EXOCET-SUE/Malvinas: Un relato de intrigas...

Condensado de "EXOCET", de Jack Higgins.
La saga es compleja, de ser posible intentaré no excluír demasiado... Si bien es una novela, refleja muy bien los comprometidos pormenores político-diplomáticos= espionaje y entretelones a los que llevó los vacilantes temores británicos respecto a nuestras FFAA, respecto a la capacidad de nuestra FAA y en especial a la Fuerza Aeronaval, respecto al famoso binomio SUE/Exocet, en época de aquella epopeya que fue, es y será Malvinas...





Llovía. Grosvenor Place estaba desierta, no era sorprendente, considerando el clima y el hecho de ser las tres de la mañana...
Harvey Jackson redujo velocidad. Vestía un impermeable amarrillo: hombre robusto, unos cuarenta años; cabello largo y oscuro, rara vez sonreía, pómultos altos y mirada dura.
La lluvia era copiosa. Se detuvo junto a la acera y sacó un cigarrillo. Lo encendió, bajó la ventanilla y contempló el alto muro que rodeaba los jardines detrás de Palacio de Buckingham.
Golpeó la ventanilla a sus espaldas y apareció el rostro del Tony Villiers.

- ¿Qué pasa?
- Llegamos. ¿Listo?
- Dos minutos. Ocupa tu puesto.
La ventanilla se cerró, Jackson puso primera y partió. El furgón iluminado por neón, atiborrado de instrumentos de reparación de teléfonos. Tony Villiers se afirmó a la mesa de trabajo, se embadurnó el rostro con negro camuflaje.
Tenía treinta años, altura mediana, macizo. Ojos negros e inexpresivos. Alguna vez le habían roto la nariz. Cabello negro y enmarañado hasta los hombros. Uniforme negro de paracaidista y botas de comando francés.
Había cansancio y amargura en sus ojos, conocía el mundo, la gente, y no estaba satisfecho con lo visto. Se cubrió la cabeza con un pasamontañas negro, mientras el furgón se detenía junto al muro.
Una Smith & Wesson Magnum con silenciador Carswell que colocó en su cartuchera ajustada a su pierna derecha, abrió un portafolio y sacó una foto en blanco y negro. Tomada la noche anterior con lente telescópica, mostraba la Entrada de Embajadores junto al Palacio de Buckingham.
Otra mostraba una escalera de albañil contra el muro, junto al pórtico, se veían una ventanas semiabiertas encima del techo plano. Guardó las fotos y abrió la ventanilla.
- Veinticinco minutos, Harvey. Si para entonces no he vuelto, desaparece.
- Haga lo que tenga que hacer y vámonos a casa, mayor - dijo Jackson.
Villiers abrió una escotilla y trepó al techo del furgón, agazapado bajo la lluvia. A un par de metros de muro, saltó el alambre de púas,se aferró a un árbol, se deslizó por el tronco, y se dejó caer en la oscuridad.
La policía de guardia en los jardines del Palacio pensaba en la porquería de la vida. Mojado hasta la médula, se refugió bajo un árbol, cuando un perro comenzó a gruñir. Un policía estuvo en alerta.
- ¿Qué pasa, muchacho? ¡Busca, busca!
El alsaciano partió a la carrera, Villiers agazapado a unos treinta metros, advirtió el gruñido y tomó el aerosol que llevaba en el bolso del uniforme. El perro adiestrado para atacar en silenco se abalanzó, Villiers levantó su brazo, envuelto en material acolchado ante la contingencia, dejó que el alsaciano mordiera, y le roció el aerosol. El perro cayó fulminado, sin el menor ruido.
El guardia comenzó por acercarse con cautela.
- Rex, por aquí.
La mano experta de Villiers dio un golpe seco en la nuca. El policía se derrumbó. Villiers le ató las manos con sus propias esposas, le quitó su handy y lo guardó. Luego corrió a través del oscuro jardín hasta la puerta trasera del Palacio.

Harvey Jackson salió del furgón y abrió la portezuela trasera. Tomó unos garfios, se inclinó sobre una alcantarilla de calle y la quitó. Del furgón sacó un portalámpara con cable largo y lo suspendió en la oscuridad, un letrero rojo recía "PELIGRO, HOMBRES TRABAJANDO", varias lonas y una tienda. Se introdujo en la cámara, abrió un tablero de inspección, viendo una maraña de cables multicolores, y se sentó a esperar.
Cindo minutos más tarde oyó el motor de un automóvil, había visto una patrulla policial junto a la acera. El conductor lo miró con sonrisa burlona.
- Bonita manera de ganarse la vida. Te lo mereces, por buscarte un trabajo como éste...
- ¿Y qué me dices de ti? - replicó Jackson.
- Supongo que te pagarán extra por trabajar a estas horas.
- Sí, ya lo creo.
El policía sonrió otra vez.
- Ten cuidado. Si sigue lloviendo así, cuando amanezca estarás nadando allí adentro.
Jackson se quedó solo, encendió un cigarrillo y se sentó, silbando en la oscuridad, pensando en qué estaría haciendo Villiers.

Villiers halló la escalera de los albañiles bajo el pórtico, logró trepar el techo plano de la Entrada de los Embajadores sin dificultad. Dos de las ventanas seguían semiabiertas. Se deslizó por una cornisa hasta la más cercana, y penetró en una pequeña oficina. Abrió la puerta con cautela y salió a un pasillo oscuro.
La Cámara Real se encontraba al otro lado del Palacio. Con los planos suministrados, conocía la disposición de los cuartos. Recorrió rápidamente el laberinto de corredores, desiertos a esa hora. Cinco minutos más tarde se encontró con el corredor que conducía a la suite privada. A pocos metros de distancia estaba el departamento de la reina: sabía que consistía en un comedor que daba a una sala de estar y luego al dormitorio. Muy cerca, el cuarto donde dormían los guardaespaldas. Enfrente, en el vestíbulo, un agente de policía leía.
Villiers lo observó por unos minutos, retrocedió y sacó el handy quitado al policía. Oprimió el canal cuatro y esperó.
El aparato crepitó y oyó una voz:
- Aquí Jones.
Villiers respondió con voz suave:
- Aquí la oficina de seguridad. Está sonando la alarma en la pinacoteca. Estamos recibiendo una señal intermitente. Echele un vistazo, ¿quiere?
- De acuerdo -dijo Jones.
El policía echó a andar por el corredor en dirección opuesta y desapareció. Inmediatamente, Villiers llegó hasta la puerta de la reina, se detuvo un instante, tomó aliento y la abrió.


Parte 1
 



Su Majestad la reina Isabel II se encontraba cómodamente sentada junto a la chimenea en su sala de estar, leyendo un libro. A pesar de la hora, estaba esmeradamente peinada y vestía chaqueta azul, falda de tweed y collar de perlas. Al oír el crujido de la puerta levantó la cabeza Villiers entró en el cuarto y cerró la puerta a sus espaldas.
El uniforme negro y el pasamontañas le daba un aspecto amenazante. Un instante, luego se quitó el pasamontañas.

- Ah, es usted, mayor Villiers - dijo la reina -.¿Tuvo alguna fidicultad?
- Me temo que no, madame.
La reina frunció el entrecejo.
- Comprendo. Bueno, manos a la obra. Supongo que tiene poco tiempo.
- Muy poco, madam.
Cogió un diario y se lo mostró:
- Es el Standard de anoche. ¿Servirá?
- Creo que sí, madam.
Villiers tomó una cámara Polaroid portátil y la retrató. La reina alzó el diario, Villiers disparó el flash, y la cámara extrajo la foto. El rostro de la reina apareció lentamente.
- Excelente, Madam.
Se la mostró.
Muy bien, entonces será mejor que se retire. No conviene que lo encuentren aquí, arruinaría todo el plan.
Villiers colocó nuevamente su pasamontañas, hizo una reverencia, cerró la puerta tras de sí y desapareció. La reina no se retiraría a dormir. la lluvia arreciaba. Tomó un libro y siguió leyendo.
Poco después, Villiers y Harvey levantaron su tienda, taparon la cámara callejera, se asearon la cara, y partieron en su furgón.



En 1972 el terrorismo internacional adquirió carácter de epideia, el director general del D15, Servicio de Inteligencia británico, creó un departamento llamado Grupo Cuatro, con poderes otorgados directamente por el primer ministro, para coordinar investigación sobre casos de terrorismo y asustos afines.
El brigadier Charles Ferguson estuvo a cargo del grupo desde su creación. Era un hombre robusto, de aspecto bondadoso. Lo único militar en su indumentaria era la corbata negra. El pelo canoso revuelto le daban un aire de profesor universitario.
En ese momento vestía el típico abrigo de los guardias reales, con el cuello levantado para protegerse del frío matinal. El Bentley estaba aparcado en Eaton Square, no muy lejos del Palacio. Su único acompañante era su chofer, Harry Fox, treintañero, el cual había sido capitán en el regimiento de los Blues and Royal, un guante de cuero izquierdo disimulaba una mano ortopédica, extremidad perdida al estallarle una bomba en su servicio en Belfast.
Sirvió té de un termo el cual pasó a Ferguson.
- Me pregunto cómo le irá...
- ¿A Tony? Pues estará actuando con implacable eficacia.
- Sin embargo, señor, si lo atrapan habrá problemas. Y no servirá para mejorar la imagen del SAS.
- Se preocupa demasiado, Harry - dijo Ferguson. Su mirada se posó en el furgón amarillo de la empresa de teléfonos, aparcado al otro lado de la plaza a la alcantarilla rodeada por una tienda de lona -. Mire a esos infelices. Qué manera de ganarse el pan...
Un Ford Granada negro, con un hombre al volante y otra atrás, se detuvo junto a la acera. Un hombre gordo de impermeable negro y sombrero bajó, se acercó al coche de Ferguson y entró.
- Cómo está, superintendente - dijo Ferguson -. Harry, le presento al superintendente Caver, jefe de detectives del Servicio Especial, de la Scotland Yard como observador oficial de este procedimiento. Tenga cuidado, superintendente. -Ferguson sirvió té y se la ofreció -. Antiguamente ejecutaban a los portadores de malas noticias.
- Tonterías -replicó Carver afablemente -. Su agente no tendrá la menor oportunidad, y usted lo sabe. ¿Cómo pensaba entrar?
- No tengo la menor idea - dijo Ferguson -. No me interesan los métodos, superintendente, sólo los resultados.
- Atención señor - dijo Fox -. Creo que tenemos visitas.
Los dos operarios de teléfonos habían salido de la alcantarilla y cruzaban la plaza hacia el coche, empapados por la lluvia. Fox abrió la guantera y sacó una pistola Walther PPK.
- Qué ingenioso - dijo Ferguson. Bajó la ventanilla -. Buenos días Tony. Buenos días sargento..
- Buenos días, señor - dijo Jackson, entrechocando los talones.
Villiers se inclinó y le pasó la foto de la reina.
- ¿Algo más, señor?
Ferguson tomó la foto, sacó eun encendedor y la hizo arder. Luego se dirigió a Villiers.
- No convendrá que esa foto anduviera circulando por ahí. Bueno, cuéntenos todo.
- El dispositivo de alarma del jardín está apenas a medio metro del muro. Se puede eludir sin dificultad. El sistema de alarma del Palacio es anticuado y defectuoso. Cualquier ladronzuelo puede entrar. Los albañiles dejan escalera, las criadas dejan ventanas entreabiertas...
Carver pareció abatido.
- ¿Quién diablos es este tipo? - preguntó Carver -. Habla como un aristócrata y parece un ladrón de los bajos fondos.
- En realidad, es un mayor de Granaderos, en comisión en el SAS - dijo Ferguson.
- ¿Con semejante melena?
- Los del SAS tienen permiso especial para no cortarse el pelo. El camuflaje personal es vital, superintendente, si uno quiere hacerse pasar por un vagabundo en los muelles de Belfast.
- ¿Es de confianza?
- Sí, por supuesto. Dos condecoraciones. Cruz Militar en combate contra las guerrillas marxistas en Omán y otra medalla por un asunto en Belfast, información reservada.
Carver sacudió la cabeza.
- Mala cosa. Habrá problemas.
- Les enviaremos el informe completo...



