RECUERDOS SOBRE LA ORGANIZACIÓN DEL EJÉRCITO DE LOS ANDES
Un mes hacía que San Martín se hallaba en Mendoza, cuando llegaron a esta ciudad, desde Chile, en completa derrota, los restos del ejército chileno destruido por los españoles en Rancagua. José Miguel Carrera, jefe del gobierno, sus hermanos y otros oficiales de alta graduación, así como gran número de soldados, encontraron refugio en Mendoza. Ciertas pretensiones inadmisibles de los Carrera les indispusieron con San Martín. Aquéllos pasaron a Buenos Aires y guardaron profunda inquina al gobernador de Cuyo. Otros jefes -O’Higgins el primero- se mostraron adictos al futuro libertador de Chile. En el gobierno de Cuyo, San Martín se reveló como un ejemplo de actividad, previsión, energía y espíritu organizador. Perdido Chile, siguieron acontecimientos funestos para la causa emancipadora en América. El general español Morillo, al frente de una poderosa expedición, que en un principio debió dirigirse a Montevideo y luego desembarcó en las costas de Venezuela, sofocó el movimiento revolucionario en aquella región del continente y en Nueva Granada (1815 y 1816 ). Para este último año, solamente las Provincias Unidas del Río de la Plata manteníanse libres del poder español. San Martín, desde su llegada a Mendoza, dióse a organizar un ejército, con pericia y tenacidad genial. Ese ejército estaba llamado a salvar la causa de la emancipación. He aquí como se expresaba un sobreviviente de aquella época, el doctor José Antonio Estrella, que suministró al general Mitre interesantes detalles sobre algunos aspectos de lo que fue la prodigiosa organización del Ejército de los Andes. Estrella comunicó a Bartolomé Mitre y Vedia, hijo del general, bajo la forma de un reportaje, sus recuerdos vivísimos sobre San Martín y sus actividades en Mendoza. Reproducimos algunos fragmentos: “R.- Si no recuerdo mal, en su entrevista con el general Mitre le habló usted de las grandes dificultades que tuvo que vencer San Martín para vestir a sus tropas. ¿Tendría usted algún inconveniente en referirme lo que recuerde sobre el particular? “Dr.- Ninguno. Efectivamente, fue ese un asunto grave y serio. Faltaban los recursos y hasta los elementos necesarios para proveer al ejército del vestuario adecuado para una campaña tan ruda como la que debía emprender, y de la cual formaba parte nada menos que el paso de los Andes. El pueblo era pobre, y no podía dar más de lo que tenía; y al gobierno general, colocado en estrechas circunstancias por las incesantes y premiosas exigencias de guerra tan larga y dispendiosa, érale imposible atender desde Buenos Aires, con la prontitud y en la medida que las circunstancias demandaban, al equipo de las tropas que aquí estaban organizándose. “R.- El general Espejo, en su obra recientemente publicada sobre el paso de los Andes, trae algo, me parece, sobre los medios que se pusieron en práctica para resolver la cuestión vestuario. “Dr.- Sí, señor, pero hay algo más que decir sobre el particular. Como sucede a menudo en la vida, en este asunto hay un héroe ignorado de quien nadie se acuerda, y que sin embargo, contribuyó en primera línea a la solución de aquel arduo y trascendental problema. Apellidábase Tejeda y era un pobre hombre del pueblo, sin instrucción alguna, de mezquina apariencia, incapaz de formar una frase medianamente correcta. “R.- ¿Mendocino? “Dr.- Sí, señor, de la ciudad o sus alrededores. El fue quien, dotado de un talento natural para la mecánica, verdaderamente extraordinario, se comprometió a adaptar la maquinaria de un molino de trigo de modo que pudiese servir para abatanar el picote, nombre dado por aquel entonces a la bayeta que se traía de San Luis principalmente. “R.- ¿Y cumplió con su compromiso? “Dr.- De la manera más completa. Del molino de Tejeda, convertido en batán merced al ingenio de aquel hijo de Mendoza, salió convertida a su vez la bayeta en paño estrella o piloto: todo el género que se necesitó para vestir al ejército de los Andes. “R.- ¿Conoció usted a Tejeda? “Dr.