Noticias de la Fuerza Aérea Argentina

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VETERANO DE GUERRA DE MALVINAS
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A esta altura de tantos posteos para ponernos al dia con las noticias en la FAA,DSV estará diciendo "..NO ME ATOSIGUEIS..." (Maria Estela Martinez dixit)
 

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VETERANO DE GUERRA DE MALVINAS
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El jefe de Estado Mayor General de la Fuerza Aérea Argentina, brigadier general “VGM” Enrique Víctor Amrein, encabezó la entrega de pañuelos, escudos y diplomas a los alumnos del Curso de Estandarización de Procedimientos para Aviadores de Transporte 2018/2019 etapa II.
Compartimos tambien imágenes de la ceremonia alusiva al 50° Aniversario del sistema de armas Twin Otter en la IX Brigada Aérea de Comodoro Rivadavia.

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Imágenes aéreas del Cenotafio Malvinas ubicado en el Partido de Pilar, en la Provincia de Buenos Aires.

El mismo cuenta con un espacio de 30 hectáreas en cual se encuentra expuesto un avión IAI Dagger, un Lockheed C-130H Hércules y una réplica del cementerio de Darwin.

Fotos: Esteban Gabriel Brea

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Derruido

Colaborador
Imágenes aéreas del Cenotafio Malvinas ubicado en el Partido de Pilar, en la Provincia de Buenos Aires.

El mismo cuenta con un espacio de 30 hectáreas en cual se encuentra expuesto un avión IAI Dagger, un Lockheed C-130H Hércules y una réplica del cementerio de Darwin.

Fotos: Esteban Gabriel Brea

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Don Biguá, como viene la mano, no nombre nada de tierra, terrenos y menos hectareas............. usted sabe que los de arriba están buscando vender todo lo que se pueda para hacer caja.

Besos
PD: Juro que la foto del Dagger desde arriba , me parecia que era una maqueta.
 

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VETERANO DE GUERRA DE MALVINAS
Colaborador
Diario: CLARIN
04 DE NOVIEMBRE DE 2018


Crónicas antárticas
Cómo es volar en el Hércules, el avión que siempre espera la Antártida

La nave es un galpón con alas que lleva todo tipo de cargas y no tiene baños.
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Otra fisonomía de avión. Los pasajeros del Hércules rumbo a Marambio. Foto: Mario Quinteros




Un Hércules es un galpón con alas. Un enjambre de militares sube y baja de él como entran y salen los trabajadores de un depósito con tinglado. Cargan bultos que van a ir a la Antártida. Son canastos plásticos enormes y hasta un contenedor metálico que es una cámara de frío con dos toneladas de alimentos y medicamentos que necesitan viajar así. El contenedor ocupa la mitad del avión, de modo que los pasajeros se arreglarán con el cuarto delantero.
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Todo listo para el despegue con destino a la Base Marambio. Foto: Mario Quinteros
En un Hércules, uno ocupa el lugar que sobra de la carga. En esa parte del avión viajamos 25 hombres, cuatro mujeres y un bebé. Luego veremos de quién se trata.


https://www.clarin.com/sociedad/fotogalerias-varados-antartida-base-marambio_5_K8jKJjwQ0.html
En el aeropuerto de El Palomar -a metros de la terminal de FlyBondi- nunca se sabe a qué hora va a estar listo el Hércules. Primero partía a las 8, luego a las 10, luego a las 11. Los militares que se van a Río Gallegos y a la Antártida esperan en un comedor a puro mate y cremonas recién horneadas. Hay una calma ansiosa.
https://www.clarin.com/sociedad/dominados-viento-aventura-quedar-varados-antartida_0_fKwdsOpq8.html
En un rincón está Ariel López, un sargento ayudante del Ejército que es mecánico de instalaciones. Lo acompañan su mujer y sus dos hijas, que fueron a despedirlo. Va a la base Marambio de la Antártida por tres meses para hacer mantenimiento general durante el verano y dejar todos los arreglos listos para que la nueva dotación -la número 50 en la historia de la base- pase el largo invierno.