Al brigadier Charles Ferguson le gustaba trabajar, cuando podía, en su apartamento de Cavendish Square. Era su mayor placer. La chimenea Adam era auténtica, como lo era el fuego que ardía en ella. Eran las diez de la mañana en que Villiers había realizado su hazaña en el Palacio, y él se encontraba sentado al lado del fuego, leyendo el Financial Time, cuando la puerta se abrió y entró Kim, su criado, un cabo retirado de los gurkhas.
- Mademoiselle Legrand, señor.
Ferguson se quitó las gafas para leer, las dejó junto al diario, y se puso de pie.
- Dile que pase, Kim, y trae té para tres, por favor.
Kim salió y a continuación entró Gabrielle Legrand.
Como siempre, pensó Ferguson, lucía excepcionalmente hermosa. Gabrielle era la mujer más bella que había conocido en su vida. Ese día parecía una amazona. Llevaba botas, unos gastados pantalones de montar, camisa blanca y una vieja chaqueta de tweed verde. El cabello rubio estaba sostenido por una cinta roja y recojido atrás por un moño. Todo su porte era de aspecto grave y sus grandes ojos verdes miraban inexpresivos, mientras se golpeaba la rodilla con la fusta que llevaba en la mano izquierda.
- Mi bella Gabrielle. - La besó en la mejilla -. Me han dicho que ya no eres la señora de Villiers.
- No - dijo ella en tono inexpresivo -. He vuelto a ser yo misma.
Tenía una voz de aristócrata inglesa, pero con un matiz especial y único. Dejó la fusta sobre la mesa, fue a la ventana y miró hacia la plaza.
- ¿Has visto a Tony últimamente?
- Creía que tú lo habías visto - dijo Ferguson -. Se encuentra en la ciudad. De licencia, creo. ¿No ha ido a su apartamento?
- No - dijo ella -. No lo hará mientras yo esté allí.

Se abrió la puerta y Kim entró con una bandeja de plata. La dejó junto al fuego.
- Aquí está el té - dijo Ferguson -. Kim, llama al capitán Fox.
El gurkha salió y Gabrielle se sentó junto al fuego. Ferguson se situó frente a ella y le sirvió té en una taza de porcelana.
Ella bebió un sorbo y sonrió.
- Excelente -dijo-. Mi parte inglesa ama estas cosas.
- El café es dañino - dijo él.
Le ofreció un cigarrrillo, pero ella lo rechazó con un gesto.
- Gracias, prefiero ir al grano. Tengo una cita para el almuerzo. ¿Para qué me necesita?
En ese momento se abrió la puerta y entró Harry Fox. Vestía corbata militar y traje de franela gris, y traía una carpeta que dejó sobre el escritorio.
- Gabrielle, me alegro verte.
Su voz sonó cálida. Se inclinó para darle un beso en la mejilla.
- Harry - dijo ella, dándole un golpecito en la mejilla -. ¿Qué estará tramando tu jefe?
Fox tomó la taza de té que le ofrecía Ferguson y lo miró. Ferguson hizo un movimiento de cabeza y el joven capitán, de pie junto a la chimenea, decidió internarse en el tema.

-¿Has oído hablar de las islas Malvinas, Gabrielle?
- Atlántico Sur - dijo ella-. A unos quinientos cincuenta kilómetros de la costa argentina. El gobierno argentino las reclama desde hace años...
- Exactamente. El territorio pertenece a la Corona Británica, pero está a trece mil kilómetros de aquí y resulta difícil defenderlo.
- Para más datos - añadió Ferguson -, tenemos allí en este momento sesenta y ocho hombres de los Royal Marines respaldados por la fuerza de seguridad local y una nave de la Royal Navy. Es el rompehielos HMS Endurance, armado con dos cañones de 20mm y un par de helicópteros Wasp. Nuestros amos en el Parlamento han dicho claramente, en público, que piensan reducirlo a chatarra para ahorrar dinero.
- Y a escasos seiscientos kilómetros de distancia hay una fuerza aérea extraordinariamente bien equipada, un gran ejército y una marina importante... - dijo Fox.
Gabrielle se encogió de hombros.
- ¿Y qué? Äcaso consideran que el gobierno argentino está dispuesto a invadir las islas?
- Eso es precisamente lo que creemos - dijo Ferguson -. Existen fuertes indicios de ello desde enero y la CIA está casi segura. Tiene su lógica. El país está gobernado por una junta militar. El presidente, y a la vez comandante en jefe del Ejçercito, es el general Galtieri, quien se ha comprometido a mejorar la situación económica. Deesgraciadamente, el país está al borde de la quiebra.
- La invasión de las islas Malvinas les vendría muy bien - intervino Fox -. Serviría para desviar la atención de la gente.
- Como los romanos - dijo Ferguson -. Pan y circo, pra manetener contenta a la turba. ¿Más té?
Volvió a llenar la taza de Gabrielle, quien dijo:
- No comprendo qué tengo que ver yo con esto.
- Es muy sencillo.
Ferguson le hizo una señal a Fox, quien abrió la carpeta, tomó una vistosa tarjeta de invitación y se la entregó. Decía en inglés y español que Su Excelencia, el embajador argentino ante la Corte de Saint James, Calos Ortiz de Rosas, invitaba a Mademoiselle Gabrielle Simone Legrand a un cóctel y cena fría a las 19:30, en la Embajada Argentina, Wilton Crescent.
- Cerca de Belgrave Square - dijo Fox amablemente.
- ¿Esta noche? - dijo ella -. No puedo. Tengo entradas para el teatro.
- Esto es importante, Gabrielle.
Ante otro gesto de Ferguson, Fox abrió la carpeta, sacó una foto en blanco y negro y la colocó sobre la mesa frente a Gabrielle.
Ella la tomó. El retratado vestía uniforme de aviador militar, del tipo que usan los pilotos de jet. Llevaba un casco de aviador en la mano derecha y un pañuelo al cuello. No era joven, tenía por lo menos cuarenta años y, al igual que la mayoría de los pilotos, no era demasiado alto. Su cabello era oscuro y ondulado, levemente canoso en las sienes, su mirada era apacible y tenía una cicatriz que surcaba su mejilla derecha hasta el ojo.

- El comodoro Raúl Carlos Montero - dijo Fox -. Su madre es una destacada figura de la sociedad de Buenos Aires. Su padre murió hace un año. Sólo Dios sabe cuántas hectáreas de tierra posee la familia, además de todas las vacas del mundo. Son muy ricos.
- ¿Él es piloto?
- Sí, y un tipo obsesivo. Estudió idiomas en Harvard y luego ingresó en la Fuerza Aérea argentina. Se entrenó en la base de la Royal Air Force en Cranwell y luego con los sudafricanos y los israelíes.
- Algo que debemos tener en cuenta - dijo Ferguson, parándose ante la ventana -, es que no estamos ante un típico fascista sudamericano. En 1967 pidió la baja. Durante la guerra civil nigeriana fue piloto de Dakotas para Biafra... Volaba de noche de Fernando Po a Port Harcourt. Muy arriesgado.

" Luego se juntó con un aristócrata sueco, el conde Carl Gustaf von Rosen. Biafra compró cinco Minicom, aviones de adiestramiento suecos. Les pusieron ametralladoras y todo lo demás. Montero fue uno de los idiotas que salió en ellos a combatir a los Mig rusos, pilotados por egipcios y alemanes orientales. Tiempo después se reincorporó a la Fuerza Aérea. - Fox le mostró otra más foto -. Ésta es en Port Harcourt, justo antes del fin de la guerra..."
Montero vestía una vieja chaqueta de aviador, tenía el cabello revuelto, ojeras y el rostro fatigado. La cicatriz en la mejilla estaba inflamada y roja, como si la herida fuese reciente. Gabrielle sintió un fugaz impulso de reconfortar a ese hombre a quien ni siquiera conocía. Al dejar la foto sobre la mesa, su mano temblaba levemente.

- ¿Qué se supone que debo hacer?
- Él asistirá a la cena esta noche - dijo Ferguson -. Seamos fracos, Gabrielle: por lo general, los hombres te encuentran irresistible y, si haces un pequeño esfuerzo...
La frase quedó flotando en el aire, inconclusa.
- Comprendo - dijo ella -. Se supone que debo seducirlo y llevármelo a la cama, con la esperanza de que me diga algo importante sobre las Malvinas. Todo sea por Inglaterra...
- Es una forma bastante grosera, aunque precisa, de decirlo.
- Y usted es un hijo de ****, Charles.
Se puso de pie y tomó su fusta.

- ¿Lo harás? - preguntó él.
- Creo que sí. De todas maneras, ya he visto la obra a la que pensaba asistir y Raúl Montero parece muy interesante.
Cuando hubo partido, Fox se sirvió otra taza de té.
- Por supuesto - dijo Ferguson -. A nuestra Gabrielle le fascina el teatro de la vida. ¿Qué sabe usted de ella, Harry?
- Si no me equivoco, ella y Tony Villiers estuvieron casados durante cinco años.
- Exacto. Padre francés, madre inglesa. Se divorciaron cuando ella era muy joven. Estudió política y economía en la Sorbona y pasó un año en la universidad de St. Hugh, en Oxford. Conoció a Villiers en la Fiesta de la Primavera en Cambridge y se casaron. ¿Cuántas veces trabajó para nosotros Harry?
- Cinco. Una en la que yo tuve participación directa. Las otras cuatro fueron a través de usted.



Parte 2
 
Gracias a vos José!:cheers2:
Continúo con la saga un tramo más, luego debo irme, pero continuará...




En el gran salón de la Embajada Argentina reinaba un ambiente de esplendor. La luz de las arañas de cristal llegaba a todos los rincones y se reflejaba en las paredes cubiertas de espejos. Hermosas mujeres con magníficos vestidos; hombres apuestos, con uniforme de gala; algunos dignatarios eclesiásticos, de escarlata y púrpura. Era una escena más bien arcaica, como si los espejos reflejaran un vago recuerdo de un pasado distante, mientras las parejas de baile giraban sin cesar al son de una música lejana.
Los tres músicos, ubicados sobre una tarima en un rincón, eran buenos, y la música era muy del gusto de Raúl Montero. Las viejas melodías: Cole Porter, Rodgers & Hart, Irving Berlin... Sin embargo, estaba aburrido. Se excusó ante el grupo que rodeaba al embajador, tomó un vaso de agua Perrier de una bandeja que llevaba un camarero, encendió un cigarrillo y se apoyó despreocupadamente contra una columna.
En su rostro pálido, los ojos, de un azul llamativo, se movían constantemente a pesar de su aspecto de aparente tranquilidad. El uniforme de gala le sentaba a la perfección; lucía las condecoraciones sobre el bolsillo izquierdo. Todo su cuerpo transmitía una energía, un desasosiego que indicaba a las claras que deseaba algo más vigoroso que una simple fiesta mundana.
La voz del mayordomo se alzó sobre los ruidos de la sala: "Mademoiselle Gabrielle Legrand."
Montero alzó la vista sin demasiado interés y entonces la vio, reflejada en el espejo de marco dorado que tenía enfrente.
Perdió el aliento. En cuanto pudo recuperarse se volvió con esfuerzo para mirar a la mujer más hermosa que había visto en toda su vida.
Uno de los rasgos más llamativos de Gabrielle era el cabello, que ya no llevaba recogido; era muy rubio y estaba cortado al estilo sauvage. Por detrás le caía hasta los hombros, pero delante parecía corto, liso, suave a los costados, enmarcando un rostro de gran belleza.
Los ojos eran de un color verde brillnate, los pómulos altos le daban un aire escandinavo, la boca era ancha y hermosa. Vestía un modelo Yves St.-Laurent de noche, con hilos plateados y abalorios, y el dobladillo desparejo muy por encima de la rodilla porque la mini estaba nuevamente de moda. Al entrar, su paso arrogante parecía decir tómame o déjame, me da lo mismo...
Raul Montero jamás había visto a una mujer que pareciera tan capaz de enfrentarse al mundo entero en caso de necesidad. Ella, a su vez,, al verlo, experimentó una sensación extraña, irracional, y se volvió hacia otro lado como si buscara a alguien.
Inmediatamente se le acercó un joven capitán del Ejército argentino, con todo el aspecto de haber bebido demás. Montero esperó el tiempo suficiente como para que el oficial comenzara a cansarla y luego se acercó, abriénsoe paso entre la multitud.

