- DEBE ESTREVISTARSE CON LOS SEÑORES Donner y Belov; este último representa los intereses rusos en este asunto. Mañana a las once, si le parece bien.
- Sí, está bien. ¿Y luego?
- No tengo la menor idea. El señor Donner exige discreción.
Cuando García hubo salido, volvió a la sala, abrió la puerta ventana y salió al balcón. Estaba en París, una de sus ciudades preferidas, y tal vez podría ver a Gabrielle.
Emocionado, tomó la guía telefónica y hojeó con rapidez. Imposible. Había muchos Legrand, pero ninguna se llamaba Gabrielle.
Por supuesto, podría encontrarse en Londres. El número del apartamento en Kensington estaba grabado en su memoria. ¿Por qué no? Aunque no se atrevería a hablarle, al menos escucharía su voz. Buscó el código telefónico de Londres, tomó el auricular y marcó. Lo dejó sonar un largo rato antes de cortar.
En la nevera había vino y jerez. Se sirvió un vaso de vino helado y salió al balcón. Mientras sorbía lentamente pensaba en ella. Nunca se había sentido tan solo.
- ¿Dónde estás, Gabrielle? – susurró -. Ven a mí. Dame un indicio.
A veces eso servía. En las misiones a San Carlos, pensar en ella y sentir su presencia tangible, lo había salvado más de una vez. Apuró su vaso y, bruscamente, se sintió muy cansado. Entró y se fue a la cama.

A menos de un kilómetro de distancia, en la Avenue Victor-Hugo, Gabrielle estaba apoyada en la baranda del balcón de su propio apartamento.
El asunto era casi irreal, se sentía como en un sueño en cámara lenta. Raúl se encontraba en algún lugar de la ciudad; lo sabía, porque Corwin la había llamado para decirle que llegaría esa noche.
Cuando sonó el teléfono, tomó el auricular con rapidez.
- Llegó – dijo Corwin -. Lo seguí a él y a García a una casa de apartamentos en la Avenue de Neuilly. Soborné a la persona correspondiente para obtener el número del apartamento. ¿Quieres anotar la dirección?
Lo hizo y preguntó:
- ¿Qué debo hacer? ¿Ir al apartamento y golpear a la puerta?
- No me parece una buena idea – dijo Corwin -. Que decida el mayor Villiers. Llega mañana.
Cortó la comunicación, Gabrielle memorizó la dirección, rompió el papel y lo quemó.
- Ahora empieza la mentira – susurró -, y el engaño y la traición…


Ferguson se había acostado temprano, no para dormir sino para trabajar cómodamente en la cama. Cuando estaba punto de poner fin al trabajo del día recibió una llamada de Harry Fox.
- Me llamó George Corwin desde París, señor. Raúl Montero llegó a su hora. Lo recibió García, quien se lo llevó a un apartamento en la Avenue de Neuilly. Le dio la dirección a Gabrielle.
- Muy bien – dijo Ferguson.
- Ella me preocupa, señor. Es mucho lo que le pedimos.
- Ya lo sé, pero estoy seguro de que será capaz de hacerlo.
- Pero, diablos, señor, lo que usted le pide es que cumpla nuestros objetivos y, de paso, se autodestruya…
- Tal vez. Pero, ¿cuántos hombres han muerto ya en el Atlántico Sur? Hombres de los dos bandos. Mire cuántos murieron cuando se hundió el Belgrano. Hay que terminar con esta carnicería, ¿no comprende?
- Claro que sí, señor.
Fox parecía cansado.
- ¿Cuándo llega Tony?
- A las cinco de la tarde, hora de Francia.
- Viaje hacia allí, mañana, Harry. Usted y Corwin irán al aeropuerto a recibirlo. Lo pondrán al corriente, hasta el último detalle.
- No le gustará que usemos a Gabrielle, señor.
- ¿Qué quiere decir?
- Bueno, señor, estuvieron casados durante cinco años. Ella es importante para él. Para decirlo a la antigua, él todavía la quiere.
- Perfecto. Y justamente por eso se asegurará de que no le ocurra nada. Quiero que usted vuelva mañana por la noche, Harry. ¿Algo más?
- El contacto francés, señor. ¿No sería hora de informarles?
- Me parece que no. Y menos en este momento. No sabemos que está tramando Donner. Si los franceses lo arrestan, un buen abogado lo sacará en libertad en menos de una hora.
- Por lo menos, hable con Pierre Guyon, señor.
- Lo pensaré, Harry. Váyase a la cama.
Ferguson cortó, se reclinó e hizo lo que a Fox le dijo, pensar…

El Servicio de seguridad francés, llamado Service de Documentation Extérieure et de Contre-Espionnage, o SDECE, está dividido en cinco secciones y muchos departamentos. El más interesante en el Servicio Cinco, llamado comúnmente Servicio de Acción, el departamento que destruyó a la OAS. El jefe, coronel Pierre Guyon, era un viejo amigo.
Ferguson tomó el auricular, marcó el código de París, vaciló y cortó. Sabía que estaba corriendo un riesgo y poniendo en juego su carrera. Pero su instinto, forjado en muchos años de trabajo en el espionaje, le dijo que debía permitir que las cosas siguieran su curso. Apagó la luz y durmió.

Raúl Montero durmió muy bien esa noche, debido a la tensión y a la fatiga de las últimas semanas. Se despertó a las diez. Desde hacía años tenía la costumbre de salir a correr por las mañanas. Sólo lo abandonó en Río Gallegos, ya que debía salir en misión de combate.
Cumplió con el ritual de musitar unas palabras para Gabrielle y fue a la ventana. Al apartar las cortinas vio que llovía. Se sintió excitado. Se puso su viejo chandal negro y zapatillas, bebeió un vaso de zumo de naranja y salió.
Le gustaba la lluvia, le daba una sensación de seguridad, como si se hallara en un mundo propio. Corrió por el parque empapado hasta los huesos. No era el único amante de la lluvia: unos corrían, otros paseaban…
Oculto en un camión de lechería en la Avenue de Neuilly, Corwin vio a Montero, que avanzaba trotando desde el lago. Este se detuvo a pocos metros, jadeando. Corwin le tomó varias fotografías con una cámara especial, a través de un pequeño agujero en el camión.
Cuando Montero cruzó la avenida, un Mercedes negro se detuvo junto a la acera, frente a la casa de apartamentos. De él salió García, seguido de Donner y Belov.
- Bueno, bueno… - susurró Corwin -, nada más ni nada menos que nuestro querido Nikolai…
Tuvo tiempo de tomar varias fotografías antes de que los hombres entraran en el edificio.
Stavrou salió del coche para ajustar el limpiaparabrisas. Y Corwin también lo fotografió, por si acaso.
Stavrou volvió al coche, Corwin encendió un cigarrillo, se sentó y esperó.

Donner le desagradó de inmediato a Montero. Había algo repulsivo en ese hombre, que lo molestaba. En cambio, Belov le gustó. Un hombre razonable que trabajaba para su propio bando, lo cual era muy justo, aunque Montero nunca había simpatizado con la causa comunista.
Trajo una bandeja de la cocina.
- Café, caballeros –dijo.
- ¿Usted no, comodoro? – preguntó Donner.
- Jamás bebo café. Es malo para los nervios. – Fue a la cocina y volvió con una taza de loza -. Prefiero el té,
Donner soltó una risita desagradable, indicando que el sentimiento de disgusto era recíproco.
- Me parece extraño, tratándose de un sudamericano.
- Bueno, usted se sorprendería al ver lo que los “nativos” somos capces de hacer cuando se presenta la ocasión – dijo Montero -. Si no lo cree, pregúnteselo a la Marina inglesa.
- Coincido con usted, Comodoro – dijo Belov, conciliador -. Beber té es un hábito muy civilizado. Nosotros lo hemos practicado durante siglos.
- Creo que deberíamos ir al grano – dijo García -. Tal vez el señor Donner quiera explicarnos la operación con mayor detalle.
- Por supuesto – dijo Donner -. Sólo esperaba la presencia del comodoro Montero. Con un poco de suerte, todo estará resuelto en los próximos días, lo cual es conveniente, porque los diarios de esta mañana dicen que los británicos se aprestan a avanzar desde San Carlos.
Montero encendió un cigarrillo.
- Muy bien, ahora dígame cuáles son sus planes.
Donner consideraba que la mejor manera de contar una mentira era empezar por los hechos ciertos.
- ustedes saben que los libios tienen una abundante provisión de Exocets, pero, debido a las presiones del mundo árabe, según su primera intención. Al menos, no lo hará oficialmente. Pero todo en esta vida tiene solución, al menos mi experiencia así lo demuestra.
- ¿Y bien? – dijo Montero.
- He alquilado una casa en Bretaña, cerca de la costa y próxima a una vieja base de bombarderos de la época de la guerra. Se llama Lancy. Está abandonada, pero las pistas están en buenas condiciones. Dentro de dos días, o quizá tres, un transporte Hércules, en tránsito de Italia a Irlanda, aterrizará en Lancy, clandestinamente, claro está. Llevará a bordo diez Exocets último modelo. Usted, comodoro Montero, verificará esa carga. Si queda satisfecho, llamará al señor García a París, quien dispondrá la transferencia de tres millones de libras en oro a la cuenta que yo le indicaré, en Ginebra.
- Felicitaciones, señor – dijo Montero -. Así se ganan las guerras.
- Lo mismo pienso yo – dijo Donner -. Supongo que usted querrá partir en el Hércules, que no irá a Inglaterra sino a Dakar. Allí son muy liberales, sobre todo cuando hay un negocio en puerta. El Hércules repostará, cruzará el Atlántico hasta Río de Janeiro y allá repostará para el último tramo de viaje, que culminará en la base aérea argentina que usted prefiera.
Se hizo el silencio.
- Magnífico – dijo García, reverente.
- ¿Y usted, comodoro? – dijo Donner a Montero -. ¿A usted no le parece magnífico?
- Soy soldado – dijo Montero -. No expreso opiniones. Cumplo órdenes. ¿Cuándo debo viajar?
- Pasado mañana. Iremos en un avión particular. – Donner se puso de pie -. Hasta mañana, diviértase, ya que está en París. Creo que se lo merece, después de todo lo que ha hecho en el Atlántico Sur.
Montero los condujo a la puerta. AL salir, Donner le dijo:
- Estaré en contacto con usted.
Él y el ruso se alejaron, pero García se volvió por un instante hacia Montero.
- ¿Qué le parece?
- No me gusta ese tipo – dijo Montero -. Pero eso no importa.







Parte 14
 

bagre

2º inspector de sentina
estimados foristas
releyendo los posts de algunos foristas vgm, podemos comprender que la realidad, nos guste o no escribio sola su propia historia que de por si es mucho mas rica.
saludos
bagre
 
Muchachos yo hace un par de años encontré esta novela en la biblioteca de mi pueblo y la verdad me parece bastante buena. Aunque a decir verdad no soy un buen crítico literario.
Ahora bien lo que siempre me llamó la atención en la portada del libro, de editorial EMECE si no me equivoco, es la imagen de ese colgante de un halcón portando la temible arma. La verdad me encantaría conseguirlo!!!
 
Halo Gabi Argento, la versión que tengo, en su portada tiene el perfil de una fragata o destructor anglo, sobre la bandera británica, ensombrecida en su borde superior, un horizonte y un objetivo...
Estimados saludos!








Gabrielle cabalgaba por la Bois de Boulogne al mediodía. Ya no llovía, y había poca gente. Había dormido mal, y aún no estaba repuesta. Se sentía cansada y aturdida, enferma de miedo ante la misión que le aguardaba.
Cuando la lluvia comenzó a repiquetear nuevamente, George Corwin se refugió bajo un roble. Gabrielle avanzaba al trote entre los árboles rumbo al lago, por la misma senda que había tomado Montero esa mañana. La cabalgata le había devuelto el color a sus mejillas, y estaba hermosa.
Cuando vio a Corwin frenó el caballo.
- Ah, es usted.
Desmontó. Corwin le entregó copias de las fotos que había tomado esa mañana.
- Mírelas. Yo sostendré las riendas.
Miró la primera.
- El hombre más bajo es Juan García. El alto es Donner y el otro el Belov, el agente de la KGB. A Montero ya lo conoce.
Pasó a la foto siguiente, sintiendo un nudo en el estómago.
- Ese es Yanni Stavrou, el guardaespaldas de Donner. Un tipo de lo más peligroso imaginable.
Pasó a las fotos de Montero en el parque. Había una donde se lo veía corriendo al máximo de velocidad, saturado de la alegría de correr, el rostro distendido y sin dolor. Gabrielle sintió una punzada tan violenta que le resultaba insoportable seguir mirando las fotos.
Se las devolvió y tomó las riendas del caballo.
- ¿Está usted bien?
- Claro que sí. ¿Cuándo llega Tony?
- Alrededor de las cinco. Harry Fox llegará antes. El brigadier quiere que su esposo esté al corriente de todo antes de verla a usted.
- Ya no es mi esposo, señor Corwin – dijo Gabrielle al montar al caballo - Ha cometido usted un tonto error. En este juego no podemos darnos lujos de cometer errores.
En su fuero interno, Corwin le dio la razón, al verla alejarse.

Corwin, Jackson y Tony Villiers subían por el ascensor al décimo piso de la casa de apartamentos de la Avenue Victor-Hugo.
- Este un apartamento con pensión, pequeño pero muy cómodo – dijo Corwin, espectante -. Tuve que alquilarlo por todo el mes, no aceptan menos.
- Estoy seguro que el Departamento podrá pagarlo – dijo Villiers.
- Lo alquilé porque Gabrielle vive a pocas manzanas, en la misma avenida La ubicación es muy conveniente.
Trató de sonreír, pero se topó con la implacable hostilidad de Villiers.
- Sé donde vive aunque usted no lo crea…
Estaba cansado, demasiado. Además, sentía frustración y, cuando pensaba en Ferguson, lo invadía el odio.
El ascensor se detuvo, Corwin los condujo por el pasillo, tomó una llave y abrió una puerta. Luego le entregó la llave a Villiers.
Junato a la ventana, Harry Fox leía un diario. Villiers lo miró.
- ¿Alguna novedad?
- En realidad no. –Fox dejó el diario a un lado -. Dicen que el avance desde San Carlos empezará en cualquier momento.
Villiers arrojó su bolso sobre la cama.
- Al grano, Harry. La última vez que vi a Ferguson le dije que dejara en paz a Gabrielle. ¿Qué está tramando ahora?
- No va a gustarte, Tony.
- Harvey, tráenos un trago. Creo que voy a necesitarlo. Bien, desembucha…


En la Maison Blanche, el viejo gitano Maurice Gaubert y su hijo Paul ponían trampas para conejos en el bosque cerca de la casa, cuando un camión se detuvo en el patio, ante un establo. Ante la mirada de los Gaubert, varios hombres bajaron y empezaron a recibir diversos elementos que otros les pasaban desde adentro. Stavrou salió de la cabina y abrió las puertas del establo.
- Es el guardaespaldas del señor Donner – dijo Paul Gaubert.
El padre soltó las trampas y tomó su escopeta.
- Bajemos a ver qué pasa.
Stavrou salió del establo y los vio. Encendió un cigarrillo y se apoyó en el camión para esperarlos.
- Bonjour, Monsieur – dijo Maurice Gaubert -. Veo que ahora sois más.
- Así es.
- ¿Monsieur Donner vendrá también?
- Mañana, probablemente.
Paul Gaubert se sentía incómodo bajo la mirada sombría de Stavrou.
- ¿Podemos servirle en algo, Monsieur?
- Mantengan los ojos abiertos por si viene algún extraño – Stavrou le tendió un par de billetes de mil francos -. ¿Comprendido?
- Perfectamente, Monsieur – dijo Gaubert -. Si vemos algo, se lo comunicaremos.
Stavrou los contempló mientras se alejaban y luego volvió al establo, donde los hombres ordenaban los elementos descargados del camión.
- A formar – ordenó -. Rápido.
Los hombres en un instante estaban en posición de firmes. Stavrou se paseó por el establo, mirándolos.
- Por lo que a mí respecta, ustedes han vuelto al Ejército. Cuanto antes se hagan a la idea, mejor.


Corwin había conseguido un Citroën y, cuando se detuvieron ante el departamento de Gabrielle esa noche, Jackson estaba al volante. Harry Fox y Villiers ocupaban el asiento trasero.
- Eso es todo – dijo Fox -. Ahora sabes de qué se trata.
- Así parece.
- Hay otro etalle más. Ese profesor Bernard, que mencioné, sigue recibiendo llamadas desde Buenos Aires. Le piden asesoramiento técnico sobre los Exocets que les quedan, que no pueden ser muchos. Nuestra gente en Buenos Aires interceptó dos llamadas anoche.
- Mala cosa –dijo Villiers.
- Así es. Ferguson considera que eso no puede seguir. Quiere que te ocupes de eso ya que estás aquí.
- De acuerdo – dijo Villiers, inexpresivo.
- Bien. Ahora, si el sargento mayor es tan amable, le pediré que me lleve al aeropuerto Charles de Gaulle, para que pueda alcanzar el último vuelo a Londres.
- De acuerdo. Harvey, ocúpate del capitán Fox – dijo Villiers -. No vengas a recogerme. Volveré a pie. Te veré más tarde.
Salió del coche y empezó a alejarse, pero Fox lo llamó.
- ¿Qué pasa?
- No seas duro con ella.
Villiers lo miró, con las manos en los bolsillos, se volvió y marchó hacia el edificio sin decir palabra.

- Se te ve bien – dijo él.
Se hallaba de pie junto a la chimenea, donde ardía un fuego a gas. Gabrielle vestía pantalón de seda negro, iba descalza y llevaba el cabello atado atrás.
- También tú. ¿Cómo era aquello?
- Como las montañas de Escocia en un día de lluvia. – Rió con amargura -. Bien podríamos devolvérselas a los argentinos. La North Malvinas tiene escasos atractivos. Prefiero Armagh u Omán.
- Entonces, ¡qué significa todo esto? – preguntó -. ¿Qué estamos haciendo, Tony?
Ambos sintieron que resurgía el cariño, el afecto. No era amor, en sentido estricto, sino algo especial que existía entre ellos.
- Estamos jugando, mi amor. – Villiers se sirvió una copa de brandy -. Todos estamos jugando, desde Thatcher, Galtieri y Reagan para abajo.
- Y tú, Tony, ¿a qué has estado jugando todos estos años?
La miró con una sonrisa.
- Por Dios, Gabrielle, ¿no comprendes que eso es justamente lo que me he preguntado todos estos años?
Ella frunció el ceño, como si tratara de aclarar sus pensamientos, y se sentó.
- Amas a Montero, ¿verdad?
- Es lo más extraordinario que se haya cruzado por mi vida – dijo llanamente.
- ¿Podrás seguir en esto hasta el final?
- Así lo espero. No tengo opción, gracias a Ferguson.
- Un día de éstos pienso atropellarlo con un camión pesado. – Ella sonrió y él le tomó las manos -. Me gusta verte sonreír. Bueno, veamos ahora cómo te encuentras nuevamente con el argentino.
- ¿Tienes alguna idea?
- Es sencillo. Corwin dice que lo vio correr por el Bois de Boulogne ayer por la mañana.
- ¿Y bien?
- Aparentemente, corre muy bien, lo cual indica que está en buen estado físico. Además, ¿quién sale a correr bajo la lluvia, salvo un fanático, de esos que por nada del mundo dejan de hacer sus ejercicios diarios? Estoy seguro de que mañana estará allá.
- ¿Y yo?
- Saldrás a cabalgar. Te lo explicaré.
Cuando terminó, ella sonrió a su pesar.
- Siempre fuiste un tipo ingenioso, Tony.
- Para algunas cosas, sí. – Se puso de pie -. Estaré cerca. No te molestes, conozco la salida.
Vaciló y le tomó la mano. Ella se la apretó y lo miró con ojos angustiados.
- Lo amo, Tony. Cosa extraña, ¿verdad? Como en la poesía y los cuentos de hadas. Amor a primera vista. No puedo dejar de pensar en él.
- Comprendo.
- A partir de ahora trataré por todos los medios anular ese amor. No tengo alternativa…- Había lágrimas en sus ojos -. Bastante irónico, ¿no te parece?
Villiers no pudo responder, no había nada que pudiera decirle. Sintió crecer en él la furia, contra sí mismo y el argentino, contra Ferguson y el mundo en que vivían. La besó en la frente y salió.