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El sargento Ariel López con su mujer y sus dos hijas, que fueron a despedirlo. Foto: Mario Quinteros
Es la cuarta vez que López va a la Antártida. En dos de las anteriores estuvo 14 meses por vez. Ha hecho de todo. Desde picar hielo en el glaciar para llevar a los calentadores y hacer agua hasta transportar caños para obtenerla de una laguna cercana, durante los meses del deshielo. Trasladar y conectar cada caño puede llevar una jornada de trabajo para un hombre. López dice ahora mismo que está viviendo el peor momento de la misión: despedirse de su familia. Pero que luego todo se acomoda y se acostumbran.
La nena más chica, de 10 años, no parece muy de acuerdo. López dice que para estar tanto tiempo en la Antártida es mejor ser callado y estar ocupado todo el tiempo. El problema con la familia es que queda fuera de lo que la escritora Samanta Schweblin llama “distancia de rescate”. Lo que pase con los chicos será cuestión de la mamá. Y lo que pase con la mamá, cuestión de hermanos, cuñados o suegros. El voluntario antártico es un marino mercante de los hielos eternos. Su ausencia es consensuada pero brutal. Papá se va. No está y no va a venir pase lo que pase. Y hay que arreglárselas así. En eso, la Antártida es un poco una muerte voluntaria y circunstancial. La muerte de la ausencia prolongada. Cada voluntario que pide viajar la acepta.
https://www.clarin.com/sociedad/antartida-diccionario-codigos-propios_0_2V5BUMP2k.html
El de la Antártida es un destino anhelado por la diferencia económica. Los suboficiales que viajan allí triplican su sueldo con los viáticos y acceden a beneficios como exenciones impositivas en la compra de autos o créditos accesibles para viviendas. Para los bolsillos flacos, la Antártida es también un horizonte de salvación.
El Hércules despega finalmente a las 12 y nadie dice lo que hay que hacer. Ni cómo abrocharse los cinturones -que llevan un mecanismo diferente al de los aviones comerciales-, ni de dónde agarrarse. El Hércules no tiene asientos sino una interminable sucesión de caños, lonas, redes, correas y arneses que ofrecen a cada uno la comodidad que pueda conseguir. López y su compañero mecánico eligen viajar sentados en el piso.

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Galpón con alas. El Hércules que llevó a los militares a la base antártica. Foto: Mario Quinteros
Lo único que todos, pero todos, hacen igual, es ponerse tapones en los oídos. Un suboficial reparte unas versiones amarillas en bolsitas transparentes. Tampoco nadie dice qué hacer con los celulares, así que todos siguen conectados hasta que se acaba la señal, ya en el aire.
A los 10 minutos del despegue, la mayoría va durmiendo. Los bolsos y las valijas de todos van en un par de camillas que hacen las veces de portaequipaje y cuelgan del techo. Todo lo que se ve está agarrado con correas y correderas. El techo está desnudo, con todos los cables a la vista. Sólo sobre mi cabeza cuento 16 manojos que corren como venas abiertas desde la cabina hasta la cola del galpón con alas.