- Por fin llegaste, chérie - dijo en excelente francés -. Te he estado buscando por todas partes.
Los reflejos de ella eran veloces. Se volvió con elegancia, se alzó y lo besó en la mejilla.
- Empezaba pensar que me había equivocado de fiesta...
- Con su permiso, señor.
El capitán se retiró, desconcertado. Montero, burlón, miró a Gabrielle, y ambos rieron. Le tomó las manos y las retuvo con suavidad entre las suyas.
- Supongo que esto le sucede con frecuencia - continuó hablando en francés.
- Desde que tenía catorce años, más o menos...
Había tristeza en sus ojos verdes.
- En consecuencia, no tendrá una buena opinión de mis congéneres, ¿verdad?
- Si se refiere a que no me gustan los hombres, tiene bastante razón. - sonrió -. Hablo en términos generales.
Montero miró las manos de ella.
- Ah, excelente -exclamó.
- No comprendo - dijo ella, perpleja.
- No lleva anillo de matrimonio. -Y, sin darle tiempo a decir nada, agregó -: Comodoro Raúl Carlos Montero, a sus órdenes. Sería para mí un honor y una alegría que me concediera esta pieza y todas las demás.
La tomó de la mano y la llevó a la pista. El trío arrancaba con Our Love is Here to Stay, en ritmo lento de foxtrot.
- Sumamente apropiado - dijo él, y la estrechó.
Gabrielle prefirió callar. Montero bailaba bien, su brazo le rodeaba la cintura con suavidad. Ella le rozó suavemente la cicatriz de la mejilla con un dedo.
- Cuénteme...
- Esquirla de obús. Combate aéreo.
- ¿Cuando? Nunca he sabido que Argentina fuera a la guerra - musitó ella, con absoluta sorpresa. Era buena actuando.
- Una guerra ajena - dijo él -. Hace mucho tiempo. Es una historia muy larga.
Gabrielle rozó nuevamente la cicatriz. Montero soltó un gemido y musitó en español:
- Dicen que el amor a primera vista existe, pero siempre me pareció ridículo.
- ¿Por qué? - dijo ella en el mismo idioma -. ¿Acaso los poetas no han dicho desde siempre que ése es el único amor que vale la pena?
- ¿También habla español? - exclamó él, asombrado -. Qué maravilla de mujer.
- También inglés -dijo ella-, alemán y un poco de ruso. Apenas.
- Asombroso.
- Quiere decir, por tratarse de una hermosa rubia de lindo cuerpo...
Percibió la amargura en su voz y se alejó un poco para mirarle el rostro. El de él reflejaba ternura y también cierto autoritarismo.
- Si la he ofendido, perdóneme. No era mi intención. Aprenderé a mejorar mis modales. Déme tiempo.
Cuando la música calló, él la alejó de la pista.
- ¿Champagna? -propuso-. Supongo que será su bebida preferida, puesto que es francesa.
- Claro que sí.
Chasqueó los dedos para llamar al camarero, tomó una copa de la bandeja y se la ofreció, gentil.
- Dom Perignon... el mejor. Esta noche queremos hacer amigos e influenciar a la gente.
- Lo necesitarán - dijo ella.
- No comprendo - dijo él, frunciendo el entrecejo.
- Algo que oí en un noticiero televisivo, esta tarde. El Parlamento británico discutió el problema de las Malvinas. Dicen que la Marina argentina está efectuando maniobras en la zona.
- No son las Malvinas - dijo él -. Para nosotros son las Malvinas. - Se encogió de hombros -. Un antiguo litigio que no vale la pena discutir. En mi opinión, tarde o temprano los ingleses negociarán con nosotros. Quizás en un futuro no muy distante...


Parte 3
 
Llovía y había niebla en las calles. El impedrmeable que había conseguido Montero para ella estaba empapado, lo mismo que el pañuelo con que cubría su pelo. Él seguía de uniforme, aunque su esplendor estaba oculto bajo un abrigo de oficial.
Habían caminado varias millas bajo la lluvia, seguidos por el coche oficial, conducido pacientemente por un chofer. Ella llevaba zapatos sin tacón, qu és le había conseguido de una de las criadas de la Embajada.
Birdcage Walk, El Palacio, St. James Park. Montero jamás se había sentido tan a gusto en compañia de otro ser humano.
- Está segura que quiere seguir? - preguntó cuando se acercaban al puente de Westminster.
- Claro que sí. Le prometí algo especial, ¿recuerda?
- AH, me olvidaba.
Llegaron al puente y ella giró hacia el terraplén.
- Bueno, helo aquí. El lugar más romántico de la ciudad. En esa película, Fred Astaire cogía del brazo a la dama y le cantaba una canción mientras caminaban y el coche los seguía pegado a la acera.
- Bueno, pero el tránsito no es el mismo que entonces. Y hay demasiados coches aparcados junto a la acera.
El Big Ben dio la priemera campanada de la medianoche.
- La hora de las brujas - dijo ella -. ¿Le gustó la excursión con guía?
Él encendió un cigarrillo y se apoyó en la pared.
- Sí, me gusta Londres. Es una ciudad maravillosa.
- ¿Y los ingleses?
Él demostró su extraordinaria intuición.
- Ningún problema. Yo me adiestré con la RAF en Cranwell. Eran buenos, de lo mejor. Sólo había un inconveniente: para ellos los sudamericanos somos "latinos" y si, por casualidad, un latino resulta buen piloto, el mérito es de quienes lo adiestraron.
- ¡Qué estupidez! - dijo ella con ira -. No les deben nada. Usted es un gran piloto. De los mejores.
- ¿De veras? ¿Cómo lo sabe?
La lluvia empezó a caer con más fuerza. Montero silbó para el el coche se acercara.
- Será mejor que la lleve a su casa.
- Sí - dijo ella -. Creo que es lo más apropiado.
Tomados de la mano, corrieron al coche.


El Pissarro en la pared de la sala de estar del apartamento en Kensington Gardens era hermoso. Montero lo contempló durante un largo rato, de pie y con una copa de brandy en la mano.
Gabrielle salió de su dormitorio, cepillándose el pelo. Se había puesto una vieja bata de baño, evidentemente masculina y demasiado grande para ella.
- Si la vista no me engaña - dijo Montero -, este Pissarro es auténtico.
- Mi padre tiene mucho dinero - dijo ella -. Electrónica, armamento, cosas por el estilo. Tiene su centro de operaciones en Marsella. Me mima demasiado.
Él vio la bata de baño y su expresión se entristeció.
- Era mucho esperar que una muchacha como tú llegara a la madura edad de veintisiete años sin problemas. Veo que eres casada, después de todo...
- Divorciada - corrigió ella.
- Ah, comprendo.
- ¿Y tú?
- Mi esposa murió hace cuatro años. Leucemia. Yo era un tipo difícil de complacer, y mi madre dispuso el casamiento. Ella era así. Mi mujer era la hija de un amigo de la familia.
- ¿Buena partido para u Montero...?
- Exactamente. Tengo una hija de diez años llamada Mercedes, que vive muy contenta con su abuela. No soy un buen padre. Tengo poca paciencia.
_ No lo creo.
Él se acercó. la tomó en sus brazos y le rozó el rostro con sus labios.
- te amo. No me preguntes cómo es posible; es así simplemente. Jamás he conocido a nadie como tú.
La besó y ella respondió al contacto de sus labios;pero enseguida lo rechazó con un extraño temor en la mirada.
- Por favor, Raúl, no, ahora no.
Montero le tomó las manos con delicadeza y asintió.
- Claro. Comprendo. de veras, créeme. Puedo llamarte por la mañana.
- Sí, hazlo.
La soltó, tomó su abrigo y fue hacia la puerta. Se giró y sonrió; una sonrisa única, extraña y de un encanto tal, que ella cruzó el cuarto y colocó las manos sobre sus hombros.
- Eres tan bueno... No estoy acostumbrada a que los hombres actúen así. dame tiempo.
- Todo lo que quieras.
La puerta se cerró con suavidad y Gabrielle apoyó su espalda en ella con una sensación de placer como jamás había conocido.
Montero se introdujo en el coche de la Embajada y el chofer lo puso en marcha. Un minuto después, Tony Villiers salió de un portal cercano. Encendió un cigarrillo y, cuando el coche se alejó, alzó la vista hacia la ventana del apartamento. En ese momento se apagaron las luces, permaneció allí un rato más y luego se alejó, a pie.

Sentado en la cama, apoyado en varias almohadas, el brigadier Charles Ferguson hojeaba una montaña de papeles. En ese momento sonó el teléfono rojo, la línea directa entre su oficiana y el cuartel general del Servicio de Seguridad, en un edificio anónimo de ladrillos blancos y rojos en el Wets End, cerca del hotel Hilton.
- Aquí Ferguson.
- Señor, ha llegado un mensaje cifrado de la CIA en Washington - dijo Harry Fox -. Aparentemente, los argentinos invadirán las Malvinas en los próximos días.
- Conque esas tenemos. ¿Y qué dice el Foreign Office?
- Que son puras tonterías, señor.
- Típico de ellos. ¿Tiene noticias de Gabrielle?
- Todavía no.
- Una cuestión interesante, Harry. Raúl Montero es uno de los pocos pilotos de la Fuerza Aérea argentina que posee experiencia en combate. Me inclinaría a pensar que, si estuvieran por hacerlo, lo llamarían a Buenos Aires.
- Son muy astutos al mantenerlo aquí.
- Cierto. Bueno, le veré por la mañana. Si no tenemos noticias de Gabrielle al mediadía, la llamaré.
Cortó la comunicación, tomó una carpeta y siguió con su trabajo.


Parte 4
 
Honestamente un libro chotongo, Y el argento de la FAA estaba enamorado de una minita, no me acuerdo si se la trajina o no. Encima creo que no. Sin misil y sin mina-
 
A la mañana siguiente, Gabrielle le abrió la puerta a Montero; acababa de salir del baño, llevaba puesta la misma bata. Él vestía blue jeans y una vieja chaqueta de aviador.
- Dijiste que me vistiera informalmente.
- Se te ve espléndido. Tengo ganas de pasear. podemos ir por Kensington Gardens hasta Harrods. Debo hacer algunas compras.
- De acuerdo.
Encendió un cigarrillo y se sentó a leer el periódico de la mañana mientras ella se vestía. Había una reseña de la sesión del día anterior en el Parlamento, con la interpelación a la primera ministra acerca de las Malvinas. Leyó el informe con interés, y levantó la vista cuando Gabrielle volvió a la sala. Estaba increíblemente bonita.

La multitud en Kensington Gardens era extraordinariamente cosmopolita. Árabes y asiáticos de diversas nacionalidades se codeaban libremente con discretos ingleses. Había gente tumbada en el céspoed, muchachos jugando al fútbol bajo el sol, y miradas de admiración para Gabrielle que provenían de todas artes. Ella se tomó de su brazo.
_ Hay algo que quiero saber. ¿Por qué vuelas?
- No podría hacer otra cosa.
- Apuesto a que tienes tod el dinero del mundo. Podrías hacer lo que quisieras.
- Trataré de explicártelo - dijo -. Cuando era niño, tenía un pariente de mi madre, en México. Era un hombre fabulosamente rico, perteneciente a una de las familias más ilustres, pero desde la niñez lo dominaba una sola pasión.
- ¿Las mujeres?
- No, hablo en serio. Los toros. llegó a ser torero, matador profesional, lo cual era una vergüenza para su familia porque los toreros por lo general son considerados allí como gitanos o muchachos de los barrios más pobres.
-¿Y bien?
- Una vez le acompañé mientras lo vestían con el traje de luces para una corrida especial en la Gran Plaza de Ciudad de México. Estaba deslumbrado por ese espectáculo que en la Argentina se desconocía. Conté las cicatrices en su cuerpo. había sufrido nueve cornadas. Le dije: "Tú lo tienes todo y sin embargo eres torero. Todas las semanas luchas contra animales adiestrados especialmente para matarte. ¿Por qué lo haces?"
- ¿Y qué respondió?
- Me dijo: " No podría hacer otra cosa." Bueno, lo mismo me sucede a mí.
Ella le rozó la cicatriz.
- ¿A pesar de los riesgos?
- Era más joven en esa época. Un idiota. Creía en las grandes causas. La justicia, la libertad, todas esas hermosas tonterías. Ahora soy más viejo. Estoy gastado.
- Ya lo veremos...
- ¿Es una insinuación?
- ¿Qué le pasó a tu tío?
- Sufrió la cornada frinal...
Gabrielle se estremeció:
- Vaya.
Se Aferró con más fuerza a su brazo, como para tranquilizarse. Cruzaron los jardines y bajaron por Kensington Road.