La mañana era lluviosa. Gabrielle cabalgó hasta los árboles y allí se detuvo siguiendo las instrucciones de Villiers. No había otro ruido que el susurro de la lluvia entre los árboles. Todo tenía un aire irreal.
En ese momento, a lo lejos, un hombre con un chandal negro apareció entre los árboles junto al lago y empezó a subir la cuesta a la carrera. Lo reconoció de inmediato, lo observó unos instantes, tal como le habían dicho, y luego espoleó el caballo.
Oyó un ruido a su derecha y dos hombres aparecieron entre los árboles. Uno de ellos tenía barba y vestía impermeable. El otro, más joven, vestía jeans, cabello rubio y largo. En ese instante supo que eran peligrosos.
El barbudo corrió hacia ella y alzó los brazos para asustar al caballo, éste se encabritó, tomó las riendas mientras el otro la agarraba del brazo derecho para bajarla de la montura. Ella lanzó un grito al caer.
El barbudo le aferró los brazos por detrás y el muchacho le palpó los pechos bajo el suéter. El caballo se había alejado.
- Llevémosla bajo los árboles – masculló el barbudo.
Gabrielle volvió a gritar, no tanto por temor sino por ira contra todos aquellos hombres que alguna vez trataron de ponerle una mano encima.
Al oír el primer grito, Montero se detuvo y alzó la vista, justamente cuando ella caía de la montura. No la reconoció, sólo vio a una mujer en dificultades y corrió a toda velocidad por la cuesta; sus zapatillas pisaban el césped mojado sin el menor ruido.
Gabrielle estaba tendida en el suelo; el barbudo la estiraba de un brazo mientras el otro miraba. Montero cayó sobre ellos como una tromba y lanzó un terrible golpe al riñon del más joven. El muchacho chilló y cayó de rodillas. El barbudo levantó la cabeza y Montero le dio un puntapié.
La zapatilla blanda no le hizo daño; el barbudo rodó y se puso de pie de un salto, sacando una navaja de bolsillo.
En ese momento, Gabrielle logró ponerse de pie y Montero la vio. Se detuvo, estupefacto, e instintivamente le tendió la mano.
Ella gritó asustada ante la arremetida del barbudo. Montero la apartó de un empujón y, con un ágil movimiento de cintura, eludió la embestida.
Raúl Montero jamás había sentido semejante ansia de matar. Aguardó la carga del otro, sólidamente plantado sobre sus pies. El hombre arremetió nuevamente con su navaja. Montero le aferró la muñeca y, manteniendo el brazo tenso como una barra de acero, se lo retorció hacia arriba y atrás. El hombre gritó y Montero lo derribó de un golpe terrible en el cuello. El joven vomitaba. Gabrielle se apoyó contra un árbol, el rostro pálido y manchado de barro.
- ¡Gabrielle, Dios mío! – gritó Montero sin poder contenerse.
Luego rió y la tomó de los brazos.
- No te gusta hacer las cosas a medias, ¿verdad? –dijo ella, temblorosa.
- Estas cosas hay que hacerlas bien o no hacerlas. Traeré tu caballo.
Lo halló pastando en una mata cercana. El barbudo gimió y trató de incorporarse. El muchacho estaba apoyado contra un árbol.
- ¿Qué quieres que haga con estas bestias? ¿Llamo a la policía?
- No, déjalos. Ya tienen suficiente castigo.


Caminaron juntos hacia la verja.
- Es asombroso, realmente asombroso. Llegué ayer y no tenía tu dirección en París. Llamé a Londres pero no contestaba nadie.
- Lógico. Estaba aquí. – Había llegado el momento de comenzar con el libreto -. ¿Qué pasa, Raúl? Tu país está en guerra. ¿Por qué estas aquí y no en Buenos Aires?
- Es largo de explicar. Vivo cerca de aquí, en la Avenue de Neuilly, ¿y tú?
- Mi apartamento está en la Avenue Victor-Hugo.
- Bastante cerca – sonrió. ¿Vamos a mi apartamento o al tuyo?
La felicidad de Gabrielle era tal que por un instante olvidó el libreto.
- Raúl, estoy tan feliz de verte.
- Creo que esto debe ser lo que los ingleses llaman serendipity. Felicidad plena, total, inesperada…
- Sí, creo que así lo llaman.
Ascendieron la cuesta. Él le rodeaba la cintura. El caballo los seguía detrás.

Cuando desaparecieron, Tony Villiers y Harvey Jackson salieron de entre los árboles y se acercaron a los asaltantes. El barbudo, de pie, se aferraba el brazo, el rostro retorcido de dolor. El muchacho seguía vomitando.
- Les dije que la asustaran, nada más – dijo Villiers -. Lo tienen bien merecido por excederse.
Jackson sacó varios billetes y los metió en el bolsillo de la camisa del barbudo.
- Cinco mil francos.
- Quiero más – gimió el barbudo -. Ese tipo me ha roto el brazo.
- Tú te lo buscaste – dijo Jackson en mal francés.
Villiers estaba furioso, continuaba viendo la expresión horrorizada de Gabrielle. Parte su furia estaba dirigida contra él mismo, por haberla puesto en peligro.
- Malditos aficionados…. – Villiers se alejaba con la cabeza gacha.


El apartamento de la Avenue Victor –Hugo era espacioso y ventilado, con decorado y muebles de excelente gusto. Montero estaba sentado en el extremo de una enorme bañeras de mármol verde. Gabrielle volvió de la cocina, desnuda, con dos tazas de loza en una bandeja. Le dio una y entró en la bañera por el otro extremo.
- Por nosotros – dijo él, brindando con té.
- Por nosotros.
Por un instante, ella olvidó su horrible situación para saborear ese maravilloso momento con él. Ella frunció las cejas y con la punta del dedo rozó una larga cicatriz, no del todo cerrada, bajo su hombro derecho.
- ¿Qué pasó?
- Una esquirla de cañón. Tuve suerte.
Ella debió fingir ignorancia nuevamente.
- ¿has estado pilotando un avión? ¿En las Malvinas?
- Malvinas… - sonrió él -. Recuerda que ése es el nombre. Sí, pilotaba un bombardero Skyhawk llamado Gabrielle… Aparece en los noticiarios televisivos.
- ¿Estás bromeando?
- No, es cierto. Tu nombre está pintado en el morro de mi avión, bajo la carlinga. Has estado varias veces en el estrecho San Carlos, mi amor.
Bruscamente, recordó el incidente en Harrods, la voz del locutor, los aviones que bajaban sobre San Carlos, el misil destruyendo el Skywawk y los aplausos de los espectadores.
- Sí – dijo él con una sonrisa irónica – Quien hubiera dicho que a mi edad…
Ella sintió un destello de indignación.
- A tu edad, salir a combatir en un jet. Es lo más ridículo que he oído en mi vida. – Le acarició la mejilla -. ¿Lo pasaste muy mal, Raúl?
- He estado en el infierno varias veces –dijo -. He visto cómo los muchachos caían destrozados a mi alrededor. ¿Y todo para qué? – sus ojos enrojecidos miraban al vacío -. Cuando me fui de Río Gallegos, ya habíamos perdido a la mitad de nuestros pilotos. Y todo en vano, Gabrielle. Todo en vano. Es inútil
Ella sintió instintivamente su dolor.
- Cuéntame, Raúl. Quiero saberlo. No te contengas.
Estrechó sus manos con fuerza y se miraron.
- ¿Recuerdas a mi pariente, torero?
- Sí.
- Antes de salir al ruedo solía arrodillarse ante la Virgen para rezar. “Sálvame de los cuernos de esas bestias”, decía. Yo he enfrentado esos cuernos varias veces en las últimas semanas.
- ¿Por qué Raúl? ¿Por qué?
- Porque soy así. Vuelo. Es parte de mí, y allá no había alternativa. No podía quedarme sentado a un escritorio mientras los muchachos salían a combatir. ¿Sabes cómo llamamos al estrecho de las Malvinas? El Valle de la Muerte.
Tenía la mirada fija y la piel tensa sobre los pómulos.
- Cuando volaba a San Carlos lo único que mantenía esa puerta cerrada eras tú. Una vez, en uno de los peores momentos, cuando el avión dejó de responder a los mandos, estuve a punto de saltar. En ese momento, sentí el aroma de tu perfume. Aunque te parezca una locura, estabas allí, conmigo.
Ella lo miró, estupefacta.
- ¿Quiere decir que volverás allá?
Se encogió de hombros y respondió con evasivas.
- Permaneceré aquí un par de días más. No sé qué me espera a mi regreso.
- ¿Qué haces aquí?
- Asuntos de mi gobierno. El embargo que impusieron los franceses a la venta de armas nos causa problemas. Pero no hablemos de ellos. ¿Qué haces tú?
- Escribo una serie de notas para Paris Match.
- Y tu amoroso padre te mantiene.
- Por supuesto.
- Un Degas en una pared, un Monet en la otra.
Gabrielle se arrodilló y lo besó en la boca con suavidad.
- Había olvidado lo espléndido que eras.
- Otra vez usas esa palabra –dijo él, burlón -. ¿No se te ocurre otra?
- En este momento, no, pero si me llevas a la cama lo intentaré.


Más tarde, en la penumbra del dormitorio, ella se apoyó en un codo para mirarlo dormir. Repentinamente, la piel del rostro de él se crispó dolorida. Gimió, le brotó sudor de la frente, comenzó a bambolear la cabeza.
Ella le apartó el pelo de la frente y lo besó suavemente, como si fuera un niño.
- Todo está bien. Estoy aquí.
Él sonrió débilmente.
- Otra vez lo mismo. Me sucede con frecuencia últimamente. Recuerdas el sueño que te conté en tu apartamento en Londres?
- Un águila que se abate sobre ti.
- Así es. Como una tromba.
- Bueno, recuerda lo que te dije que debes hacer. Baja los alerones. El águila se estrellará.
Él la estrechó contra su cuerpo y la besó.


Cuando despertó, él se había ido. Sintió una horrible sensación de pánico. Se sentó y miró el reloj. Eran las cuatro. Entonces lo vio. Vestía el chandal negro y tenía un diario en la mano.
- Lo encontré en el buzón.
Montero se sentó al borde de la cama y comenzó a leer la primera página.
- ¿Algo de interés? – preguntó ella.
- Sí. Las fuerzas británicas iniciaron el avance desde San Carlos. Los Skyhawks atacaron a las tropas de tierra, pero cayeron dos. – Dejó el diario a un lado y se cubrió el rostro con las manos -. Demos un paseo.
- En cinco minutos estaré lista.
La esperó en la sala, fumando, y cuando ella apareció, vestía los mismos jeans y el impermeable de Londres. Bajaron y partieron en el coche de ella al Bois de Boulogne. Allá pasearon, tomados de la mano, hablando poco. Ya de regreso al parking, abrazados, ella preguntó:
- ¿Qué sucederá con nosotros?
- ¿Quieres saber cuáles sin mis intenciones? Las mejores. Me casaré contigo en el momento apropiado.
- Me refiero al futuro inmediato.
- Un par de días juntos, si tenemos suerte. Luego volveré a la Argentina.
Ella hizo un esfuerzo para parecer alegre.
- Eso quiere decir que tenemos esta noche. ¡Vamos a algún lugar a cenar y bailar y estar solos!
- ¿Qué sugieres?
- Un lugar en Montmartre que se llama Paco`s. Brasileño. La música es excelente.
- De acuerdo. Pasaré a buscarte a las ocho.
- Muy Bien.
Al abrir la portezuela del coche, Gabrielle vio a Villiers junto al quiosco de revistas, al otro lado del parking. Sintió un destello de furia.
- Te llevaré a tu departamento.
Así lo hizo.
Frente al apartamento de Montero, uno de los agentes de Nikolai Belov leía un diario sentado en un banco. Cuando Montero entró en el edificio, anotó el número de matrícula del coche de ella y se fue.

Gabrielle se paseaba por la sala del apartamento, a la espera de la inevitable llamada. Cuando ésta se produjo, fue rápidamente a la puerta y la abrió para dar paso a Villiers. Volvió a la sala, furiosa, giró para enfrentarse a él.
- ¿Y bien? – dijo él -. ¿Tienes algo que informar?
- El gobierno argentino lo ha enviado aquí por un problema relacionado con el embargo de armas.
- Excelente. ¿Algo más?
- Sí. No quiero que estés pisándome los talones constantemente. Hablo en serio. Ya tengo bastantes problemas sin eso.
- Quieres decir que te inquieto.
- Puedes pensar lo que te plazca. No te necesito esta noche. Cenaremos en Montmartre.
- Y luego volveréis aquí.
Ella fue hasta la puerta y la abrió.
- Adiós, Tony.
- No te preocupes –dijo él -. Harvey y yo tenemos otras cosas que hacer esta noche. ¡Hasta luego!
Gabrielle se prometió que pasaría una buena noche. No importaba lo que sucediera después; esa noche no se la robarían.

Donner estaba en la ducha cuando Wanda le alcanzó el teléfono.
- Belov quiere hablarte.
Donner se secó y tomó el teléfono.
- ¿En qué puedo servirte, Nikolai? – Escuchó unos instantes, impasible -. Muy interesante. Sí, mantenme al corriente. Si salen esta noche, infórmame.
- Hay algún problema? –preguntó ella.
- Parece que nuestro héroe de guerra se consiguió una amiguita. Según Belov, es una joven de belleza espectacular, que vive en la Avenue Victor-Hugo.

Montero había llevado un solo traje formal a París. Era un mohair azul oscuro, camisa blanca y corbata negra. Ella se había puesto el mismo vestido plateado de la noche en que se conocieron en la Embajada Argentina en Londres.

Cuando Belov lo llamó por segunda vez, Donner miraba el último boletín informativo sobre las Malvinas en la televisión.
- Han salido a divertirse – dijo el ruso -. Un restaurante brasileño en Montmartre. Se llama Paco`s.
- Interesante – dijo Donner -. ¿La comida es buena?
- Más o menos, pero buena música. La joven es hija de un empresario industrial muy adinerado, de nombre Maurice Legrand.
- Muy incesante. Bueno, yo me ocuparé - cortó la comunicación y se dirigió a Wanda -. Ponte lo mejor que tengas. Saldremos a bailar.

Después de hablar con Donner, Belov permaneció sentado. Irana Vronsky apareció con una cafetera.
- ¿Algún problema?
- No lo sé. Esta joven Legrand. Hay algo raro.
- Si quieres tranquilizarte, pide que la verifiquen…
- Muy buena idea. Ocúpate de eso mañana a primera hora.


El restaurante Paco`s era un lugar refinado y concurrido, con las mesas muy juntas y un quinteto sensacional. Consiguieron una mesa alejada desde la cual observar todo. Ella pidió whisky sour y él una soda Perrier con jugo de lima.
- ¿Sigues siendo abstemio?
- Tengo que mantenerme en forma; conservar el control. Hombre de mediana edad, mujer joven. ¿Entiendes?
- Sigue tomando vitaminas entonces – respondió ella -. Estás muy bien. Por supuesto que a mí sólo me interesa tu dinero…
- No –dijo él -. Te equivocas. Con la inflación que tenemos en Argentina, es a mi a quien le interesa tu dinero. Hasta los Montero sufrirán la crisis cuando termine la guerra.
La mención de la guerra la devolvió a la realidad, cosa que quería evitar.
- Bailemos – dijo ella, poniéndose de pie.
El quinteto tocaba bossa nova. Montero la llevaba a la perfección. Era un excelente bailarín.
Cuando terminó la pieza, Gabrielle dijo:
- Eres muy bueno. Deberías ser un gigoló.
- Es lo que decía mi madre. Los caballeros no bailan bien. – sonrió con picardía -. Siempre me ha gustado. De joven, recorría los boliches tangueros. El tango es la única forma de baile que le cuadra a un argentino. Refleja todo: la vida, el amor, la crisis… la muerte. ¿Y tú, bailas el tango?
- En raras ocasiones.
Se volvió hacia el director del quinteto y le dijo en portugués:
- Oye, por qué no tocas un tango. Uno que llegue al corazón, como Cambalache.
- Así que el señor es argentino – dijo el director -. Está usted muy lejos de su país en estos momentos, de modo que voy a dedicarle este tango a usted y la dama.

Desapareció detrás del escenario y volvió con un instrumento parecido a una concertina, aunque más largo.
- Muy bien – dijo Montero, complacido -, escucharemos tango en serio. Eso, mi amor, se llama bandoneón…

El director empezó a tocar, acompañado únicamente por el piano y el violín. La música le llegó a Gabrielle hasta lo más hondo, porque expresaba una infinita tristeza, un deseo de amor, una resignación ante todo lo que vale la pena en la vida y está en manos de otro.
Bailaron como una sola persona, de una manera que a ella le habría parecido imposible. Montero no la dominaba ni la llevaba. Era un bailarín exquisito. Y al sonreír expresaba su amor, como una ofrenda honesta, sin pedir nada a cambio.
Muchos de los espectadores los contemplaban fascinados; uno de ellos era Felix Donner, sentado en la barra con Wanda.
- Dios mío – dijo -, qué belleza. Jamás he visto nada igual.
Al ver su expresión y su mirada, Wanda sintió celos.
- Cualquiera resulta atractiva con semejante vestido.
- *********** con el vestido – dijo Donner -. Ella resultaría atractiva con cualquier cosa… o sin nada.

La pieza terminó. Varias personas aplaudieron. Montero y Gabrielle permanecieron abrazados, ajenos al mundo que los rodeaba.
- Realmente me amas – musitó ella suavemente, con un dejo de asombro en su voz.
- No tengo alternativa – dijo él -. Me preguntaste por qué vuelo. Te dije que porque soy así. Pregúntame por qué te amo. Te daré la misma respuesta.

Gabrielle se sintió invadida por una increíble ola de certeza y serenidad. Lo tomó de la mano.
- Sentémonos.
Al volver a la mesa pidió una botella de Dom Perignon.
- El tango es una forma de vida en Buenos Aires. Te llevaré a San Telmo, el barrio antiguo. Los mejores boliches de tango del mundo. Iremos a El Viejo Almacén. Allí te enseñarán a bailar como la mejor, en una noche.
- ¿Cuándo? –preguntó -. ¿Cuándo sucederá?
Pero la expresión de él se había enturbiado súbitamente.
- ¡Qué extraña casualidad! – exclamó Donner -. Señor Montero, qué agradable sorpresa.
Gabrielle giró la cabeza y vio a una pareja de pie junto a la mesa. Montero se incorporó a regañadientes.



Parte 15
 



Llovía. Paul Bernard descendió del taxi y le pagó al chofer, en la esquina de una calle próxima al Sena. Era una zona de oficinas y almacenes, muy activa de día, pero desierta de noche. Buscó la dirección que García le había dado esa misma tarde.
Finalmente llegó a un almacén, el cartel decía Lebel y Compañía, Importadores. Entró, el almacén estaba oscuro, pero había luz en un oficina de un piso superior.
- García – llamó-. ¿Dónde está?
Vio una sombra detrás del vidrio opaco de la pared de la oficina. La puerta se abrió y una voz dijo: “Aquí estoy.”
Bernard subió los desvencijados escalones de madera alegremente.
- No tengo demasiado tiempo. Una de mis alumnas me ha invitado a cenar para que la ayude a pasar revista a su tesis. Con un poco de suerte, seguiremos hasta la mañana.
Al franquear la puerta se encontró con Tony Villiers, sentado al escritorio.
- ¿Quién es usted? – preguntó Bernard -. ¿Dónde está García? ¡Tenía que estar aquí!
- No pudo venir.
La puerta se cerró y, al volverse, Bernard se topó con Harvey Jackson. Por primera vez, sintió miedo.
- ¿Qué pasa aquí?
Jackson lo tomó de los hombros y lo obligó a sentarse.
- Cállese y limítese a responder las preguntas que se le hagan.
Villiers sacó una Smith & Wesson de un bolsillo y un silenciador Carswell del otro y lo enroscó.
- Este revólver puede ser disparado sin hacer ruido, profesor, pero me imagino que usted ya lo sabía.
- ¿Qué significa todo esto? – preguntó Bernard
Villiers dejó el Smith & Wesson sobre el escritorio.
- Significa que queremos preguntarle sobre sus llamadas telefónicas a la Argentina, incluyendo los misiles Exocet. También queremos saber sobre un sujeto llamado Donner.
Bernard estaba furioso, a pesar de su temor.
- ¿Quién es usted?
- Tres días atrás estaba en las Malvinas y he visto muchos muertos. Soy oficial del Special Air Service británico.
- ¡Hijo de ****! –exclamó Bernard, incapaz de contenerse.
- Exactamente. Alguien dijo una vez, con cierta injusticia, que nosotros somos lo más parecido a los SS que pueda encontrarse en el Ejército británico. Pero eso no le importa. Si usted no responde a mis preguntas, le volaré su rótula izquierda con esto. – Tomó el Smith & Wesson -. Una broma bastante pesada que nos enseñó el IRA en el Ulster. Si con esto no basta, le volaré la derecha. Tendrá que caminar con muletas el resto de su vida.
Había una maceta con una planta sobre un estante en el otro extremo de la oficina. Villiers apuntó el Smith & Wesson. El sonido del disparo fue apagado y la maceta se desintegró.
- ¿Qué sabe usted de Donner? – preguntó Bernard.
- Sé que en los próximos días piensa entregar varios misiles Exocet a los agentes argentinos que se encuentran en este país. ¿Dónde piensa obtenerlos?
- No me lo han dicho – dijo Bernard -. En realidad, creo que no se lo ha dicho a nadie.
Villiers alzó el Smith & Wesson como si fuera a apuntarle.
- ¡No, no, escuche...! – dijo Bernard, asustado.
- Está bien, lo escucho, pero diga lo que sabe.
- Hay una base de pruebas de Exocets en una isla frente a la costa de Bretaña. Donner alquiló una casa allí. Creo que su plan es secuestrar uno de los camiones de Aerospatiale que los transportan al puerto para ser llevados a la isla.
Su rostro estaba pálido y bañado en sudor; evidentemente, decía la verdad tal como la conocía. Villiers asintió tranquilamente.
- Espérame en el coche, Harvey.
Jackson salió y sus pasos resonaron en los escalones de madera.
Villiers dejó el Smith & Wesson sobre el escritorio, encendió un cigarrillo y se puso de pie, con las manos en los bolsillos del impermeable.
- Usted no quiere mucho a los ingleses, ¿verdad? ¿A qué se debe?
- Ustedes nos abandonaron a los boches en 1940. Fusilaron a mi padre, incendiaron la aldea. A mi madre...
Se encogió de hombros, agobiado por los años y la desesperación.
Villiers se dirigió al otro extremo de la oficina y empezó a leer el tablero de informaciones. Bernard echó una mirada nerviosa al Smith & Wesson sobre la mesa.
- Mi padre estaba en el SOE durante la guerra – dijo Villiers -. La sección francesa. Entró tres veces en Francia en paracaídas para colaborar con la resistencia. La última vez lo traicionaron, lo arrestaron y condujeron al cuartel de la GESTAPO en la Rue de Saussaies. Un lugar horrible en un barrio elegante. Lo interrogaron durante tres días, de manera tan brutal que su pie derecho quedó inútil desde entonces.
Al volverse, siempre con las manos en los bolsillos del impermeable, vio que Bernard seguía sentado pero tenía el Smith & Wesson en la mano.