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Base Marambio, en la Antártida. Foto: Mario Quinteros
En medio del ruido ensordecedor del vuelo -el ronquido intenso es constante aún con los tapones en los oídos- los dos militares que siguen despiertos dialogan como a tres metros de distancia. Han aprendido a leerse los labios. Uno de ellos le alcanza al otro el catering para los ocho tripulantes que van en la cabina, incluidos el piloto y el copiloto. Una bolsita blanca con pan y unas fetas de salame y queso.
No hay baños a la vista. Ni fuera de ella. En el Hércules hay un recipiente pequeño sobre una tarima y una pequeña rampa desde donde apuntar, en el caso de los hombres, y desde donde intentar un acercamiento anatómico que es una proeza, en el caso de las mujeres. Una cortina plástica que se pega a la espalda es toda la privacidad. Misión imposible. Debe ser más fácil pilotear el Hércules que usar su baño.
Allá arriba, cerca del techo y escondido por los bolsos, hay un cartel amarillo que dice: Aterrizaje: 6 timbres cortos prepararse. Un timbre largo asegurarse. Si sonaron, fue imposible oírlos.
En el Hércules se viaja como en la caja de un camión. Todos parecemos polizones. Tranquiliza que, tras media hora de vuelo, ya no haya olor a combustible.
En las paredes hay remaches, matafuegos y enchufes. En un rincón, algo parecido a un calefón o un termotanque. Y repisas metálicas con latas de aceite de motor en uno de los laterales.
A las dos horas de vuelo -la mitad de lo que tarda en llegar a Río Gallegos- corren el mate y las galletitas dulces. El bebé se despertó y juega sobre el regazo de su madre. Se llama Faustino, tiene ocho meses y va a visitar a su abuelo, que trabaja en la base aérea de Río Gallegos. Tiene un buen humor que contrasta con el de la mayoría de los bebés en vuelo.
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Nada de lujos. En el Hércules todos los mecanismos están a la vista y los pasajeros deben usar tapones en los oídos. Foto: Mario Quinteros
En el piso del avión -olviden la imagen de las alfombras de los aviones de línea- hay manivelas. Ganchos que parecerían abrir algo. Un mecanismo como el de las latas de gaseosa pero gigante. En el techo hay un caño amarillo que se interrumpe y no lleva nada a ninguna parte.
El Hércules es un avión de guerra y va “desnudo” por dentro para ser reparado en pleno vuelo ante cualquier contingencia. El que nos lleva fue remodelado a nuevo por la Fuerza Aérea y su instrumental es completamente digital. Es un avión noble, insignia y adoración mayor de los pilotos de la Antártida. Aterriza allí desde 1969 y uno de los hombres que hizo aquella pista a mano lo espera en Gallegos una vez más.
Juan Carlos Luján tiene ahora 79 años. En octubre del 69 estuvo con un grupo de compañeros de la Fuerza Aérea despejando a pico y pala una franja de tierra sobre una meseta buscando la proeza de que un avión con ruedas -sin esquíes- pudiese aterrizar en la Antártida por primera vez en la historia. Lo lograron.
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Juan Carlos Lujan logró junto a un grupo de compañeros de la Fuerza Aérea armar la pista para que aterrizara por primera vez un Hércules en Marambio. Foto: Mario Quinteros
El grupo de 21 hombres vivió tres meses a la intemperie, en pequeñas carpas de lona, rompiendo y quitando enormes piedras del terreno que parecía una bendición de la naturaleza: los fuertes vientos -los mismos que estos días impiden al Hércules acercarse- "barren" constantemente esa parte de la isla y así la pista de tierra casi nunca se llena de nieve y los aviones pueden aterrizar con sus ruedas normalmente
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La construcción de la pista de aterrizaje de Marambio, a fines de los '60.
Así llegó el Hércules que nos trajo a Marambio hace 5 días, tras aquel vuelo inicial a Santa Cruz. En esta tarde de domingo en la que el viento blanco -con ráfagas que superan los 140 kilómetros por hora y una temperatura de 12 grados bajo cero- domina la isla, ya no se lo espera ni como milagro.
Que ese avión hace milagros lo sabe Ricardo Sánchez, el enfermero de la dotación anterior que se fue en el último Hércules que salió de Marambio. Una tarde cerrada del invierno pasado, el avión más deseado en este enjambre de casitas sobre el hielo le trajo entre su preciosa carga un sobre chiquito y personal. El diente de su hija más chica, que pidió mandárselo a su papá en el fin del mundo, para que él se lo entregara al Ratón Pérez. El enfermero rompió en llanto y separó un billete para el reencuentro que ocurrió la semana pasada en El Palomar, después de un año sin verla. Nunca le dirá que en la Antártida no hay ratones.
Base Marambio. Enviado Especial
 

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VETERANO DE GUERRA DE MALVINAS
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DIARIO CLARIN
Crónicas antárticas / Nota I

