campaña antartica 73/74

Hace ya muchos años de esto, pero fue inolvidable. Me gustaría compartirlo. No sé si éste es el lugar correcto. Pero soy nuevo en este foro y no lo he explorado a fondo:

Osvaldo Alberto Bobasso Quilmes Argentina

Cuentista.
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Quince días debajo del paralelo 55.

A principios de diciembre de 1973 el aviso ARA Irigoyen, de la Armada Argentina, fue destinado a hacer un viaje a la Antártida, como apoyo a los buques que estaban llevando a cabo la campaña de ese verano.
Estas campañas, lideradas en esos años por el rompehielos Gral San Martín, tienen por objetivo el reaprovisionamiento de las bases argentinas en el continente antártico y el relevo del personal que pasó allí la invernada.
El barco, que hoy está apostado en la base naval Mar del Plata, tenía una tripulación de unas cincuenta personas.
En su viaje a la Antártida, hizo escala en el puerto de Ushuaia.
Ante la deserción, por enfermedad, de algunos conscriptos de su tripulación, el capitán solicitó voluntarios a la base aeronaval, que hacía las veces de aeropuerto de la ciudad, y donde yo estaba haciendo el servicio militar.
Como si fuese una aventura magnífica, varios compañeros míos al enterarse ni bien llegó el pedido, me despertaron, un jueves que tenía franco, para que me anotase con ellos antes de que se difundiera la noticia.
Pensaban, creo, que se trataba de un crucero de placer.
Obtenidas las autorizaciones de nuestros respectivos jefes, nos presentamos en el barco.
Nos recibió el segundo de abordo, que tenía aspecto de caballero.
Nos asignaron, como era de esperar, los catres más incómodos del sollado (nombre naval del dormitorio de los barcos)
Lo que podía llamarse “mi cama”, estaba a nivel del piso, la que le seguía hacia arriba estaría a unos 40 centímetros.
Para acostarse había que tenderse en el suelo y rodar dentro del catre; para dificultar la maniobra, se debía sortear una brida que sobresalía del piso unos 10 centímetros.
Esa misma tarde nos llevaron al buque Bahía Aguirre, para cargar algunos víveres necesarios para el viaje, que duraría 10 días. Ya nos había pasado el entusiasmo y añorábamos la comodidad de nuestra base en la que estábamos desde el mes de febrero.
Esto fue el día viernes. El sábado, salimos a navegar por el canal de Beagle, en un viaje de entrenamiento para los guardiamarinas de la tripulación.
También viajaban algunos civiles invitados, entre los que había algunas damiselas.
Invitadas al puente de mando, los oficiales querían emular a Lord Nelson en Trafalgar.
El domingo por la tarde zarpamos rumbo a la Antártida.
Con sorpresa, vimos también como voluntario a un cabo primero cocinero, con quien yo había tenido problemas por el robo de una torta, pero que habíamos hecho las paces con un planito para habilitar una pizzería, que le hice sin cargo.
Me sorprendió verlo apichonado y justificando su enganche por la oportunidad de conocer la Antártida.
El viaje por el canal de Beagle fue muy pintoresco, el paisaje era imponente; en la popa del barco, Ushuaia se fue haciendo más pequeña, hasta perderse en la bruma del atardecer.
Una vez llegados a la desembocadura este del canal, el capitán puso proa al sur, pasando entre las islas Navarino y Picton, para salir al temido pasaje de Drake entre las islas Nueva y Lennox.
A las 9 de la noche –muy clara en esas latitudes, en verano- ya navegando en el Drake, el barco comenzó a rolar. Esto coincidió con la hora de la cena, que, al igual que el resto de las comidas a bordo, era muy buena.
La conjunción de estos dos eventos me demostró que yo no tenía estirpe de marino.
Lo que comenzó como un dolor de cabeza, en una hora se transformó en nauseas y vómitos.
