El himno inconcluso

Estimados foristas,

quería compartir con Uds. este emotivo relato del soldado conscripto Sergio Ariel Vanroij, quien durante la guerra de Malvinas se desempeñó en el Grupo Logística del RIMec 3 “General Belgrano”.

Fuente: Asociación de Veteranos de Guerra de Malvinas.


Habiendo pasado ya más de sesenta días en las islas, todo parecía empeorarse cada vez más. Los ataques de los buques ingleses que otrora habían sido esporádicos, irrumpían desde hacía más de dos semanas con frecuencia nocturna. Ya como una costumbre a la que no podíamos acostumbrarnos y no dejaba de sorprendernos, veíamos desde nuestra posición los fogonazos y estruendos que cada noche impactaban más cerca nuestro. A modo de contrapunto musical se hacían oír los aviones ingleses volando muy bajo, como buscando blancos de ataque. Y efectivamente un avión Sea Harrier atacó con un misil al radar, del cual nosotros nos encontrábamos a unos seis metros. No vimos nada de lo que quedó del radar sino hasta la mañana, ya que por orden de nuestros superiores permanecimos en nuestra posición. También recuerdo cómo un Sea Harrier fue derribado en vuelo por una de nuestras antiaéreas, y cuyo piloto logró eyectarse y caer al mar.

En medio de esos escenarios un día vi venir hacia mí a un soldado compañero, y gran amigo, Gustavo Saez, que venía del frente en terribles condiciones. Nos dimos un gran abrazo y le di un alfajor que tenía en el bolsillo proveniente de la única encomienda que pude recibir de mi familia en Buenos Aires.

Ante este estado de situación, un mediodía el Capitán López nos ofreció algo inusual: Un excepcional almuerzo de bifes con puré!!!. Así que se creó en ese momento un cuadro impresionista, algo así como “El Almuerzo Final”. Y así lo expresaron las palabras de nuestro Capitán: “Coman con gusto, soldados, este puede ser nuestro último almuerzo”. Tal era nuestra necesidad de alimento que los estruendos, disparos y los vuelos rasantes de los aviones los tomamos como “música funcional” del mejor restaurante porteño!!! No obstante, lo que más nos tranquilizó fue la actitud del Capitán López al comer con nosotros sin importar lo que estaba ocurriendo a nuestro rededor. En la guerra hay situaciones muy insólitas. No hay horarios, no hay regularidades. Entonces, si todos podemos aprovechar un tiempo para comer, se come, no importan las circunstancias, porque esa comida bien puede ser la última ó bien pueden pasar varios días hasta tener otra. Y eso también es tener “valor”. Además, la comida es igual a la prolongación de la vida del combatiente, o sea, es también combatir. Nunca olvidaré la valuable actitud del Capitán López.

Estas circunstancias eran ensordecedoramente angustiantes, indefinidamente tortuosas, en donde el vivir tenía mucho que ver con el sólo instinto.

De un instante a otro, todo aquel panorama de ruidos y estruendos cesó poco antes del amanecer. Había una tensa calma. No sabíamos qué esperar. ¿Sería el preludio de algo peor?

Nuestras mentes estaban lejos de presuponer el fin de la guerra. El silencio y la quietud nos atemorizaba y al mismo tiempo nos adormecía.

Amaneció. Un sol radiante iba elevándose convirtiendo el terreno en un escenario intrigante y silencioso, escenario sobre el cual, avanzada la mañana, vimos desfilar a nuestros compañeros que volvían de las líneas del frente. Voces de dolor y quejidos empezaron a invadir el silencio. Ahí fue cuando vi a dos soldados llevando en una palangana los restos de un compañero, el soldado Soria, de mi regimiento, que, según contaban, había pisado una mina. Otro! El soldado Reyes Lobos, quien el día anterior se había acercado hasta mí dándome una aerograma para que yo lo despachase a su madre, fue noticia: Había sido muerto por una esquirla.

Olores y hedores nauseabundos, como a ropa quemada, empezaron a inundar las calles de Puerto Argentino.

