OJOS EN LA NOCHE...

Halo camaradas, hace tiempo que no participo. Lo hago ahora poniendo a colación, y en consecuencia, causal y casual, una temática que siempre será actual: la invasión del espacio aéreo, sus efectos en los mismos protagonistas de un hecho ya histórico, con efectos impredescibles, pero no por ello no impensados, como siempre ocurre cuando hay choque de intereses políticos, económicos, etc. Así siempre han sido las cosas en el mundo que conocemos, pero hay gente que aún desconoce las implicancias del origen y la llegada de la cibertecnología, abarcando con sus infinitos tentáculos nuestros propios hogares, nuestros trabajos, y sobre todo, los órdenes de los organismos y estamentos del estado.
Cuando no existía la internet, cuando no existía el celular, cuando otros peligros insospechados se cernían sobre una humanidad doliente de guerras mundiales pasadas, las potencias y aliados sopesaron sus intereses primarios, luego de deglutir el conocimiento y recursos de sus enemigos, se vieron de pronto, enfrentados dos estados en potencia plena de sus capacidades imperiales. Los ideales comunes a todos, de un día para otro nos podían convertir en enemigos de nuestros amigos. E.E.U.U. y la U.R.S.S. La guerra fría ya había llegado, nacida tras el fin de la Segunda Guerra Mundial, y anunciada con las explosiones atómicas en Nagasaki e Hiroshima por parte de los norteamericanos. Pronto, los rusos harían uso y dominio de dichas armas de destrucción masiva. Con la llegada de la guerra fría a la sociedad, en ciertos términos para entonces, globalizada, comenzó en dominio del miedo, del terror al paso mal dado, a la decisión equivocada, a un dedo que presionara un botón que podría terminar con todos nosotros, con la humanidad entera, como civilización, y con las inconmensurables bellezas del planeta que habitábamos, para bien o para mal...
Acaso percibo que hoy nada ha cambiado, excepto la denominación de Guerra Fría II, y la llegada de una nueva era: la era del conocimiento... Acaso nos falte saber las verdaderas implicancias de ese saber en nuestro interior, tan aventurado y temerario como siempre...







OJOS EN LA NOCHE

Por el mayor Héctor Marcos Valeri
(Cuento publicado en Revista Aeroespacio n° 388, 1975)


EL INCURSOR – 1

La tensión se podía palpar en el ambiente, pesado como esos días del verano, en los cuales la tormenta se avecina.
El agudo ruido de las turbinas tapaba la música de fondo en la cabina tenuemente iluminada por el reflejo rojizo de las luces de los instrumentos, que modelaban, con cinceladas indefinidas, los rostros de tres hombres.
Absortos, concentrados en los instrumentos, trataban infructuosamente de disimular, engañándose a sí mismos, la presión que, actuando sobre el pecho, les contraía el estómago.
Fugaces relámpagos mentales, rápidamente desechados, asaltaban sus mentes con todo lo que atrás había quedado – casa, familia, amigos -, tan cerca y a la vez tan increíblemente lejos.
Poco a poco sólo las bocas de labios fuertemente apretados y las frentes cruzadas por profundos pliegues fueron marcando la suprema decisión que las escuetas palabras, lanzadas entre dientes por el navegante, habían engendrado: “PUNTO DE NO RETORNO”.
Fuera, la tenue claridad de las estrellas sólo era perturbada por las silbantes masas oscuras que ágilmente acortaban la distancia al punto de destino...