- Sí, señor; era, al tiempo de comprometerse con San Martín -en conferencia que se celebró en el mismo molino- a hacer la transformación de que he hablado, un hombre como de treinta años de edad, de carácter sombrío, y de tan pocas palabras como notable ingenio. Vestido el ejército, Tejeda se dijo que el batán no tenía ya objeto, y se dedicó de nuevo a moler trigo, con lo que durante mucho tiempo ganó su subsistencia. Los inventos eran su pasión dominante. Yo he visto, señor, un pequeño piano -de los que entonces conocíanse con el nombre de espinetas- construido por él en su totalidad con maderas del país, y del cual solamente las cuerdas eran de origen extranjero. En sus ratos de ocio, que eran bien pocos, pues trabajaba mucho, complacíase en entonar canciones populares, acompañándose en su piano. Otras veces, cuando llegaban a visitarlo personas que a él le constaba que sabían cantar, ofrecíase a acompañarlas en su querido instrumento, y lo hacía con bastante afinación. Más tarde inventó un despertador tan original como útil para su trabajo. De un aparato especial colocado cerca del agua, partía una cuerda que iba hasta su cuarto, por cuyo techo seguía hasta encima mismo de la cama en que dormía Tejeda, sosteniendo allí una ojota (zapato rústico de cuero atado con tientos) llena de pequeñas piedras. Cuando se concluía el agua, la ojota caía sobre Tejeda, el cual se levantaba en el acto para ir a proveer nuevamente de agua a su máquina, volviendo en seguida a continuar el interrumpido sueño. Por fin, cuando tal vez de arrastrarse por la tierra, quiso, nuevo Icaro, probar fortuna en las alturas y como a Icaro también, su ambición le fue fatal. Un día, después de rodear su cintura, cabeza y brazos con cintos de plumas, a semejanza de los que usan como adorno algunas tribus indígenas, trepó al techo de su habitación y pretendió elevarse en el aire con aquella quimérica ayuda. El resultado fue el que debía esperarse: Tejeda cayó desplomado a tierra y se rompió las dos piernas, muriendo algún tiempo después de resultas de aquel desgraciado ensayo en el arte de volar. La cuestión calzado era seria también. Costaba mucho el material para confeccionarlo. Los hacendados y los abastecedores de carne fueron los que principalmente proporcionaron al general lo necesario para proveer a sus tropas de ese indispensable artículo; la bota de vaca, o “tamango”, como se llamaba entonces, fue el calzado adoptado para el ejército. “R.- Ha hecho usted referencia al “campamento”: ¿las tropas no ocupaban entonces la ciudad? “Dr.- Al principio sí, pero poco después, comprendiendo el general que la vida de ciudad no era la que convenía a soldados que debían en breve emprender tan ruda campana, hizo preparar el campo de instrucción inmediato al cual ha debido usted pasar yendo para San Juan, a una legua escasa de aquí, en el departamento de Las Heras. A aquel lugar, cuyo croquis llevó el general Mitre, y que recibió el nombre popular del “Campamento”, que ha conservado hasta hoy, se trasladó todo el ejército, convirtiéndose en el paseo favorito de la población, que iba a presenciar las maniobras y evoluciones de los soldados de San Martín. De allí rompió su marcha buscando los caminos de Uspallata y de los Patos, aquel ejército de todos querido y por todos admirado, acompañándolo en su partida un inmenso pueblo que hacía votos fervientes y entusiastas por el feliz éxito de la atrevida empresa, y por la libertad de Chile. “R.- He oído hablar mucho de un padre Beltrán que prestó a San Martín importantes servicios en la preparación de los elementos necesarios para el uso de la artillería, y que lo acompañó en su campaña de los Andes. ¡Parece que era hombre muy popular cl tal padre! “Dr.- Muy popular, es cierto. “¡Ya se fue el padre Beltrán”, decían las gentes al regresar al pueblo después de la partida del ejército; “no tendremos ya otros lindos fuegos como los que preparó en la plaza, ni otro globo como el que lanzó en la noche de los fuegos!” Efectivamente, el padre Beltrán, que tenía pasión por aquella clase de de trabajos, y un talento especial para ejecutarlos, había preparado y hecho quemar en la plaza, poco antes de ponerse en marcha las tropas, unos fuegos artificiales como no se habían visto ni parecidos hasta entonces en Mendoza. Formaban un paralelogramo de cincuenta varas de largo por cuatro de altura, con seis volcanes o grandes cañones de caña tacuara de dos tercias de alto, forrados en cuero