- Le ruego que me deje terminar, profesor, porque falta lo mejor. Su torturador era un francés al servicio de la Gestapo. Uno de esos fascistas que uno se encuentra por todas partes.
Bernard lanzó un breve grito y disparó. Pero Villiers ya estaba de rodilla en tierra, y su mano sostenía una Walter PPK que había sacado del bolsillo. El francés cayó hacia atrás con un agujero en la frente.
Villiers recuperó el Smith & Wesson, apagó la luz, bajó la escalera y salió a la noche. Calle arriba se encendieron los faros de un coche, y el Citroën se detuvo junto a la acera, conducido por Jackson. Villiers se instaló en el asiento de atrás.
- ¿Le dio una oportunidad? – preguntó Jackson.
- Por supuesto.
- Me lo imaginaba. ¿Por qué no lo mató de entrada? ¿A qué estaba jugando? ¿Se siente mejor así?
- En marcha, sargento – dijo Villiers, y encendió un cigarrillo.
- Le ofrezco mis disculpas – dijo Jackson -. Confío en que el señor mayor sabrá disculparme.
Puso primera y partieron.


Donner pidió otra botella de champaña.
- Su copa está vacía – le dijo a Montero, y trató de llenársela.
- No, gracias. El champaña me sienta mal.
Montero se lo impidió con un gesto.
- Tonterías – dijo Donner -. El hombre que rechaza el champaña rechaza la vida, ¿no le parece, Mademoiselle Legrand?
- En realidad, eso es una idiotez – contestó ella -. No tiene la menor lógica.
Donner rió.
- Me gusta la mujer que dice lo que piensa. Que no calla. Wanda jamás dice lo que piensa. Ella sólo dirá lo que cree que usted quiere escuchar. ¿No es así, Wanda?
La muchacha no puso ocultar su sentimiento de humillación. Aferró su cartera, cubierta de lentejuelas, para contener el temblor en las manos. Gabrielle abrió la boca para dar rienda suelta a su ira, pero Raúl le dio una palmada en la mano.
- Si me permite, señorita Jones, será para mí un gran placer demostrale como bailamos el tango en la Argentina.
Ella lo miró con asombro y luego miró brevemente a Donner. Él la ignoró y se sirvió más champaña.
- Creo que me gustaría – dijo Wanda y fue hacia la pista.
- No tardaré – susurró Montero a Gabrielle con una sonrisa -. Si éste te molesta, dímelo y le haré lo mismo que al barbudo.
- ¿Crees que podrás?
Él se inclinó y la besó, haciendo caso omiso de la presencia de Donner, y luego fue a la pista, donde lo esperaba Wanda.
- Hermoso – dijo Donner -. Bello espectáculo. ¿Podré bailar yo también?
Gabrielle sorbió la champaña.
- Bajo ninguna circunstancia estaría dispuesta a bailar con usted, por la sencilla razón que me desagrada.
Los ojos de Donner relampaguearon por un instante, pero su expresión afable no se alteró. Antes que pudiera responder, se acercó el maître.
- ¿Moiseur Donner?
- Hay una llamada para usted.
Donner lo siguió a la mesa de recepción y tomó el teléfono.
- Aquí Donner.
- Habla Nikolai. Escucha, me llamó García. Bernard le dejó una nota esta tarde, con una lista de convoyes que parten de St.-Martin a la Ile de Roc en los próximos cuatro días. Hay uno solo que reúne las condiciones, y estará en el lugar exacto en la madrugada del 29.
- Es decir, pasado mañana.
- Exactamente, ¿podrás hacerlo?
- No hay problema. Volaremos en el Chieftain mañana por la mañana. Llevaré al comodoro conmigo.
- Muy bien. ¿Qué te parece la chica Legrand?
- Me ha impresionado. Quizá le sugiera que viaje con nosotros.
- ¿Crees que lo hará?
- Tal vez. Es evidente que están locamente enamorados.
- En realidad, es una buena idea – dijo Belov.
- ¿Por qué?
- No sé. Hay algo extraño en ella, es mi instinto.
- Entonces, verifica quién es.
- Lo haré. Mañana te llamaré.

Donner colgó el teléfono, encendió un cigarrillo, mientras contemplaba a Gabrielle y pensaba en lo que Belov le había dicho. Era una mujer hermosa, pero había algo más.
Wanda lo vio desde la pista, percibió la expresión en su mirada y le dijo a Montero:
- ¿La dama que lo acompaña significa mucho para usted?
- Lo significa todo para mí.
- Entonces, cuídese de él – dijo Wanda-. Está acostumbrado a conseguir todo lo que se propone.
Al terminar la pieza el sonrió y le besó la mano.
- Usted merece algo mejor que él.
Ella sonrió con tristeza.
Llegaron a la mesa al mismo tiempo que Donner.
- Acaban de llamarme por teléfono – le dijo a Montero -. Nuestra transacción tendrá lugar el sábado. Deberemos volar a Lancy mañana por la mañana. He alquilado una antigua residencia campestre, la Maison Blanche. Buen lugar de descanso.
Montero se sintió embargado por la tristeza. Donner se volvió hacia Gabrielle.
- ¿Le gustaría pasar un par de días en el campo?
- Creo que no –dijo ella.
Al ver la expresión de Montero y comprender que les quedaba poco tiempo juntos, olvidó la misión que le había encomendado Ferguson.
- Piénselo esta noche – dijo Donner.
Ella se puso de pie.
- Les ruego que me disculpen. Estoy muy cansada.
- Por supuesto – dijo Donner -. Ha sido un placer.
Los miró partir con expresión hosca, pagó su cuenta y salió sin decir palabra alguna a Wanda.

Gabrielle se preparó un whisky sour en su apartamento, y se paseó por la sala, furiosa.
- Ese hombre es la cosa más repugnante que he visto en mi vida. ¿Tienes negocios con él?
- Me temo que sí, pero olvídalo – dijo -. Te traigo un obsequio. – Sacó un paquete de su bolsillo -. Cuando nos separamos esta tarde llamé un taxi y me fui de compras.
El elegante envoltorio decía Cartier. Gabrielle lo abrió y se encontró con un estuche forrado en terciopelo. En su interior había un anillo, o mejor, tres anillos de oro de distintas tonalidades, entrelazados.
- Es un anillo de compromiso ruso – dijo-. Se lleva en el meñique de la mano izquierda.
- Lo sé.
Ella tendió la mano y él le colocó el anillo.
- Me parece que está flojo.
Ella meneó la cabeza y lo miró.
- No – susurró.- Encaja perfectamente.
- Es una prenda –dijo -. En señal de… Ha llegado el momento y no tengo palabras. Que Dios me ayude, debo hacer esto bien. Dime, ¿existe la menor posibilidad de que te interese casarte con un anciano piloto de combate que se está volviendo demasiado viejo para volar en un jet y podría resultar difícil convivir?
Ella lo tomó del brazo. Había lágrimas en sus ojos.
- Raúl, quiero pedirte algo.
- Lo que quieras.
- Ve a dar un paseo. Quiero estar sola un rato.
Él la miró con preocupación.
- Lo lamento. Volveré a mi apartamento. Tal vez podamos vernos por la mañana, antes de mi partida.
- No – susurró Gabrielle, con un dejo de pánico en la voz -. Quiero que vuelvas.
- Por supuesto, mi amor. - La besó con suavidad -. Volveré luego.


- Soy Gabrielle – dijo ella cuando Villiers tomó el teléfono.
- ¿Tienes algo que informar?
Tomó aliento antes de hablar.
- Donner estuvo con nosotros esta noche. Le dijo a Raúl que la transacción tendría lugar el sábado por la mañana y que volarán a Lancy. No sé dónde es.
- Bretaña – dijo él -. Eso encaja con lo que ya sabíamos.
- Sugirió que viajara con ellos. Se alojarán en una casa llamada Maison Blanche.
- ¿Aceptaste?
- Quiero terminar con esto. No lo soporto más.
- Es duro, lo sé, pero hay que hacerlo. Ya sé lo que sientes por Montero. Lo admiro como hombre, Gabrielle, pero es nuestro enemigo y éste no es un problema de personas. Se trata de detener una partida de Exocets.
- No me convencerás – dijo ella.
- Está bien. No te presionaré. Pero debes informar a Ferguson. Si cambias de parecer, llámame mañana.
Villiers cortó comunicación e inmediatamente marcó el número del apartamento de Cavendish Place, en Londres. Harry Fox atendió la comunicación.
- Malas novedades en el frente – dijo Villiers -. Gabrielle me ha llamado. Los planes están en marcha, pero ella no o soporta más. Quiere abandonar.
- Está bien – dijo Fox -. Yo me ocuparé.


Gabrielle se sirvió otra copa y la bebió de un trago para tranquilizarse. Había que hacerlo. Marcó el número de Ferguson en Londres. Él respondió de inmediato.
- Habla Ferguson.
- Soy Gabrielle.
Su voz se alteró.
- Mi querida niña, ¿dónde has estado? Te he llamado varias veces.
- He salido a cenar, ¿por qué?
Hubo una pausa, ella tuvo una premonición.
- No me resulta fácil decírtelo – dijo -. He tratado de comunicarme con tu madre y tu padrastro, pero parece que están en un crucero por las islas griegas.
- ¿Richard? – susurró Gabrielle.
- Sí, querida. Me duele tener que transmitirte esta noticia. Desaparecido, probablemente muerto en acción cerca de Puerto Argentino.
- Dios mío – dijo Gabrielle.
Por un instante lo recordó en el desfile de graduación, un joven sonriente, bien parecido, muy elegante con su uniforme oficial.
- Comprendo que esto te afectará mucho – dijo Ferguson -. Dadas las circunstancias, será mejor que abandones.
- No – replicó ella con cansancio -. No tiene objeto. Ya no. Gracias, que tenga buenas noches, brigadier.

Miró el teléfono un instante, luego tomó el auricular y marcó nuevamente el número de Villiers. Él respondió de inmediato.
- He cambiado de parecer, Tony. Mañana iré con Raúl y Donner a Lancy. No conozco la ubicación de la casa de Donner allí.
- No te preocupes por eso. Harvey y yo iremos esta noche en coche. Ya la encontraremos. –Vaciló -. ¿Algún problema? ¿Por qué has cambiado de parecer?
- Richard murió en acción – dijo -. Hay que poner fin a todo esto, por el bien de todos, Tony. Ya hay demasiados muertos.
- Dios mío – dijo Villiers, y ella cortó.

Al regresar, Montero vio que la puerta estaba entornada. La cerró y pasó a la sala.
- ¿Gabrielle?
- Aquí estoy.
Yacía en la cama, en la oscuridad. El quiso encender la luz.
- No, no la enciendas, Raúl – pidió ella con voz suave.
Él se sentó al borde de la cama, preocupado.
- Mi amor, si no te sientes bien, puedo irme. No hay problema.
- No. – Le tomó del brazo -. No me dejes. Acuéstate conmigo.
Ella no pudo contener más su dolor y angustia. Las lágrimas empezaron a fluir, cálidas y lentas. Él la acarició y posó sus labios en su frente como si fuera una niña, hasta que ella se durmió.

Villiers y Jackson viajaron toda la noche, pasaron por Orleáns, Tours y Nantes y de allí al sur. Llegaron temprano a Lancy. Al llegar a la alambrada exterior del viejo aeródromo, Jackson disminuyó la marcha del Citroën. Detuvo el coche al borde del camino, bajo una arboleda. Luego echaron un vistazo a la pista aérea.
- Da la impresión de ser de la época de la guerra – dijo Villiers.
- No hay señales de vida – dijo Jackson -. Detesto esta clase de lugares. Me recuerdan a los miles de hombres buenos que han muerto.
- Te comprendo – asintió Villiers.
- ¿Qué haremos ahora?
- Vamos a St.-Martin. Tenemos que descubrir la casa de Donner.


Tendida de espaldas, Gabrielle contemplaba el techo. De pronto giró la cabeza. Montero la miraba.
- ¿Quieres hablar de ello?
- No hay nada que contar. Son fantasmas del pasado, nada más –le apretó la mano -. Este asunto con Donner en Bretaña es muy importante, ¿verdad?
- Sí. Digamos que él puede proporcionarnos ciertos materiales que mi gobierno necesita, porque el embargo de armas ha cerrado las vías normales.
- Y cuando concluyas el negocio volverás a la Argentinas, ¿verdad? ¿Cuándo, Raúl? ¿En dos días? ¿Tal vez tres?
- No tengo alternativa – dijo él, llanamente.
- Ni yo. Debo aprovechar el tiempo que me queda contigo, aun cuando deba compartirlo con ese desgraciado de Donner. Iré con vosotros a Lancy.
- ¿Estás segura?
- Muy segura.

Donner se paseaba impaciente, en Brie-Comte-Robert, fumando un cigarrillo tras otro. Wanda estaba apoyada en la pared del hangar y Rabier esperaba en el Chieftain,.
- ¿Dónde diablos se habrá metido? – preguntó Donner.
En ese momento un taxi atravesó el portón principal. Raúl Montero vestía unos jeans y la vieja chaqueta de aviador. Bajó del taxi y le tendió una mano a Gabrielle para ayudarla. Donner sintió que su furia se desvanecía, y fue a su encuentro con una expresión de verdadero placer.
- De modo que ha resuelto acompañarnos.
- Sí. Lo pensé y decidí que no tenía nada mejor que hacer.
Montero sacó los bolsos del taxi y pagó al chofer. Gabrielle estaba hermosa con sus jeans e impermeable azul, y Donner la contemplaba maravillado. Era una sensación rara y nueva. Todos se encaminaron hacia el Chieftain.






Parte 16
 








Los únicos clientes de pequeño bar del puerto de St.-Martin eran Villiers y Jackson. La patrona, una mujer robusta, de aspecto maternal y bondadoso se acercó.
- ¿Es verdad que hay una pista aérea cerca de aquí?
- Sí, en Lancy, pero está clausurada desde hace años – les sirvió café caliente -. ¿Vienen por razones de negocios caballeros?
- No – dijo Villiers -. Desde hace una semana estamos recorriendo Bretaña en coche. ¿Dónde podríamos alojarnos?
- A un par de manzanas de aquí está el hotel Pomme d`Or, pero no se los recomiendo. Es muy sucio. Hugo, el agente inmobiliario, tiene casa para alquilar. Chalets, cabañas… Estará encantado de ayudarlos. Ya no tenemos tantos turistas como antes. Su oficina está a unos metros de aquí, por la misma calle.


Monsieur Hugo era un hombre canoso y afable que aparentemente no tenía empleado que lo ayudara. Resultó de lo más servicial. De la pared colgaba un gran mapa de la zona, con banderitas rojas clavadas con alfileres para indicar la ubicación de las fincas.
- Si quieren un alojamiento en el pueblo, puedo conseguírselo sin dificultad – dijo -. Desde luego, sería por un período mínimo de una semana.
- Perfecto – dijo Villiers -. Preferiría un lugar en el campo. Un amigo mío de París, que estuvo aquí hace algunos años, mencionó una casa llamada Maison Blanche.
El anciano asintió, se quitó las gafas y señaló una de las banderitas.
- Efectivamente, es una casa hermosa, pero demasiado grande para lo que usted necesita. Un chalet pequeño y moderno llamado Whispering Winds, construido hace cinco años por un maestro de Nantes, que piensa venir a vivir aquí al jubilarse. Por ahora, la usa en vacaciones. Totalmente amueblada, con dos dormitorios. Puedo alquilársela por quinientos francos a la semana, más una garantía contra daños de cien francos. Por adelantado, claro. – Sonrió con aire de pedir excusas -. Es triste, Monsieur, pero mi experiencia me enseña que muchos se van sin pagar.
- Comprendo perfectamente.
Villiers sacó su billetera y dejó el dinero sobre la mesa.
- ¿Quiere que lo lleve hasta allá y le muestro la casa? – preguntó el viejo.
- No es necesario. Estoy seguro de que tiene mucho que hacer. Por favor, entrégueme la llave.
- Desde luego, Monsieur.- El viejo cogió la llave de un tablero y se la entrego -. Hay un excelente almacén de artículos generales muy cerca de aquí. Madame Dubois tendrá todo lo que usted necesite.
Villiers salió y subió al Citroën.
- ¿Todo bien? – preguntó Harvey Jackson.
- Creo que sí. Ya he descubierto dónde está la Maison Blanche y he alquilado un chalet en las cercanías.- Mostró la llave-. Se llama Whispering Winds.
Villiers se apoyó en el asiento y encendió un cigarrillo. Todo iba bien. Sólo faltaba que llegara Donner, Raúl Montero y Gabrielle para que empezara el juego.

Cuando el Chieftain aterrizó en Lancy, poco antes del mediodía, Stavrou los esperaba con una camioneta Peugeot. Oculto entre los árboles, Villiers los observaba con sus prismáticos. Los pasajeros bajaron del avión, que luego se dirigió hasta uno de los hangares; Stavrou había abierto las puertas para que entrara. Él y Rabier las cerraron y se situaron con los demás en el Peugeot.
- ¿Gabrielle está con ellos? – preguntó Jackson.
Villiers asintió. Rabier se sentó junto a Stavrou en el asiento delantero y el Peugeot partió.
- Bueno, volvamos al chalet y almorcemos. Yo llamaré al brigadier. Así nuestros amigos podrán instalarse. Espiaremos la Maison Blanche más tarde.

Harry Fox estaba almorzando cuando llamó Villiers.
- Él no se encuentra aquí, Tony. Está en una reunión del Estado Mayor Conjunto en el Ministerio de Defensa. Volverá en menos de una hora. ¿Dónde estás tú?
- En el corazón de Bretaña. En un chalet de descanso que se llama, créase o no, Whispering Winds.
- ¿Y Donner?
- Muy cerca.
- Perfecto. Dame tu número de teléfono y te llamaré apenas vuelva el brigadier.
Donner acompañó a Montero y Gabrielle a uno de los dormitorios en el primer piso. Era una sala anticuada, de techo alto y ventanas angostas. La atmósfera era sombría debido al empapelado de color Burdeos. Había una cama muy alta, de aspecto incómodo.
- El baño está allí – dijo Donner -. Tenemos todas las comodidades. Stavrou dice que el almuerzo estará servido en media hora. Los veré entonces.
Salió. Montero se sentó sobre la cama y la hizo crujir. Ella se sentó a su lado.
- No me gusta este lugar, Raúl. Y no me gusta él.