Esclavos del viento: la aventura de quedar varados en la Antártida
Un equipo de Clarín viajó por tres horas a la Base Marambio. Pero las ráfagas de 140 km/h extendieron la estadía ya a cuatro días. Y aún no saben cuándo las condiciones les permitirán volver.
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Puerta roja. Cinco pasos, cinco escalones, dieciséis pasos. Puerta azul. Dieciocho pasos. Puerta roja. Cinco escalones, quince pasos. Puerta azul. Catorce pasos. Puerta roja. Seis pasos, dos escalones, once pasos, dos escalones, cuatro pasos. Puerta roja. Treinta y cuatro pasos. Doble puerta amarilla. Catorce pasos más y listo. Disculpe si cansa leerlo: usted acaba de entrar y caminar de punta a punta por la Base Marambio.
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Ciento cincuenta y un pasos –las escaleras son hacia abajo al entrar y hacia arriba al salir-, en un “chorizo” de dos metros de ancho que comunica todos los ambientes del edificio principal enclavado en una isla de la Antártida, al que se llega después de caminar sobre una combinación de pasarelas elevadas sobre la nieve, el hielo y el barro que guían el camino desde la pista de aterrizaje, la primera de tierra construida en este continente, donde ningún avión con ruedas podía aterrizar antes de eso.
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Para llegar a la base hace falta meter un avión Hércules por la “ventana”. Es el momento –a veces sólo un puñado de minutos- en que el tiempo permite “entrar”. La ventana se abre y se cierra quizá un día, quizá otro, quizá esté cerrada por semanas, así que los suministros, los repuestos de las máquinas, la comida, la ropa y la gente no llegan cuando se quiere sino cuando se puede.
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El viento se siente en el teclado porque la computadora está apoyada en una mesa sobre un piso flotante y las ráfagas –ahora de más de 70 nudos, casi 140 kilómetros por hora- pasan por debajo como rayos que hacen vibrar toda la estructura. Ese viento le cierra la ventana a cualquier avión, por más Hércules que sea.
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Es un territorio de paradojas. La Antártida es la mayor reserva de agua potable del planeta, pero para conseguir agua en Marambio tienen que trabajar seis hombres durante 5 horas, más dos mujeres –la médica y la enfermera de la base- que luego se ocupan de potabilizarla.

En la Antártida no llueve casi nunca. No sirven las tarjetas de crédito ni hay cajeros automáticos, árboles, perros, pasto, frutas ni mosquitos. Una ensalada de lechuga y tomate es un tesoro maravilloso y un gajo de mandarina un manjar deseado y prohibitivo. Para lavar 70 frazadas hay que mandarlas en un avión Hércules hacia Río Gallegos.

Para “hacer” agua -se saca con bombas de una laguna o se junta hielo para derretir- hay que trabajar; para que haya luz -la usina con tres generadores modernos es un edificio aparte- hay que trabajar; para que haya calefacción hay que trabajar; para que el avión entre o salga hay que trabajar. Para caminar de un edificio al otro de la base también hay que trabajar, sacando nieve de las pasarelas a pala limpia.

La rutina de la dotación número 50 -34 hombres y 6 mujeres que van a quedarse aquí durante todo un año- se va desperezando. El comodoro Lucas Carol Lugones, el nuevo jefe que acaba de llegar junto al equipo, controla todo de cerca. Cualquier error de cálculo en estos meses de primavera o verano se pueden pagar caro en el invierno, cuando la “ventana” climática se abra, con suerte, un par de veces al mes.



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Los periodistas llegamos en el avión Hércules que salió de Río Gallegos el miércoles pasado a las 10.10. A las 13.37 aterrizábamos en Marambio, desde el aire un puñado de casitas rojas dispersas en el blanco ahogado por el azul marino. El primer día uno conoce el lugar, admira los témpanos del Mar de Weddell que asoman allá abajo y se mete en la rutina. La cena en el comedor general (al final de aquellos 151 pasos del comienzo) es carne con una terrina de verduras y espárragos. El postre, flan con dulce de leche. La mayoría ignora el partido que Boca juega con Palmeiras en la única TV del salón y se acuesta temprano.