Ya la noticia de la rendición se había hecho oír. No cabía en nosotros ninguna expresión. No podíamos estar “contentos” por volver a casa. El desfile de heridos seguía pasando delante nuestro y tras el verde oliva oscuro y manchado de sangre se empezó a ver “otro verde”. Eran soldados ingleses. Venían tras los heridos. Ahí fue que nuestro capitán nos dijo que él sabía tanto como nosotros cuál sería nuestro destino, que estábamos en manos y a las órdenes de los ingleses. Pasado el mediodía recibimos órdenes de caminar con nuestro armamento y equipo en dirección al aeropuerto. Fue una intensa y lenta caminata integrada por todos los efectivos militares argentinos que se prolongó hasta horas de la noche. En un punto los ingleses nos hicieron dejar el armamento, el que se acumuló formando una montaña.

Seguimos la caminata bajo una noche casi sin luna y sin estrellas, la fina llovizna terminó por mojarnos, no todos teníamos el poncho de plástico. Las piernas se hacían cada vez más pesadas y a veces el andar se transformaba en una especie de baile, en un intento instintivo de descansar los pies al variar el movimiento. Algunos caían y volvían a levantarse. Los pies mojados pero calientes por el constante caminar, hacían que de los borceguíes manara vapor.

Finalmente llegamos al aeropuerto. Sus instalaciones estaban en ruinas y habían restos de aviones desparramados. Recibimos entonces órdenes de acampar y nos entregaron cajas con raciones de comida. En ese ínterin me reencontré con mi compañero y amigo, el Dragoneante Martín Bava. Nos dio mucha alegría saber que estábamos vivos.

La comida nos reanimó y, creyendo que podríamos descansar, llegó otra orden de levantarse y encolumnarse hacia el puerto. Otra larga y pesada caminata nos esperaba.

Llegamos a las inmediaciones del puerto antes del amanecer. Cada vez se veían más soldados ingleses. Ya encolumnados para ingresar al muelle descubrimos que pasábamos por un galpón donde estaban almacenadas unas provisiones de comida. Completamente a oscuras entramos allí. Detecté con mis manos algo que se parecía a una lata de dulce de batata. Efectivamente eso era y me la llevé conmigo a la formación, y abriéndola con mi sable bayoneta, mis compañeros y yo tuvimos una especie de desayuno.

La formación se acercaba cada vez más al muelle en donde nos esperaban los ingleses para revisarnos antes de hacernos subir a una barcaza. Al llegar mi turno de revisación, el soldado inglés vio que yo tenía un bulto en el bolsillo derecho de mi bombacha. Ese bulto era mi flauta dulce que aún conservaba y que en los momentos en que pude, durante la guerra, tocaba alentando a mis compañeros y a mi mismo. El soldado inglés, creyendo que poseía un arma me dijo que sacara lo que tuviera en el bolsillo. Saqué la flauta, se la mostré y me hice entender como para que me dejara conservarla. Éste al revisarla y ver que no representaba ningún peligro, dejó que la guardara nuevamente.

Una vez que la barcaza se hubo completado, nos hicimos mar adentro. A lo lejos veíamos un barco enorme. Tremenda fue la impresión que tuve al acercarnos cada vez más a semejante construcción. Yo nunca había visto antes un trasatlántico y verlo por primera vez me causó gran impresión, era como un gran edificio de dimensiones incalculables a simple vista. Subimos a él por una pequeña escalera de soga. Era algo semejante a escalar un edificio. Llegamos a una escotilla.

Yo inicié mi servicio militar en el Glorioso Regimiento de Infantería Mecanizado 3 “Grl. Belgrano”, en la Compañía C “Ituzaingó”, donde mi rol era “Apuntador de FAP”, luego de seis meses, se dispuso mi traslado a la Compañía Servicios, en la cual pasé a desempeñarme como escribiente en la oficina de Control y Cargos, del Grupo Logística.