Villiers se sentó en la sala a tomar un trago mientras aguardaba la llamada de Ferguson. Jackson apareció de la cocina.
- Estoy escuchando la radio de París. Noticia de última hora. El Segundo de Paracaidistas cayó sobre Pradera del Ganso (Goose Green) esta mañana.
- ¿Cómo está la situación?
- Las agencias norteamericanas dicen que hay fuertes combates.
Villiers pateó una silla.
- Y aquí estamos, jugando como niños.
- No sea idiota – dijo Jackson, terminante -. He preparado una sopa y hay pan francés y queso. Si quiere comer, venga a la cocina. Si prefiere quedarse en la cantina de oficiales, es cosa suya.
En ese momento sonó el teléfono.
- ¿Cómo está todo, Tony? – preguntó Tony.
- Perfectamente – dijo Villiers, y le dio los detalles.
- Muy bien – dijo Ferguson -, cuando conozca cuáles son las intenciones de Donner, llámame de inmediato. Que el sargento Jackson permanezca cerca del teléfono, por si necesito comunicarme con usted urgentemente.
- Entendido, señor –dijo Villiers -. Acabamos de escuchar las noticias sobre los combates en Pradera del Ganso (Goose Green).
- Dios mío – dijo Ferguson -. Aquí todavía no han difundido las noticias.
- ¿Qué sucede?
- El avance es difícil, Tony. El Servicio de Inteligencia falló. Los argentinos son muchos más de lo que pensábamos. Parece que cayó el comandante, pero hemos recibido poca información desde el frente. Me comunicaré más atrde.
Villiers cortó la comunicación y se dirigió lentamente a la cocina con el rostro sombrío.

El almuerzo consistió en una gran cantidad de salmón ahumado y caviar Beluga, rociado con champaña Krug.
- Estoy a régimen – dijo Donner -, de modo que, si yo sufro, mis invitados sufren conmigo. ¿usted no bebe, comodoro?
- Ya le dije que el champaña me sienta mal.
- ¿Qué prefiere, entonces? Un buen anfititrión debe satisfacer al más quisquilloso de sus huéspedes.
Montero miró a Gabrielle, quien sonrió, sabiendo de antemano lo que diría.
- Me gustaría una buena taza de té.
- Dios me libre – gimió Donner, y miró a Stavrou, de pie junto a la puerta -. A ver si puedes hacer algo.
Stavrou salió y Montero se dirigió a Donner:
- Tenemos que hablar, Donner. Arreglar nuestros asuntos. Si le parece bien.
- Perfectamente. – Donner se dirigió a Gabrielle y Wanda -: ¿Nos disculpan, señoritas?
- Por supuesto – dijo Gabrielle -. Saldré a caminar un rato.- Miró a Wanda-: ¿Me acompaña?
La joven se sonrojó y se puso de pie.
- Gracias, iré a deshacer las maletas.
Donner se dirigió a Gabrielle cuando Wanda se hubo ido.
- Una sola advertencia. Por razones de negocios el establo es zona prohibida. Puede pasear libremente por el resto del terreno.
Gabrielle abrió la puerta y salió.


Donner y Montero se sentaron junto a la chimenea en la sala.
- ¿Usted garantiza que no habrá tropiezos? – dijo Montero.
- Absolutamente ninguno. Mis agentes en Italia me aseguraron esta mañana por la mañana, sin dificultades. Espero que el oro en Ginebra esté igualmente disponible.
- Le aseguro que no habrá problemas con eso.
Donner encendió un cigarrillo.
- Usted volará en el Hércules. ¿Mademoiselle Legrand irá con usted?
- Es muy probable – dijo Montero -. Trataré de convencerla. – Se puso de pie -: Creo que yo también saldré a caminar.
- Lo acompaño – dijo Donner -. A mí también me vendrá bien el aire fresco.
No había forma de negarse, de modo que salieron juntos.


Oculto entre los pastizales junto al muro que rodeaba la finca, Villiers había observado varias cosas interesantes. Por ejemplo, que de tanto en tanto Stavrou salía por la puerta de atrás de la casa e iba al establo. Había alguien allí, alcanzaba a divisar un rostro cuando se abría la puerta.
Entonces apareció Gabrielle, que cruzó la terraza y el parque hacia la arboleda, camino hacia un pequeño chalet. La siguió con sus prismáticos. El ojo experto de Villiers detectó movimientos entre los árboles junto al lago. Al enfocar sus prismáticos, vio aparecer un hombre con jeans remendados y cabello largo bajo una gorra de tweed. Llevaba una escopeta y seguía a Gabrielle, oculto en la maleza. Villiers se pasó y atravesó la arboleda a la carrera.
Gabrielle abrió la puerta deteriorada del chalet y entró. Había una mesa, un par de sillas y hogar de piedra, algunas ventanas rotas, el suelo húmedo por la lluvia. De pronto oyó un ruido a su espalda.
El joven de rostro enfermizo, mirada hosca, llevaba una escopeta de dos cañones.
- ¿Qué quiere? – preguntó ella.
Él se secó los labios con el revés de la mano. Sus ojos brillaban al mirarla.
- Eso le pregunto yo a usted. Soy el guardián de la finca.
- Ah, comprendo. – Se apoyó en la mesa -: ¿Cómo se llama?
- Me alegro de que se muestre más amable – dijo con una sonrisa desagradable -. Me llamo Paul, Paul Gaubert.
Ella lo apartó y salió.
- Oiga, venga para acá – exclamó.
La tomó del brazo derecho.
- No sea idiota. Soy huésped de Monsieur Donner.
Soltó su brazo de un tirón y le dio un fuerte empujón con las dos manos. El hombre se tambaleó, la miró estupefacto y luego con furia. Soltó la escopeta y trató de atraparla. Gabrielle le dio un rodillazo en la ingle.
Donner y Montero llegaron a la cumbre de la colina que dominaba el lago justo a tiempo para presenciar la escena, que incluyó la llegada oportuna de Villiers, aunque a esa distancia no pudieron ver la furia helada en sus ojos cuando agarró a Paul Gaubert del cuello y el cinturón, y lo arrojó de cabeza al lago. El muchacho volvió a la superficie y trepó a la orilla.
- ¡Gaubert! – gritó Donner, mientras él y Montero bajaban la cuesta a la carrera.
El joven lo miró aterrado y escapó.
- ¿estás bien? – le preguntó Villiers a Gabrielle.
- Muy bien – dijo ella -, pero trata de cambiar de libreto. Esto se vuelve monótono. Y cuidado, viene alguien.
- Soy un irlandés de vacaciones, alojado en un chalet cerca de aquí. Michael O`Hagan.
Debido a la situación en Irlanda, el SAS había montado un laboratorio de idiomas donde los soldados aprendían los acentos regionales irlandeses. Villiers era capaz de hablar como un hombre nacido y criado a cinco millas de Crossmaglen, y no era la primera vez que usaba el seudónimo de Michael O`Hagan.
Montero llegó corriendo, muy preocupado.
- ¿Te encuentras bien, Gabrielle?
- Sí, gracias a este caballero.
- O`Hagan – dijo Villiers alegremente, en irlandés -. Michael O`Hagan.
- Se lo agradezco, señor – dijo Donner, estrechándole la mano -. Soy Felix Donner. Esta es mi finca, y le presento al señor Montero. La dama a quien usted rescató es la señorita Legrand. El salvaje que la atacó es un gitano que se llama Gaubert; le di permiso para acampar en mis tierras. Esto demuestra lo que sucede cuando uno trata a esa gentuza como si fueran seres humanos.
- Encantado de conocerlos – dijo Villiers.
- ¿De dónde venía usted, señor O`Hagan?
- Estaba en la arboleda junto al camino – dijo Villiers, señalando el lugar -. Trataba de orientarme con un mapa, cuando vi a ese sujeto, que evidentemente seguía a la señorita Legrand con una escopeta. El resto es historia conocida, como suelen decir.
- Entiendo. ¿Se aloja cerca de aquí?
No tenía objeto tratar de ocultarlo.
- En un chalet cercano, con un amigo. Estamos recorriendo Bretaña en coche.
Quería aparecer como un tipo sencillo, franco e ingenuo, y aparentemente lo había logrado.
- Venga a tomar un trago – dijo Donner -. Y traiga a su amigo.
- De acuerdo. Pero no lo comprometo a él. Quizá tenga otros planes.
- Lo espero a las siete y media. Cenaremos a las ocho.
Villiers se alejó a buen paso
- Suerte que andaba por aquí – dijo Montero.
- ¿Verdad que sí? – dijo Donner con expresión tosca.


De regreso en el chalet, Villiers se duchó y afeitó. Al salir a la cocina vestía pantalones, camisa oscura y una chaqueta tweed. Tenía una PPK en una mano y un rollo de cinta adhesiva en la otra. Puso su pie izquierdo sobre una silla, se levantó el pantalón y fijó el arma por encima del tobillo.
- Daniel en la cueva de los leones – dijo Jackson.
- Nunca se sabe. Es bueno llevar un as en la manga. Pórtate bien.
Salió y partió en el Citroën. Jackson se sirvió otra taza de café y extendió la mano para encender la radio. En ese momento sintió una brisa fresca en la nuca, como si alguien hubiera abierto la puerta. Se volvió rápidamente y se encontró frente a Yanni Stavrou que entraba pistola en mano, seguido por dos de los reclutas de Roux.

Por las puertas ventanas se veían las bayas del parque como siluetas recortadas contra un cielo color de fuego. La sala estaba cálida y confortable.
Gabrielle vestía su pantalón de peto amarillo. Montero jeans y camisa franela azul. Para Donner, la informalidad era un suéter de mohair en lugar de chaqueta.
Miró hacia fuera antes de cerrar la ventana.
- El clima podría empeorar mañana.
- Espero que no – dijo Montero -. La cena estuvo deliciosa.
- Es mérito de Wanda.
- Pues estuvo más que buena – dijo Gabrielle.
- En ese momento entró Wanda con una bandeja. Su indumentaria era la más formal de todas: traje sastre con pantalón de pana negra.
Sirvió té a Gabrielle y Montero.
- Los irlandeses también beben té, ¿verdad, O`Hagan?
- No todos – dijo Villiers alegremente -. Yo prefiero el café.
La muchacha sirvió las bebidas con mano temblorosa. Gabrielle se volvió hacia Montero.
- Quiero tomar aire fresco. ¿Salimos a pasear?
- Por supuesto.
El argentino abrió la puerta ventana y salieron.
- Hermosa pareja, ¿no le parece? – dijo Donner.
Villiers fingió una leve sorpresa.
- Pues, sí, así lo creo.
- ¿Cuál es su profesión, señor O`Hagan?
- Ingeniero en ventas. Más que nada, bombas petroleras.
- Es un buen sector, ahora que descubrieron yacimientos en el Mar del Norte.
- Así es. - Villiers miró su reloj -. Ha sido una velada maravillosa, pero debo partir. Mañana debo despertarme temprano.
- Lo lamento. Ha sido un placer tenerlo aquí.- Donner lo acompañó a la puerta y la abrió -. Le agradezco nuevamente lo que hizo hoy. Encomendé a Stavrou, mi empleado, que le diera su merecido al gitano, pero cuando llegó al campamento ya habían partido.
Se estrecharon las manos y Villiers bajó la escalera. Donner volvió a la sala.
- ¿Necesitas algo? – dijo Wanda.
- No. Vete a la cama.
Al salir Wanda entró Stavrou.
- ¿El coche está listo? – preguntó Donner.
- Sí.
Donner fue a la ventana abierta. Alcanzó a ver la brasa encendida del cigarrillo de Montero, quien conversaba con Gabrielle en el otro extremo del parque.
- ¡Oigan! – gritó -. Debo salir un rato. Si quieren beber algo, sírvanse.- Volvió a la sala y le dijo a Stavrou -: En marcha…


Montero fumaba, apoyado en la balaustrada.
- No he hecho más que hablar de mi madre y mi hija. Debes estar aburrida.
- Son parte de ti, Raúl. Quiero que me hables de estas cosas. Son importantes.
- Sí – dijo él -. La vida no vale nada si uno no tiene raíces. Todos necesitan un lugar donde apoyar la cabeza de vez en cuando. Un lugar del que se tenga la certeza de que uno será comprendido.
- Ojalá existiera un lugar así para mí – dijo ella, con una angustia en la voz que le llegó al corazón.
- Ese lugar existe, mi amor. Mañana volaré a la Argentina desde aquí.
- No comprendo.
- Desde Lancy. Un avión aterrizará allí con material bélico. Un avión de transporte Hércules. Puedes venir conmigo.
En verdad podía. Sería tan fácil. Por un momento estuvo a punto de confesarle toda la verdad.


Villiers abrió la puerta del chalet y entró.
- Harvey, ¿dónde estás?
No hubo respuesta. Desde el fondo de la casa llegaba el sonido de una radio. Reconoció la melodía. Un tema para nostálgicos, Al Bowlly, entonaba Moonlight on the Highway.
La puerta del dormitorio estaba entornada y Villiers se detuvo en el umbral. Jackson estaba sentado a una mesa al otro lado de la cama, junto a un pequeño aparato de radio.
- ¿Qué diablos pasa, Harvey?
Al acercarse, vio que Jackson estaba atado a la cama. Tenía el rostro cubierto de ampollas, producidas probablemente por cigarrillos encendidos. En la sien derecha tenía un orifico de bala, de pequeño calibre ya que no había orificio de salida. Los ojos estaban fijos en la pared.
Villiers se dejó caer en la cama, abatido, y lo miró largamente. Adén, Omán, Borneo, Irlanda. Tantas guerras, tantas muertes, para acabar de esa forma.
Una puerta a su espalda se cerró con estrépito. Su mano ya buscaba la Walther, cuando giró y se encontró frente a frente con Stavrou y dos hombres armados.
- Duro, el hijo de **** – dijo Stavrou -. No pudimos sacarle una sola palabra.
- El SAS les brinda un entrenamiento de primera, mayor Villiers – dijo Donner -. Debo reconocer eso.


Montero y Gabrielle se hallaban junto al fuego, conversando en susurros, cuando se abrió la puerta y entró Donner, quien fue a pararse de espaldas a la chimenea.
- Qué ambiente más agradable. Fuera hace un frío de mil demonios.
- ¿Tuvo que caminar mucho? – preguntó Montero amablemente.
- Bastante. Sucede que esta tarde me llamó un amigo desde París. Estuvo verificando algunos datos acerca de su amiguita, aquí presente.
- ¿A qué diablos se refiere? – dijo Montero, furioso.
- Me refiero a la señorita Legrand o, si lo prefiere, la señora Gabrielle Villiers. ¿No sabía que era casada?
- Divorciada – dijo Montero -. Me parece que su informante está sumamente atrasado.
Gabrielle paralizada, esperaba el golpe final.
- Muy bien – dijo Donner -, pero, ¿quién es el señor Villiers, o mejor, el mayor Villiers? Un tipo notable. Regimiento de Granaderos y escuadrón 22 del SAS, créase o no. Cuando mi amigo me pasó estos datos por teléfono, empecé a comprender una serie de hechos muy interesantes.
Fue a la puerta, la abrió y entró Stavrou con el prisionero.
- Comodoro Raúl Montero, permítame presentarle al mayor Anthony Villiers. Me atrevería a decir que ustedes dos tienen muchísimo en común…


Dos de los mercenarios de Roux se situaron de espaldas a la pared con fusiles Armalite. Stavrou empujó a Villiers hacia el medio de la sala y le arrojó la Walther PPK a Donner, quien la atrapó con pericia.
- La tenía oculta en la pierna, sujeta con tela adhesiva.
Donner se volvió hacia Montero.
- Lo ve, un auténtico profesional. Como usted comprenderá, comodoro, esto suscitó una serie de dudas en cuanto al papel de la bella Gabrielle en este asunto. Tengo la sensación de que ella no ha sido enteramente franca con usted. La única explicación posible es que sea una abnegada agente del otro bando.
- ¿Es verdad? – le preguntó Montero serenamente.
- Sí –replicó Gabrielle.
- Ahora comprendo. La cosa empezó en Londres. Todo estaba perfectamente calculado. Y luego París y el Bois…
Los ojos de Gabrielle ardían. Quería hablar pero no podía. Simplemente lo miraba. Abrió la boca, pero no pudo decir una sola palabra. Villiers habló por ella.
- Trate de comprenderla, Montero. Su hermanastro era piloto de helicóptero y murió en una incursión a Stanley.
Gabrielle sólo atinaba a clavarse las uñas en las palmas de las manos y a temblar convulsivamente. Entonces Raúl Montero tuvo un gesto maravilloso. La tomó de las manos, se las estrechó, la ayudó a ponerse de pie.
- Está bien – dijo -. Tranquila.
Le habló como si se hallaran solos y le rodeó los hombros con el brazo.
- Qué escena tan conmovedora – dijo Donner. Cruzó el cuarto y abrió una puerta forrada de tela verde -. Llévela allá, comodoro. Hagan las paces, o lo que quieran. Necesito hablar con este gallardo espía.


En París, Nikolai Belov estaba a punto de acostarse a dormir cuando sonó el teléfono. Irana contestó.
- Te llama Donner.
Belov tomó el auricular.
- ¿Cómo va todo por allá?
- La situación es muy interesante. Deja que te cuente. – Le hizo una breve síntesis de los acontecimientos del día, y al concluir preguntó -: ¿Has investigado el asunto con tu gente en la Inteligencia francesa?
A pesar de que la mayoría de los agentes de la KGB infiltrados en la Inteligencia francesa habían quedado al descubierto tras el escándalo provocado por el asunto Sapphire, todavía quedaban agentes de Belov en algunos de los puestos más importantes.
- Hemos verificado todo hasta el último detalle y estamos al corriente. Recibí el último informe hace una hora. Pensaba llamarte por la mañana. Nadie sabe nada de tus actividades. No hay agentes esperándote ni trampas.
- Pero la Inteligencia británica estaba al corriente. Me pregunto cómo me descubrieron.
- Quizás a través de la mujer y su relación con Montero. Él es el eslabón perdido. Lo conoció en Londres y luego se reunieron en París, aparentemente por casualidad. Pero ahora sabemos que no hubo casualidad. La Inteligencia británica conocía el viaje de él. Si nos han traicionado, yo diría que eso debió ocurrir en la Argentina.
- Parece lógico.
- ¿Seguirás adelante de todas maneras?
- No hay razón para no hacerlo.
- Perfecto. ¿Puedo ayudarte en algo?
- Ya lo creo. Me parece que es hora de volver a la patria, por si este asunto trae cola. El Chieftain puede llegar a Finlandia sin dificultades. ¿Puedes recomendarme alguna pista aérea adecuada?
- Por supuesto. La de Perinó. La usamos con frecuencia. Yo mismo me ocuparé del traslado a Moscú. ¡Ah!, hay otra noticia interesante. Encontraron el cadáver del profesor Paul Bernard en un almacén cerca del Sena, con un balazo en la cabeza.
- ¿No me digas? ¿Conoces los detalles?
- La policía investiga. ¿Tú sabes qué ocurrió?
- Claro que sí. Te llamaré más tarde.
Belov cortó y se sentó al borde de la cama, pensativo.
- ¿Qué pasa? – preguntó Irana.
- Ahora mismo podemos tomar el vuelo de Aeroflot de las siete de la mañana.
- Esto huele mal, ¿verdad?


La habitación en la que Donner había encerrado a Montero y Gabrielle parecía una combinación de alacena y bodega, con barrotes pesados en la ventana. Ella se sentó sobre un cajón. Montero encendió un cigarrillo y esperó.
Ella tomó aliento y lo miró.
- ¿Me permites que te lo explique?
- Creo que sería lo mejor.
- Tony y yo estuvimos casados durante cinco años. El divorcio fue hace seis meses. Todo lo demás es la pura verdad. Sólo omití decirte que mi madre es inglesa y, cuando yo era niña, se casó por segunda vez; su marido actual es inglés.
- Lo que explica la existencia de un hermanastro.
- Sí. Soy periodista, tal como te dije, pero tengo facilidades para los idiomas. Tony trabajaba con el Grupo Cuatro, el departamento antiterrorista de la Inteligencia británica. El jefe del departamento es el brigadier Ferguson, quien me pidió que colaborara con ellos en una serie de ocasiones. No era trabajo sucio. Todo se debía a mi facilidad para los idiomas.
- ¿Yo fui una de esas ocasiones?
- Así es – dijo ella llanamente -. Tenía que averiguar si vosotros pensabais atacar las Malvinas.
Él lanzó una carcajada.
- Por Dios, no tenía la menor idea. – meneó la cabeza -. Es el serendipity. Un acontecimiento inesperado y absolutamente feliz.
- Eso fue lo que arruinó todos los planes. Yo nunca había conocido el amor. Hasta esa noche en que entré en la sala de la Embajada Argentina y te vi.
- Sí, fue una ocasión inolvidable.
- Cuando te fuiste no podía dejar de pensar en ti. Estaba angustiada aunque no sabía que pilotabas jets. Y entonces empezó este horrible asunto de los Exocets y Ferguson me mandó llamar. Me dijo que eras el enemigo.
- Tenía razón.
- Yo quería abandonar este asunto, no me sentía capaz de seguir mintiendo y engañándote después de que me diste el anillo.
- Y fue entonces cuando supiste lo de tu hermano.
- Quiero que esto termine, Raúl, las muertes de ambos bandos… Si llevas esos Exocets a la Argentina mañana, habrá más derramamiento de sangre.
Él suspiró y meneó la cabeza.
- Estamos perdiendo la guerra, Gabrielle. Sólo nos queda el Exocet. ¿Qué quieres que haga? Soy argentino. Tu brigadier Ferguson tiene razón. Soy el enemigo.
Gabrielle se le acercó, él le rodeó la cintura con el brazo.
- Estoy cansada, Raúl, muy cansada. Sólo sé con certeza que te amo.
Ella apoyó la cabeza sobre su hombro y él besó la dorada cabellera, en silencio.