Montero vio las lágrimas en los ojos de ella.
- Dios mío - dijo con furia -. Odio a los hombres, pero tú eres demasiado bueno. Jamás conocí a un hombre como tú.
Él detuvo un taxi que pasaba. Antes de subir ella preguntó:
- ¿Qué pasa? ¿Adónde vamos?
- Volvemos al apartamento. Kensington Palace Gardens, por favor. Excelente ubicación. Muy cerca de la Embajada Soviética.


Montero y Gabrielle estaban en la cama; él la estrechaba con un brazo y miraba las cortinas blancas, agitadas por la suave brisa que entraba por la ventana entreabierta. Hacía años que no se sentía tan feliz.
Había un radiocassette en la mesa de noche junto a la cama. Ella lo conectó y la inimitable voz de Ella Fitzgerald llenó el cuarto con Our Love is Here to Stay.
- Para ti - dijo ella.
- Muy amable de tu parte.
La besó en la frente, descuidadamente. Ella soltó un suave gruñido de infinita satisfacción y apoyó su vientre en el muslo de él.
- Fue hermoso. ¿Podremos repetirlo algún día?
- Si me das tiempo para recuperar el aliento...
Ella sonrió y le acarició el vientre.
- El pobre viejecito. Aléjate un poco, quiero mirarte.
Los ojos verdes, muy abiertos y brillnates de ella lo contemplaron como si quisieran memorizarlo.
- La cicatriz - dijo -. Cuéntame.
Montero se encogió de homrbos.
- Durante la guerra civil de Nigeria yo volaba de Fernando Po a Port Harcourt. Usábamos Dakotas para transportar medicamentos. - Sus ojos parecían recrear el pasado-. Caía una lluvia torrencial. Truenos y relámpagos. Un caza Mig ruso apareció a mi espalda. Después me enteré de que el piloto era egipcio. Simplemente quería derribarme. A los pocos segundos los otros tres tripulantes estaban muertos o moribundos. Yo guardo este recuerdo.
Se acarició la cicatriz.
- ¿Qué hiciste?
- Bajé a quinientos pies de altura. Cuando volví a verlo detrás, bajé los alerones del Dakota. Era como pararse en seco en el aire. Estuve a punto de caer.
- ¿Y el Mig?
- No le quedó espacio para maniobrar. pasó de largop y se estrelló en la jungla.
- Muy inteligente de tu parte.
Le rozó los labios con el dedo.
- Quiero ser totalmente honesto contigo, ¿comprendes? - dijo él, soñoliento -. Jamás he sentido lo mismo por otro ser humano.
Gabrielle sintió una puntada de dolor en su corazón. Forzó una sonrisa.
- No te preocupes. Duerme. Tenemos todo el día por delante.
- Te equivocas. Tenemos el resto de nuestras vidas. -sonrió -: Siempre me han gustado las ciudades de noche. Cuando era joven, al pasear de noche por Londres, París o Buenos Aires, sentía esa magia, algo estimulante en el aire. Una sensación de que algo maravilloso me aguardaba a la vuelta de la esquina.
- ¿Adónde quieres llegar?
- Tengo cuarenta y cinco años - dijo-. Cuarenta y seis en Julio. ¿De qué signos eres?
- Capricornio.
- Leo y Capricornio, qué horrible combinación - murmuró -. No hay esperanzas para nosotros.
Ella lo besó y momentos después él se durmió.


Gabrielle contemplaba el jardín desde la ventana, y pensaba en él, cuando sonó el teléfono en la sala.
- Por fin te encuentro - dijo Ferguson -. ¿Alguna novedad?
- Ninguna.
- ¿Está contigo ahora?
Ella tomó aliento.
- Sí. Está durmiendo en el cuarto.
- La cosa se pone candente. Todos los indicios sugieresn una invasión. ¿Estás segura de que permanecerá en Londres?
- Sí. Absolutamente.
- Muy bien. Te llamaré luego.
Al cortar la comunicación, sintió por Ferguson un odio que jamás había sentido por nadie en su vida. Entonces oyó un grito de raúl Montero y corrió al cuarto.

Jamás había tenido una pesadilla tan vívida. El avión estaba semidestruido, perforado por todas partes, y el fuselaje crujía en la turbulencia. Había olor a humo y aceite quemado. Sacó fuerzas del pánico para liberarse de la capota de plástico que lo envolvía.
- Dios mío, no permitas que muera así - pensaba, y entonces la capota desapareció.
Sus dedos, pegajosos de sangre, buscaban a tientas el botón que lo expulsaría de la carlinga y entonces por encima de su cabeza pasó una sombra. Oyó un batir de alas y, al alzar la vista, vio un águila inmensa que se arrojaba sobre él para clavarle sus garras. Soltó un alarido de pánico. Entonces despertó: los brazos de Gabrielle lo rodeaban.


Parte 5



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Tal vez así sea Koinorr, es una visión inglesa del tema, una novela, pero refleja bastante bien lo vivido en aquella época, el entuerto de espionaje y contraespionaje fue real. Se intentó por todos los medios de obtener más Exocet, y los anglos hicieron lo imposible para que no lográramos nada. Digamos que se merecía una novela e incluso una película, porque el mundo hoy sabe que los ingleses pendieron de un hilo en la guerra de haber contado nosotros con más Exocet-SUE. De todos modos nos quedamos sin misil... en cuanto a la mina, no seas cortamambo y mala leche, me mato transcribiendo, y vos salís con esa?... Por más chotongo que sea, es una novela, lo aclaré, a qué juego podrido querés jugar chabón? Honestamente...
 
El libro de Jack Higgins es sólo eso, una novela. Es una forma de leer hechos históricos de una manera distendida. Podrá atribuirsele algunos hechos y contextos como reales pero nada más; es el estilo de Higgins, el bueno querible e incomprendido; el malo, odiado como a una suegra y la linda como frutilla del postre. Es igual al la saga The eagle has landed de los comandos alemanes de 1942, muy buena...novela pasatista. Saludos
Hernán.
 
HernanF, de acuerdo, por eso aclaré que es una novela... Pero, al menos vos no metiste palos n la rueda ni quemaste la historia o contaste el final. Lo que intento hacer es un condensado para que no sea pesado tampoco; sin embargo, cada tanto hace falta un poco de relato novelesco en Zona, con alguna frutilla de postre como decís, sobre una epopeya que tiene tanto para contar. Desde ya que no habrá datos precisos del autor, pero nos da una idea aproximada de cómo se dieron las cosas, desde el punto de vista de ellos, porque mucho material no hay al respecto. En cuanto pueda recurriré al material "serio" del que disponga, pero creo que amerita un poco algo de la novela pasatista o no, según la mirada, el interés o la necesidad de algunas/os de nuestros camaradas foristas. Creí conveniente transcribir algo al respecto, porque no todos disponen del libro. Para otros quizás haya sido mejor poner un link PDF del libro de Higgins, o les resulte engorroso parrtir de ahí. De todos modos, gracias. A Koinorr le diré que no tengo nada contra él, sólo que resultó ofensivo exponer así su idea, porque mi tiempo vale, y no es agradable que pongan en desmedro la labor de uno. Simplemente eso. En todo caso, intentaré hacerla corta, meter algo más, y chau con el tema.
Saludos!

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Ferguson se hallaba en su escritorio de Cavendish Square, trabajando con Fox, estudiando varios documentos. La puerta se abrió y Villiers irrumpió en el cuarto sin dar tiempo a que Kim lo anunciara.
- Mi querido Tony, se le ve muy alterado – dijo Ferguson.
- ¿Qué es esto de Gabrielle y el argentino Montero? – preguntó Villiers -. Los seguí hasta el apartamento anoche, así que no trate de negarlo. Usted le ha dado una misión, ¿verdad? No intente negarlo.
- No es asunto tuyo, Tony –dijo Ferguson -, ni ella tampoco desde hace algún tiempo.
Villiers encendió un cigarrillo y fue a la ventana.
- Está bien, de acuerdo. Pero igual puedo preocuparme, ¿no? En su última misión, en Berlín casi termina flotando en el canal.
- Pero nada de eso ocurrió – dijo Ferguson con paciencia -, porque usted, mi querido Tony, apareció en el momento justo, como siempre. Esto de Montero es un asunto de poco riesgo. Sólo tiene que arrancarle toda la información posible sobre la situación en las Malvinas.
- ¿Y para eso tiene que llevárselo a la cama?
- Eso no le concierne, Tony. Quieren que vuelvas a Hereford lo antes posible.
Bradbury Lines, Hereford, la sede del cuartel general del Regimiento 22 del Special Air Service.
- ¿Pero por qué, Dios mío? – preguntó Villiers.
Ferguson suspiró y se quitó las gafas de lectura.
- Es muy sencillo, Tony. Creo que usted irá a la guerra antes de lo que piensa...



En su apartamento de Belgrave Square, Raúl Montero escuchó horrorizado el informe del agregado militar de la Embajada.
- Dentro de dos horas parte un vuelo a París, Raúl. Es fundamental que usted lo tome. El vuelo de Air France a Buenos Aires parte a las 22:30. Lo necesitan allá, amigo. No me falle. Le enviaré un coche.
Las Malvinas. No puede haber otro motivo... De pronto comprendió muchas cosas. Pero además estaba Gabrielle. ¿Qué hacer con ella? Era la gran oportunidad de su vida de conocer la felicidad y de pronto todo se echaba a perder.
Se apresuró a guardar su ropa en una sola maleta. Cuando terminaba sonó el portero electrónico. Montero bajó, vistiendo todavía los jeans y la vieja chaqueta de aviador, y vio que el chofer lo aguardaba junto al coche. Se sentó a su lado, en el asiento delantero.
- ¿A Heathrow, comodoro?
- Pasemos primero por Kensington Palace Gardens. ¡Rápido! Tenemos poco tiempo.


Gabrielle aún no se había vestido. Estaba sentada en su tocador a punto de comenzar a maquillarse cuando sonó el tiembre del portero electrónico.
- Soy yo, Raúl. Abre rápido por favor.
Abrió la puerta y espero, con una sensación de premonición horrible. La puerta del ascensor se abrió con estrépito y apareció Raúl. Sus ojos reflejaban desesperación y dolor.
- Tengo dos minutos, nada más. Debo volar a París. Me han ordenado que vuelva a Buenos Aires.
- ¿Por qué? – exclamó.
- ¿Qué importa? – la abrazó y besó con furia, para descargar su ira y su frustración -. Qué vida tan miserable, ¿verdad?
Giró sobre sus talones y se fue. Las puertas del ascensor se cerraron con estrépito metálico. Gabrielle permaneció inmóvil un instante, luego se precipitó a su cuarto para vestirse.

Montero estaba en la puerta de salida de los vuelos internacionales, cuando oyó la voz clara y fuerte de Gabrielle que lo llamaba. Al volverse, la vio abrirse paso a la carrera entre la multitud. Vestía un pantalón de peto amarillo y tenía el cabello revuelto y el rostro pálido.
Se arrojó a sus brazos. Él la abrazó con fuerza y luego la apartó.
- Estás hermosa –dijo.
- Tonterías. Estoy sin maquillaje, con el pelo revuelto y me he puesto lo primero que he encontrado a mano.
- Hermosa –dijo él.
- Raúl, te amo. ¡Te amo tanto!
Él sonrió
- Hay un proverbio que dice que el amor es una ofrenda que debe devolverse con creces. Me has impuesto una gran obligación maravillosa.