Tras la primera noche el recién llegado se despierta sobresaltado porque cree que se durmió o que se le hizo tarde. Son sólo las 3.30 de la madrugada y el sol se mete por la ventana del cuarto como si fueran las 9 en Buenos Aires. Para cuidar el agua, las duchas se restringen a un tiempo máximo de 5 minutos.

Se ve que la Antártida inspira a dejar huella, porque en los listones de arriba de mi cama cucheta rayaron sus nombres cuatro personas. Una de ellas firmó MEV, pero seguro no fue María Eugenia Vidal porque éste es el pabellón Palermo “de los masculinos”. Hay otro Palermo donde duermen las mujeres, y otro que se llama Chino, también para hombres. Se llaman así por bromas internas que llegaron a los carteles de señalización. El “Chino” -por Barrio Chino- era el más precario de la construcción y “Palermo” -por el barrio porteño- el más nuevo y, en la vivencia de los antárticos, también el más “cheto”, el más acomodado. Las paredes son metálicas, como las de un contenedor, y se oye todo de los otros cuartos. “Hasta los pensamientos”, dice un militar que conoce más que las paredes de la base.



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El viernes, día 3 en la Antártida, el calendario de mi celular indica un compromiso en Buenos Aires para el mediodía. Y entonces uno entiende que está, más que lejos, fuera de su propia voluntad. Habrá ausencia en esta reunión -la explicación "estoy en la Antártida" es inverosímil cuando uno la escribe así, a secas, en el WhatsApp- pero ¿y en la de mañana? ¿Y en lo que tenía que hacer pasado? No, el lunes hay que volver sí o sí porque… nada. La Antártida se deja visitar, pero ella impone las condiciones y la duración de la visita.

A la tarde se abre toda la base para ventilar. Afuera la sensación térmica es de 7 grados bajo cero y los 22 grados de adentro -milagro de la calefacción eléctrica que viene de tres generadores que usan 60 litros de gasoil por hora- empiezan a bajar rápidamente. Se abrió todo porque hubo dos engripados y hay otros dos con peligro de gripe. Aunque el frío baja las defensas, acá casi nadie se resfría porque las bacterias no sobreviven a temperaturas tan bajas. Eso sí, cuando se engripa más de uno a la vez hay que ventilar porque sino hay riesgo de que se engripen todos.



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El sábado es el día 4 en Marambio. En el cuarto de los periodistas varones se pusieron buzos polar sobre la ventana para atenuar la claridad de la madrugada y entonces se duerme un poco más. Quizá el cuerpo empiece a acostumbrarse a las 19 horas de luz intensa por día. El Hércules iba a llegar a las 4 de la mañana, pero nunca partió de Gallegos. Ventana cerrada. ¿Y mañana? También. ¿Y pasado? Quizá lo mismo.

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Ninguno de los aparatos tecnológicos de Argentina ni de países como España, Finlandia o Eslovaquia que también se controlan desde Marambio –y que miden ozono, tormentas solares, profundidad de glaciares, grietas antárticas o cambio climático- pueden parar el viento.

El es el amo invisible que trae o quita el “capuchón” de nubes que borra la pista de aterrizaje o castiga a los aviones. El amo imprevisible en dirección y velocidad que usa la Antártida para decidir cuánto seguiremos varados en este rincón de argentinos que trabajan en otro continente, 1.000 kilómetros al Sur de América.
 

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VETERANO DE GUERRA DE MALVINAS
Colaborador
Diario CLARIN
Varados en Marambio

La Antártida, con diccionario y códigos propios
Ninguna persona puede salir sola de la base. Y hay expresiones que sólo tienen sentido en el hielo antártico.
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En la Antártida es muy difícil sacar fotos con el celular. Las manos se enfrían muy rápido sin guantes y, aún así, la batería del teléfono se "muere" a los pocos segundos si le da el viento helado de lleno.