- Y ahora, ¿qué? – preguntó Villiers cuando Donner volvió a la sala -. ¿Quiere divertirse un rato más con el juego de los cigarrillos?
- No es necesario – dijo Donner -. Mis informantes en París dicen que puedo proceder de acuerdo con el plan. Dicho sea de paso, ¿fue usted el responsable de la despedida del viejo Bernard?
- No sé de quién me habla – dijo Villiers.
- Ya me parecía – sonrió Donner -. ¿De qué le hablo? ¿De los convoyes que van a St.-Martin? Tonterías. Mi plan es mucho mejor. – Se sirvió un whisky -. Además ni soñaría con hacerle daño a esta altura del partido, mayor. El cuartel general de la KGB en Moscú lo querrá intacto. Usted será una extraordinaria fuente de información. Últimamente se han descubierto unas drogas maravillosas… - Le hizo una señal a Stavrou -. Trae a los otros.
Stavrou abrió la puerta del almacén y momentos más tarde salieron Montero y Gabrielle.
- ¿Qué hará con ellos? – preguntó Montero.
- Lo más importante es lo que haré con usted, comodoro…
Se produjo una pausa.
- Sí – dijo Montero serenamente -, debí haber sospechado de un tipo como usted.
- Claro que sí. El mayor Villiers pensaba que yo obtendría los Exocets mediante una emboscada al conboy de Aerospatiale que llega a St.-Martin mañana. De allí transbordan los milies a la Ile de Roc, que se utiliza para pruebas.
- ¿Y bien?
- Y usted espera que mañana aterrice en Lancy un avión de transporte Hércules proveniente de Italia, cargado con diez Exocets, cortesía del coronel Kadhafi y los libios. –Sonrió -. Pero los dos se equivocan…





Parte 17
 
Muy buena... no conocia la novela original... es muy atrapante por mas que un desubicado haya dicho el final...
 
Donner salió unos minutos. Al volver vestía un uniforme de oficial del Ejército Francés.

- Me sienta bien, ¿verdad? Permítanme presentarme. Capitán Henri Leclerc, al mando de un pelotón de nueve hombres del regimiento 23 de misiles teledirigidos, quien mañana por la mañana se dirigirá a St.-Martin por carretera para ser transportados en una lancha a la Ile de Roc.
- El resto puedo adivinarlo – dijo Villiers -. Ni siquiera llegarán a St.-Martin. Usted los reemplazará.
- Los desviaremos hacia este lugar y ocuparemos sus lugares.
- Y luego proseguirán hacia la Ile de Roc.
- Hay sólo treinta y ocho hombres en esa isla. No creo que haya problemas. Los caballeros alojados en el establo son capaces de manejar situaciones de ese tipo.
- ¿Y usted piensa robar los Exocets almacenados para las pruebas? No se saldrá con la suya.
- ¿Por qué no? Una vez controlado todo, bastará un par de horas. Cuando enviemos la señal, vendrá a buscarnos un pesquero de alta mar, que se irá con los misiles y los hombres. Bandera panameña. Una vez hecho a la mar, será uno más entre los cientos de pesqueros que navegan por el Atlántico.

Villiers trataba de encontrarle un fallo al plan.
- Seguramente, el cuartel general de armas teledirigidas del Ejército francés debe efectuar controles de rutina a sus bases. Si la Ile de Roc mantiene silencio radiofónico, querrán averiguar la razón.
- No habrá silencio radiofónico – dijo Donner, gozando con su propia actuación -. Mantendremos un contacto mínimo. Para eso cuento con un veterano de Comunicaciones del Ejército. Además, la emergencia se declara después de tres horas de silencio. Tenemos tiempo de sobra.

Raúl Montero, que había escuchado en silencio, lo miró con ira.
- Es un plan canallesco.
- Efectivamente. La opinión pública mundial reaccionará con horror ante semejante acción por parte del Gobierno argentino. Imagine el escándalo en las Naciones Unidas. Y Dios sabe qué harán los franceses...
- Pero el Gobierno argentino nada tiene que ver con esto...
- Claro que no, pero todo el mundo creerá lo contrario. Sobre todo cuando se descubra el cadáver de un as de la aviación argentina. Un accidente, una bala perdida, ya sabe... – se sirvió otro trago -. ¿Por qué cree que exigí que su Gobierno enviara a un tipo como usted?

Montero conservó el dominio de sí mismo.
- Lo que no comprendo es por qué se toma tantas molestias.
- Le explicaré. Ustedes han perdido la guerra, amigo mío. Si hubiera escuchado el noticiario de esta noche, sabría que los paracaidistas británicos acaban de obtener una victoria impresionante en un lugar que se llama Pradera del Ganso (Goose Green). El resto de las tropas ha iniciado la larga marcha hacia Puerto Argentino. Son las mejores tropas del mundo, hay que reconocerlo. Galtieri cometió un error. Su gobierno hubiera caído de todas maneras, pero con el escándalo que estoy contemplando, Argentina entera estallará...
- Pánico, caos e incertidumbre – dijo Villiers -, el tipo de situación que ustedes necesitan para asumir el control.
- Dicho de otra manera, la idea de que las unidades de la flota rusa puedan operar en el Atlántico Sur desde bases instaladas en territorio argentino, es muy atractiva.
- Usted sí que piensa en todo, ¿verdad? – dijo Gabrielle.
- Sabía que acabaría por impresionarla.
- ¿Qué sucederá después? – preguntó Villiers.
- Muy sencillo. El comandante de la Ile de Roc posee una lancha a motor muy veloz, que Stavrou y yo utilizaremos para volver a St.-Marrtin. De aquí saldremos en el Chieftain. Primero a Finlandia y luego a mi querida patria. Hace treinta años que no voy. Usted vendrá conmigo. Causará sensación en Moscú. Usted también, desde luego – le dijo a Gabrielle -. Comprenderá que no puedo abandonarla, y sería lamentable matarla.

Montero perdió el control de sí mismo. Dio un paso adelante, preparado para atacar a Donner, pero Stavrou le dio un culatazo en el estómago con un rifle. Montero cayó al suelo.
Gabrielle se precipitó hacia él y se arrodilló a su lado. Donner rió.
- Nadie sospecharía la cantidad de sótanos que hay en esta casa, para no hablar de sus sólidas puertas y ventanas con barrotes. Lamentablemente, hace un poco de frío allá abajo. – Se volvió hacia Stavrou -: Enciérralos en el mismo cuarto. Una situación interesante. Tal vez tengan que acurrucarse los tres juntos.





Oculta en la oscuridad del rellano sobre la sala principal, Wanda había escuchado la mayor parte de la conversación. Vio cómo Stavrou y los dos centinelas conducían a Villiers, Montero y Gabrielle a la puerta que iba al sótano. Momentos después reapareció Stavrou con uno de los hombres. Cuando éste salió, Donner entró en la sala.

- ¿Todo en orden?
- Sí – dijo Stavrou_. Las puertas de esas celdas son muy sólidas. Con cerrojos de más de una pulgada de espesor. Aposté un centinela en el corredor.
- Perfecto – dijo Donner -. Diles a los muchachos que partimos a las seis y asegúrate de que Rabier se mantenga sobrio.
- Muy bien. ¿Qué haremos con Wanda?
- Ah, sí, Wanda – dijo Donner -. Le prometí un obsequio especial. Tú serás ese obsequio.
- ¿Lo dice en serio?
- Por supuesto. Es toda tuya.
Donner volvió a la sala.
Wanda sintió náuseas y comenzó a temblar. Cuando Stavrou empezó a subir por la escalera, se puso de pie y cruzó el rellano en la oscuridad, recorrió un estrecho corredor tropezando hasta llegar a la puerta que daba a la escalera trasera. Al abrirla entró la luz y Stavrou la vio desde el otro extremo del rellano.
- ¡Wanda! – gritó
Ella cerró la puerta con violencia, se quitó los zapatos de tacón alto y bajó corriendo la escalera. Abrió la puerta trasera y salió, y cuando él llegó hasta allá, ella ya cruzaba el parque hacia la arboleda.
Se internó en el bosque, aterrada, con la cabeza gacha y un brazo elevado para protegerse de las ramas que el azotaban el rostro. Se detuvo un instante a escuchar. Él avanzaba a tropezones entre los árboles y la llamaba con furia. Entonces se alejó sin hacer ruido.
Minutos más tarde se encontró frente a unos edificios y cayó en la cuenta de que había caminado en círculo hasta llegar a la pared trasera del establo. Una escalera apoyada contra la pared conducía a un desván. Trepó, tratando de no hacer ruido. Podía oír un murmullo de voces desde el establo.
Al entrar en el desván dio un empujón a la escalera que cayó sin ruido sobre la hierba mojada. Cerró la puerta.
Un rayo de luz se filtraba por las grietas entre los tablones. Encontró una vieja manta, se acurrucó con ella en un rincón y se cubrió con el heno enmohecido. No podía controlar su temblor al pensar en Stavrou. Pero poco a poco recuperó el dominio de sí misma y se durmió.

- Dios sabe dónde estará. Me fue imposible hallarla – dijo Stavrou.
Donner rió despectivamente.
- No hay nada que temer, no tiene dónde ir. Conozco a Wanda. Esa perrita idiota volverá arrastrándose cuando se canse de la lluvia. Ve a ver a los muchachos.
Stavrou salió y Donner se puso la chaqueta. Le sentaba a la perfección. Su grado oficial en la KGB era de coronel. En Moscú probablemente lo ascenderían a general por los servicios prestados. Se preguntó cómo le sentaría ese uniforme.

Gabrielle dormitaba en un rincón, los hombros cubiertos con la chaqueta de Villiers. Montero sacó el paquete de cigarrillos del bolsillo, pero estaba vacío. Villiers le ofreció uno de los suyos y se lo encendió.

- Usted me recuerda un anuncio publicitario que yo veía cuando era niño. Mostraba a un hombre fumando en pipa, rodeado de hermosas mujeres. La leyenda decía: “¿Qué tiene él que no tengan los demás hombres?” La respuesta era la marca del tabaco. ¿Cuál es su secreto?
- No hay ningún secreto – dijo Montero -. Una relación puede funcionar o no. Desde el momento en que uno tiene que esforzarse para que funcione, se acabó…
- Entonces la mía se acabó desde el comienzo – reconoció Villiers -. No hacía más que esforzarme. – Miró a Gabrielle -: Es una muchacha extraordinaria.
- Lo sé – dijo Montero.
- ¿Verdad que sí? – dijo Villiers con amargura.

Se sentó en un banco, las rodillas contra el pecho para protegerse del frío. Después de un rato se durmió.
Se despertó al escuchar ruido de pasos en el patio. Fue a la ventana justo a tiempo para ver un Land Rover que salía del garage. Stavrou conducía y Donner iba a su lado. Montero se acercó a la ventana cuando el Land Rover salía por el portón.

- Comienza la función – dijo el argentino.
Gabrielle se despertó y se puso la chaqueta de Villiers sobre sus hombros.
- ¿Qué haremos?
-Por el momento, nada – dijo Villiers -. No hay nada que podamos hacer.


El pelotón del Regimiento de Misiles Teledirigidos 23 viajaba en un camión militar pesado. El oficial al mando estaba en la cabina junto al conductor. Eran más de las seis de la mañana, llovía fuerte. Al tomar una curva cerca de Lancy se encontraron con un Land Rover que bloqueaba el paso. Donner, que vestía un impermeable militar, corrió hacia el camión, agitando los brazos. El oficial bajó la ventanilla y se asomó.
- ¿Qué sucede?
- ¿Capitán Leclerc?
- Soy yo.
- Soy el mayor Dubois, en comisión en la Ile de Roc. Crucé a St.-Martin anoche para que la lancha estuviera lista en cuanto usted llegara, pero esta lluvia torrencial nos ha causado problemas. El camino principal está inundado. Vine a guiarlo por la otra ruta.
- Muy amable – dijo Leclerc.
- De nada. Siga el Land Rover, llegaremos enseguida.


Montero miraba entre los barrotes de la ventana cuando entró el Land Rover, seguido por el camión.
Villiers y Gabrielle fueron a mirar por encima de su hombro.
Donner y Stavrou bajaron del Land Rover y un capitán francés del camión. Era un joven rubio a quien la lluvia le impedía ver bien porque llevaba gafas.
- ¿Dónde estamos? – preguntó.
En ese instante se abrieron las puertas del establo y los hombres de Roux irrumpieron en el patio, todos de uniforme y portando un fusil o una ametralladora. Todo concluyó en cuestión de minutos. Los soldados del pelotón fueron obligados a bajar del camión a punta de pistola y unirse a Leclerc.
- El hijo de **** es astuto – dijo Villiers a Montero.
Oyeron ruidos de botas en la escalera de piedra, puertas que se abrían y cerraban, y cerrojos que se corrían. Entonces se abrió la puerta de la celda y en ella apareció Stavrou seguido por dos hombres.
- Salga, comodoro.
Montero vaciló. Tomó la mano de Gabrielle, la estrechó un instante y salió. Ella no dijo nada cuando la puerta se cerró. Villiers le rodeó los hombros con el brazo.
Los pasos se alejaron por el corredor y la escalera. Villiers fue a la ventanilla de la puerta y vio al joven oficial francés que había visto en el patio, mirándolo desde la ventanilla de la puerta de enfrente.
- ¿Quién es usted? – preguntó Villiers.
- Capitán Henri Leclerc, 23 de Misiles Teledirigidos. ¿Qué diablos pasa aquí?
- Creo que piensan hacerse pasar por usted para desembarcar en la Ile de Roc.
- ¡Dios mío! – exclamó Leclerc -. ¿Para qué?
Villiers se puso al corriente.
- ¿Y cómo piensan escapar de aquí luego? – preguntó Leclerc.
- Los espera un avión en la vieja pista de Lancy. Un Navajo Chieftain.
- Pensó en todo.
- Y no hay nada que podamos hacer al respecto. Aunque salgamos de aquí y demos la alerta, llegaríamos demasiado tarde. Los aviones no pueden aterrizar en la Ile de Roc. Hasta los helicópteros tienen problemas para descender allá.
- No es del todo cierto – dijo Leclerc -. Cuando recibí esta comisión me dieron todos los informes sobre la isla. Me interesó la cuestión de las condiciones de vuelo porque soy piloto. Hice un curso de aviones ligeros con la aviación militar. El año pasado trataron de aterrizar con aparatos pequeños en el extremo norte de la isla.
- Creía que había acantilados en esa zona.
- Los hay, pero cuando baja la marea queda al descubierto una buena playa de arena firme. Se puede aterrizar muy bien. No resulta práctico porque la bajamar dura muy poco.
- Y menos para nosotros, aquí encerrados – masculló Villiers, pateando la puerta con furia impotente.


Aún envuelta en la manta, Wanda fue hasta la ventana y vio que los hombres sobre cuyas cabezas había dormido toda la noche salían del establo y subían a un camión.
Donner, Stavrou y Rabier, el piloto, se encontraban al pie de la escalera. Stavrou le ataba las manos a Montero con una media de mujer.

- Seremos muy suaves con usted – dijo Donner -. No quiero que encuentren marcas en sus muñecas cuando descubran su cadáver, porque podría despertar sospechas.
- Es usted un caballero – dijo Montero.
Stavrou le metió un pañuelo en la boca y una tira de cinta adhesiva encima.
- Usted se quedará aquí – dijo Donner a Rabier -. Esos sótanos son más inviolables que la Bastilla pero, de todas maneras, vigílelos. Volveremos en cinco o seis horas.
- Muy bien, Monsieur, no tema.
- Si encuentra a esa perra de Wanda, enciérrela también.
Stavrou se sentó al volante.
- Listo, señor.
Donner subió al camión y partieron. Rabier entró en la casa. No se oía otro ruido que el repiqueteo de la lluvia en el patio. Wanda se acurrucó contra la ventana y esperó.
No se atrevió a moverse.








Desde la cabina de la lancha de desembarco, Donner contemplaba el otro extremo de la embarcación, a través del ojo de buey. La bodega era un casco de acero. La carga consistía en unos cajones de embalaje y el camión donde se hallaban sus hombres.
El mar estaba picado, la lluvia y la bruma reducían la visibilidad, efectuaron el trayecto desde St.-Martin a buena velocidad. El comandante, un joven teniente de la Marina, entró en la cabina a dar una orden al timonel.
- Cinco a babor.
- Timón cinco a babor, señor.
- Mantenga ese rumbo.
- Rumbo dos cero tres, señor.
- Falta poco – le dijo el teniente a Donner -. Veinte minutos, tal vez.
Donner salió al puente con el impermeable plástico que le habían prestado, y contempló los enormes acantilados de la Ile de Roc que se alzaban desde el mar.
El puerto no era grande. La lancha atracó junto a un muelle de piedra. Había un par de botes amarrados en la arena, lejos del mar, pero la única embarcación bastante grande era una lancha a motor color verde.
Al abrirse los portones, el camión salió a una playa de cemento, construida especialmente, y de allí a un camino de asfalto; Donner iba a pie. Los esperaba un Land Rover, cuyo único ocupante vestía un chaquetón de trinchera con cuello de piel sobre el uniforme que salió a su encuentro.
- ¿Capitán Leclerc?
- Soy yo – dijo Donner.
- Soy el mayor Espinet, al mando de la base. Lo llevaré en el Land Rover. Dígale al camión que nos siga.
Donner hizo una señal a Stavrou y se sentó junto al mayor. Cuando el Land Rover se puso en marcha, le dijo a Espinet:
- He visto un hermoso bote en el muelle, ¿es suyo?
- Exactamente – dijo Espinet, sonriente -. Construido por Akerboon. Casco de acero y doble hélice. Levanta hasta treinta y cinco nudos.
- Muy bonito –dijo Donner.
- Me ayuda a pasar el tiempo en este lugar perdido. No es un destino muy agradable.

El camino sinuoso que salía del puerto estaba bordeado de viejas casas de piedra.
- Esta isla, como la mayoría de las otras que se encuentran cerca de la costa, fue abandonada por sus pobladores hace años – comentó Espinet -. Eran campesinos y pescadores.
Pasaron la colina que dominaba el puerto y se encontraron en el campamento. Era un conjunto de casitas pequeñas, con techos de cemento, construidas para soportar la furia de las tormentas del Atlántico en invierno. Sobre ellas se alzaba una torre de cemento de unos trece metros de altura, con un estrecho balcón de hierro en la cima, vidriado, con escalera de emergencia exterior también de hierro.
- ¿Qué es esa torre? – preguntó Donner, aunque conocía la respuesta.
- Allí está la sala de transmisiones – dijo Espinet -. También hay una antena direccional de onda corta, último modelo, que opera cuando se prueban los misiles. Por eso necesitamos una torre tan alta.