Anunciaron su vuelo por los altavoces.
- ¿Escribirás? – preguntó ella.
- Tal vez. No te preocupes si no sabes nada de mí por un tiempo. Existen poderosas razones. Pero volveré, te lo juro. Eso es lo único que importa. ¿Verdad?
Gabrielle se tomó de su brazo y lo acompañó hasta la puerta de salida. Él se volvió por última vez.
- Hagamos un trato. Jamás volveremos a separarnos. No habrá más despedidas.
Y entonces partió. Ella apoyó el rostro en una columna y lloró. Luego fue al teléfono y se comunicó con Ferguson.
- Se ha ido – dijo – A París, y de allí a Buenos Aires.
- Qué repentino – dijo Ferguson -.¿te dijo por qué?
- No.
- Pareces angustiada, Gabrielle.
Ella apeló a esos términos claros, breves y expresivos del francés que no se enseñan en las escuelas de señoritas, para decirle lo que pensaba y colgó el auricular con violencia.


Al abrir la puerta y entrar en el apartamento, se encontró con Villiers, que salía del dormitorio.
- Lamento haber interrumpido así –dijo-. Cancelaron mi licencia, debo volver a Hereford. Vine a recoger algunas cosas.
Volvió al dormitorio a terminar de llenar la maleta que se hallaba abierta sobre la cama. Ella lo siguió, dispuesta a dirigir su ira y frustración hacia él.
- ¿Qué pasa? ¿Hay gente que degollar?
- Así parece.
- ¿Cómo te fue en Belfast?
- Horrible.
- Muy bien. Estáis hechos el uno para el otro
El cerró la maleta y dijo en tono sereno:
- En una época creí que esa frase significaba algo para nosotros dos.
- No, Tony. Tal vez merecía que la vida me castigara, pero casarme contigo fue un castigo excesivo.
- ¿Qué te he hecho yo? ¿Qué cosa tan horrible hice para que me odies tanto?
- Me casé con un extraño – dijo ella -. Sí, ya sé, estabas muy bien de uniforme, Tony, pero luego vino todo lo demás. En cada guerra que empezaba por ahí, te alistabas como voluntario. Borneo, Omán, Irlanda. Incluso Vietnam, por Dios. Me gustaría gritar unas cuantas cosas sobre ti y tu querido SAS, si no fuera por la ley de secretos de Estado...
Él la miró, hosco.
- No sabes lo que dices.
- Pues hay una sola cosa que tú sabes hacer, Tony, y la haces muy bien. Matar.
Él señaló la cama, las almohadas arrugadas donde ella se había acostado con Raúl Montero, y levantó la falda blanca y la camiseta amarilla que seguían en el suelo.
- Sé que a veces hay que sacrificarse en aras del deber, Gabrielle, pero me parece que esto es demasiado.
Su rostro se entristeció como el de una niña y se dejó caer en la cama.
- Le amo tanto, Tony –sollozó -. Nadie me trató así nunca. Y se ha ido. Se ha ido...
Él tomó su maleta y permaneció mirándola, impotente ante su angustia. Quiso decirle algo, pero no encontró palabras adecuadas. Entonces se volvió y salió, dejándola a solas con su pena.

Sentado ante su escritorio, Ferguson se desperezó. Estaba fatigado. Papeles y más papeles. Fue a la ventana y contempló el parque. A sus espaldas, la puerta se abrió e irrumpió Fox.
- Acaba de llegar un mensaje, señor. Algunas unidades de la flota argentina se han alejado de su zona de maniobras y se dirigen hacia las islas Malvinas. – Entregó el cable cifrado a Ferguson -. ¿Qué le parece, señor?
- Harry, jamás pensé que volvería a decir esto en mi vida pero, créame o no, me parece que estamos en guerra...



Parte 6
 
Nada mejor para las neuronas estresadas que una novela pasatista, estoy de acuerdo con usted, stormnacht. Saludos
Hernán.
 
Respecto de la Guerra en Malvinas todavía me siento muy acongojada no termino de comprender, la historia está muy caliente pero por otro lado la tecnología nos permite recopilar material para instruirse.
Suele ser importante a veces valorar el alma humana a pesar de la guerra, teniendo en cuenta el otro espacio que ocuparon las madres de los caídos, sus hermanos, hijos, familiares y amigos, que esperaban con inconmensurable amor que regresaran sanos, hoy lloran su ausencia, ó sobrellevan su sobrevida.
La novela como tal explica temas importantes para informarse y salir un poco del asombro, hoy parece mentira que valientes argentinos pelearon por nuestra soberanía, cuesta creerlo, a lo mejor para muchos es importante, y “para quien no lo sea que lo comprenda”.
Es bueno hablar del amor aún en guerra, ¿porqué solo aceptar historias de vida de otros países? ¿porqué ponerse en último lugar siempre?y menospreciar lo nuestro, me parece que es muy válido aunque el escritor no sea argentino...:svengo:
Así que espero se complete el resumen del libro que lo he tenido en mis manos y no me animé a leer…
Condensar un libro no debe ser fácil, Muchas gracias Stormnacht.:icon_bs:

Tessa Guex
 
Stormnacht, muy bueno lo suyo. Tengo que ocnfesar que soy un fanático de Higgins y hace años presté el libro en comento y jamás me lo devolvieron. . . . Los libros se leen y no se prestan.
 
Muy bueno Stormnacht lo estoy copiando a word, para leerlo entero, y al forista que opino le recuerdo que es una novela, que te puede llevar a leer e indagar mas en el tema, si lees un libro de tom clancy, decimos que pluma que datos que tecnica y son novelas, muy tecnicas algunas ,pero novelas al fin, sobre un hecho real se arma una fantasia para presentarlo y hacerlo atractivo, si queresmos certezas hay que esperar unos cuantos años a que inglaterra habra todos los archivos, una sillita comoda y a mu fumar y a cuidarse la presion que eso va a tardar muchos años.
Stormnacht muy buena tu iniciativa
saludos
hornet
 
El viento frío cruzó el Sena y la lluvia azotó las ventanas del café junto al puente, abierto toda la noche.
Era un lugar sórdido,muy frecuentado por las prostitutas, pero no en una noche, o mejor, madrugada como ésa, porque eran ya las cinco.
Acodado en el mostrador, el barman leía un diario,mientras Nikolai Belov, el único parroquiano, bebía café.
Belov tenía poco mas de cincuenta años, y durante los últimos doce había ejercido como agregado cultural de la Embajada Soviética en París. Vestía traje oscuro de confección inglesa, lo mismo que el abrigo azul. Era un hombre robusto y bien parecido, con una melena plateada que le daba un aire de gran actor. En realidad, era coronel de la KGB.
El café era bueno.
- Sírvame otro - pidió al barman -, y un cognac. ¿Ese diario es la primera edición?
- Salió a las cuatro - asintió el barman -. ¿Quiere hojearlo? Malas noticias para los ingleses en las Malvinas...
Belov sorbió el cognac y leyó la primera plana. Los Skyhawks argentinos seguían bombardeando la fuerza de operaciones inglesas en San Carlos y el estrecho de las Malvinas.
- Aquí lo que define es el Exocet - dijo el barman -. Qué arma extraordinaria. ¡Pensar que es francesa! Uno lo lanza a sesenta kilómetros, el misil cae a la superficie y se desliza a tres metros por encima de ella, a poco menos de la velocidad del sonido. Lo leí en un artículo en el Paris Match de ayer. Ese condenado aparato no falla nunca.
Lo cual no era cierto, pero Belov no tenía ganas de discutir.
- Es un triunfo de la tecnología francesa - se limitó a decir, alzando la copa, y el barman alzó la suya.
Una ráfaga de viento y lluvia entró al abrirse la puerta para dar paso a un hombre. Era pequeño, de pelo oscuro, rostro delgado y bigote. Su impermeable chorreaba agua y le costó cerrar su paraguas. Se llamaba Juan García, era el primer secretario del departamento comercial de la Embajada Argentina en París. En realidad era mayor de Inteligencia del Ejército.
- Nokolai - dijo García en buen francés y tendió la mano al otro con genuina cordialidad -. Me alegro de verte.
- Lo mismo digo - dijo Belov -. Pide un café. Es excelente, y el cognac te hará bien a la garganta.
Hizo un gesto al barman y encendió un cigarrillo mientras García se quitaba el impermeable.
- Dijiste que era urgente - dijo Belov -. Así lo espero. Es una hora horrible para estar en la calle.
- Es urgente - dijo García -. De la mayor importancia para mi país. ¿Has leído los diarios?
- Parece que nuestros amigos británicos lo están pasando mal. Otra fragata hundida y un destructor dañado. La cuenta va en aumento.
- Desgraciadamente, ése es sólo un lado de la moneda - dijo García -. El otro es que la mitad de nuestros bombarderos Skyhaws no vuelven a sus bases. Un nivel de pérdidas inaceptable.
- Eso significa, hablando con franqueza, que en poco tiempo vosotros no tendréis pilotos. A su vez, la flota británica tiene que soportar los bombardeos en la bahía de las Malvinas y el estrecho de San Carlos, y vosotros todavía tenéis Exocet. El ataque al Sheffield es muy elocuente.
- Pero no tenemos suficientes - dijo García -. Se lanzaron dos contra el Sheffield, y uno falló por completo. También fallaron en otros ataques. se necesita tiempo para acostumbrarse a semejante arma. Creo que lo hemos logrado. Tenemos buen asesoramiento.
- ¿De los expertos franceses?
- El presidente Mitterrand lo negará, pero sí, los franceses nos han ayudado con los lanzamisiles y los sistemas de control. T, desde luego, tenemos un escuadrón de bombarderos Super Etendard, que son esenciales para esta tarea. No conozco el aspecto técnico, pero parece que su sistema de radar es compatible con el Exocet. No se puede decir lo mismo del Mirage.
García estaba ocultando algo. Belov le dijo con suavidad:
- Cuéntame, Juan.
García removió el café. Evidentemente, estaba tenso.
- Hace un par de días una unidad del Special Air Service británico efectuó un ataque comando a nuestra base en Río Gallegos. Destruyeron seis Super Etendard.
Belov, que estaba al corriente del hecho hasta sus últimos detalles, asintió comprensivo.
- Eso habrá reducido vuestra capacidad ofensiva.
- Desde luego, los demás Etendards se encuentran en bases secretas. Aún nos quedan suficientes para lo que queremos hacer.
- ¿Qué es?
- Los británicos tienen dos portaaviones, el Hermes y el Invincible. Si hundios cualquiera de los dos, su cobertura aérea quedará drásticamente reducida. tendrán que retirar la flota.
- ¿Lo crees posible?
- Según nuestros expertos es cuestión de tiempo, pero necesitamos más Exocet. - Golpeó con el puño sobre la mesa-. Y los franceses, presionados por la Comunidad Europea, no os los dan.
- Exactamente.
- Se dice que los libioos ofrecen su ayuda.
- ya sabes cómo es Khadafi. habla mucho pero, cuando se decide a hacer algo, ya es tarde.
Se hizo el silencio y Belov encendió un cigarrillo americano.
- ¿Qué quieres de mí, amigo mío?
- Tu gobierno nos ha ayudado mucho. Con discreción, claro. Información proporcionada por el satélite, etc. Muy útil. Sabemos que estáis de nuestra parte en este asunto.
- No, Juan - dijo Belov -. En esto somos neutrales.
García dio rienda suelta a su exasperación.
- Por amor de Dios, deja de finjir, vosotros deseáis la derrota de los ingleses. Os vendría de perillas; semejante derrota sería un golpe psicológico desastroso para la Alianza Atlantica.
- Pues bien, ¿qué quieres?
- Exocets. tengo dinero. Está en Ginebra, todo el que haga falta. En oro o la divisa que quieras. Sólo te pido un nombre, un intermediario. No me digas que no puedes hacer nada.
Nikolai Belov lo contempló por unos instantes y luego miró su reloj.
- Está bien, déjalo en mis manos. te llamaré más tarde. A tu apartamento, no a la Embajada.
- ¿Tienes a alguien?
- Tal vez. Vete. Yo te seguiré.
García se fue. Una nueva corriente de aire frío barrió el salón. Belov se estremeció, echó una mirada de disgusto al sórdido salón y se puso de pie.