Allí conocí a mi compañero, el S/C 62 Szpin que trabajaba en la oficina contigua.
Mi compañero, el S/C 62 Sabin, que era originario de la Compañía C al igual que yo, también había sido trasladado a la oficina junto a Szpin, de modo que al momento de embarcar hacia las islas, fuimos juntos como Grupo Logística al mando del entonces Capitán López. El grupo: Capitán López; Sargento Sarmiento; Cabo Parada; S/C 62 Sabin; S/C 62 Szpin; S/C 62 Martínez y yo. Martínez fue designado para tareas especiales, de modo que Sabin, Szpin y yo formábamos un trío de soldados muy unidos por una gran camaradería y amistad que nos unió durante toda la guerra y aún después de ésta.

Dada mi inclinación natural hacia la música desde niño, cuando terminé la escuela primaria decidí ingresar al conservatorio para estudiar música seriamente. Mi gran pasión: El Piano.

Ni bien ingresé tuve grandes avances en el estudio, lo que me permitió rendir exámenes en forma libre pudiendo así comenzar una carrera velozmente y muy prometedora.

Al ingresar al servicio militar interrumpí mis estudios, pero eso no pudo interrumpir mi música. “Me llevé la música al Ejército”, sin llegar a pertenecer a la Banda del Regimiento, yo era el “soldado músico” y siempre estaba provisto de mi flauta dulce, tocando en el cuartel en todo momento propicio.

Como dije antes, la escalera de soga nos condujo a una escotilla. No miré hacia abajo mientras subía para evitar sentir vértigo ya que el Canberra era increíblemente alto. Luego de hacernos transitar por algunos pasillos, los ingleses nos ubicaron en un salón muy grande a todos juntos (oficiales, suboficiales y soldados), era algo así como una confitería. Nos hicieron sentar en el piso. Al sentarme junto a mis compañeros empiezo a observar todo el salón y me encuentro con que hay un piano... ¡¡¡no lo podía creer!!!.

Le dije a mi querido compañero Carlos Sabin: ¡¡¡Mirá Sabin un piano!!!... ¡qué ganas de tocar!. "¡Y andá tocá el piano!" Me dijo Sabin. ¡¡¡Tocá el HIMNO NACIONAL!!! Vos sos loco? le dije. ¡Nos van a matar a todos!. ¡¡¡No seas tonto andá!!! Tocá el HIMNO!. Insistió Sabin. Y Szpin, que estaba ubicado frente a nosotros se unió a Sabin en un: “¡Tocá Vainroj! Tocá el Himno, tocá, ¡¡¡dale!!!”. Las voces de otros compañeros se unieron a las de Sabin y Szpin: "¡¡¡TOCÁ EL HIMNO!!!". Saez me miraba con ojos sorprendidos. Miré mis manos ennegrecidas y duras por el frío intenso, y por un instante pensé: ¿Podrán mis manos tocar?. Me froté las manos tan fuerte como pude y me dije a mí mismo: “Mi música no sale de mis manos, sino de mi espíritu, y mi espíritu no tiene por qué estar abatido, porque perdimos esta batalla y no la guerra. Tocaré por todos los compañeros que quedaron en la isla y por todos nosotros!”.

Así nomás me levanté, fui hacia el soldado inglés que estaba cerca del piano y le dije en el escaso inglés que sabía: "ái pléi de piano" a lo que me contestó con un gesto afirmativo de su cabeza y un “Oh, yes” y me abrió la tapa del piano. Me senté en una banqueta, hice algunas pequeñas escalas como para probar si el piano estaba en condiciones y comencé a ejecutar los primeros acordes del “Himno Nacional Argentino”.

Todavía antes de la entrada vocal: “Oíd, mortales...” se escuchó la voz de un oficial argentino que obviamente también había sido reducido a prisionero: ¡¡¡Soldados!!! ¡¡¡Todos de pié!!!, ¿¿¿¡¡¡No escuchan el Himno Nacional!!!???.Yo no lo vi porque estaba tocando el piano, pero me pareció ser la voz del Capitán López. ¡Imagínense a más de cien personas parándose en un sólo y enérgico movimiento! Esto alertó a la guardia inglesa. Inmediatamente el mismo soldado inglés que me había permitido tocar el piano, me agarró fuertemente del brazo mientras tocaba y me empujó junto con el resto de la tropa, que ya estaban otra vez sentados en el piso por orden y amenaza de los ingleses.