Más allá se veía una hilera de recipientes planos.
- ¿Son los depósitos de misiles? – preguntó Donner.
- Así es. Es necesario almacenarlos bajo tierra.
- Me han dicho que la mitad del personal es civil.
- Efectivamente. En este momento hay dieciocho militares. Sólo tres oficiales, de modo que la cantina no está animada. – Espinet guió el Land Rover hacia la entrada -. ¿No se ofende si le digo que su acento me resulta extraño?
- Es que mi madre era australiana – dijo Donner.
- ¡Ah! Ahora me explico – dio Espinet.
Se detuvo ante una de las casitas de cemento, donde lo esperaban dos hombres vestidos con idénticos uniformes camuflados y boinas negras. Uno era sargento y el otro tenía galones de capitán. Cuando éste último se acercó al vehículo, Espinet dijo:
- Él es Pierre Jobert, el segundo jefe de la isla.
Bajaron y Espinet los presentó. Jobert, un joven afable, le estrechó la mano y sonrió.
- ¿Ha leído usted Beau Geste, capitán Leclerc?
- Por supuesto – dijo Donner.
Jobert hizo un gesto que abarcó a todo el conjunto.
- Entonces comprenderá por qué llamamos a este encantador infierno Fort Zinderneuf. Hay café en la oficina, mi mayor.
- Muy bien – dijo Espinet -. Con un poco de coñac, espero. – Se volvió hacia Donner -: El sargento Deville se ocupará de sus hombres.
- Iré dentro de un instante – dijo Donner -. Debo hablar con ellos antes.
Los oficiales entraron en la casucha y Donner fue hacia el camión, que Stavrou había detenido a cierta distancia.
- ¿Montero está bien?
- Está atrás con los muchachos.
- Bien. Voy a tomar un trago con el jefe de la base. Apenas entre en la casita ustedes ocuparán la torre de radio y luego todo lo demás, tal como está planeado. Hay sólo dieciocho militares en este momento. El resto es personal civil. Son menos de lo que pensábamos…


Stavrou fue a la parte trasera del camión y el mercenario que actuaba como su segundo, un hombre llamado Jarrot, le entregó una bolsa de lona. En ese momento se acercó el sargento Deville.
- Primero iremos a la cantina de suboficiales y luego llevaré el resto a la cuadra.
Stavrou le propinó un rodillazo en la ingle. Antes de que el sargento cayera, varias manos lo aferraron y metieron en el camión.
- En marcha, Claude – dijo Stavrou a Jarrot.
Jarrot bajó del camión junto con Faure, el radiooperador, cada uno con una bolsa de lona, y los tres fueron a la base de la torre. Stavrou abrió la puerta y encabezó la marcha por una escalera caracol hasta lo alto de la torre. Cuando salió al balcón, el viento lo arrojó contra la puerta y debió agarrarse de la baranda. Podía ver el puerto, pero tanto el mar como la región más elevada de la isla estaban cubiertos por la bruma.
Jarrot y el otro llegaron al balcón y los tres echaron una mirada por el vidrio blindado de la puerta de la sala de comunicaciones. Había tres radiooperadores y dos sargentos en un escritorio en el centro de la sala, que alzaron la vista sorprendidos al verlos entrar. Stavrou dejó caer su bolsa sobre la mesa, entre los sargentos, desparramando los papeles. Sonrió por la insolencia.
- Buenos días, muchachos – dijo. Abrió la bolsa y sacó una pistola ametralladora Schmeisser -. Esta es el arma que usó la SS durante la Segunda Guerra Mundial. Todavía funciona a la perfección, de modo que no perdamos el tiempo en discusiones.
Uno de los suboficiales trató de desenfundar la pistola que llevaba al cinto, pero Jarrot, que había sacado un fusil de asalto AK de su bolsa, lo golpeó en la sien con la culata. El hombre cayó.
El otro sargento y los tres radiooperadores alzaron las manos rápidamente. Stavrou sacó unas esposas de acero de su bolso y las arrojó sobre la mesa.
- Material sobrante de prisiones militares francesas. – Gozaba con la situación. Se volvió hacia Jarrot -. Ocúpate, Claude.
Pocos minutos después, los cuatro hombres yacían boca abajo sobre el piso junto al sargento, aún inconsciente. Faure examinaba el equipo de transmisión.
- ¿Algún problema? – preguntó Stavrou.
Faure meneó la cabeza.
- Equipo militar estándar.
- Muy bien. Ya sabes qué tienes que hacer. Comunícate con el pesquero, diles que pueden venir y que te informen cuánto tiempo tardarán en llegar.
- Entendido – dijo Faure, ante uno de los transmisores.
Stavrou se volvió hacia Jarrot.
- Dieciocho militares, dijo el señor Donner. Van cinco, faltan once. – Sonrió -: A la cantina de suboficiales, Claude. Tú ve adelante.


Desde la ventana de la oficina del mayor Espinet, copa de coñac en mano, Donner vio a los dos hombres salir de la puerta de la base de la torre. Fueron al camión, Stavrou tomó el volante, Claude se quedó de pie en el estribo y partió.

- ¿Cuándo empezamos a trabajar, mayor? – le preguntó.
- No hay prisa – dijo Espinet -. Hay que aclimatarse. En este maldito lugar hay tiempo de sobra.
- No para mí – dijo Donner, y sacó una Walther de su bolsillo, con silenciador.
Espinet se quedó con los ojos desorbitados.
- ¿Qué diablos pasa?
- Pasa que voy a tomar el mando – dijo Donner.
- Usted está loco – dijo Espinet -. Pierre, llama a la guardia.
Donner le disparó un tiro en la nuca que lo mató instantáneamente. Espinet cayó hacia atrás arrastrando la silla. La Walther silenciada casi no produjo ruido.
- ¿Quién es usted, por Dios? – clamó Jobert.
- Piense un poco. Sólo le diré que mi país está en guerra y necesitamos Exocets. Un bote pesquero llegará en las próximas horas. Pensamos llevarnos todos los misiles que podamos. Usted nos ayudará.
- Oh, no lo creo.
- Con que queremos jugar al héroe francés. – Donner le apoyó la punta del silenciador entre los ojos -. Usted obedecerá mis órdenes, porque en caso contrario haré formar a toda la unidad y mataré a uno de cada tres.
Jobert demostró que le había creído; sus hombros se abatieron. Donner se sirvió más cogñac y alzó la copa.
- Salud, viejo. La cosa podría ser peor. Podría haberlo matado como a su superior. Ahora, manos a la obra.
Salieron juntos y fueron hacia el camión, detenido frente a una de las casitas. Stavrou y Jarrot salían de otra, a la izquierda, y tres mercenarios más de la de enfrente.
- Cinco en la sala de radio, seis en la cantina de suboficiales, dos cabos en la de enfrente – dijo Stavrou -. Todos boca abajo y esposados.
- Quedan tres y los civiles – dijo Donner a Jobert -. ¿Dónde están, capitán?
Jobert vaciló, pero sólo un instante.
- De guardia en el depósito de misiles.
- Bien. Y faltan los civiles. Veinte, ¿verdad?
- Creo que sí.
- ¿Cuántos en los depósitos?
- Cinco, creo. Trabajan por turnos. Los demás estarán comiendo o durmiendo.
- Excelente. Tenga la amabilidad de llevarnos allá para que podamos presentarnos…




Desde el escondite en el desván, Wanda veía a Rabier por la ventana de la cocina. Sentado a la mesa, el piloto comía pan y queso, y bebía coñac en abundancia.
Wanda sentía frío y hambre. Fue a un rincón del desván, alzó la trampilla y bajó por una escalera de madera. Se halló en el establo que había servido de alojamiento a los hombres de Roux. Había sacos de dormir y, sobre una mesa de caballetes, distintos objetos, incluso varias armas.
Abrió la puerta y miró al exterior. Llovía aún, y caminó cautelosamente, de puntillas, atravesando el patio de adoquines hacia la puerta de la cocina. Gabrielle la vio por la ventana del sótano.
- ¡Wanda! – susurró con voz apremiante -. Estamos aquí.

Villiers se levantó al instante.
- ¿Qué sucede?
Wanda vaciló, luego fue hasta el muro y se agachó junto a la ventana.
- Se han ido todos menos Rabier, el piloto.
- Ya lo sé – dijo Gabrielle -. Baja, y sácanos de aquí lo antes posible.
- Lo intentaré – dijo Wanda -, pero Rabier vigila.

Fue rápidamente a la puerta trasera, la abrió con cautela, recorrió el pasillo y se detuvo ante la puerta de la cocina, que estaba entornada. Junto a la mesa, Rabier abría una nueva botella de coñac. Wanda siguió de puntillas y abrió la puerta que daba a la sala. A pesar de hacerlo con sumo cuidado, la puerta crujió. Rabier se detuvo al momento, aguzó el oído, y salió con la botella de coñac en la mano.
Wanda se detuvo un instante en la sala. En la casa reinaba el silencio. Al bajar encendió la luz y susurró:
- Gabrielle, ¿dónde estás?
- ¡Aquí, Wanda, aquí!
Wanda se detuvo ante la puerta de la celda, vio a Gabrielle y Villiers en el interior. El gran cerrojo oxidado de la parte superior se abrió sin dificultad, no así el inferior. En su esfuerzo alguien la tomó del pelo, le echó la cabeza atrás y la arrastró hasta ponerla de pie. Era Rabier, sonriente.
- Niñita mala y traviesa. Voy a tener que darte tu merecido.
Estaba muy ebrio. Le introdujo la botella de coñac en la boca, golpeandole los dientes. El líquido le quemó la garganta. Con sonrisa desagradable, ojos vidriosos y expresión repulsiva, dejó la botella a un lado.
- Ahora te enseñaré a obedecer.
La apretó contra el muro, besuqueándola, aferrándole el pelo con una mano y manoseando sus senos con la otra.
Gabrielle gritó, Villiers la apartó, pasó una mano entre los barrotes, tomó a Rabier por el cabello y tiró de él con fuerza contra la puerta.
- ¡La botella, Wanda! –ordenó -. Usa la botella.
Para Wanda, Rabier representaba en ese momento a todos los hombres que se habían aprovechado de ella. La humillación de años se convirtió en furia asesina. Tomó la botella y golpeó a Rabier en la sien. Él gritó y se tambaleó, ella lo golpeó nuevamente hasta hacerlo caer. Lo apartó de una patada, y con la fuerza de su ira corrió el cerrojo sin dificultad. Gabrielle y Villiers salieron de inmediato.


Cuando sonó el teléfono, Ferguson salía de la ducha. Escuchó con parsimonia el informe de Villiers.
- Entendido, Tony. Quédense donde están. Los franceses se harán cargo de todo. Buen trabajo.
Dejó el teléfono y corrió a la sala.
- Harry, ¿Dónde diablos estás?
Fox vino de la cocina.
- ¿Llamaba, señor?
- Tony resolvió el caso. Los franceses deben actuar de inmediato. Llame al coronel Guyon en París. Máxima urgencia.


Dejaron a Rabier maniatado. Villiers le quitó la Walther.
- Me imagino que el brigadier ya se habrá comunicado con París.
- Puede pasar mucho tiempo hasta que se pongan en marcha – dijo Gabrielle -. Raúl está allí, Tony, debes hacer algo.
- Sí, ya lo sé – dijo Villiers y se volvió al capitán Leclerc -. ¿Se atreve a volar en el Chieftain a la Ile de Roc y hacerlo aterrizar en la playa?
- Sería una sorpresa para Donner – sonrió Leclerc -. Podemos llevar a seis de mis hombres.
Villiers los miró. Dos de ellos usaban anteojos.
- Éstos chicos son técnicos, ¿verdad?
- Créame, son buenos soldados. Sólo nos faltan armas.
- Hay fusiles y otras armas en el establo donde se alojan los hombres de Donner – dijo Wanda -. Acabo de verlos.
- Entonces –dijo Leclerc a sus hombres -. Rápido, no hay tiempo que perder.

Gabrielle tomó el brazo de Villiers.
- Cuídate, Tony. Trata de llegar a tiempo.
- Lo haré.
Impulsivamente, la besó en la frente y luego se encaminó a la puerta.
- Tony.
- ¿Sí?
- Siempre pensé que merecías algo mejor.
- ¿Mejor que tú?
- No, no. Jamás diría semejante cosa. Soy demasiado orgullosa. – sonrió -. Mereces algo mucho mejor que los trabajos sucios que te encomienda Ferguson. Mereces un poco de felicidad. Y quiero decirte que lamento lo que sucedió entre nosotros.
Entonces él le dedicó una sonrisa encantadora como la primera vez.
- Yo no. Fue algo maravilloso. Jamás me arrepentiré que hayas sido mía.
La miró un instante y salió.


Raúl Montero estaba sentado en la oficina de Espinet, las manos aún atadas con la media de mujer. El cadáver del mayor yacía en un rincón, cubierto con una manta. Donner tomó una botella de la alacena.
- El infeliz se daba todos los gustos. Krug 71. Gran año. Lástima que no tengamos tiempo para enfriarlo. Bueno, no se puede tener todo en la vida. - La descorchó y rió cuando el líquido espumoso desbordó por el cuello de la botella -. ¿Quiere una copa?
- Ya le dije varias veces que no me gusta – dijo Montero con serenidad.
- Pues a mí me sienta muy bien, amigo. – Donner se sirvió una copa y fue a la ventana -. Debe reconocer que todo ha salido a pedir de boca. Sólo es cuestión de buena organización.
- Oí unos disparos.
- Nada de importancia. Un par de centinelas en los depósitos pudieron hacer algunos disparos antes de que los muchachos los liquidaran. Eso nos viene de perillas. Todo resultará más coherente cuando lo encuentren a usted echado boca abajo acribillado a balazos. Disparadas por las armas de algunos de los centinelas, claro.
La puerta se abrió y entró Stavrou.
- ¿Ya conseguiste el contacto con el pesquero? – preguntó Donner.
- Sí, llegará en treinta y cinco minutos, más o menos.
- ¿Todo en orden?
- Todo el mundo encerrado, menos de diez civiles que están cargando los Exocets en camiones.
- Perfecto – dijo Donner -. Vuelve y diles que se den prisa. El comodoro querrá gozar del espectáculo…




Parte 18






 








En la carlinga del Chieftain, sentado junto a Leclerc, Villiers contemplaba la Ile de Roc, que se alzaba del océano sobre el horizonte, como una giba gris bajo las nubes de tormenta. Los acantilados del norte de la isla estaban envueltos en bruma. Volaban a apenas cien metros sobre el mar. Leclerc pilotaba con serenidad. La superficie del mar estaba coronada de picos de espuma.
-¿Cuál es la dirección del viento? –preguntó Villiers -. ¿Podremos aterrizar?
- Creo que nos favorece. Tal vez las corrientes descendentes de los acantilados nos causen problemas.
La isla parecía una enorme fiera al acecho: en un extremo se alzaban los enormes precipicios de hasta cien metros de altura, el resto era un yermo desolado que descendía hacia el desembarcadero.
- Advertirán nuestra presencia – dijo Leclerc -. No hay manera de evitarlo. Eso es seguro.
- Lo sé – dijo Villiers -. Ya que no podemos ocultarnos será mejor que sobrevuele toda la isla para echar un vistazo. Además, siempre es bueno generar un poco de pánico y confusión.
El Chieftain cruzó los acantilados, abriéndose paso entre la bruma. Abajo sólo se veía un paisaje lunar desolado, empapado por la lluvia, un mundo alucinante de piedra gris cortada por profundas quebradas. Aquí y allá se veía la mancha verde de alguna ciénaga o mata de brezo. Leclerc llevó la palanca de mando hacia atrás, el aparato se elevó para cruzar una cresta y entonces vieron los depósitos de misiles y los edificios de cemento, apenas treinta metros más abajo.
En ese momento, Donner y Raúl Montero se dirigían hacia los depósitos de misiles. Donner alzó la vista, desconcertado, e inmediatamente corrió a refugiarse en la entrada del túnel que conducía a los depósitos, arrastrando consigo a Montero. El avión viró, volvió a sobrevolar el campamento, esta vez a menos de veinte metros de altura y se alejó hacia el mar.
Stavrou había observado todo desde la entrada del túnel. Donner y Montero se reunieron con él.
- No comprendo. Ese es nuestro avión. ¿Qué diablos pasa?
- Tiene que ser Villiers, idiota – dijo Donner -. Dios sabe qué habrá ocurrido en la casa.
Desde la entrada del túnel vio que el Chieftain viraba sobre el mar, volvía hacia la isla y desaparecía detrás de los acantilados.
- ¿Qué diablos piensa hacer? – exclamó Stavrou -. No hay lugar donde aterrizar.
- Sí que lo hay – dijo Donner -. Cuando baja la marea queda una amplia playa al descubierto. Ya efectuaron aterrizajes allí el año pasado. No lo hacen siempre porque resulta poco práctico establecer un contacto aéreo regular.
- ¿Qué haremos? Si es Villiers, ya se habrá puesto en contacto con las autoridades francesas. En cuestión de minutos empezarán a llover paracaidistas.
- Entremos a ver qué pasa – dijo Donner con serenidad.
Dio un empujón a Montero y entraron. Recorrieron el amplio túnel hasta llegar a una gran cueva de cemento, iluminada por reflectores. Sobre una rampa había cuatro camiones, acondicionados especialmente para transportar los Exocets. Empleados civiles con monos de Aerospatiale cargaban los Exocets con ayuda de grúas hidráulicas, estrechamente vigilados por los mercenarios armados. Jarrot dirigía la operación
- ¿Cuánto nos falta? – preguntó Donner.
- No lo puedo decir con exactitud. Con suerte, podremos bajar al puerto en unos veinte minutos.
- Yo me quedaré aquí – dijo Donner a Stavrou -. Tú vete al acantilado con un par de muchachos. Si alguien trata de pasar, detenlo. Hay que ganar tiempo.
- No se preocupe – dijo Stavrou con una sonrisa maligna -. Vamos, Claude, tenemos mucho que hacer.
Los dos se fueron por el túnel a la carrera. Donner encendió un cigarrillo.
- Qué tipo más increíble, ese Villiers – exclamó -. Maldito sea, es casi tan bueno como yo.
- Como usted decía hace un rato – dijo Montero -, sólo es cuestión de organizar bien las cosas...
- Un mal día, nada más – dijo Donner en tono afable.
- Y ahora, ¿qué?
- Nos sentaremos a esperar, amigo, pero cómodamente, en la oficina de Espinet. Todavía queda algo del Krug, y está demasiado bueno.
- Se acabó el juego – dijo Montero -. Usted lo sabe.
- Veremos, amigo, veremos.
Donner sonrió burlón y lo condujo nuevamente al túnel.


Leclerc sobrevoló la playa para probar la dirección del viento. Los golpeó una contracorriente que venía desde la isla; el avión se estremeció violentamente en la turbulencia. Efectuó un viraje cerrado, descendió sobre las olas, bajó los alerones y echó la palanca atrás.
Las ruedas tocaron la superficie del agua y luego mordieron la arena húmeda de la orilla, levantando grandes chorros de espuma a ambos lados. Leclerc se dirigió hasta el extremo de la playa, viró hacia el viento y detuvo los motores.

- La marea está subiendo. En menos de una hora ya no habrá espacio para despegar.
- No importa – dijo Villiers -. El avión no es nuestro.
Empuñó la Walter que le había quita a Rabier, verificó el mecanismo y se la guardó en el bolsillo. Los soldados de Leclerc ya habían abierto la portezuela y saltaban a la playa, uno a uno, cargando las armas que habían hallado en el establo de la Maison Blanche. Villiers tomó un Armalite y una granada y bajó. Los hombres lo rodearon en semicírculo.
- ¿Alguno de ustedes ha estado en combate? – preguntó.
Leclerc señaló a un joven alto y atlético, de pelo muy corto, cuyas gafas de montura metálica estaban empañados por la lluvia.
- El sargento Albray estuvo en Chad hace dos años, con la Legión Extranjera. Ha estado bajo fuego más de una vez. En cuanto a los demás…
Se encogió de hombros.
- Está bien – dijo Villiers -. Sólo hay tiempo para decirles una cosa importante. Olvídense de la ética y el juego limpio cuando enfrenten a estos hijos de ****. Si tienen la oportunidad de matarlos por la espalda, háganlo, porque eso es precisamente lo que ellos tratarán de hacer con ustedes. En marcha – gritó y cruzó la playa a la carrera hacia la base del acantilado.
Visto desde el aire, el macizo parecía inexpugnable, pero vieron que lo horadaba una enorme explanada, por el centro de la cual corría un arroyo. Por ese camino agotador ascendieron desde la playa.
Se abrieron paso en medio de la bruma y al llegar a una hondonada vieron a Jarrot, seguido por tres hombres, que ascendían penosamente. Villiers fijó la vista en Stavrou, que cerraba la marcha y recordó el rostro torturado de Harvey Jackson.
Tomó la granada que llevaba en el bolsillo y le quitó el seguro con los dientes. Por primera vez en su vida, la furia puso más que su penosa serenidad y entrenamiento riguroso.
- ¡Stavrou, hijo de ****! Este regalo te lo envía Harvey Jackson.
Arrojó la granada a la quebrada.
Alertado por el grito y por el reflejo condicionado en años de vida violenta, Stavrou se arrojó de cabeza por la cuesta hasta desaparecer bajo la bruma y la lluvia. Se produjo una explosión. Villiers se acercó al borde, con el Armalite listo, Jarrot y sus tres compañeros estaban malheridos. Los jóvenes soldados franceses contemplaron la escena, horrorizados. Villiers alzó el Armalite para dispararle a un hombre que trataba de alejarse a rastras: Leclerc lo tomó del hombro y lo hizo girar.
- ¡Por Dios! ¿No le basta con eso?
Entonces sonó un disparo. Una bala perforó la cabeza de Leclerc, astillándole el cráneo. Uno de los suboficiales se arrodilló en tierra y vació la carga de su pistola ametralladora sobre Jarrot, quien había disparado apuntando desde la cadera. Éste giró ante el impacto de las balas en la espalda de su chaqueta acolchada.
Los demás soldados se acercaron a Villiers y contemplaron el cadáver de Leclerc.
- ¿Hemos terminado, señor? – peguntó uno.
Villiers meneó la cabeza.
- Los demás están en la base y, entre ellos, el hombre que más nos interesa, Felix Donner. Lamento lo del capitán. Era un buen hombre, pero eso no tiene cabida en la guerra en estos tiempos. Espero que les sirva de lección para cuando bajemos a la base. – Introdujo un nuevo cargador en el Armalite -. Bueno, en marcha. Cumplan mis órdenes al pie de la letra y saldrán vivos de ésta.