Parte 7
 



Belov vivía en un apartamento en el último piso de un lujoso edificio del Boulevard Saint Germain. Después de su cita con García se dirigió allí directamente. Tenía frío y estaba cansado, pero la perspectiva de encontrarse con Irana Vronsky le causaba placer. Era secretaria de Belov desde hacía diez años.
Al abrirle la puerta, Belov vio que vestía un u magnífico salto de cama de seda negra, que se abría al caminar y dejaba ver asimismo provocativas medias negras. Belov la abrazó.
- Qué bien hueles.
Lo miró con preocupación.
- Nikolai, estás helado. Te traeré café. ¿Qué ha pasado?
- Primero trae el café. Luego iremos a la cama. Y después te diré qué quería García y tú te encargarás de todo con ese gran sentido común que te caracteriza.


Irana yacía de costado en la cama, mirándolo mientras fumaba un cigarrillo.
- ¿Qué ganas con esto, Nikolai? Esos argentinos son unos fascistas. Gobierno militar y miles de desaparecidos. Prefiero a los británicos.
- Hablas así porque quieres que pida el retiro y nos instalemos en Kensington para que puedas ir de compras todos los días a Harrods – sonrió e inmediatamente se puso serio -. Este asunto me interesa por varias razones: una pequeña guerra en la que no participamos es siempre útil, sobre todo cuando se enfrentan dos países anticomunistas. Podemos obtener gran cantidad de información sobre el armamento que utilizan, etc.
- Es una buena razón.
- Hay otra importante, Irana. Con Exocet o sin ellos, los ingleses van a ganar. Sí, ya sé que la Fuerza Aérea argentina está haciendo un trabajo extraordinario, pero la Marina permanece anclada en puerto y el Ejército de ocupación de las Malvinas consiste principalmente en reclutas bisoños.
- ¿Significa eso que no ayudarás a García?
- Quiero hacer exactamente lo que me pidió, pero la cuestión es cómo hacerlo de manera tal que desacredite a la Junta que gobierna Argentina. Se abrirían enormes posibilidades de instaurar un gobierno popular…
- ¿En qué estás pensando, en una flota rusa instalada en Río Gallegos para controlar el Atlántico Sur?
- Exactamente. Suena hermoso, ¿verdad?
Belov permaneció tendido un rato.
- ¡Ya lo tengo! Donner. Le encantará hacerlo. ¿Dónde está?
- Esta semana está en Londres, creo.
- Llámalo, dile que tome el primer avión en Heathrow.



Felix Donner, presidente del consejo directivo de Donner Development Corporation lo convertía en un personaje conocido y muy respetado en los círculos financieros londinenses. Su trayectoria era ampliamente conocida. Se creía que era australiano, que había combatido co el ejército de su país en Corea. Después de pasar dos años en un campo de prisioneros en China, lo habían liberado y él se había instalado en Londres. Se había hecho millonario durante el boom inmobiliario de los sesenta. A partir de entonces había diversificado sus intereses, que abarcaban desde la electrónica a los astilleros. Solía aparecer en los diarios, jugando polo o saludando a la realeza en alguna cena de beneficencia.
Todo lo cual resultaba irónico, ya que ese personaje benéfico y popular era en realidad un tal Victor Marchuk, un ucraniano que no pisaba su patria desde hacía treinta años.
Los rusos tenían escuelas de espionaje diseminadas por toda la Unión Soviética. En la de Glacyna, los agentes adiestrados para operar en los países de habla inglesa vivían en una réplica de pueblo británico y aprendían todas las costumbres occidentales.
El auténtico Felix Donner, un huérfano sin parientes, había sido llevado de un campo de prisioneros en China a Glacyna para que Marchuk lo estudiara como una muestra de laboratorio.
Tiempo después, el falso Donner, que no era otro que Marchuk, fue devuelto a los chinos. Puesto que había sido el único sobreviviente de seis prisioneros de su unidad, nadie sospecharía de él, cuando fue dejado en libertad, año después.
Esa mañana, un saludable Felix Donner se paró, se acercó a la ventana del apartamento de Belov.
- Parece interesante…
- ¿Podrás hacer algo al respecto? – preguntó Belov.
- No lo sé. – Se encogió de hombros -. Quiero hablar con el argentino, García. Dile que venga y traiga todo el material en su poder sobre el asunto. Luego veremos.
- Muy bien. Sabía que podía contar contigo.


Juan García y Nikolai Belov bebían café en silencio junto a la ventana, mientras en el otro extremo, Felix Donner leía los documentos de la gruesa carpeta que había traído el argentino.
Después de un rato el australiano cerró la carpeta y encendió un cigarrillo.
- Es un asunto extraño. El Etendard es producido por Dassault, cuyo paquete de acciones pertenece en un cincuenta y uno por ciento al gobierno francés.
- Exacto –dijo García.
- Y el fabricante del Exocet es Aerospatiale Industries, empresa estatal, empresa estatal cuyo presidente es el general Jacques Mitterrand, hermano del presidente de Francia. Extraña situación, considerando que el gobierno francés ha suspendido toda ayuda militar a la Argentina.
- Sin embargo –dijo García -, afortunadamente, había un equipo de técnicos franceses en mi país antes del comienzo de las hostilidades. El equipo estaba en la base de Bahía Blanca y nos brindó una ayuda inestimable en la instalación y puesta a punto de los lanzamisiles y sistemas de control.
- Según he leído en la carpeta no es ésa la única ayuda con que cuentan ustedes. Este Bernard, el doctor Paul Bernard, les ha suministrado informes clave para el éxito de la operación.
- Es un ingeniero electrónico brillante – dijo García -. Anteriormente fue jefe de uno de los departamentos de investigación de la Aerospatiale. Ahora es profesor en la Sorbona.
- Me interesaría conocer sus motivos – dijo Donner -. ¿Por qué lo hace? ¿Por dinero?
- No, me parece que detesta a los ingleses. Cuando estallaron las hostilidades y el presidente Mitterrand impuso el embargo, llamó a la Embajada para ofrecernos su ayuda.
- Muy interesante – dijo Donner.
- Hay mucha gente que simpatiza con nosotros aquí – añadió García -. Tradicionalmente, Francia y Gran Bretaña no han sido muy buenos amigos que digamos.
Donner abrió nuevamente la carpeta y frunció el ceño. Belov estaba maravillado por su actuación.
- ¿Podrás ayudarnos? – preguntó García.
- Creo que sí. Por ahora no puedo decirle más. Desde luego, será sobre bases estrictamente comerciales. Francamente, no me interesa saber quién tiene la razón en este asunto. Puedo llegar a conseguirles algunos Exocets, por los que tendrán que desembolsar de dos a tres millones.
- ¿Dólares? – preguntó García.
- Yo opero en la City londinense, señor García. Mi única divisa es la libra esterlina. Y el oro. ¿Dispone de los fondos necesarios?
García sintió un nudo en la garganta.
- No hay problema. Esos fondos están depositados en Ginebra.
- Bien. – Donner se puso de pie -. Quiero hablar con el profesor Bernard.
- ¿Cuándo?
- Lo antes posible. – Donner miró su reloj -. Digamos a las dos de la tarde. En algún lugar público.
- ¿Las dos? – preguntó García con angustia -. Es un plazo muy breve. Quizá resulte imposible.
- Pues le sugiero que lo haga posible – dijo Donner -. El factor tiempo es esencial en este asunto. Si actuamos, debemos hacerlo en una semana o diez días, como máximo. Después será demasiado tarde, ¿no le parece?
- Por supuesto – dijo García con precipitación. Se volvió a Belov -: ¿Me permites tu teléfono?
- Usa el del escritorio
García salió.
- ¿Ya tienes un plan? – preguntó Belov.
- Es posible – dijo Donner -. He leído algo en esa carpeta que nos cae como anillo al dedo.
- ¿Estarás en tu apartamento de la Rue de Rivoli?
- Sí, Wanda ya está allí, para poner todo en orden.
- ¿Como está? ¿Siempre tan hermosa?
- ¿Alguna vez fui fácil de satisfacer?
Belov rió.
- Me pregunto qué harías si moscú te ordenara volver a la patria después de tantos años.
- ¿La patria? – dijo Donner -. ¿Qué patria? Además, no lo harán. Mis servicios son demasiado valiosos aquí. Soy el mejor. Tú lo sabes.
Belov meneó la cabeza.
- No te comprendo, Feliz. ¿Por qué lo haces? No eres ningún patriota, y siempre dices que para ti la política es un juego de niños.
- Es el único juego que vale la pena – dijo Donner -. Disfruto con él. Me gusta derrotar al enemigo, Nikolai, quienquiera que sea. Eso es todo.
- Te comprendo – asintió Belov -, de verdad. ¿Stavrou está contigo?
- Me espera en el auto.
García abrió la puerta y entró.
- Bien – dijo-. Todo está dispuesto...




Parte 8
 
Entretenida novela pàra leer en el verano bajo la sombrilla.
Recuerdo cuando me compre el libro era un pendex y cuando me di cuenta que era una novela me queria matar.
Encima el carapintada que me la vendio me ofrecia primero piloto sin piernas de Douglas Bader y como Exocet tenia mas "facha" me la lleve y hasta el dia de hoy me lamento !!
Que trabajito Stormnacht
 
Algo similar me sucedió a mí, tras Malvinas uno buscaba material, de pronto encontrabas otras obras que buscabas desde hace tiempo, pero la temática del Exocet me llamó, y dejé pospuse otra compra. Espero que mi humilde aporte les brinde un poco de distracción a algunas/os de nuestros compañeros foristas, así como datos o alguna idea de lo que sucedía por aquellos tiempos. Recuerdo que en plena guerra mi familia, amigos, compañeros de laburo y yo, rogabamos por que se obtuvieran más Exocet, luego de la llegada de cada información de un buque hundido o dañado, o del no regreso de nuestros pilotos. La increíble y por todos admirada valentía y temeraria tarea de nuestros halcones no merecía otra cosa que el profundo respeto y ruego por ellos. Es un humilde aporte. Saludos, y gracias a quienes me brindaron su aprobación, y a los que no también... por qué no!
 


