Voy a intentar encontrarle la parte “positiva”, si el término cabe, a los futuros “acorazados” o “cruceros de batalla”. No tengo certeza sobre cuál sería la traducción más fiel del concepto.
Dame, dame, dame energía. Mucha más energía.
He leído que los destructores clase Arleigh Burke han llegado prácticamente a su límite de desarrollo. Sus plantas propulsoras, redes eléctricas y sistemas asociados ya no pueden aportar mucha más energía de la que actualmente generan. Esto podría resultar insuficiente frente a las nuevas armas en desarrollo, especialmente aquellas de energía dirigida: cañones láser, de microondas y electromagnéticos.
A ello se sumaría una nueva generación de radares de mayor alcance, potencialmente capaces de detectar misiles balísticos intercontinentales en fases muy tempranas de su trayectoria, así como sistemas de guerra electrónica cada vez más potentes, que operarían, en buena medida, por “fuerza bruta”. Tampoco debe perderse de vista el creciente consumo energético asociado a la inteligencia artificial aplicada a la gestión del combate, la fusión de sensores y la toma de decisiones en tiempo real.
Quizás —y solo quizás— los planificadores estadounidenses estén llegando a la conclusión de que necesitan una plataforma capaz de generar mucha más energía eléctrica para alimentar todos estos sistemas. Y, naturalmente, una planta de generación de ese tipo requiere también un abastecimiento considerable de combustible.
Las alternativas son conocidas: reactores nucleares o grandes centrales termoeléctricas, con prestaciones comparables a las que demanda un centro de datos de gran escala. En cualquier caso, si se requiere una planta de generación eléctrica de gran tamaño, radares voluminosos, antenas de guerra electrónica masivas, computadoras de alta capacidad y enormes bancos de supercondensadores para alimentar armas láser, de microondas y electromagnéticas, el resultado es inevitable: el buque que transporte todo eso termina siendo grande y pesado.
Y casi lo olvido: todo ese sistema también genera enormes cantidades de calor, que deben disiparse. Eso implica grandes y complejos sistemas de refrigeración y radiadores de dimensiones considerables.
Como antecedente ilustrativo, basta recordar a los submarinos clase Typhoon (Akula) de la antigua Unión Soviética. No fueron grandes por una cuestión de prestigio o exceso, sino porque los misiles R-39 que debían portar eran excepcionalmente voluminosos. El arma condicionó el diseño del vector, y no al revés.
El arma define al vector.
Pues bien, las “nuevas armas” demandan una fuente de energía que, aparentemente, los Burke ya no pueden proporcionar. Se trata de una exigencia energética sin precedentes, que reclama una nueva generación de buques. A partir de allí, todo lo demás crece en consecuencia.
Confirmar esta hipótesis requerirá estudios más detallados sobre la demanda real de energía de estas armas y sistemas digitales. La cantidad de “disparos” que deben almacenar los supercondensadores de los cañones láser y electromagnéticos implica, además, un volumen significativo bajo cubierta.
Tal vez no sea casual que China, que también parece avanzar de manera decidida en el desarrollo de armas de alta energía, tienda a construir buques de mayor tamaño. Incluso los experimentos japoneses con cañones electromagnéticos de menor escala arrastran consigo enormes y pesados bancos de supercondensadores.
Una vez que se dispone de plataformas tan grandes, resulta lógico aprovecharlas para embarcar una gran cantidad de misiles de todo tipo.
Grupos de Ataque de Superficie
Por otro lado, durante varias décadas de la Guerra Fría, Estados Unidos estructuró su poder naval en torno a distintos tipos de grupos de ataque: los grupos de ataque aéreo (portaaviones), los grupos de ataque expedicionarios (anfibios) y los grupos de ataque de superficie. En estos últimos se incluían los acorazados y los cruceros lanzamisiles.
Con el tiempo, se llegó a la conclusión de que los grupos de ataque de superficie eran redundantes y que los grupos centrados en portaaviones resultaban suficientes para garantizar la supremacía naval.
Cabe preguntarse hoy, a la luz de las crecientes dudas sobre la capacidad de supervivencia de los superportaaviones frente a nuevas amenazas convencionales, si no se estará reconsiderando la necesidad de recuperar los grupos de ataque de superficie.
Después de todo, un “acorazado” de unas 30.000 toneladas seguiría siendo considerablemente más pequeño y más barato que un superportaaviones de 100.000 toneladas. No solo sería más económico, sino que también requeriría menos tripulación. Si esta lógica se impusiera, y considerando los patrones tradicionales de organización naval estadounidense, podría pensarse en la conformación de hasta 12 grupos de ataque de superficie, lo que implicaría entre 12 y 24 “acorazados”.
Avanzar en esta dirección, sin embargo, supone asumir que la era del portaaviones está siendo seriamente cuestionada. Ya no garantizan por sí solos la victoria. Es un debate profundo, que probablemente merezca un análisis específico.
Síndrome Yamato
Dicho esto, me resulta imposible no hacer referencia a la doctrina naval del Imperio Japonés.
Japón entendió, correctamente, que no podía competir con la productividad industrial de Estados Unidos, su principal rival en el Pacífico. Ante esa limitación, intentó compensar la desventaja cuantitativa mediante una apuesta por la supremacía tecnológica. Si solo podía construir unos pocos acorazados, entonces cada uno de ellos debía ser capaz de enfrentarse, al menos, a dos acorazados estadounidenses.
Partiendo de la restricción que imponía el Canal de Panamá al tamaño máximo de los buques norteamericanos, Japón diseñó acorazados que superaban ese límite. Buques más grandes implicaban cañones más potentes y de mayor alcance, corazas más gruesas y la posibilidad de atacar sin ser alcanzados.
Con superioridad tecnológica, creían poder imponerse a la abrumadora productividad industrial estadounidense. Se equivocaron.
Hoy da la impresión de que Japón realiza un análisis similar frente a su nuevo competidor regional: China. Sin embargo, a diferencia del pasado, parece haber aprendido la lección. En lugar de apostar todo a la supremacía tecnológica absoluta, busca un equilibrio más cuidadoso entre cantidad y calidad, buscando una ventaja tecnológica suficiente como para disuadir a actores mucho más grandes.
Cabe preguntarse, entonces, si Estados Unidos no debería tomar nota tanto de estos antecedentes históricos como de los desarrollos contemporáneos.