Desde la oficina de Espinet, Donner oyó la explosión de la granada y el posterior tableteo de las armas ligeras. Fue a la ventana con la copa en la mano y vio que Stavrou bajaba corriendo por la cuesta.
- Parece que la cosa no anduvo del todo bien – dijo Montero.
Donner se giró. Sonreía, pero había un destello sombrío en sus ojos.
- Le gusta abusar de mi paciencia, ¿verdad amigo?
Dio un paso rápido hacia Montero y lo derribó de un puñetazo en la mejilla derecha.
Abrió la puerta y salió en el momento en que Stavrou cruzaba la calle hacia el túnel del depósito de misiles. Stavrou lo vio al instante y corrió hacia él.
- ¿Malas noticias?
- Villiers nos sorprendió en una quebrada. Tiene media docena de hombres, por lo menos.
- ¿Dónde están Jarrot y los demás?
- Los hizo volar con una granada. Yo escapé de pelos. ¿Qué haremos?
Donner fingió pensar, aunque ya había tomado una decisión, al menos en cuanto a su propio futuro. El asunto había fracasado. Si Villiers ya estaba en la isla con varios hombres, significaba que los refuerzos no tardarían en llegar. Eso de resistir hasta el final era cosa de idiotas: era mucho más sensato partir en el Chieftain que se encontraba en la playa al pie del acantilado.
- Vete a la sala de radio, Yanni, y comunícate con el capitán del pesquero. Dile cualquier cosa. No le digas la verdad, porque el hijo de **** virará en redondo. Ordénale de parte mía que venga a toda velocidad. Luego buscaré a los demás. Nos veremos en el puerto.
- ¿Y los Exocets? – preguntó Stavrou.
- Se acabó. Démonos por satisfechos con salir de aquí con vida.
- Me da la impresión de que acaba de entregar a su amigo a los lobos – dijo Montero cuando Stavrou hubo salido.
- Es culpa de él, por haber confiado en mí – dijo Donner. Tomó la botella de Krug -. Terminémosla.
- No tienen adónde ir – susurró Montero -. Se acabó, ¿no comprende?
- Se equivoca, amigo; no olvide que tengo un avión en la playa y un as de la aviación argentina para pilotarlo.
Vació la copa de un trago y la arrojó contra la pared.


Villiers ordenó a sus hombres que se arrojaran cuerpo a tierra y se asomó por encima de las rocas. En ese momento, Stavrou abría la puerta en la base de la torre de comunicaciones y entraba. A sus pies estaba la base, desplegada como un mapa. Villiers señaló el depósito de los misiles con el dedo.
- Supongo que le habrán informado sobre este lugar – le dijo al sargento Albray -. ¿Allí están los Exocets?
- Exacto – dijo Albray -. La sala de radio está en el último piso de la torre.
A la derecha había otro edifico de cemento. Dos de los hombres de Donner montaban guardia en la entrada.
- ¿Qué es eso?
- De acuerdo con el plano, ése debe ser el depósito de combustibles.
- Seguramente casi todo el personal de la base está encerrado allí – asintió Villiers.
- El pesquero no da señales de vida – comentó Albray, mirando hacia el puerto.
- debe de estar en camino. Donner no querrá quedarse atrapado aquí, aunque fracase su plan. O quizá sí: habrá recordado que es ruso y que ha llegado la hora de hacer el último sacrificio por su querida patria. En ese caso, le habrá ordenado al pesquero que desaparezca, lo cual sería una lástima: sería mejor atraparlos a todos.
- ¿Qué haremos? – preguntó Albray.
- Usted y yo atacaremos la torre. Probablemente ahí adentro sólo están el ******* de Stavrou, que acaba de entrar, y un radiooperador. –Se volvió hacia los soldados -: Después que el sargento Albray y yo ataquemos la torre, esperen cinco minutos y bajen disparando. Eliminen a los dos centinelas del depósito de combustibles y bloqueen la entrada del túnel. Si alguien trata de salir, liquídenlo.Y no olviden lo que les dije: esos hijos de **** no les darían la menor oportunidad a ustedes.

Bordearon una de las casas de cemento y desde su refugio contemplaron la torre, que se encontraba a apenas diez metros. Villiers señaló la escalera de hierro empotrada en el muro de la torre, que llegaba hasta el balcón.
Fue hacia allá con la Walther en la mano derecha e inició el ascenso. Cuando se encontraba a tres o cuatro metros de altura, Albray avanzó hasta la entrada de la torre.
En ese momento, Yanni Stavrou llegó al pie de la escalera de caracol. Llevaba la pistola en una cartuchera pero, gracias a sus excelentes reflejos, en cuanto vio a Albray, logró escabullirse. Albray logró disparar una vez y luego lo siguió, sin la menor vacilación.

En la mitad de su ascenso, Villiers oyó los disparos en el interior de la torre. Se detuvo, aferrado a la escalera con una mano y empuñando la Walther en la otra. Miró hacia abajo y el suelo empezó a girar cuando los asaltó el vértigo.
Los centinelas del depósito de combustibles lo vieron y alzaron sus armas, pero los hombres de Leclerc irrumpieron entre dos casas de cemento y comenzaron a disparar.
El radiooperador se inclinó sobre la baranda, pistola en mano, pero los reflejos y el entrenamiento de Villiers pudieron más que el miedo y disparó. El hombre gritó y cayó hacia atrás. Villiers reinició el ascenso.
Al iniciarse el tiroteo afuera, Donner corrió a la ventana y extrajo su revólver.
Raúl Montero rió.
- Amigo, creo que esta vez dejó pasar demasiado tiempo.
Donner no se molestó en responder; entreabrió la puerta y permaneció agazapado y expectante. Los tres centinelas del depósito de combustibles yacían en la calle, y uno de los hombres de Leclerc se introducía en el depósito. Hubo más disparos al otro extremo de la calle y vio que otros dos mercenarios huían hacia el puerto.
Cerró la puerta, obligó a Montero a levantarse y lo llevó a la cocina. Sin demostrar el menor temor, abrió la puerta trasera.
- ¡En marcha! – ordenó, y empujó a Montero delante de él.


Villiers echó una mirada cautelosa por encima del borde del balcón, pero no había nadie allí salvo el radiooperador muerto, echado contra la pared. Su pistola ametralladora yacía en el suelo, a su lado, Villiers la recogió y avanzó hacia la puerta de la sala de radio, que oscilaba por el viento. No había nadie en el interior.
Oyó unos pasos a su espalda y se giró, alzando a la vez la pistola: Stavrou se detuvo en la puerta, con una automática en la mano. Su mirada fue muy elocuente: un destello de furia apagado enseguida por la frialdad del asesino profesional. Calculó que no tendría oportunidad contra una pistola ametralladora y, muy lentamente, bajó la automática.
Villiers alzó la pistola ametralladora listo para oprimir el gatillo. Stavrou sonrió.
- No, mayor Villiers, usted no disparará. Eso no sería digno de un inglés, estudiante de Eton. Ustedes creen en el fair play.
Villiers dio un paso hacia él.
- ¿Quiere decir que soy un caballero?
- Digamos que sí.
El cuchillo de pescador con mango de hueso que Stavrou llevaba en la manga desde hacía años se deslizó hacia la palma de su mano. Su pulgar, encontró el botón, la hoja se abrió con un chasquido, y buscó con un rápido movimiento el cuello de Villiers.
El inglés se había anticipado a ese movimiento y en su fueron interno había rogado que se produjera. Soltó la pistola ametralladora y bloqueó con celeridad el golpe; en el mismo movimiento aferró la muñeca con ambas manos y la retorció brutalmente, hasta que el otro soltó la navaja y gimió de dolor. Villiers le retorció el brazo hasta que sintió un crujido. Stavrou seguía gritando cuando lo arrastró al balcón y lo arrojó de cabeza al vacío.
En ese preciso instante Donner y Montero salieron por la puerta trasera de la cantina de oficiales. El cuerpo de Stavrou cayó sobre el pavimento y, cuando Donner alzó la vista hacia el balcón, vio que Villiers se asomaba por encima de la baranda, con el sargento Albray a su espalda. El sargento alzó la pistola para disparar, pero Donner se escudó detrás del cuerpo de Montero.
Villiers golpeó el brazo del sargento para desviar el tiro.
- Éste es mío – dijo, y bajó la escalera de caracol a la carrera.




Donner y Montero treparon por la quebrada detrás de la base, llegaron a la cumbre y cruzaron la meseta hacia el acantilado. El ruso llevaba al argentino a los empujones.
- Le dije que no tendría por dónde escapar – dijo Montero.
- Usted y yo nos iremos en el avión, comodoro.
Llegaron al borde del acantilado. Vieron el Chieftain en medio de la niebla. El único problema era que las enormes olas ya barrían la playa. La mitad de la zona sobre la cual se había deslizado el Chieftain estaba anegada, y el agua ya lamía el resto.
- Se acabó – dijo Montero -. Mire.
- ¡Muévase!
Donner lo empujó hacia la quebrada y los dos se deslizaron a la playa entre un estrépito de piedras y tierra suelta. Al llegar a la playa los golpeó fuerte el viento que soplaba del mar.
Montero cayó de espaldas, con las manos todavía atadas. Donner lo puso de pie de un tirón y, al oír un nuevo desprendimiento de piedras, disparó ciegamente hacia la niebla. Luego tomó a Montero del cuello y corrió con él hacia el avión.
Cuando llegaron al Chieftain aplastó a Montero contra el costado del avión, le apoyó el cañón del revólver bajo el mentón, tomó una navaja de su bolsillo y cortó las ataduras del argentino.
- Suba. Nos iremos de aquí antes de que suba la marea.
Montero permaneció impasible, pero algo en su mirada hizo que Donner girara bruscamente. Tony Villiers se acercaba a la carrera con la Walther en la mano derecha.
- ¡Suéltelo, Donner! – gritó y se detuvo junto a un promontorio.
Donner se volvió hacia Montero y suspiró.
- No hay nada que hacer. Éste es uno de eso días en que nada sale bien.
- No intente nada. Lo matará – dijo Montero.
- Quizá tenga razón – dijo Donner -, pero ya estoy cansado de correr, amigo.

Giró rápidamente, alzando el revólver. Villiers disparó tres veces, con rapidez. La primera bala dio en el hombro derecho y lo hizo girar. Las otras dos le destrozaron la columna y lo arrojaron contra el avión. El cuerpo se deslizó hasta tocar la arena. Una ola lo barrió y lamió las ruedas del avión. Montero lo miró y musitó casi para sí:
- Sólo es cuestión de organizar bien las cosas…
- ¿Qué dice? – preguntó Villiers al acercarse.
- No tiene importancia. ¿Cómo está Gabrielle?
- Muy bien, nos espera en la Maison Blanche. Tuvimos suerte. La chica de Donner nos soltó, y después fuimos improvisando sobre la marcha.
- ¿Quién pilotó el avión?
- Leclerc, el capitán francés.




Oyeron un zumbido en la distancia y Montero señaló tres helicópteros que se acercaban bajo las nubes, en diagonal.
- ¿Quiénes son?
- Si no me equivoco, son los franceses; siempre llegan cuando la función acaba de terminar. Supongo que serán paracaidistas. ¿Podrá sacar este aparato de aquí?
Montero echó una mirada a su alrededor.
- No tenemos pista, el agua ya ha ablandado la arena. ¿Por qué?
- Creo que sería una buena idea que usted se fuera de aquí lo antes posible y, dadas las circunstancias, estoy dispuesto a correr el riesgo de irme con usted. Esto va a provocar un tremendo escándalo, y no quiero verme envuelto. No les debo nada a los franceses. Fueron ellos quienes les vendieron los Exocets que hundieron el Sheffield, el Coventry y el Atlantic Conveyor.
- También les vendieron algunos a ustedes.
- Muy cierto. Lo cual demuestra que… bueno, no sé qué, pero algo demuestra. ¿Vamos o no? Sólo se muere una vez.
- En marcha – dijo Montero.
Se sentó frente al tablero de mando, Villiers tomó asiento a su lado y cerró la puerta. Los motores despertaron con un rugido que apagó el viento de fuera.
- ¿Qué le parece? – gritó Villiers
Montero no respondió. Había en sus labios una sonrisa extraña y rígida. Se dirigió contra el viento y aceleró el avión al máximo. El Chieftain se estremeció y de un salto avanzó hacia el tramo de playa más largo.
Cruzaron un canal y luego otro y otro más, levantando grandes chorros de espuma a ambos lados. Montero presionaba con toda su fuerza el timón con el pie para mantener el rumbo. Súbitamente el aparato se alzó, con un ala levemente inclinada, y las ruedas rozaron las crestas de las primeras olas. El avión aceleró y el ruido del motor se volvió un rugido grave.


Después de un par de horas Gabrielle ya no pudo soportar la espera en la casa, y se dirigió al aeródromo con Wanda. Llovía copiosamente, de modo que se refugiaron en un hangar.
- ¿Qué harás de ahora en adelante? – preguntó Gabrielle.
- No tengo la menor idea. – Dijo Wanda encogiéndose de hombros -. Felix me recogió de la calle. Fue como un sueño, de la cloaca al lujo. Creo que llegó la hora de despertar. – Meneó la cabeza -: Era un hijo de ****, sabes. Le tenía tanto miedo…
- He estado pensando – dijo Gabrielle -. Tengo buenos amigos en el periodismo, y me parece que eres sumamente fotogénica. Tal vez podamos hacer algo.

Oyeron un rugir de motores a distancia y el Chieftain apareció hacia el oeste, contra el viento, con el tren de aterrizaje listo.
- Ahora que lo pienso – dijo Wanda -, ¿qué pasará si no son ellos? Quizá sea Felix quien pilote el avión.
Gabrielle la miró con asombro.
- ¿Crees que un hombre como él puede con Tony Villiers? – rió.

El Chieftain se detuvo, pero Montero no apagó el motor sino que permaneció con la vista fija en el parabrisas.

- Baje rápido, por favor. Quiero irme.
- ¿No se queda?
- No hay motivo para que me quede.
- Creo que ahí tiene uno más que suficiente.
Montero abrió la ventanilla y la miró. Gabrielle reía, aliviada, y agitaba la mano. Se volvió hacia Villiers.
- Por favor, Tony. Baje.

Era la primera vez que lo llamaba por su nombre, y Villiers notó un dejo de angustia en su voz.
- Voy con usted – dijo -. ¿Adónde?
- De vuelta al punto de partida. Brie-Comte-Robert.
- ¿Y de ahí?
- Hay un Air France a Buenos Aires esta noche.
El Chieftain giró e inició el despegue. Gabrielle ya no sonreía: su boca se abrió en un grito, ahogado por el ruido de los motores, y enseguida quedó detrás de ellos, en la pista.




No había demasiada gente esa mañana en el aeropuerto Charles de Gaulle. Tony Villiers esperaba junto a un puesto de libros cerca de la salida internacional de pasajeros, mientras Montero registraba su equipaje en el mostrador de Air France. El argentino se volvió y se detuvo a encender un cigarrillo, extrañamente elegante con su vieja chaqueta de aviador y jeans.

“Es increíble – pensó Villiers -, pero ese tipo me gusta.”
- ¿Todo bien? – preguntó, cuando Montero se le acercó.
- Transbordo en Río. Problemas con la zona de exclusión. Evidentemente, los franceses no quieren correr riesgos. Con el trasbordo, estaré en Buenos Aires dentro de diecisiete o dieciocho horas.
- Y de ahí al escuadrón de Skyhaws en Río Gallegos.
- ¿Y tú qué crees?
- Creo que lo harás, como buen idiota. La guerra está perdida, Raúl. Se acabó. Ya has leído los diarios vespertinos. Para esos comandos será un paseo llegar hasta Stanley. Todos decían que era imposible, pero lo harán. Lo único que se interpone entre el Ejército británico y la victoria final, son esos hombres atrincherados en Stanley y lo que queda de la Fuerza Aérea.
- Precisamente. Mientras yo estoy jugando aquí en Europa, mis muchachos son derribados como moscas en el Atlántico Sur.
- Y tú quieres caer con ellos. – Villiers descubrió con sorpresa que estaba realmente irritado con él -. Por el honor…
- Algo de eso.
- ¿Y Gabrielle? Te ama, lo sabes; te lo dice un experto en todo lo que concierne a Gabrielle. Un experto fracasado, sí, pero que no puede equivocarse. Nunca me miró como te mira a ti.
- No podría seguir con Gabrielle después de todo lo que pasó – dijo Montero.
- ¿Cómo es posible que no comprendas su situación? Ferguson la tenía atrapada. ¡No tenía alternativa!
Montero rió.
- Comprendo perfectamente, pero debo pensar en su hermano. – Se estremeció -. Siempre se interpondría entre nosotros, Tony, ¿no lo comprendes?

Los altavoces anunciaron la orden de embarque. Montero soltó el cigarrillo, lo aplastó con el pie y sonrió.
- Creo que llegó la hora.

Se estrecharon las manos.
- Suerte – dijo Villiers -. Te hará falta.
- Lo único que importa es que sea rápido, ¿verdad? – Montero fue a la salida y se volvió -: Cuídala, Tony.

Villiers fue al bar y pidió un café con coñac. Se sentía inquieto y molesto. Qué hombre. Era su enemigo, como él mismo había dicho una y otra vez, y sin embargo, qué pérdida. Bebió otra copa de coñac, luego fue al teléfono internacional y marcó el número de Cavendish Place.
- Está en el Charles de Gaulle, ¿verdad? – dijo Ferguson -. ¿Se despidió de Raúl Montero?
- ¿Cómo diablos lo supo?
- Pierre Guyon y la sección cinco del SDECE han estado vigilándolos desde que aterrizaron en Brie-Comte-Robert, Tony.
- Entonces, ¿por qué no lo detuvieron?
- Porque quieren que vuelva a la Argentina. Los franceses quieren reserva total sobre este asunto. Nada de esto ocurrió, ¿entendido?
- Por supuesto, señor – dijo Villiers -. Sólo fue una pesadilla mía. Suelo tenerlas.
- Me imagino que él vuelve para jugar al héroe.
- Digamos que sí.
- Bueno, no es asunto nuestro. Hay un asunto importante que quiero encomendarle, Tony. Se refiere a Gabrielle. Estará en París esta noche.
- Ordene, señor.
- Sucede que en medio de todo el asunto, empezó a desmoralizarse. Quería desertar, ¿recuerda?
- ¿Y bien? – preguntó Villiers.
Sentía un nudo creciente en el estómago.
- En ese momento fue necesario tomar alguna medida drástica para hacerla reaccionar. Por eso le dije que Richard había desaparecido en acción y lo creían muerto.
- ¿Quiere decir que no es verdad?
- De acuerdo con los últimos informes se encuentra perfectamente bien – dijo Ferguson -. Sigue allí, desde luego.
- ¡Maldito hijo de ****! – masculló Villiers y cortó con violencia.

Corrió hacia la puerta de salidas internacionales, pero se detuvo. Era tarde para alcanzar a Montero. Demasiado tarde. Se volvió y se encaminó a la salida con paso cansino. Se preguntó cómo diablos le daría la noticia a Gabrielle.




Parte 19
 





Doña Elena Llorca de Montero tejía en la terraza de la gran casa junto al Río de la Plata, sentada en un sillón de mimbre. No lo hacía desde niña, pero últimamente trabajar con las manos le resultaba tranquilizante.
Se le acercó una criada que venía de la sala.
- Una persona quiere verla, doña Elena. Es una dama.
La señora la miró con expresión interrogativa.
- ¿Una dama?
- Una dama francesa. Su nombre es Legrand.
- Dile que pase – dijo Elena de Montero, serenamente.