Ponerse el equipo para salir y caminar de un edificio a otro de la base le puede llevar al novato hasta media hora: borceguíes altos con cordones hasta arriba, pantalones impermeables con tiradores sobre el jean; campera polar y otra campera rompevientos arriba. También una gorra de lana que cubre las orejas y se abrocha por debajo del mentón -para que el viento no la arranque de la cabeza- y antiparras que protegen del viento y del resplandor de la nieve.
Cada vez que alguien sale del edificio principal debe hacerlo al menos de a dos y avisando al jefe, al coordinador o al encargado de la base. Ninguna persona puede quedar sola a la intemperie. Estos son otros códigos y expresiones de la Antártida:

Rojos: los bomberos de la Base Marambio.

Chispas: los que trabajan en la zona de la usina eléctrica.

Tangos: los que trabajan con los vehículos y las máquinas de la base.

Blancos: la médica y la enfermera que están a cargo de Sanidad.

Águilas: los pilotos y mecánicos del avión con esquíes que lleva las provisiones de Marambio a las otras bases argentinas en la Antártida.

Nudos: la velocidad del viento. Un nudo equivale aproximadamente a 1,8 kilómetro por hora.

Primera piel: el abrigo que se pone debajo del polar o de los pantalones de nieve. Hay que usar dos abrigos antes de la campera arriba y dos pantalones debajo, más gorro de lana, guantes y antiparras para estar completamente a salvo de los vientos helados.

Palermo: el conjunto de habitaciones donde duermen las mujeres y, en otro sector, los hombres.

Chino: otro sector de habitaciones para hombres.

Chancha: el recipiente donde descongelan bloques de hielo para "hacer" agua.
 

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VETERANO DE GUERRA DE MALVINAS
Colaborador
Diario:INFOBAE


SOCIEDAD

Varados en la Antártida: 12 grados bajo cero, un viento arrasador y la pregunta que no podemos contestar: "¿Cuándo vuelven?"
Un equipo de Infobae viajó a la base Marambio para una cobertura que iba a durar dos horas. La aventura en el continente blanco, sin embargo, ya lleva cuatro días. Las ráfagas de viento, de hasta 140 kilómetros por hora, impiden que el Hércules pueda ir a buscarlos.
Por Gisele Sousa Dias
4 de noviembre de 2018
gsousa@infobae.com


Escribo en la "Sala de científicos" de la Base Marambio, en la mismísima Antártida, y el piso tiembla como si, por debajo, pasara el subte. Se sacuden los pies, vibran las teclas. Es el viento y sus ráfagas, que hoy fueron más potentes que ayer: alcanzaron los 140 kilómetros por hora. Hoy tampoco llegó el Hércules a buscarnos -semejante viento cruzado podría sacarlo de pista durante el aterrizaje- y ahora entendemos la frase que todos repiten: "A la Antártida nunca sabés si vas a poder llegar, tampoco cuando vas a poder salir".
Fue una invitación que a todos nos pareció "un amasijo": salir el lunes 29 del aeropuerto de El Palomar, volar en Hércules hasta Río Gallegos, dormir en la base militar y cruzar hacia la península antártica, a la mañana siguiente, en un segundo vuelo en Hércules de otras tres horas y media: todo para pasar dos horas en la Base Marambio, y emprender el viaje completo de regreso a Buenos Aires.
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El equipo de Infobae en la base Marambio
El 30 era mi cumpleaños y pasar dos horas en la Antártida igual me pareció un gran plan. Armé una mochila de la que todavía me avergüenzo: un par de medias, dos bombachas y, atención: una remera de mangas cortas y un saquito de hilo.