A las doce de la noche tuve que dirigirme al puente de mando para cubrir 2 horas de guardia, como ayudante del timonel. Subir al puente agravó mi descompostura, pues veía como, además de rolar, el buque hundía su proa en el mar, para luego elevarla al cielo.
Me sorprendió que no fuese de noche; al mirar al sur, la luz aumentaba como en el amanecer.
Creo que en esa primera guardia no presté mucha ayuda, sólo atinaba a agarrarme de la mesa de los mapas y a salir a unas plataformas laterales, a vomitar. Comprobé que después de vaciar el estómago, queda solamente el reflejo del vómito; momentáneamente se siente cierto alivio.
Estas guardias se hacían cada 12 horas. El lapso hasta la próxima lo pasé tirado en el catre.
Creo que me dieron a tomar jugo de fruta, obligatorio en navegación. Debía ser un reglamento antiguo, para combatir el escorbuto.
A medida que nos adentrábamos hacia el sur, el mar se ponía más violento. Inmensas olas se movían hacia el noreste, pegando sobre la banda de estribor del buque.
Dada la intensidad del viento y el oleaje, estaba prohibido salir a cubierta, habiéndose cerrado todas las puertas al exterior; lo llamaban: condición yerba.
La guardia siguiente la hice el lunes al mediodía. A esa latitud, ya nunca era de noche, lo que confundía los horarios. Por suerte los dormitorios, ubicados sobre el cuarto de máquinas, aunque ruidosos, siempre estaban oscuros.
Esa guardia fue más terrible que la anterior porque estábamos a mitad camino, donde el mar y el viento eran más bravos. Ver desde el puente, como cabeceaba y escoraba el barco, me daba pavor.
El tamaño de las olas, de un color gris plomo, debía tener unos 3 o 4 metros de alto, aunque se movían como ondas, sin romper en ningún momento.
En la guardia de las doce de la noche –por llamarla según las convenciones horarias- percibí que el oleaje ya no era tan intenso. Alrededor del barco se veían derivar algunos témpanos, los primeros que vi en mi vida.
A la mañana del martes, al despertar, y sin haber probado bocado desde el domingo en la noche, note que el barco había dejado de moverse.
Me levanté como pude, y al subir al comedor, vi que estábamos navegando en aguas tranquilas, rodeados de imponentes montañas cubiertas de nieve. El mar estaba sembrado de témpanos que, según aprendí, se clasifican con distintos nombres según sus formas. Me vienen a la memoria algunos: bandejones, tabulares, y escombros.
No faltaban las aves antárticas, focas, y pingüinos.
En la tarde fondeamos en la bahía del destacamento Almirante Brown, hoy desactivado.
A eso de las 8 de la noche disfrutamos de una cena reparadora.
Me llamó la atención el movimiento que había en los alrededores.
Para mi sorpresa, vi gente y embarcaciones de diversas naciones, que tenían bases en los alrededores; yo, iluso, creía que era territorio argentino, como lo marcan nuestros mapas.
Al mediodía siguiente, abandonamos la rada apresuradamente, pues se estaban acumulando muchos témpanos en la salida de la misma.
Hasta el domingo siguiente navegamos hacia el norte de la península antártica, anclando en algunas bahías o puertos naturales en los que había refugios.
En algunos se renovaron las provisiones existentes. Estos refugios estaban deshabitados, pero figuraban en todos los mapas de la zona; eran la única posibilidad de sobrevivir, ante algún desastre.
El domingo, luego de rodear la parte norte de la península antártica, llegamos a la base Esperanza, del ejército argentino.
Se nos permitió desembarcar y recorrer sus inmediaciones, donde había extensas pingüineras.
Al acercarnos a una de ellas, fuimos disuadidos por algunos de sus integrantes más irascibles.
Entre la base y la costa, vimos un refugio de piedras hecho por una expedición rescatada en 1903 por la corbeta Uruguay.
El hecho estaba conmemorado por una placa de bronce. El texto se iniciaba con la palabra “antárticos”, en referencia a quienes la leerían. Aunque por un hecho fortuito, yo era también acreedor a dicho título.