Gabrielle se detuvo ante la puerta ventana y entró lentamente.
- ¿Doña Elena?
La anciana la miró, inexpresiva, y luego asintió.
- Sí, ahora comprendo todo. Comprendo perfectamente.
- ¿Dónde está? – preguntó Gabrielle -. Debo verlo. Es de vital importancia para ambos.
- Imposible, querida. Raúl está en Río Gallegos con su escuadrón. O lo que queda de su escuadrón.
Gabrielle se dejó caer, abatida, sobre una silla en el otro extremo de la mesa.
- ¿Su nieta está aquí? Me habló mucho de usted y de ella.
- Está en casa de unos amigos, en el campo. Me pareció lo mejor, dadas las circunstancias.
- Significa que usted espera recibir la noticia de su muerte en cualquier momento.
- Así es. – Encendió un cigarrillo y le tendió el paquete a Gabrielle -. Cuando Raúl volvió de Francia, me lo contó todo, simplemente porque ya nada importaba. Aún te ama, querida.
- Lo sé.
- Tanto que considera que tu trabajo para la Inteligencia británica no tiene la menor importancia, opinión que nuestro presidente seguramente no compartiría. Pero quedó muy afectado por la muerte de tu hermano. Cree que eso siempre se interpondrá entre vosotros dos.
- ¡Pero eso es mentira! – exclamó Gabrielle, abriendo las manos -. ¡Mi jefe mintió para evitar que yo desertara! Richard está bien, sigue en su helicóptero en el Invincible, sano y salvo.
- Virgen Santísima.
Elena de Montero se cubrió el rostro con las manos por un instante. Luego la miró.
- ¿Sabías que mi hijo pintó tu nombre en el morro de su avión?
- Sí…
- Tengo amigos, allá en el sur, que me mantiene al corriente de sus andanzas. Dicen que agregó otra palabra cuando volvió. Ahora dice: “Gabrielle Perdida.”
Gabrielle tomó aliento y se aferró al borde de la mesa.
- Debo verlo. Iré a Río Gallegos.
- Querida, no podrías ni acercarte. Es zona de guerra, de acceso restringido. De todos modos, el brigadier Lami Dozo, comandante de nuestra Fuerza Aérea, es un viejo amigo. Lo llamaré.
- ¿Podrá conseguir algo? – preguntó Gabrielle.
- Querida, es fácil manejar a los hombres. Basta saber halagarlos. – Tendió una mano a Gabrielle y cruzaron juntas la terraza-. Se te ve cansada. Le diré a Rosa que te prepare una taza de té. Tomas té, ¿verdad?
Gabrielle no pudo reprimir una sonrisa.

Poco antes de las cuatro de la mañana, Raúl Montero estaba en la sala de operaciones del aeropuerto de Río Gallegos. Echó un vistazo fuera. Una lluvia torrencial caía sobre la pista donde esperaban los tres Skyhawk. Las tripulaciones de tierra los acondicionaban, a la luz de los reflectores.
Vio a los jóvenes pilotos que lo acompañarían en esa misión, y bebió el último sorbo de té. En la sala sólo quedaban las sillas, los mapas de las Malvinas y un acre olor a cigarrillo. Alguien había dejado uno encendido en un cenicero. Lo apagó cuidadosamente y salió.
Se sentía más cansado que nunca. Tomó aliento y se encaminó a su avión. Un coche oficial apareció en la pista y se detuvo junto a él. Se abrió la puerta y bajó Lami Dozo, con un capote echado sobre los hombros.
- ¿Cómo está, Montero?
- Ayer perdimos tres. Los últimos que nos quedaban.
Lami Dozo le ofreció un cigarrillo.
- ¿En San Carlos?
- Sí.
- Quizás ésta sea su última misión. Los ingleses se han atrincherado alrededor de Puerto Argentino. Aparentemente nos han tomado por lo menos cuatrocientos prisioneros. Menéndez tendrá que capitular.
- Entonces, ¿para qué sirvió todo esto?
- No lo sé – dijo Lami Dozo -. Algunos pensaban que se necesitaba una guerra para probarnos. Espero que esa gente esté dispuesta a luchar por una nueva Argentina.
- Pero seguimos en el baile.
- Sí, es irremediable.
Lami Dozo lo miró con preocupación.
- Usted no está bien, Montero. No se arriesgue inútilmente.
- Todo lo contrario, señor. Ese es el gran secreto. Ya no me importa vivir o morir. Precisamente por eso, ellos no saben cómo atacarme cuando estoy allá arriba, quienesquiera que puedan ser ellos.
- No hable así.
- No se preocupe.
Se abrazaron, palmeándose las espaldas.
- Hay alguien que quiere verlo antes de partir – dijo Lami Dozo -. Allí, junto a la alambrada. Apresúrese, queda poco tiempo.

Al encaminarse Montero hacia allí, un chofer bajó del coche y abrió la portezuela trasera, para que bajara doña Elena.
- Mamá – dijo Montero, estupefacto.
Ella sonrió
- Pareces cansado.
- Estoy cansado. – Sonrió con tristeza -. Habrás venido a decirme que soy un hombre grande para estos juegos.
- No hay tiempo para eso. Te he traído un regalo.

Se volvió hacia el coche. Gabrielle bajó y lo miró, pálida bajo la luz amarilla de los reflectores, los hombros cubiertos con una capota militar que alguien le había dado. Por un instante, Montero quedó anonadado. Luego sonrió con esa expresión inimitable que ella conocía tan bien.

- Estás bellísima. ¿te lo habían dicho últimamente?
- No me lo había dicho nadie que me importe.
Gabrielle se acercó, observándolo con detalle: el uniforme de vuelo, el casco en la mano izquierda, el pelo revuelto y húmedo bajo la lluvia.
- Esto no está bien – dijo él, gravemente -. No deberías estar aquí.
- No hay otro lugar en el mundo donde debería estar. No soy Gabrielle Perdida, Raúl, soy aquí presente. Richard no murió. El brigadier Ferguson mintió. Para que yo no desertara, ¿comprendes?

Él la miró fijamente, frunciendo el ceño.
- Malditos hijos de **** – susurró -, que mueven a los seres humanos de una casilla a otra, como piezas de ajedrez, para sus propios fines. –Entonces rió, aferrando la mano de ella a través de la alambrada -: Volveré, ¿me oyes? Te amo y volveré.
Le besó la mano y corrió hacia los Skyhawk. Doña Elena bajó del coche y junto a Gabrielle contemplaron el paso de los Skyhawk que circulaban en fila india. Se inició el despegue y pronto sólo quedó el eco de los motores que se perdía en la distancia.






Cruzaron las montañas de la isla Soledad al alba, volando muy bajo para evitar los radares, y entraron en el Valle de la Muerte a veinte metros sobre la superficie del mar.
Como siempre, todo fue sumamente rápido. Primero las montañas, luego la bahía, las naves de la Task Force y el resto de la flota en San Carlos. De pronto el Skyhawk a la derecha de Montero trató de alzarse, desesperado, perseguido por un misil Rapier. Se produjo una explosión seguida de una bola de fuego.
Montero viró y atravesó la cortina de fuego, mientras la artillería naval disparaba todas sus armas. El Skyhawk se estremeció bajo los impactos de la metralla en el fuselaje. Se acercó rápidamente a una fragata, soltó las bombas, viró y se elevó, mientras contemplaba si su proyectil hacía blanco. No hubo explosión. Soltó una carcajada de resignación ante el absurdo.
- Dios mío, todavía no han reglado los detonadores...




Doña Elena y Gabrielle estaban sentadas junto a la estufa, en la sala de operaciones en Río Gallegos, mientras Lami Dozo contemplaba el cielo lluvioso a la pálida luz del amanecer y bebía café. Entró un joven teniente, se cuadró y le entregó un cable. El brigadier lo leyó, asintió y el teniente salió.
- No parecen buenas noticias – dijo doña Elena.
- Llegaron al blanco. Cayó un Skyhawk.
- ¿El de Raúl? – preguntó Gabrielle.
- No, no es el de Montero. Informan que él y otro piloto han emprendido el regreso.


Raúl Montero salió de una nube a mil metros de altura y descendió, siguiendo al otro Skyhawk, que caía rápidamente, echando una estela de humo por la cola.
Haciendo caso omiso de las normas, Montero se comunicó por la radio.
- Adelante, Enrique. ¿Perdió el control?
No hubo respuesta. Un misil Sidewinder apareció de algún lado. Se produjo una enorme llamarada que se convirtió en una bola de fuego y el Skyhawk se desintegró.





Sólo podía ser un Harrier. Maldita mala suerte, ya estaban casi en el límite del radio de acción del Harrier en combate aéreo. Se dejó caer en tirabuzón y vio que otro SideWinder giraba en espiral hacia su derecha y caía al mar. Le habría fallado el equipo direccional, un golpe de suerte. Los Harriers llevaban dos SideWinder, por lo que Montero supo que a su rival sólo le quedaban los cañones Aden de treinta milímetros.
El Harrier se le colocó detrás y su Skyhawk se estremeció bajo el impacto de la metralla. La capota de la carlinga se desintegró y Montero sintió un golpe violento en el brazo izquierdo y la pierna derecha.
El Harrier se acercó otra vez, como en aquella pesadilla: el águila de afiladas garras que bajaba a destrozarlo. Nuevamente se estremeció bajo el impacto de metralla. El Harrier pasó, viró a estribor y se colocó detrás para liquidarlo.
Ya había bajado a trescientos metros. Sólo podía oír la voz de Gabrielle que le susurraba: “Baja los alerones. El águila se estrellará.”
Eso fue precisamente lo que hizo Montero. Sintió un violento impacto, como si se hubiera estrellado contra una pared, y por un instante creyó que perdería el control. El piloto del Harrier tuvo que esforzarse para evitar el choque; se alzó violentamente y Montero aprovechó para reducir la altura. Nunca se había arriesgado tanto. Niveló el avión a treinta y cinco metros por encima del mar; el viento era tan fuerte que las olas se alzaban hasta diez metros.
Alzó la vista en busca del oponente y lo vio pasar muy alto. Su radio crepitó y Montero oyó una voz que le decía en inglés: “Buena suerte, quienquiera que seas. Te la mereces.”
Llegado al límite de su radio de acción, el Harrier viró y volvió a las Malvinas.



Gabrielle dormitaba intermitentemente. Junto a la ventana, doña Elena y Lami Dozo fumaban un cigarrillo tras otro.
- Mi hijo es un tonto, ¿no le parece?
- Sí, pero gracias a Dios que existen tontos como él.
Se abrió la puerta y entró el teniente con otro cable. Lami Dozo se lo arrancó de la mano y leyó.
- Cayó otro Skyhawk, pero Montero está vivo. A unos setenta kilómetros de aquí.
Gabrielle se irguió, frotándose los ojos.
- ¿Alguna novedad?
- Sí – dijo doña Elena.

Lami Dozo abrió la puerta y salió.
El Skyhawk apareció desde el mar, a ciento cincuenta metros de altura. El viento silbaba en la carlinga acribillada. Raúl Montero tenía el rostro cubierto de sangre y una manga y una pierna del uniforme teñidos de rojo. Sus manos se aferraban a la palanca y una sonrisa rígida se pintó en su rostro cuando avistó la base de Río Gallegos.

- ¡Gabrielle! – rogó en voz alta -. No me abandones ahora.

Al aparecer la pista, los reflectores encendidos contribuyeron a intensificar la exánime luz del amanecer. Lami Dozo miraba con sus prismáticos desde la torre de control.
Se oyó la voz fatigada de Raúl Montero en el receptor.
- Voy a bajar directamente. No puedo seguir las normas.

El Skyhawk rozó los edificios en el extremo norte de la pista. Montero vio los vehículos que salían a su encuentro desde la torre de control. El Skyhawk casi entró en pérdida. Aceleró por última vez y entonces efectuó el peor aterrizaje de toda su carrera, rebotó dos veces y al detenerse giró en trompo, alzando un chorro de espuma en la pista anegada.
Con la cabeza gacha oyó voces y sintió que varias manos lo sacaban cuidadosamente de la carlinga. Abrió los ojos y vio muchos rostros, entre ellos el de Lami Dozo.
Sonrió.
- Todo en orden, señor – dijo, antes de desmayarse.


Al día siguiente terminó todo. En Puerto Argentino, los soldados argentinos entregaron las armas. El mismo día, en el Westminster de Londres, la primera ministra británica se puso de pie para informar al Parlamento acerca del éxito militar más grande desde la Segunda Guerra Mundial.


Gabrielle y doña Elena esperaban en el pasillo del Hospital Aeronáutico de Buenos Aires frente a la habitación de Montero. El jefe de cirugía salió de la habitación y fue a su encuentro.
- ¿Y bien? – preguntó doña Elena.
- No está muy bien, pero sobrevivirá. Se acabaron estos juegos, claro. Jamás volverá a pilotar. Pueden pasar un momento.
Gabrielle miró a doña Elena interrogativa. Ella sonrió.
- Me han devuelto a mi hijo. Tengo todo el tiempo del mundo. Entra tú, yo esperaré.

Gabrielle abrió la puerta y lo vio apoyado sobre varias almohadas, las heridas del rostro cubiertas de algún antiséptico de color violáceo, el brazo izquierdo enyesado y la pierna derecha protegida del roce de las sábanas por una armazón plástica.
Se paró junto a la cama en silencio, pero él percibió su presencia, abrió los ojos y sonrió.
- Estás horrible – dijo ella.
- No te preocupes, me curaré. El cirujano me ha dicho que podré seguir tocando el violín, lo cual es muy gracioso porque no toco el violín…
Entonces ella se arrodilló junto a la cama y dejó caer su rostro contra las sábanas junto a su mano sana, riendo y llorando al mismo tiempo.




Era una hermosa mañana en Londres. El taxi atravesó el Pall Mall hacia el Palacio de Buckingham; la escarcha que cubría los árboles en St. James`s Park brillaba bajo el pálido sol invernal.
Tony Villiers aparecía muy acicalado con el uniforme de su regimiento.
- Gran día, eh, jefe – dijo el conductor -. ¿Usted estuvo en las Malvinas?
- Sí.
- Qué extraño. No sabía que los granaderos estuvieran allá.
- Éramos unos pocos.
El conductor lo miró por el espejo retrovisor y sonrió.
- Los vencimos, eh.
- Así parece.
Al llegar al portón principal el centinela les franqueó el paso. Villiers sacó su billetera para pagar.
- Nada de eso, jefe, yo invito.
El taxi se alejó.
Villiers se unió a la multitud que atravesaba las puertas principales del Palacio. Eran soldados de las tres armas acompañados por sus familiares más cercanos. Reinaba una atmósfera alegre y expectante, una sensación de orgullo. Una banda militar interpretaba música ligera.
Cada uno de los hombres que serían condecorados podía llevar dos invitados a la ceremonia. Villiers fue solo, lo prefería así. Cesó el murmullo, la banda empezó a tocar el himno y la concurrencia se puso de pie cuando la reina entró. Cada uniera llamado por orden creciente de importancia. Primero la Marina, por ser el arma más antigua, luego el Ejército y finalmente la RAF.
Luego de la ceremonia, Villiers llegó al pie de las escalinatas del Palacio. Estudió la medalla, la guardó cuidadosamente en su bolsillo y cruzó la puerta principal. Los policías de guardia se cuadraron cuando salió y se mezcló entre la multitud de curiosos y turistas.
No sabía adónde ir. Se detuvo y encendió un cigarrillo. Un Bentley negro paró junto a la acera. Harry Fox iba al volante. La puerta trasera se abrió.

- Se lo ve bien, Tony – dijo Ferguson -. Es un gran día.
- Supongo que sí – dijo Villiers.
- Supe que Gabrielle se casó con su comodoro en Buenos Aires.
- Lo sé. Me escribió.
- ¿Ya se enteró de que lo han ascendido? Es el más joven de toda nuestra fuerza con ese grado.
- Ya me enteré.
- Muy bien. Suba.
Ferguson se reclinó en el asiento.
- ¿Por qué? – preguntó Villiers.
- Mi querido Tony, ¿quién cree usted que dispuso el ascenso? No lo hice como regalo de cumpleaños precisamente.
- ¿Quiere decir que tiene una misión para mí?
- Por supuesto. Vamos, muchacho, rápido. Tengo poco tiempo. Debo asistir a una reunión en el Ministerio de Defensa a las catorce horas.

Villiers estuvo a punto de subir al coche, pero recordó la mirada de Gabrielle en la Maison Blanche. “Mereces algo mejor que los juegos sucios de Ferguson. Quizá un poco de felicidad.”
Villiers cerró la puerta y se alejó. Ferguson se asomó por la ventanilla.
- ¿A qué diablos está jugando, Tony? ¿Adónde va?
- Voy a pasear por el parque – dijo Villiers, encaminándose hacia los árboles de Saint James`s Park.
Harry Fox lo miró complacido.
- Me parece que lo ha perdido, señor.
- Tonterías – dijo Ferguson -. Volverá. En marcha, Harry.
Se reclinó sobre su asiento, sacó una carpeta y la hojeó mientras el Bentley partía.






Parte 20
Fin de la historia...
Estimados saludos!

Honrado orgullo y emoción por nuestros héroes caídos, por los que partieron y volvieron. A los valientes halcones que conmovieron al mundo entero, por siempre benditos. Así sea!!!...



 
Me gustó la historia, pienso que los Ingleses han madurado a través de los siglos y son capaces de homenajear al enemigo si lo merece.
Esto percibo que detrás del relato hay un homenaje a los argentinos. Creo que es muy importante proyectarse o tomar perspectiva de la historia y rescatar lo bueno y útil aunque no sea nuestro, solo porque es bueno, esto ayuda a crecer y desarrollarse internamente. es mi humilde opinión.
Muchas gracias.:hurray:
 

thunder

Veterano Guerra de Malvinas
Miembro del Staff
Moderador
Me gustó la historia, pienso que los Ingleses han madurado a través de los siglos y son capaces de homenajear al enemigo si lo merece.
Esto percibo que detrás del relato hay un homenaje a los argentinos. Creo que es muy importante proyectarse o tomar perspectiva de la historia y rescatar lo bueno y útil aunque no sea nuestro, solo porque es bueno, esto ayuda a crecer y desarrollarse internamente. es mi humilde opinión.
Muchas gracias.:hurray:

Malvinas no es historia. La guerra lo es.
LAs Islas Malvinas, Georgias y Sandwichs del Sur siguen usurpadas por el enemigo, que nos impide su acceso y ha establecido en torno a ellas una zona económica exclusiva y una zona de exclusión total de manera unilaterales.
Lo que tenemos que aprender es a defender lo nuestro.
Los homenajes ingleses que se los guarden, no los preciso.
 
Malvinas ya es historia y parte de la historia para el mundo entero, y la guerra también lo es, ya es parte de la historia argentina, lo que no significa que haya pasado a la historia…
No dije que haya terminado la usurpación, por éste tema deberemos seguir luchando hasta lograr la recuperación de las islas por ser genuinamente argentinas.
Puedo entender tu dolor pero te aclaro que quienes quedamos aquí sufrimos como madres o parientes de un caído, tal es el caso de mi primo que falleció en el Belgrano. De todas formas creo que tengo derecho a opinar aunque no sea de tu línea de pensamiento, y el tema en este caso es sobre el contenido del libro Exocet, con una visión entre líneas del pensamiento inglés respecto de nosotros.
Que estes bien.
Tessa Guex
 

thunder

Veterano Guerra de Malvinas
Miembro del Staff
Moderador
Nadie dijo que no tenías derecho a opinar.
Eso es lo bueno de esto. Todos pueden opinar y todos tenemos derecho a opinar sobre lo opinado.

Malvinas no es historia. Es un territorio. La historia está y estará escrita en función de los hechos de los hombres relacionados a ella.
Decir "Malvinas es historia" suena a que todo ya fue dicho y es "letra muerta".
No se que piensan los Ingleses de nosotros y no me importa mas allá de lo concerniente al análisis estratégico, de inteligencia y contrainteligencia.
Si tengo claro lo que pienso yo de ellos.

Un abrazo
 
Bueno veo que no nos entendemos, por ejemplo el Imperio Inca era un territorio y ya es historia.
Si hablamos en términos de espacio=territorio y tiempo =historia, abramos otro tópico.

O probablemente estamos hablando de lo mismo con diferente cuadratura. Esta es una historia viva que todavía duele, a veces hay que guardar el dolor en el silencio, como oración para quienes murieron o jugaron la vida en la guerra y los ciudadanos argentinos que permanecieron en el continente.

Que estes bien.
Tessa Guex
 
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