¿Qué me movió a tocar el piano en esa situación?. ¿Qué movió a mis compañeros a decirme “Tocá el Himno”?.¿Qué movió al oficial a decir que todos se pongan de pié?. Son cosas que sí las puedo responder: Estábamos, si bien dolidos, orgullosos de lo que habíamos hecho, habíamos perdido una batalla pero no la nobleza y la ingenuidad que llevó al oficial a ordenar con toda naturalidad “pararse”a la tropa ante los acordes de nuestro Himno Nacional, sin siquiera importarle que estábamos prisioneros. Era la obediencia incondicional de los soldados a las voces argentinas aún bajo el fusil inglés. Era haber perdido la batalla pero no la identidad argentina y ¡¡¡no había mejor lugar que ese para demostrarlo!!!

Queda el interrogante de saber si los ingleses supieron por qué todos se pararon “al unísono”, si lo relacionaron con la música que yo toqué, y, si acaso hayan reconocido en esa música al “Himno Nacional Argentino”.


Nota del Autor: Carlos Sabin formó una familia con más de dos hijos y se dedicó a la mecánica de automóviles. Lamentablemente falleció el 28 de julio de 2003 en un accidente de tránsito. Nuestra amistad perduró después de la guerra hasta su fallecimiento. A diferencia de mí, Sabin se acordaba con minuciosidad cada detalle de lo vivido en Malvinas y muchas cosas que he relatado aquí perduran en mi memoria gracias a él. Claudio Szpin formó una familia con dos hijos, no tuve contacto con él luego de la guerra sino hasta el año 2000, cuando me dijo que se dedicaba al teatro y me propuso trabajar en un proyecto musical que por falta de tiempo rechacé. En el año 2003 nos reencontramos velando a Sabin y hoy trabajamos juntos en una obra de teatro musical. Gustavo Saez fue mi compañero de camarote en el Canberra. Siguió dedicándose a la música y a la docencia y siempre estuvimos en contacto desde 1982 pero para hablar de música; la guerra siempre fue un tema tácito que solamente lo adivinaban nuestras miradas. Yo, Sergio Vainroj, a pesar de haber interrumpido mis estudios musicales por más de diez años, me dediqué a la música profesionalmente. En el 2004 retomé los estudios en el Conservatorio Nacional de Bs. As. No he formado mi
familia aún.
 
muy bueno...el cagaso que se pego el ingles...mama, te la regalo, por mucho fusil que tenga si se te vienen 100 tipos encima como que no haras mucho no?
muy buen relato, y una anecdota mas para aprender, gracias
 
Estimados foristas,

quería compartir con Uds. otro relato que pertenece al ex combatiente Lic. Roque A.Cundari, quien cuenta como entonaron la marcha que identifica al Regimiento de Infantería 1 Patricios "El Uno Grande", posterior a la caída de la plaza, el 14 de junio de 1982.

El mismo expresa:

Hace algunos días, con motivo de celebrarse el 196º aniversario del Regimiento de Infantería 1 Patricios, participé del acto que se llevó a cabo en la plaza de armas de la Unidad.
Como parte de la ceremonia, se entonó la marcha que identifica al RI1: "El Uno Grande"; una marcha que no solo hace mención al glorioso regimiento, sino que también resalta los valores de la perseverancia; el empeño en la lucha; el sacrificio de los que nos precedieron y la actitud que debe mantener el soldado Patricio y el arma de infantería toda, según mi modesto entender.
Como cada vez que escucho ese himno marcial, hoy como hace veinte años, la emoción me invade y el orgullo de haber pertenecido a ésta noble unidad, hacen que retome con renovada energía la lucha cotidiana a pesar de las contingencias, las situaciones pesarosas y hasta las más dramáticas instancias que se anteponen a lo largo de la vida.
Sin embargo, sucedió hace veinte años, un episodio en el cual, El Uno Grande adquirió una dimensión descomunal; única y sublime, y que en lo personal dejaría huellas que aún conservo como las más nobles que una experiencia dramática pueda brindar.
En esa ocasión no hubo banda; no se escuchó la introducción que inflama los corazones de los que nos disponemos a cantar; no estuvo presente la pompa y el color que rodea cada ceremonia a la que el Regimiento asiste; pero fue, en mi opinión, la más vibrante, la más emotiva y la muestra más acabada de la dignidad y el coraje Patricio.
Consigno aquí, que los hechos que a continuación relato; sucedieron tal y como son narrados; y que están dotados de la precisión y la objetividad que me otorga la distancia emotiva de los sucesos y la posibilidad de haber meditado acerca de ellos durante veinte años.
En los últimos días de la guerra de Malvinas, la desazón se iba apoderando lentamente de la tropa. El impulso vital por sobrevivir iba menguando.
En algunos casos, ésta situación se manifestaba con más severidad que en otros y era frecuente ver compañeros, que habiendo tenido el espíritu activo y jovial, aún en los peores momentos de la contienda, se iban sumergiendo en un abismo interior; alejándose del contacto para con los demás camaradas; enmudeciendo; y hasta negándose a recibir el alimento.
Sobre esta situación, se agregó el desanimo y la tristeza que ocasionó la noticia de la rendición.
Ese día no fuimos pocos los que lloramos de impotencia; de pena; de rabia. No podíamos concebir que tanto esfuerzo y sacrificio hubieran sido en vano.
Esa es la auténtica sensación de una derrota; la frustración extrema, inconsolable, el sentimiento de que se ha perdido absolutamente todo y aún así continuar vivo.
Creo que podría definirse como; la muerte temporal del espíritu. Esta pérdida enorme, de algo que excede lo material, sólo con más heroísmo se puede revertir.
Sólo con más dignidad se recupera lo perdido.
Este relato habla de cómo un grupo de soldados de la Compañía "A" Buenos Aires, reconquistó la dignidad, aún en la más desoladora de las situaciones que yo haya vivido, y con un gesto heroico mantuvo en alto el nombre del Regimiento de Patricios.
En esta instancia, el himno que identifica al regimiento jugó un papel preponderante.
Sucedió que posteriormente a la notificación de la rendición se nos ordenó que debíamos conducirnos hasta la ruta que llegaba desde Puerto Argentino hasta el aeropuerto.
Destruimos las radios y los equipos de comunicación y escondimos los restos según fuimos instruidos. Luego preparamos un equipo liviano con nuestras pertenencias y partimos hacia la ruta, al encuentro de las primeras requisas que llevaban a cabo las tropas inglesas y ante las cuales deberíamos entregar el armamento; cinturones; cascos; etc.
Solamente llevando algunas prendas que aún nos quedaban emprendimos la marcha hacia el aeropuerto, donde seríamos concentrados hasta que se decidiera y organizara el modo en que embarcaríamos con destino al continente.
No puedo recordar cuanto tiempo marchamos.
Si en cambio, registro que llegamos al aeropuerto en horas del atardecer.
Recuerdo también que nos deteníamos a mirar atónitamente los enormes cráteres que las bombas habían dejado y las huellas que el combate había plasmado sobre todo el lugar.
Lentamente nos íbamos concentrando; la marcha lenta; los ojos hundidos; las ropas y el calzado raídos por el implacable viento, el agua y el frío.
Eramos cientos, toda la zona se poblaba lentamente de figuras que buscaban algún resguardo antes de la noche.
La tristeza; las marcas del dolor físico y moral extremo y el agotamiento igualaban nuestras facciones.