La cita con Bernard tuvo lugar en un vapor para turistas en el Sena, aunque, debido a la lluvia, los turistas no eran muchos. Sentados bajo un toldo en la popa, Donner y Bernard bebían una botella de Sancerre. A pocos metros, apoyado contra la baranda, un hombre alto contemplaba el paisaje. Vestía impermeable, traje azul oscuro. Su nombre era Yanni Stavrou y se puede asegurar que tenía sangre turca en las venas. Había obtenido la ciudadanaía francesa por sus servicios en el regimiento de paracaidistas de la Legión Extranjera en Argelia. Hombre peligroso. Hacía diez años era chofer, guardaespaldas y mano derecha de Donner.
- Creía que García estaría aquí – dijo Bernard.
- No es necesario – dijo Donner -. Ya me ha dicho todo lo que sabe. Necesitan más Exocets con suma urgencia.
- Me lo imagino. Y a usted, ¿por qué le interesa?
- Me han pedido que se los consiga. Usted ya les ha brindado gran ayuda. Eso resulta en extremo peligroso para un hombre en su posición. ¿Por qué se arriesga?
- Porque discrepo con la medida del embargo. El gobierno se equivocó. No debimos haber tomado partido por ninguno de los bandos. Ha sido un error.
- Pero usted lo ha hecho. ¿Por qué?
- No me gustan los ingleses.
Bernard se encogió de hombros.
- Eso no bsta.
- ¿No basta? – Bernard alzó la voz, furioso, y Stavrou, siempre alerta, se volvió hacia ellos -. Déjeme decirle algunas cosas sobre los ingleses. En 1940 huyeron. Nos abandonaron. Cuando los alemanes llegaron a la aldea, mi padre y otros trataron de oponer resistencia. Un puñado de campesinos con fusiles de la Primera Guerra Mundial. Los ejecutaron en la plaza. A pesar de los años transcurridos... – escupió al río -. No me hable de los ingleses.
- Comprendo perfectamente – asintió Donner.
- Pero usted – dijo Bernard -, usted es inglés. No comprendo.
- Australiano – dijo Donner -. Hay una gran diferencia. Además, soy un hombre de negocios. De modo que vamos al grano. Hábleme de la Ile de Roc.
- ¿La Ile de Roc? – dijo Bernard, perplejo.
- Allí están probando el último modelo de Exocet. Usted se lo dijo a García. He leído sus notas.
- Sí, claro. Es más bien un peñasco, a unas quince millas de la costa bretona, al sur de St.-Nazaire. Si se mira hacia el mar, desde allí sólo se ve el Atlántico y luego Terranova.
- ¿Cuántas personas hay allí?
- Treinta y cinco, a lo sumo. Técnicos de Aerospatiale y personal militar de los regimientos de misiles. Oficialmente, es una base militar.
- ¿Ha estado allí?
- Por supuesto. Varias veces.
- ¿Cómo se llega hasta allí? ¿Por aire?
- No, es imposible. No hay dónde aterrizar. En realidad, la aviación militar aterrizó un pequeño avión en las playas en bajamar; pero no resultó práctico. Los helicópteros aterrizan con dificultad debido a los fuertes vientos en los acantilados. El clima es horrible, pero el lugar es bueno para su alistamiento. Generalmente van a tierra firme por mar. Al puerto pesquero de St.-Martin.
Donner asintió.
- Supongamos que yo quisiera saber qué sucede en la Ile de Roc en la próxima semana, o diez días, ¿podría usted averiguarlo? ¿Tiene buenos contactos allí?
- Excelentes - dijo Bernard -. Puedo conseguirle la información que desee, en el menor plazo. Se lo garantizo.
Donner llenó de nuevo los vasos.
- Este Sancerre es excelente.



Wanda Jones era una muchacha agraciada; la blusa de seda blanca y la falda negra acentuaban las suaves curvas. Pelo negro, grandes ojos rasgados y boca sensual. Por sus venas corría en parte sangre negra, cosa que se reflejaba en su piel, y cuando hablaba denotaba que había nacido en los barrios bajos londinenses. Donner la había recogido una noche en las calles del SOHO, cuando su amiguito del momento intentaba obligarla a ejercer la prostitución. Stavrou lo dejó con dos costillas y el brazo izquierdo rotos, tendido en el portal. A partir de allí, Wanda se vio arrojada en un mundo de lujo y placeres. Entonces tenía dieciséis años, pero a Donner le gustaban las mujeres jóvenes. El único temor de ella era que él la abandonara, porque realmente lo amaba.
Cuando entró en su escritorio en el lujoso apartamento de la rue de Rivoli, él estaba sentado en su sillón giratorio, estudiaba el mapa de la Ile de Roc y la zona costera de St.-Martin que Stavrou le había obtenido. Ya había discutido el problema esa tarde con ella, después de hacer el amor. Jamás le ocultaba nada, y Wanda estaba convencida de que eso reflejaba confianza por parte de él.
- ¿Crees que se puede?
- Claro que sí. Siempre se puede, si uno lo estudia con cuidado.
- Nikolai y ese señor, García te esperan.
- Muy bien. – Se volvió, la besó en el cuello y la atrajo hacia él para que se sentara sobre sus rodillas -. Le he dicho a Stavrou que alquile un avión aprivado. Quiero que vayas a St.-Martin – señaló el lugar con un dedo –, a primera hora de la mañana. Alquila una casa para nosotros en la zona. Una buena casa que esté disponible. Siempre las hay en esas zonas campestres.
- ¿Algo más?
- El resto te lo diré después. Diles a Nikolai y García que pasen.
Ella salió e hizo entrar a los dos hombres. Donner se puso de pie y fue a la ventana. Le encantaba la vista panorámica.
- Gracias a Dios, ha dejado de llover.
- Por favor, señor Donner – dijo García con impaciencia -, usted dijo que tenía novedades.
Donner se volvió hacia él.
- Por supuesto. Está todo bajo control, amigo mío. Creo poder asegurarle que el próximo lunes tendrá unos diez Exocets de la última serie.
García lo miró, reverente.
- ¿Habla en serio?
- Absolutamente. Déjelo en mis manos. Hay algo que debe hacer. Quiero que mi contacto sea un oficial de la Fuerza Aérea argentina. No un burócrata sino un piloto de primera. Un vuelo de Buenos Aires a París dura quince horas. Si envía el mensaje esta misma noche, el piloto podría estar aquí mañana o pasado.
- Por supuesto, señor. Enviaré el mensaje de inmediato. ¿Y la cuestión financiera?
- Eso lo arreglamos después.
Cuando García hubo partido, Donner fue hasta el bar y sirvió dos vasos de whisky.
- ¿Qué estás tramando? – preguntó Belov.
Donner le alcanzó un vaso.
- ¿Qué dirías tú, si, además de obtener los Exocets, hundo a los argentinos, obligo a los franceses a romper relaciones con medio mundo y provoco un escándalo internacional? ¿Te gustaría?
- Me encantaría – replicó Belov -. Cuéntamelo.
Donner le contó hasta el último detalle.




Ferguson seguía trabajando ya entrada la noche en su oficina del cuartel general, porque el Grupo Cuatro estaba atiborrado de trabajo. Además de funciones antiterroristas normales, ante la posibilidad de que se infiltraran en Londres unidades clandestinas argentinas, Ferguson tenía la responsabilidad de controlar y coordinar todas las acciones relacionadas con el Exocet.
Entró harry Fox, cansado.
- Buenas noticias de Perú. Nuestra gente, junto con las guerrillas antigubernamentales, destruyó un tren militar que llevaba cinco Exocets a una base peruana, cerca de Lima, para ser transportados a la Argentina.
- Gracias a Dios. ¿Qué pasa con los libios?
- Khadafi vacila. El rey Hussein y el gobierno egipcio le han dicho que no se meta en esto.
- Entonces, sólo quedan los fabricantes, Harry. Sabemos que los franceses han brindado ayuda técnica, pero eso fue producto de las circunstancias. Estaban allí, antes de que empezara todo.
- Una cuestión importante, señor. ¿Qué sucedería si tuviéramos problemas con nuestros propios Exocets? ¿Pediríamos asesoramiento técnico a los franceses?
- Esperemos que eso no suceda, Harry. Vuelva a su trabajo.
La lluvia golpeaba en la ventana. Ferguson miró hacia fuera, pensó en la flota en el Atlántico Sur, y se estremeció...
- Dios se apiade de ellos en noches como ésta.





La pequeña oficina en la residencia presidencial de Olivos, en las afueras de Buenos Aires, estaba silenciosa. El presidente, general Leopoldo Fortunato Galtieri, vestía de uniforme pero se había quitado la chaqueta y estudiaba una pila de papeles sentado al escritorio.
Era un hombre robusto, franco y llano en la conversación, el prototipo del soldado, a quien se solía comparar con el más pintoresco de los generales americanos de la Segunda Guerra Mundial, George S. Patton.
Golpearon a la puerta y entró un jovne capitán en uniforme de salida.
El presidente alzó la vista:
- ¿Qué sucede, Martinez?
- Ha llegado el brigadier general Lami Dozo, mi general.
- Dígale que pase. Que nadie nos moleste. No quiero llamadas telefónicas durante la próxima media hora. – Miró al capitán con una sonrisa encantadora -. Salvo que llegue la noticia del hundimiento del Hermes o el Invincible.
- Con permiso, mi general.
Martinez se retiró e instantes más tarde entró el brigadier general Basilio Lami Dozo, comandante de la Fuerza Aérea argentina.
Era un hombre elegante y bien parecido, cuyo uniforme le sentaba a la perfección; tenía un porte distinguido, a diferencia de Galtieri, hijo de una familia modesta, que había tenido que luchar duramente para llegar al puesto que ocupaba. Lo cual, quizá resultaba conveniente, puesto que, les gustara o no, ambos se veían obligados a trabajar juntos con el almirante Jorge Anaya en la junta tripartita que gobernaba el país.




Parte 9
 
El brigadier general Lami Dozo se quitó la gorra y encendió un cigarrillo.
- ¿Anaya no viene?
Galtieri sirvió dos copas de coñac.
- ¿Para qué? Bien podríamos prescindir de la Marina, en vista de lo útil que resulta. Gracias a Dios contamos con una Fuerza Aérea. Tus muchachos son unos verdaderos héroes. – Ofreció una copa a Lami Dozo -. ¡Brindo por ellos!
- Por los que quedan – dijo Lami Dozo amargamente, y sorbió el coñac -. La situación en Río Gallegos es desastrosa, todos tienen que volar. ¡Raúl Montero, por Dios! Está cerca de cumplir los cuarenta y seis y sigue combatiendo en bahía San Carlos en un Skyhawk. – Meneó la cabeza -. A veces pienso que yo mismo debería estar en la carlinga.
- Tonterías – dijo Galtieri -. Raúl Montero es un idiota romántico. Siempre lo fue...
- De acuerdo. Es magnífico. Lo admiro.
- Así lo llaman los muchachos. El Magnífico. No va a sobrevivir. La semana pasada efectuó once misiones. – Meneó la cabeza -. ¿Qué le diré a su madre cuando lo derriben?
- ¿A doña Elena? – Galtieri se estremeció -. No quiero ni verla. Esa mujer con la personalidad que tiene me hace sentir, en realidad, como disminuido. ¿Qué novedades hay?
- Averiamos la fragata HMS Antelope. Lo último que supe es que hubo una explosión y se incendió. Aparentemente, también averiamos el destructor Glasgow, pero no estamos seguros. Nos derribaron seis Mirages y dos Skyhaws. Algunos pudieron volver a la base, a pesar de los daños. – Meneó la cabeza con asombro -. La moral de los muchachos es fantástica! Pero esto no puede seguir. Nos quedaremos sin pilotos.
- Precisamente – dijo Galtieri -. Necesitamos más Exocets. De acuerdo con este informe cifrado de nuestra Embajada en París, podríamos tenerlos en cuestión de días. Léelo.
Fue a la ventana y contempló los jardines bajo el sol deslumbrante, mientras terminaba de sorber el coñac. A sus espaldas, Lami Dozo, dijo:
- Puede que tengas razón. Pero García aparentemente no sabe cómo ni dónde piensa conseguir los Exocets este fulano, Donner.
- Cierto, pero está convencido de que Donner cumplirá, y vale la pena intentarlo. Habrás visto que piden un oficial superior de la Fuerza Aérea para servir de intermediario y, si es piloto, mejor.
- Sí.
- ¿No se te ocurre quién es el más adecuado para la tarea?
Lami Dozo sonrió:
- Con eso lo conservaremos con vida y, además, da la casualidad de que habla muy bien el francés.
- No hay tiempo que perder. Mañana mismo debe partir hacia París.
Lami Dozo recogió su gorra.
- No hay problema. Ahora mismo viajo a Gallegos en el Lear Jet y me encargaré de esto.
- Quiero hablar con él antes de que embarque. – Cuando Lami Dozo se dirigía a la puerta, Galtieri lo llamó -: ¿Sabés qué día es pasado mañana?
- Por supuesto.
Era el martes 25 de mayo, la efemérides nacional argentina.
- Habrás planeado algo, ¿verdad?
- Haremos lo mejor que podamos.
Lami Dozo salió, el presidente suspiró, se sentó al escritorio y volvió a su trabajo.