fresco de vaca y cargados con pólvora, teniendo cada uno en la boca una bomba de cartón con más de doscientos cohetes de gran estruendo. Todo el frente del aparato hallábase revestido de fuego de diversos colores, y su coronación erizada de cohetes voladores. Encendido el castillo por tres puntos a la vez, la plaza se iluminó como de día, apareciendo en seguida, en letras de luz de vivos y variados colores, esta inscripción que fue saludada con entusiastas vivas y aclamaciones por el inmenso pueblo que llenaba la plaza: “¡Viva el general San Martín!” Inmediatamente después se lanzó el gran globo, que fue de un efecto admirable, tanto por ser el primero que se veía en Mendoza, como por la circunstancia de elevarse casi en línea recta a una altura de quinientos o seiscientos metros, hasta confundirse su luz con la de las estrellas. Pero donde el padre Beltrán prestó grandes servicios fue al frente de los talleres en que se elaboraban la pólvora y los materiales necesarios para la artillería. Trabajó en ellos sin descanso hasta que el parque del ejército tuvo cuanto necesitaba en esa clase de elementos; prestóse enseguida a acompañar personalmente a San Martín a fin de poderle ser útil en su ramo predilecto, llegado el caso de hacerse nuevamente necesarios sus servicios... “Contestando a una pregunta que le dirigí acerca del modo de ser de San Martín, tanto para con los particulares como para con los soldados, dijo el doctor Estrella: “Era hombre llano y hasta familiar en su trato con los ciudadanos lo mismo que con sus subalternos, sin que esto le impidiese, en lo tocante a estos últimos, ser inexorable para castigar toda falta contra la moral o la disciplina. Los dos primeros fusilamientos que presenció la población de Mendoza y que causaron una impresión profunda, cortando de raíz el mal que con ellos se quería atacar, fueron los de los soldados desertores de que ya le he hablado a usted. La pretensión era para él cosa completamente desconocida, descuidando hasta su traje, en cuanto no era el que cualquier otro hubiese usado en igual posición y rango. En actividad siempre, y preocupado únicamente de su grandioso plan y los medios de realizarlo lo más pronto posible, gusta de no perder tiempo en visitas y paseos. Una anécdota que tengo de testigos oculares, le dará a usted idea de lo que era el hombre cuando se trataba de asuntos del servicio. En cierta ocasión en que un vecino le daba cuenta de una comisión de que había sido encargado , llególe a San Martín un oficio del campamento. Leerlo y exclamar:— “Paisano, paisano, su caballo al momento; es urgente mi presencia en el campo de instrucción”; montando en seguida en el pobre y mal aperado mancarrón del vecino con quien hablaba, y partiendo a todo escape en la dirección que había indicado, fue para San Martín obra de un instante. En vano el paisano protestó que el general no podía ir en semejante cabalgadura, ofreciéndose a correr en busca de otra mejor: San Martín no lo oyó siquiera, y sólo al día siguiente volvió del campamento. Y no solamente para ocuparse del ejército y sus preparativos encontraba tiempo aquel hombre incansable. Todo lo que se relacionaba con el progreso de Mendoza le interesaba vivamente, y la gran alameda, que él delineó en unión del señor Agustín Santander, como la Biblioteca, que enriqueció con la por entonces famosa Enciclopedia Francesa y otras obras importantes, acreditan, entre multitud de señalados servicios prestados a la provincia, su gran cariño por ésta, y su deseo vehemente de verla próspera y feliz. “En 1816 no había más que una escuela fiscal en Mendoza, dirigida por el Reverendo Padre Fray José Benito Lamas, de la orden del Seráfico San Francisco de Asís. Era el Padre Lamas oriental de nacimiento, de regular estatura y atractivo aspecto, cortés, afable, discreto, excelente orador sagrado, y más que modesto, humilde: era, para decirlo todo en una palabra, un sacerdote modelo en todo sentido. “Era yo un alumno de aquella escuela, y a esa circunstancia debo el hallarme en aptitud de referir, con exacto conocimiento de causa, los hechos de que me voy a ocupar. “Conversando un día el general San Martín, general en jefe del ejército y gobernador de la provincia, con el Padre Lamas, dijo