EL CONTROLADOR – 1


Dos niveles bajo tierra, el frío de la noche se había transformado en aquél molesto calor; los extractores luchaban anónimamente por combatir, sin mayores resultados.
Lo avanzado de la hora y lo rutinario de la tarea contribuían eficazmente a crear ese ambiente propicio al relajamiento muscular y a ese distender la mente que, en raudo vuelo, se traslada a lugares más lugares agradables para los sentidos.
El monótono girar del haz luminoso de las pantallas de radar se transformaba en agente hipnótico de insospechada eficacia, al que sólo el sordo golpear de los tacos de goma del supervisor, en sus desplazamientos, presentaba desigual combate.
En aquel ambiente de siesta tropical comenzó suavemente a deslizarse un puntito brillante en el extremo superior izquierdo de la pantalla n° 3.
Sigiloso, pero decididamente, tratando de pasar inadvertido, trataba de dirigirse al centro de la pantalla, mientras ganaba en nitidez.
Bruscamente, la somnolencia del controlador n° 3 desapareció como por encanto. El pequeño punto brillante – ahora eran tres - accionó sobre su cerebro como lo hubiera hecho una gigantesca campana que resonara en medio del salón.
Sus sentidos estaban ahora totalmente pendientes de lo que sus ojos advertían, mientras sus manos se movían ágilmente, interrogando al radar.
El sordo rumor de los tacos de goma se había detenido a sus espaldas, mientras un pesado silencio había descendido sobre el lugar, en el que nadie parecía siquiera respirar.
Tan súbitamente como habíase entronizado, el silencio se quebró cuando una luz roja comenzó a parpadear sobre el tablero central...


EL INTERCEPTOR – 1


La concentrada luz de la linterna dejaba adivinar, más que ver, el verde claro matizado de rojo de las tapas del libro. En sus páginas, releídas una y otra vez, el joven Manfred von Richthofen preguntaba nuevamente al “as” alemán Boelke, cómo había conseguido derribar tantos aviones enemigos.
La respuesta volvió a surgir, ágil y fresca, a pesar de las letras de molde: “Muy fácil. Todo lo que hago es acercarme, apuntar bien y cae el otro...”
¡Todo parecía tan fácil! Sin embargo, el lector conocía perfectamente a ese tipo de héroe popularizado por el cine que, hermanado con su avión en intrépida o quizás temeraria independencia, hacía oídos sordos a las órdenes y recomendaciones, y tan oportunamente sabía demostrar su bondad y caballerosidad para, pocos cuadros más adelante, con los ojos fríos como el hielo apretar despiadadamente el interruptor de sus ametralladoras hasta que un espeso hilo de humo aparecía en la cola del avión perseguido, que explotaba luego aparatosamente.



Ese héroe, en fin, que contaba con un Jefe de Escuadrón bonachón y comprensivo, con una ilimitada capacidad para perdonar, convencido de que, como al final ocurría, su muchacho los salvaría a todos; ese héroe no era nada más que entretenimiento cinematográfico.
La realidad escapaba del libro y del tiempo. Había superado sus páginas hasta convertirlas en dulzón recuerdo de mágicos caballeros andantes del aire, montados en renqueantes y lentos Rocinantes.
Del héroe cinematográfico al eslabón final de una larga cadena, con la iniciativa enmarcada en un complejo mecanismo, con la individualidad transformada en equipos de especialistas, con los ojos hechos de ondas reflejadas y proyectadas en una pantalla y con el cerebro conductor a varios metros bajo tierra, había transcurrido toda una era...
Una era que había transformado a su vez el azar y la decisión intuitiva en cálculos matemáticos, complicados sistemas electrónicos y proyectiles dotados de una cuasi capacidad de razonamiento.
Era en la cual el cordón umbilical está constituido por ondas radiales que, al cortarse, ponen en grave peligro de fracaso el esquema total.
Finalmente, el gigantesco PACK de bombarderos, lento, pesado para maniobrar, erizados de defensas, con cazas de escolta alrededor zumbando cual protectores avispones, en el que la masa de bombas era directamente proporcional al daño causado y en el cual la gigantesca nube de aviones configuraba un blanco imposible de no ver, se había transformado en solitarias avecillas de rápido vuelo, casi tan rápido como el de los halcones encargados de interceptarlas, pero avecillas al fin, cuyo terso y aerodinámico buche dejaba escapar un caudal de destrucción y muerte que hubiera provocado pesadillas al mismo Douhet.
Las melancólicas reflexiones del lector se vieron súbita y dolorosamente interrumpidas por un sonoro timbre de alarma. Todo alrededor de él comenzó a hervir con febril actividad.
Sorprendido, se encontró a sí mismo moviendo sus manos con un automatismo que era resultado de la intensa práctica.
Como en sueños, notó que la escena a su alrededor desaparecía, mientras el timbre era reemplazado por el penetrante zumbido de las turbinas.
Al frente, dos largas y simétricas hileras de luciérnagas enmarcaban la raya intermitente que aparecía bajo la nariz de su avión.
Su mano derecha empujó decididamente el acelerador, los ojos fijos en los funcionales cuadrantes del tablero que, con barras, luces, agujas y colores, señalaban las menores variaciones de sus impulsos.
Las luces iban rápidamente acelerándose a sus costados, hasta que desaparecieron. A su frente y a sus lados sólo quedaban, parpadeantes, eternas, las estrellas, como apoyadas en el inmenso pozo de oscuridad que era debajo de él la Tierra.
En aquel momento, en sus oídos resonó clara y tranquilizadora una voz grave y bien conocida: “Gato 1, LO TENGO EN LA PANTALLA”.
Suavemente se relajó. El cordón umbilical estaba en perfecto estado.