Hundimiento del HMS Antelope

En Londres, Gabrielle Legrand estaba de compras en Harrods. Entró en la sección de aparatos eléctricos, donde una pequeña multitud se había congregado frente a un televisor encendido que transmitía el noticiario de la ITV. Se veían imágenes de barcos anclados en Bahía San Carlos, rodeados por una nube de humo. Todavía no habían llegado las películas filmadas en el lugar. Un comentarista anónimo describía el ataque: los Skyhawk argentinos comenzaban a lanzar sus bombas...
La voz emocionada describió la trayectoria de un misil Rapier, se oyó una explosión violenta y un Skyhawk cayó destruido.
Hubo aplausos en la multitud y una voz de hombre exclamó: “¡ Derribaron al hijo de ****!” Era comprensible. Ese era el enemigo. Los aviones pretendían asesinar a los muchachos. Y uno de aquellos muchachos era su hermanastro Richard. Sabía que se hallaba en un portaaviones a doscientas millas al este del estrecho de San Carlos, pero no a salvo. Los pilotos de helicóptero como Richard se enfrentaban diariamente al peligro, y sus aparatos de transporte eran los blancos preferidos de los misiles argentinos. Gabrielle rogó a Dios que protegiera a esos muchachos de veintidós años.
Sintió náuseas, y se alejó. Pensaba en Raúl.
Gracias a Dios, es demasiado viejo para pilotar uno de esos aparatos.
Salió de la tienda.




En ese preciso instante, Raúl Montero se hallaba a setenta y cinco kilómetros del extremo sur de la Argentina, a mil quinientos metros sobre el nivel mar, tratando de conducir hasta la base, desde su avión, a otro Skyhawk que había perdido la mayor parte de la cola y soltaba una estela de humo.
El joven piloto estaba malherido. Montero lo sabía y había abandonado todo el protocolo.
- ¡Ánimo José, falta poco!
- Imposible, Señor. – Había cansancio en la voz del joven -. Se cae. No puedo impedirlo.
Cuando el Skyhawk empezó a caer en picado, Montero dijo:
- ¡Teniente Ortega! – exclamó Montero -. Le ordeno que salte.
Un segundo después, la capota de la carlinga saltó y el piloto salió despedido. Mientras lo veía caer, lentamente, con el paracaídas abierto, Montero se comunicó con la base para dar a conocer su posición, rogando en su fuero interno que la misión de rescate marítimo llegara a tiempo.
Sobrevoló rápidamente la zona y vio cómo Ortega llegaba al agua y se desembarazaba del paracaídas. El bote salvavidas amarillo se infló y vio al joven tratando de subirse a él.
Un fuerte zumbido del panel de instrumentos le indicó que se le agotaba el combustible. Pasó una vez más, meneó las alas a modo de saludo y viró hacia la costa.

Al bajar de la carlinga del Skyhawk en la base de Gallegos, Montero vio al sargento Santerra, mecánico jefe de la tripulación, examinando el aparato y meneando la cabeza.
- ¡Por Dios!, mire la cola, señor comodoro. Obuses, cuatro por lo menos. Está todo agujereado.
- Ya lo sé. Al alejarnos de San Carlos nos persiguieron dos Harriers. Bajaron a Santini. Ortega casi llega, tuvo que saltar a setenta y cinco kilómetros de la costa.
- Usted es afortunado, Señor. Es asombroso. Tendría que haber muerto hace varios días ya…
- Mire lo que puede el amor de una mujer. – Raúl Montero alzó la mano y acarició el nombre Gabrielle, pintado en la carlinga -. Gracias, amor mío.

Al entrar en la sala de Inteligencia del edificio de operaciones, encontró al mayor Pedro Munro, oficial superior de Inteligencia, argentino de ascendencia escocesa y amigo personal de Montero.
- Por fin llegaste, Raúl. Un día de éstos no pasarás esa puerta – dijo alegremente.
- Te agradezco los buenos deseos – respondió Montero -. ¿Alguna novedad de Ortega?
- Todavía no. ¿Tienes algo que informar?
Montero tomó un cigarrillo de un paquete sobre el escritorio.
- Es un infierno, parece una de esas viejas películas que pasan por la televisión. Salvo que esto es de verdad. Hay muertos.
- Muy chistoso – dijo Munro -. Ahora vamos a los hechos concretos, si eres tan amable. ¿Hundiste algo?
- Creo que no, por la sencilla razón de que mis bombas no explotaron otra vez. ¿Tendrías la bondad de decirles a los de Armamento que ajusten bien los detonadores?
Munro se puso serio.
- Lo siento mucho, Raúl. De veras.
- Yo también – dijo Montero, y salió.

Caminó lentamente hacia el bar de oficiales, taconeando sobre la pista. Se sentía deprimido, agotado, al límite de sus fuerzas. Era demasiado viejo para esa clase de cosas; luego recordó lo que le había dicho Gabrielle acerca de que la edad era un estado de ánimo y sonrió. Pensaba mucho en ella. Todo el tiempo, en realidad. Ella estaba en sus pensamientos y en su corazón, volaba con él, dormía con él.
Cuando entró en la antesala, vio a Lami Dozo junto al fuego, rodeado por un grupo de oficiales jóvenes.
El brigadier general se excusó y fue al encuentro de Montero, con una sonrisa de verdadero placer. Se abrazaron formalmente
- Ayer estuve con su madre en una función de beneficencia. Reunía fondos para el Ejército. La encontré espléndida.
- ¿Vio a mi hija?
- No, estaba en la escuela. Como le dije, su madre estaba espléndida. Usted, en cambio, tiene un aspecto horrible. Basta de tonterías. Once misiones en una semana.
- Doce con la de hoy – dijo Montero -. ¿Tendría la bondad de ordenar que sean más cuidadosos con las bombas? Muchas no explotan. Es algo muy fastidioso considerando las molestias que uno se toma para lanzarlas.
- Tomemos algo – dijo Lami Dozo.
- Buena idea – Montero llamó al camarero -. Té, para mí. – Se volvió hacia el brigadier general -: ¿Me acompaña?
- ¿Té? – exclamó Lami Dozo -. Por Dios, ¿qué le pasa?
Montero le hizo un gesto al camarero, que se alejó
- Nada. Una amiga me convenció en Londres de que el café hace daño.
- ¿Quién, esa Gabrielle? Me contaron que pintó ese nombre en la nariz del Skyhawk.
- La mujer que amo – dijo Montero llanamente.
- ¿Tengo el placer de conocerla?
- No. Cuando no está en Londres, vive en París. ¿Algo más?
- ¿París? Si le queda tiempo, va a poder visitarla.
- No entiendo.
- Mañana viaja a París. Debe regresar ahora mismo a Buenos Aires. Galtieri quiere hablar con usted antes de que embarque.
- ¿Por qué no me lo explica?
Lami Dozo le explicó todo con lujo de detalles.
- ¿Qué le parece? – dijo, a modo de conclusión.
- Me parece que están todos locos – dijo Raúl Montero-. Pero, ¿quién soy yo para discutir una orden?
- Con eso podemos ganar la guerra.
- ¿Ganar la guerra? – Montero rió con amargura -. Esto no es una película. La guerra está perdida. Ni siquiera debería haber comenzado. Pero está bien, envíeme a París a divertirme mientras los muchachos siguen muriendo aquí…
En ese momento llegó el camarero con la bandeja. Montero se sirvió una taza de té con manos temblorosas. Se llevó la taza a los labios y sorbió el líquido caliente.
- El café es muy dañino –dijo.
Sonrió al recordar una mañana en Kensington, con Gabrielle en el baño, mil años atrás.
Lami Dozo lo miró preocupado.
- Se esfuerza demasiado. Debe descansar un poco. Vamos, viajará conmigo, partios en media hora.
Montero acabó de beber el té.
- Usted cree que estoy a punto de volverme loco, pero se equivoca. Ya estoy loco.
Cuando se disponían a salir, entró el mayor Munro. Echó una mirada alrededor del comedor, vio a Montero, y sonrió.
- Buenas noticias, Raúl. Recogieron a Ortega. Malherido, pero dicen que se salvará. Parece que el agua helada le salvó la vida al detener la hemorragia.
En ese instante reconoció al brigadier general y se cuadró.
- Tuvo suerte – dijo Lami Dozo.
- Esperemos que yo también – musitó Raúl Montero.




Parte 10
 



Cuatro horas más tarde, Lami Dozo y él fueron recibidos en el escritorio de Galtieri, en la residencia presidencial, Galtieri se adelantó a saludarlo, y le tendió la mano.
- Es un placer verlo, mi querido Montero. Sus esfuerzos en el frente han sido verdaderamente heroicos.
- No más que los de los pilotos bajo mi mando.
- Muy loable, aunque no es totalmente cierto. Bueno, Lami Dozo lo habrá puesto al tanto de esta importante misión. Contamos con usted.
- Haré todo lo que pueda, general. Solicito permiso para visitar a mi madre antes de partir.
- Por supuesto. Mis saludos a doña Elena. Vaya ahora mismo.
Nuevamente se estrecharon las manos, y Montero y Lami Dozo se retiraron. Cuando salieron, Galtieri llamó a Martínez por el intercomunicador.
El joven capitán se presentó y Galtieri le entregó el informe enviado por García desde París.
- Este es un documento sumamente delicado, Martinez. Traiga su cuaderno para que le dicte un breve informe sobre mi discusión con el brigadier general Lami Dozo y sobre lo que hemos resuelto.
- ¿Son copias para el brigadier general Lami Dozo y el almirante Anaya como siempre, mi general?
Galtieri meneó la cabeza.
- El brigadier general Lami Dozo ya lo conoce y el almirante Anaya no tiene por qué conocerlo. Una copia para mi archivo privado.
- Entendido, mi general.




Carmela Balbuena era una imponente señora de cincuenta y tantos años. Su esposo, capitán del Ejército, había muerto siete años atrás en la llamada guerra sucia entre el Gobierno y la guerrilla en el monte tucumano. Desde entonces trabajaba en la Casa de Gobierno y actualmente era secretaria ejecutiva.
Martinez le entregó personalmente el informe sobre el asunto de los Exocets.
- Hágalo usted misma y deposítelo en su archivo privado. Sin copias.
Era una persona que se enorgullecía de su trabajo. Lo mecanografió cuidadosamente en tres caras, pero a pesar de la instrucción de Martínez hizo una copia. Luego le mostró el trabajo.
- Excelente señora, la felicito. Archívelo después que él se haya ido.
-Lo dejo en la caja fuerte de la oficina hasta la mañana. ¿Puedo retirarme? Creo que no queda nada por hacer.
- Por supuesto. Hasta mañana.

Volvió a su oficina, puso en orden su escritorio, plegó cuidadosamente las tres hojas de copia y las guardó en su cartera. Cerró la puerta tras de sí y salió.

Carmela Balbuena no pudo tener hijos, de modo que había dedicado todo su afecto a su sobrino, hijo de su único hermano. Ella era socialista, aunque no comunista, y detestaba a Galtieri y al régimen represor que había provocado la desaparición de miles de personas inocentes. Una de ellas era su sobrino, desaparecido de la faz de la Tierra tres años antes, tras su arresto en una concentración estudiantil.
Poco después de la desaparición del muchacho, había asistido a una función cultural en la Embajada Francesa, donde conoció a Jack Daley, un americano joven y simpático que le recordaba mucho a su sobrino. Daley era un hombre atento que la invitaba a conciertos y al teatro. También le preguntaba acerca de su trabajo en la Casa de Gobierno…
Cuando descubrió que él era agregado comercial de la Embajada de Estados Unidos y probablemente algo más, no se preocupó mucho. Le daba todo lo que él le pedía, incluso información valiosa recogida en su oficina.
Al retirarse ese día lo llamó desde el primer teléfono público que encontró; una hora más tarde se reunieron en un rincón del Rosedal de los Jardines de Palermo. Se sentaron en uno de los bancos junto a un parterre y ella le entregó una copia del informe oculta dentro de un diario.
- No te retengo – dijo -. He leído ese documento y es explosivo.
Jack Daley era agente de la CIA. Esa tarde volvió a su Embajada para leer el informe con tranquilidad. Concluida la lectura, sin perder tiempo, lo cifró y envió a Washington. Dos horas más tarde, por orden del Director de la CIA, fue enviada una copia al brigadier Charles Ferguson en Londres…



Fortunato Galtieri, Costa Mendez y Douglas Haig

Parte 11
 
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