En la semana, durante una de mis guardias en el puente, el más pedante de los guardiamarinas (de apellido Pradela) me preguntó que puesto cubría en la base. Cuando le dije que era observador meteorológico me tomo bajo su cargo, dispensándome de las tareas de limpieza que se llevaban a cabo por la mañana.
Me di cuenta que no sabía recibir tráfico y menos plotear el mapa sinóptico.
Le presentó al segundo de abordo la novedad de que podrían contar con pronósticos propios.
Por supuesto que mi conocimiento no pasaba de trazar isobaras (líneas de igual presión) y determinar la dirección e intensidad del viento; todo esto sobre datos existentes, que recibía por teletipo durante la mañana.
Para no perder el filón, no confesé que no podía predecir el tiempo ni para dentro de una hora.
Cuando zarpamos de la base Esperanza comenzó un temporal que nos obligó a buscar refugio en una isla del grupo de las Shetland.
Ahí estuvimos 2 o 3 días; la maniobra de anclaje, peligrosa por el viento y la cercanía de la costa, la dirigió el capitán personalmente. Se lo notaba tensionado; luego de varios intentos, logró fondear el barco.
Tenía el grado de capitán de corbeta y se llamaba Armella; al año siguiente, trabajando yo en Parque Centenario, lo vi como edecán de Massera, cuando éste fue a poner la piedra fundacional del futuro hospital naval.
Al atardecer del viernes se nos informó por altavoces que, gracias a una mejora del tiempo, garantizada por el servicio meteorológico de Río Gallegos, estábamos navegando rumbo a Ushuaia.
La alegría fue general. En ese momento, remedando a la teoría de Leibniz, consideré a Ushuaia como el mejor de los mundos posibles; donde volvería a la cómoda rutina de la oficina meteorológica y a una cama decente.
Pero, como bien decían los romanos: “así pasa la gloria por el mundo”.
A eso de las 4 de la mañana se desató un terrible temporal con vientos huracanados y un oleaje tremendo. El barco escoraba hacia estribor, de un modo alarmante.
No sé a que hora (porque siempre era de día) me tocó una guardia en el puente, estaba a cargo el guardiamarina al que había embaucado como meteorólogo. Se lo veía destruido, apenas podía sostenerse; el timonel me pidió que le ayudase a mantener el rumbo, mientras él vomitaba.
Como pude, lo ayudé. Trataba de no mirar por los ojos de buey, porque el oleaje pasaba sobre la proa haciéndola desaparecer.
Del costado donde impactaban las olas se sentía un ruido sordo. De repente, apareció el capitán y, severo, le preguntó al guardiamarina si no escuchaba el ruido que hacía el barco.
Le ordenó bajar la velocidad de navegación; esto mejoró en algo la situación extrema en que estábamos.
Ese muchacho debería tener 22 años y lo habían dejado solo en semejante trance. En ese momento sentí regocijo por la reprimenda, porque lo veía tratar con soberbia a sus subordinados.
El temporal duró todo el día. Por los retretes, obedeciendo al teorema de Bernoulli, con cada ola que barría la cubierta, ingresaba agua de mar al baño y de éste a nuestro dormitorio, ubicado en la cubierta de abajo.
En un momento el barco se inclinó más de 40 grados, quedó quieto y se inclinó unos grados más. Todos presentimos que daría una vuelta de campana, pero lentamente recobró la vertical.
En el dormitorio se produjeron caídas de catres y de armarios; hubo algunas personas con heridas cortantes en la cabeza.
Llegó la orden de ponerse los chalecos salvavidas, me imagino que varios estarían rezando.
Un cabo primero me dijo, preocupado, que en ese lugar el mar tenía 1200 metros de profundidad.
Yo sabía, por lo aprendido en Ushuaia, que por la temperatura del agua no se resistía más de 10 minutos en caso de caer al mar; y que, de ese tiempo, los últimos 2 minutos eran agonizando.