El vuelo estaba previsto para las 11 del martes de cumpleaños pero se suspendió y terminé soplando una vela aromática montada sobre un alfajor. El viento en Marambio había llegado a los 120 kilómetros por hora, el doble de lo permitido para volar. Había una nueva chance por la tarde: si volvía a cancelarse el vuelo, crecía la posibilidad de volver sin nada.
"Malas noticias", anunciaron después del almuerzo: el viento no se había calmado y el vuelo de la tarde también se había suspendido. Podía haber un cruce a la mañana siguiente pero sólo iban a poder viajar la mitad de las 40 personas que estábamos esperando. Eramos 4 periodistas, sólo podían viajar dos. Los juegos del hambre.
Nuestros ruegos se hicieron milagro: quedamos entre los 20. Las energías eran cruzadas: nosotros, en Santa Cruz, tratando de llegar a la Antártida, y la gente de la dotación 49, que acababa de pasar un año completo en la base Marambio, desesperada por volver y reencontrarse con su familia. Desayunamos a las 5 de la mañana y subimos al Hércules.

Habíamos volado más de media hora cuando sentí un dolor en los oídos que nunca había sentido en la vida. Thomas Khazki, mi compañero de Infobae, lo vivió distinto: dijo que sintió que le faltaba el oxígeno. La inexperiencia me hizo creer que me iban a estallar los tímpanos.
El Hércules es un avión militar y no se parece a un avión comercial: el ruido te obliga a ponerte tapones en los oídos, no hay butacas sino "asientos de tropas" que, en vez de respaldos rígidos, tienen redes para que los paracaidistas puedan sentarse con el equipo puesto. El baño es un tacho y llevamos, en el medio, un contenedor de 4.000 kilos con víveres para Marambio. Es como un hangar frío que vuela.
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Volando en el Hércules hacia Río Gallegos
Thomas me gritó "se rompió algo" y me hizo una seña con la mano: vamos a aterrizar. Me puse nerviosa y quise respirar "modo Mindfullness". No funciona -parece que pujo-: pienso en el mapa con el que aprendí en el colegio y saco una conclusión de la que ahora siento vergüenza nivel "mi saquito de hilo": creo que vamos a aterrizar en el agua helada. No. Volvimos, se rompió el presurizador: estamos otra vez en Río Gallegos.
"Qué mala suerte", me dice un colega. "¿No será una señal?, me pregunta mi mejor amiga, desde Londres. Ya estamos para pelear contra un oso polar mano a mano (otra amiga me preguntó si en la Antártida había osos polares y alguien acá se tentó de risa): sentimos que vamos a cruzar como sea, aunque ya sabemos que el clima está empeorando y que, tal vez, tengamos que pasar la noche en la Antártida. O más de una noche. Decimos que sí, ¿no es lo que queríamos?
Cambiamos de avión y volvemos a salir. Juego con ventaja: otra amiga –hipocondríaca en este caso- reparó en que no tengo apéndice. Muchos de los que están acá tienen hecha la "apendicectomía profiláctica". En criollo: les sacaron lo que no sirve para nada porque acá no es fácil resolver una cirugía de urgencia.
Bajamos del Hércules con botas de cuero rellenas de lana, pantalones térmicos, buzo polar, gorro con orejeras, antiparras para el sol y campera naranja. No se si fue la campera naranja o la foto que saqué por la ventana circular del avión pero otra amiga creyó que me había ido al espacio.
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Sobre el continente blanco, desde el Hércules (Foto: Gisele Sousa Dias)
Presenciamos el cambio de dotación (la despedida de los que se fueron y la bienvenida de los 34 hombres y seis mujeres que llegaron a invernar) e hicimos una decena de entrevistas. El peso de la ropa, del madrugón y la adrenalina se sintió en el cuerpo. Fuimos a nuestras camas cucheta: a las tres de la mañana empezó a amanecer.
Es jueves y se suspendió el regreso. Mejor. Ya sabemos para qué sirve esta base, que está a punto de cumplir 50 años. "La función principal es proveer la logística que necesita la actividad científica", me dice el comodoro Lucas Carol Lugones, nuevo jefe de la base, que ya nos dice Thomi y Gise. ¿Y por qué elige venir toda esta gente?