a este último que creía muy conveniente que sus alumnos se ejercitaran en el manejo del arma de infantería. “Nuestro director acogió con entusiasmo la idea del general. “En la escuela había unos cuantos jóvenes que conocíamos regularmente dicho manejo, así como los movimientos y evoluciones correspondientes al arma indicada, y sobre nosotros recayó, naturalmente, el encargo de disciplinar a los demás compañeros. “Escogiéronse niños capaces, por su edad, de manejar la tradicional tercerola de chispa, organizáronse las compañías con sus respectivos oficiales, sargentos y cabos, y se dio a reconocer a uno de nosotros -Federico Corvalán- como jefe del batallón, que recibió el nombre de “General San Martín”. “El cambio del paso, las marchas y las contramarchas y algunas evoluciones simples, fueron pronto aprendidas, pues era grande el entusiasmo reinante entre aquella muchachada que ya se creía tropa de línea próxima a afrontar al enemigo, y lo mismo sucedió con el manejo del fusil de palo de que se había provisto al batallón, a falta, por el momento, de fusiles verdaderos. “Proporcionábamos un tambor y un pito para los ejercicios, el valiente y simpático jefe del batallón número 11, coronel Juan Gregorio de Las Heras, ejercitándose aquéllos unas veces en la plaza y otras en la alameda, donde acudían en crecido número señoras y caballeros a presenciar nuestros movimientos. “Aproximábase el 25 de Mayo de 1816, de inolvidable recuerdo para cuantos lo pasaron en la inmortal Mendoza, y el director nos dijo que era menester que para la víspera del gran día, oficiales y soldados tuviésemos nuestros uniformes. Ni uno solo de nosotros dejó de cumplir con la orden de nuestro director. “A seis jóvenes entregó el director, respectivamente, una arenga o una composición patriótica para que la estudiaran de memoria y pudieran recitarla el 25 en la plaza, después de la gran salva de la salida del sol. El comandante del batallón y cinco oficiales, fuimos los favorecidos con tal distinción; he aquí los nombres de los oradores: Valentín Corvalán, Indalecio Chenaut, Damián Hudson, Jorge Díaz, Eusebio Díaz y el que estos apuntes traza. “Quince días antes del 25 nos entregó el director a tres oficiales, constituidos al efecto en comisión, un oficio que debíamos poner en manos del general San Martín, y en el cual el padre Lamas pedía a este último, que dispusiera lo conveniente para que fueran entregadas a nuestro batallón doscientas tercerolas e igual número de paquetes de cartuchos de fogueo para los próximos ejercicios y las descargas que debíamos hacer al despuntar el sol del gran aniversario. “San Martín, en cuanto se hubo enterado del contenido del oficio, batió las manos con alegría, mandando en el acto extender la orden pedida por nuestro director. Al despedirnos, nos recomendó el general que tuviéramos mucho cuidado de no lastimarnos con las armas, a lo que uno de nosotros contestó: - Pierda cuidado, señor, que lo haremos como V E. lo desea. “¡Con qué satisfacción leímos y releímos la orden para la entrega de las armas y cartuchos, mientras nos encaminábamos a dar cuenta al director del feliz resultado de nuestra comisión! Cuando llegamos a la escuela, y la pusimos en manos del padre Lamas, los tres comisionados la sabíamos de memoria, aumentando aún más nuestro contento cuando el buen hombre, después de leer la orden, nos dijo:—Mañana temprano irán ustedes con el batallón al cuartel de la Cañada y entregarán esta orden al jefe que está al cargo de la Sala de Armas. “Se hizo como lo deseaba el director, presentándose el batallón al día siguiente en el sitio indicado recibiendo cada soldado una tercerola y un paquete de cartuchos. En seguida se emprendió la marcha, de dos en fondo y con el arma a discreción, hacia nuestro cuartel, situado en el convento de San Francisco. ¡Hubiérase dicho que era una fuerza que se dirigía con las debidas precauciones a efectuar una atrevida y peligrosa operación militar! “El ejercicio de fuego hacíase en batalla, y a poco el batallón efectuaba descargas dignas de un cuerpo de línea. “Llegó por fin el gran día. A las cuatro de la mañana todo el batallón formaba en la escuela, al toque de llamada ejecutado por dos tambores y dos pitos enviados por el