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EL INCURSOR – 2


“8 minutos...”
La frase había rasgado el silencio que dominaba la cabina, pero, tras un fugaz instante, aquél había descendido nuevamente enseñoreándose en ella.
Ya no era total. Esporádicamente, ligeros chasquidos de minúsculos interruptores lo quebraban.
La misma tensión que hasta hacía momentos se experimentaba se había distendido, dominada por la actividad que bullía en la cabina mientras el chequeo final avanzaba metódicamente, con la misma velocidad con que las rugientes turbinas impulsaban aquella masa de cuerpo metálico, con cables en vez de arterias y un cerebro en forma de computadora.
Al frente, la meta final del recorrido se presentía ya. En él, millones de seres reían, jugaban, comían, amaban, reñían o estaban dulzonamente reclinados en brazos de Morfeo.
En la irreal pantalla de la mente, los tripulantes de las rugientes aves nocturnas podían entreverlos mientras, en dura lucha, la ya vapuleada conciencia era derrotada, una vez más, por abstractos conceptos de patria, victoria, acción y gloria.
La oscura y aerodinámica mole encerrada en el viento de la nave, quizás percibiendo aquellos pensamientos, exhaló larga, silenciosa y burlona carcajada que se confundió con el agudo silbar del aire que la rodeó cuando, debajo de él, las compuertas comenzaron a abrirse lenta e inexorablemente.
Nuevamente se escuchó la voz del navegante: “3 minutos...”


CONTROL DE INTERCEPTACIÓN – 2


A intervalos regulares, la computadora, con la silenciosa voz visual de sus pantallas, vertía impasible los datos de alturas, velocidades y rumbos, a los que se sumaban ángulos, distancias, velocidades relativas y tiempos de los móviles propios. Estos eran fácilmente distinguibles por el IFF que silenciosamente murmuraba: “Aquí estoy.”
Todo aquello, en vez de tranquilizar, aumentaba la tensión del recinto hasta límites insospechados, porque los otros puntos, aquellos que se movían sin molestar, se acercaban rápidamente al centro de las pantallas.
En la mente del controlador vibró una reprimida maldición. “Ellos” lo habían hecho muy bien; habían llegado tan bajos a pesar de la oscuridad de la noche que cuando los detectaron estaban ya muy cerca.
Recordó los largos estudios y el producto final de complicados análisis, que siempre llegaban a la misma conclusión.
- Hay que poner más radares.
- Hay que alejar la línea de defensa.
- No estamos aún en el alcance mínimo de detección.

Pero los ruegos obtenían siempre la misma respuesta y las respuestas se movían siempre con el ritmo impuesto por una orquesta llamada economía.
Aquello no tenía ya remedio y sí había que solucionar el cáncer que se desarrollaba rápidamente ante sus ojos.
La desesperación que lo iba dominando no enturbiaba la claridad de sus razonamientos ni se traslucía en el sonido claro y reconfortante de su voz que ahora se oía nítida y pausada:
“Gato 1 – Control. DEBE TENERLOS EN SU PANTALLA, A LAS DOCE...”