La tormenta no disminuía; a diferencia de lo mostrado en varias películas (incluída: Capitán de mar y guerra), no hubo un solo relámpago ni trueno, pues son inexistentes en esas latitudes.
A la mañana, y sin que hubiese amainado el temporal, me llamaron desde el puente para recibir el parte meteorológico; en el camino me crucé con el cocinero voluntario, que tirado en un banco de la cocina, me dijo que la plancha estaba caliente y que, el que quisiera, podía hacerse un churrasquito. Yo le hice una seña afirmativa con la mano, pero al oler una bandeja con lengua al escabeche, tuve que volver corriendo hasta el baño, a vomitar.
Terminada la tarea en el puente, volví a la cama a dejarme morir. Pasé todo el día sin levantarme.
Dos horas antes de la que sería mi última guardia (serían las 2 de la mañana), me despertó el enfermero y me dio una gragea negra. Me dijo que era para el mareo y que la tomase porque debía subir antes de tiempo para cubrir a mi antecesor, que estaba medio desmayado de la descompostura.
La pastilla resultó ser bastante buena, no sé por qué no las repartieron para todo el mundo.
Pude afrontar la guardia bastante bien, inclusive me dejaron timonear una hora. La única precaución era mantener el rumbo marcado en el girocompás, corrigiendo los desvíos con suaves movimientos del timón.
Hacia las 6 de la mañana se divisaron unas montañas hacia el noroeste. Se le avisó al segundo jefe, quien subió con varios largavistas y un libro.
En ese libro, se dibujaban varios perfiles costeros vistos desde distintas direcciones y distancias.
Los presentes en el puente, nos abocamos a mirar las siluetas que iban apareciendo a lo lejos y a cotejarla con los dibujos.
Después de dos días de temporal, no se sabía si estábamos en la Isla de los Estados o en el Cabo de Hornos.
Al final, identificamos dos picos próximos, que pertenecían a la isla Lennox.
El rumbo había sido correctamente mantenido.
Al entrar al canal de Beagle, se autorizó largar agua para bañarse, suspendida hacía una semana.
También se levantó la prohibición de afeitarse.
El último suceso más o menos importante fue sortear el islote Gable, ubicado en medio del canal y rodeado de escollos.
Cuando entramos al puerto de Ushuaia, a los conscriptos nos asignaron una soga con 2 cubiertas de automóvil.
Nuestra tarea era colocarlas entre el costado del buque y el muelle, a modo de amortiguador, para la maniobra de amarre.
La operación de cubierta la dirigía el guardiamarina Pradela, quien, para gozo de la tropa, había quedado afónico por lo sufrido durante la travesía.
Cuando el barco quedó atracado, una banda militar comenzó a tocar una marchita alegre, que se usa en el ámbito castrense para acompañar algunos actos festivos.
Le pregunté a un cabo primero que estaba a mi lado, a qué se debía ese recibimiento y me contestó, con gravedad, que era por la misión que habíamos cumplido; me dijo: “De estos viajes no se sabe si se vuelve”.
A la hora de haber atracado, fuimos despedidos por el segundo jefe. Una camioneta de nuestra base nos vino a buscar al puerto y su chofer (un cabo segundo) nos dio la mano, saludándonos cordialmente.
Debo confesar, que me sorprendió tanta deferencia para con unos conscriptos.
Al otro día nos llamó el jefe de la base para felicitarnos y preguntarnos nuestras impresiones del viaje.
Procuramos contarle que había sido una muy buena experiencia. Terminó la reunión dándonos como premio, la posibilidad de pasar una de las fiestas de fin de año en nuestra casa. A mí, me tocó navidad.
En ese momento, ninguno de nosotros se dio cuenta del riesgo corrido.
Cruzar el pasaje de Drake, con un temporal y en un barco tan pequeño, fue realmente temerario.
Creo que todo lo militar tiene algo de insensatez.


 
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