A pesar de la cantidad de soldados que nos encontrábamos en el lugar, recuerdo vívidamente que no se oían voces.
Todo el aeropuerto era un lugar mudo; sin palabras; sin órdenes; sin códigos conocidos y sin embargo, todos sabíamos tácitamente que hacer.
En la madrugada del segundo día de permanecer confinados se nos informa que deberíamos emprender la marcha hacia la zona del puerto, donde embarcaríamos dos días después.
Luego de acompañar a los camaradas, imposibilitados de trasladarse por sus medios hasta un pequeño tinglado, bajo una tenaz llovizna y aún en las sombras, nos encolumnamos y comenzamos a caminar hacia Puerto Argentino.
Ya habíamos abandonado el resto de nuestras pertenencias y avanzábamos sólo con lo puesto. Aún así debíamos pasar por diversos retenes de las tropas inglesas, apostadas a lo largo de la ruta, que nos someterían a nuevos controles.
A menudo, a modo de intimidar, algunos soldados ingleses tomaban actitudes de maltrato innecesario y sobre actuado.
En una de estas ocasiones, el soldado que requisaba mis pertenencias, me arranca el escudo del regimiento que llevábamos cosido los patricios a la manga del abrigo y lo arroja sobre una pila de efectos personales, a un costado del camino, mientras mascullaba algunas palabras y con marcado gesto de desprecio.
A estas alturas, estas manifestaciones no nos afectaban, y no registro que hubiera entre nosotros quienes sintieran temor por ellas.
Por el contrario, frente a estos hechos recuerdo las miradas firmes puestas en el soldado inglés, y en algunos casos, la suspensión de estas manifestaciones hostiles de utilería, por parte del ocasional guardia. Sucedió en uno de estos altos que hacíamos en el camino; en una de esas requisas; que ya sea por saturación del trato indigno; por afirmación de nuestra identidad; o Dios sabe por que razón, espontáneamente, la Compañía entera comenzó a entonar las estrofas de "El Uno Grande" frente a la mirada desconcertada del enemigo inglés.
En principio algunos pocos. Lentamente nos fuimos incorporando todos los demás.
Se respiraba la honra en el aire frío de la mañana. Confieso que jamás escuché y canté ese himno con mayor énfasis y emoción.
Rápidamente, de todas las tiendas de campaña apostadas al costado del camino, salían los ingleses armados.
Las miradas puestas en nosotros, el gesto de desconcierto, el nervio activo en las armas. Algunos soldados cargaban y apuntaban tratando de intimidarnos y de silenciarnos. Por el contrario, con el transcurrir de las estrofas, la marcha se rugía, se escupía con bronca a la cara del enemigo vencedor. Difícil es describir todo lo que se vivió en ese momento.
No hay sensación comparable.
El grito de guerra cantado directamente a los ojos del enemigo.
Por un instante se desdibujaba quien era el que estaba venciendo. Insisto en que vi el estupor, el desconcierto y el miedo en los ojos de aquel que estaba apuntándome y no registro ni recuerdo haber vivido gloria o conquista que iguale a ese momento.
Cuando terminamos de cantar, un oficial inglés, gesticulando y balbuceando el castellano, se dirigió hacia nuestro oficial y le pidió: "basta, basta, no more".
Nuestro oficial simplemente nos indicó con un gesto que termináramos las acciones en ese momento y acatamos la consigna.
Ese momento, ese hecho, fue de una enorme trascendencia en nuestras vidas.
Recuerdo que nuestros gestos y nuestras actitudes cambiaron.
En principio nos mirábamos y nos sonreíamos como si nos volviéramos a reconocer. Hasta las actitudes corporales cambiaron.
Desde ese punto retomamos la marcha erguidos y orgullosos. Habíamos aprendido algo invalorable en medio de esa crisis devastadora.
En lo personal, ese día aprendí que la derrota es un concepto que se corresponde con la lógica o la semántica, pero que no se concibe en un espíritu libre.
Aprendí que el vencedor no siempre es aquel que empuña el arma contra el desarmado cuando éste lo supera en templanza y coraje.
Comprendí también que la dignidad no puede ser acallada y que por el contrario, es una condición con la cual se debe vivir y que se manifiesta siempre en las acciones de los hombres de honor; a veces cantando; otras veces rugiendo.
 

g lock

Colaborador
Aries... ¡¡Qué bueno!! ¡¡Impecable!! Excelentes relatos, que resaltan lo que ninguna situación desfavorable puede quitarnos JAMAS:
Nuestro convencimiento en los VALORES E IDEALES QUE DEFENDEMOS, y que debemos sentir con mayor convencimiento cuando la fortuna nos es esquiva...
Ambos relatos destacan los mismos aspectos

Un fuerte abrazo
 
Arriba