EL INTERCEPTOR – 2


Hacía mucho tiempo que se conocían y algo menos que operaban juntos. Recordó su figura normal, ni muy alta ni muy baja, tal vez, demasiado delgada (en realidad daba la impresión de tener más huesos que carne). ¿De dónde sacaría aquella voz tan grave y vibrante que resonaba en sus auriculares? ¿Y cómo diablos hacía para ser siempre tan exacto en sus apreciaciones? Porque en aquel segundo en que la voz se acalló sus ojos percibieron arriba, en el borde de su pantalla de radar, los puntos luminosos que habían interrumpido su lectura.
Un suave silbido, inaudible por la máscara de oxígeno, escapó de sus labios entreabiertos. ¿Qué había ocurrido? Acababa de despegar y ya los tenía en pantalla, directamente al frente. No había tiempo para buscar ángulos más favorables. ¿Cómo habían hecho para llegar tan cerca sin ser advertidos?
No había terminado de formular la pregunta cuando tenía ya la respuesta que había sido el problema insoluble de largas horas de discusión en el Centro de Operaciones. Habían entrado muy bajo, a pesar de la noche.
Recordó las palabras de su jefe de Escuadrón, al escuchar las bravatas propias de la Sala de Pilotos:
“NO HAY PEOR ERROR QUE SUBESTIMAR AL ADVERSARIO...”

Era cierto, los habían subestimado al creer que no serían capaces de hacerlo de noche o con mal tiempo, pero aún así, ¡qué cerca los habían detectado! Sólo tendrían una oportunidad de derribarlos.
Se estremeció al pensar en las consecuencias de un error. Porque a sus espaldas quedaban muchas personas, millones de ellas, aunque un egoísmo superior a sus fuerzas lo hacía pensar solamente en tres de ellas; su esposa yh sus dos hijos borraban la imagen de los demás.
Sus reflexiones no lo habían detenido; la larga y constante práctica equilibraba todos sus posibles alejamientos mentales. Una vez más otro axioma tenía razón: “Sólo la práctica, constante, llevada hasta crear el automatismo, puede suplir al cerebro en determinados casos”.
Por ello, independientemente de sus pensamientos, como si trabajara en un canal separado, una parte de su cerebro seguía respondiendo a las instrucciones del radar y sus manos lo confirmaban llevando al avión a la correcta posición de tiro.
Pero cuando el instante de usar sus armas se acercaba, todos los resortes de su mente acudieron a solucionar el problema que tenía entre sus manos. ¡No podía, no debía fallar!
La tranquilizadora voz del controlador sonaba ahora espaciadamente, ya que la tarea era sólo suya; sin embargo, cuando la escuchaba, le daba la tranquilidad de saber que su trayectoria era la correcta.
En el exterior todo seguía igual: las estrellas observaban impasibles, con su sabiduría de milenios, aquella minúscula acción en aquella partícula de polvo del Universo, que sus belicosos habitantes llamaban Tierra.
No podía ver el otro avión, pero podía imaginarlo, mientras el punto luminoso entraba en el círculo final de su pantalla de tiro. Podía imaginar incluso el rostro de sus ocupantes. ¡Son todos tan similares a la luz de los instrumentos! En cierta forma también los compadecía.
No había nada maligno en ellos, eran seres como él, padres, hermanos, esposos o hijos de alguien que los lloraría. Pero era distinto lo que significaban. Eran “el enemigo”. Eran símbolo de destrucción y muerte para los suyos. Y como tales, los individuos debían ser destruidos.
Por eso, con absoluta frialdad y en el momento preciso, su dedo accionó el disparador del misil.
La tobera del proyectil era un círculo de fuego que se iba apagando progresivamente a medida que se alejaba...