coronel Las Heras. Poco después de la diana, las tropas empezaron a pasar en dirección a la plaza, a la que fuimos los últimos en llegar, siendo colocados a un costado de la infantería. “En el centro de nuestro batallón flameaba la bandera celeste y blanca, de riquísima seda, lo mismo que su banda para sostenerla, con las armas de la patria, todo ello trabajado por las señoritas de Mendoza. En la torra de San Francisco, un vigía esperaba que el sol asomase por el horizonte para anunciarlo lanzando un cohete volador. Mandaba la línea de parada el general Miguel Estanislao Soler, el cual, al dar el vigía de la torre la señal convenida, mandó prevenirse para a romper el fuego. Un instante después, una salva de veintiún cañonazos, seguida de descargas de fusilería por batallones, de las cuales la última fue la nuestra, saludó la aurora del glorioso aniversario. No bien hubo cesado el fuego, y con él los repiques de campanas que habían acompañado, adelantase nuestro batallón al centro de la plaza, yendo con él la banda del núm. 11, la primera estrofa del himno patrio, entonado por doscientas voces juveniles, resonó en medio del silencio de aquella escena verdaderamente conmovedora “Concluido el coro, Valentín Corvalán dio cuatro pasos al frente y recitó su arenga, cantándose en seguida la segunda estrofa del himno. Y así, alternando estrofas y arengas, fueron sucesivamente recitando las composiciones que habían estudiado, Indalecio Chenaut, Damián Hudson, Jorge Díaz, Eusebio Díaz, y el que evoca estos recuerdos. “Al terminar el himno y las recitaciones echáronse nuevamente a vuelo las campanas de todos los templos, las bandas de música rompieron a tocar y las tropas tomaron el camino de sus respectivos cuarteles, con excepción de nuestra tropa, que después de cargar las armas, por orden de su comandante marchó en dirección contraria de la que todos esperábamos. “¿Dónde nos llevaban? Pronto lo supimos, y con júbilo inmenso: íbamos a la casa del general San Martín, distante tres cuadras y media de la plaza. El grande hombre, avisado probablemente de nuestra visita, nos esperaba en la acera, acompañado de varios militares y particulares distinguidos. Llegados frente a la casa desplegamos en batalla, y a la voz del comandante hicimos una descarga cerrada que nos valió un aplauso del general. Siguióse una segunda descarga, tan buena como la anterior y las mismas demostraciones que habían acompañado a ésta, y el infantil batallón tomó el camino de su cuartel a paso redoblado, entre los
y aclamaciones del numeroso pueblo que llenaba las aceras y bocacalles. “Llegados al cuartel, armamos pabellones y descansamos sobre nuestros laureles. “Al repicar en la Catedral para la misa, tomaron las tropas el camino de la plaza, y nosotros hicimos otro tanto, ocupando los cuerpos las mismas posiciones en que se colocaron por la mañana. De pronto, el toque de atención dejóse oír del lado en que se hallaba el general Soler, y momentos después el ejército entero presentaba las armas y se batía en toda su línea marcha de honor. El general San Martín, vestido de gran uniforme, dirigióse al templo a pie, ;acompañado del ilustre Cabildo y las corporaciones. “El sermón estaba a cargo de nuestro amado director, fray José Benito Lamas, pero, por desgracia, los que habíamos quedado en la plaza poco o nada pudimos oír de aquella célebre peroración. Acercándome cuanto pude a la entrada del templo, lo único que pude ver y oír fue que el predicador, dirigiéndose a San Martín, decía: “¡Premiad al bueno y castigad al malo!”. “Por último, al consagrar la hostia durante la misa cantada, y al terminar esta última, repitiéronse las salvas y descargas de que he hablado antes, habiéndose retirado ya las comunidades religiosas de Agustinos, Mercedarios, Franciscanos y Domínicos, apareció el general San Martín seguido de su comitiva, desfilando, como al entrar, por delante de las tropas, que presentaban las armas y batían marcha de honor. “Así terminó para el batallón General San Martín la campaña del 25 de Mayo de 1816, que sirvió para templar el alma de muchos de los que formaron en sus filas, y que fueron después leales y valientes servidores de la patria.” José Antonio Estrella.
Instituto Nacional Sanmartiniano