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EL INCURSOR - 3







En su radar habían aparecido los interceptores. Los veía acercarse sin poder hacer nada para evitarlo. El profundo pliegue de su frente había adquirido tal hondura que delataba la preocupación de la mente que tras él se ocultaba.
Sin embargo, todo se desarrollaba de acuerdo con lo previsto en las instrucciones recibidas. Si volaban bajo, bien bajo, los interceptores tendrían tan poco tiempo, a partir de la detección, que se verían obligados a interceptar de frente.
Sólo dispondrían de una oportunidad para derribarlos, y aquello también lo habían previsto. Si todo funcionaba bien, los blancos simulados que llevaban tendrían la masa suficiente para desviar los misiles interceptores.
Para lograrlo tendría que dispararlos en el momento preciso en que el interceptor alcanzara la distancia de tiro. Antes o después significaba el fracaso y la muerte. De allí el profundo pliegue de su frente. De allí la tensión de su cuerpo.
La noche seguía su curso cuando, en el momento que consideró preciso, accionó el disparador. A sus costados, casi simultáneamente, lo hicieron sus dos escoltas...


CONTROL DE INTERCEPTACIÓN – 3


El drama exterior del cual dependían tantas vidas, incluso las propias, era seguido en las pantallas de radar.
Nada se podía hacer ya, porque todo estaba hecho. La satisfacción. La satisfacción de que todo se había realizado con la precisión de un cronómetro no podía expresarse hasta conocer el resultado final, que ya no dependía de ellos.
Cuando en la pantalla aparecieron aquellos puntitos más pequeños alejándose de los incursores, hubo un instante de desconcierto; luego, y entonces perdida ya la calma, lanzó el aviso desesperado por el micrófono...


EL INTERCEPTOR – 3


La urgencia que vibraba en cada nota de la voz del controlador lo sobresaltó: “LANZARON BLANCOS SIMULADOS...”

Rápidamente comprendió, y sus ojos perforaron infructuosamente la oscuridad de la noche. Dándose cuenta del error, volvió rápidamente la vista a la pantalla del radar, y lo que en ella vio lo dejó paralizado.
Su misil se desviaba buscando el nuevo blanco más cercano. Con la mente paralizada, y una sensación de impotencia, siguió la trayectoria hasta que se unieron, se agrandaron por un instante, para luego desaparecer.
Consiguió reaccionar y con la gran frialdad de lo inevitable volvió la vista al otro punto, al real, que estaba ya muy próximo a su avión.
Rápidamente calculó su trayectoria y estableció un ángulo de colisión. ¡Aún le quedaba una oportunidad!
La escena le parecía irreal, como si él no fuera el protagonista. Ello le permitía lograr una calma absoluta y una mente totalmente clara. Cuando el radar le confirmó que era el instante oportuno, accionó el disparador de los cañones.
El fuerte y traqueteante ruido resonó en la cabina. Siguió rodando por largos segundos hasta que, de pronto, un tremendo fogonazo delante de él, tan cerca que parecía podía tocarlo, lo deslumbró...
En forma instintiva, tiró violentamente de la palanca. Sintió cómo se inflaba el traje anti “G” y comprimía sus piernas hasta un grado casi insoportable. La luz desapareció ante él, mientras lo ocurrido se abría paso en su mente. ¡Lo había derribado! ¡Había triunfado!

Un alborozado grito de júbilo brotó incontenible de su pecho, mientras hacía girar su avión hacia el punto de partida.
El grito se heló en sus labios, mientras su corazón parecía detenerse, y un intenso chirrido se escuchaba en los auriculares...
Ante él, rápida, majestuosamente, borrando las estrellas, iluminando la noche con los fulgores del Sol, una gigantesca bola de fuego se elevaba hacia el cielo.


EPÍLOGO

Parte del Comando de Emergencia:
“Anoche, tres incursores enemigos penetraron nuestro sistema defensivo. Dos de ellos fueron derribados. El tercero llegó a nuestra ciudad capital. Las pérdidas humanas y materiales son incalculables...”





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De diez su trabajo Sr Stormnacht, me deleite leyendo el relato, muy buen post.

Atte:
Don Albert Einstein
 
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