Para todos es "un sueño" por el que vale la pena el sacrificio. En muchos casos, es un sueño cruzado con el beneficio económico. Son unos 750.000 pesos de viáticos versus estar un año aislados."La Antártida te da mucho pero también te saca", es otra frase que repiten. No pueden volver, salvo una urgencia real, y nadie puede venir a visitarlos.
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Atardecer en la base más importante de la Argentina (Foto: Thomas Khazki)
Durante ese año, la temperatura puede ser extrema: en el semestre invernal la mínima es de entre -15 y -20 grados, y las ráfagas de viento suelen desplomar la sensación térmica. Hay una tabla pegada en la sala de meteorología que dice cuánto tardaría uno en congelarse afuera sin la ropa adecuada. Un ejemplo: un día de -20 grados pero con un viento de 170 kilómetros por hora, te congelarías en dos minutos.
Nos vamos a dormir creyendo que el avión vendrá a buscarnos el viernes al mediodía. Amanecemos, guardamos todo y, antes de terminar el café, vemos el gesto fruncido de Mauricio Laurizi, el jefe del Centro Meteorológico Antártico Marambio: adivinen.
A esta altura comparto elementos íntimos con desconocidos: un comodoro me prestó sus medias de toalla, un teniente primero otras térmicas y el encargado de base me consiguió una camiseta de mangas largas. Apelo a las donaciones, porque también me olvidé de traer crema enjuague y toallón. Valeria, la enfermera, me prestó la computadora en la que ahora escribo.
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(Foto: Thomas Khazki)
Comemos pastel de papas, tomamos mate con criollitos recién horneados en la panadería de la base, charlamos con el que no esté trabajando. Almorzamos milanesas a la napolitana con papas fritas, cenamos carne con salsa de mostaza, comemos flan de postre. El cocinero, Fabián, usa los mismos alimentos que en el continente salvo por el huevo -que es en polvo, para evitar que el fresco se pudra- y la cebolla y las papas, que vienen deshidratadas. Comemos peras y duraznos de lata.
La verdura y las frutas frescas llegan dos veces por año y duran poco, por eso cuando uno pregunta a los repitentes "¿qué es lo que más se extraña?", pueden responder "a la familia y a la lechuga" o "a los hijos y comer una naranja". El agua tiene otro valor cuando se ve el esfuerzo: acá hay quienes van a "hacer agua" temprano a la laguna congelada.
No hay niños en esta base pero es frecuente escuchar sus vocecitas: hay wi fi y 4g (llegó este verano) y se ven hijos en las pantallas hablando con sus padres o audios que se disparan en altavoz: "Te extraño, papi". Dicen que la tecnología y las chances de encerrarse a ver una película en Netflix achicó las distancias pero atentó contra la mística del aislamiento.
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El hangar del avión Twin Otter, una postal de la base (Foto: Thomas Kazki)
Hay una chance de que el Hércules pueda entrar por una "ventana climática" que se abriría –ahora decimos todo en potencial y hacemos comillas con los dedos- a las tres de la mañana. Duermo con un ojo abierto y otro cerrado. Me despierto a las 8: el sonido del viento envolviendo la habitación es la respuesta a la pregunta que no necesito hacer.
En la base Marambio hay un gimnasio con vista a los témpanos para quemar calorías y tiempo. No voy, tampoco para tanto. La típica frase hecha del iceberg se volvió paisaje: los fragmentos que vemos esconden, hacia abajo, 80, 100 metros de hielo. Además, los sábados es "noche de pizzas" en toda las bases de la Antártida y, según el racionamiento y las reglas de conducta, hoy podemos tomar dos latitas de cerveza en el pub de la base.

Thomas trabajando en la base
Hoy el viento hizo bajar la sensación térmica a los 12 grados bajo cero. El meteorólogo me ve llegar y sonríe: hay una chance "mínima" de poder volar el lunes, dice. Y una "moderada" de poder volver el martes. Sentarme y no tener más opción que parar la máquina me hizo recordar lo que otro comodoro me gritó al oído en el Hércules, mientras tratábamos de llegar.
"En algún momento, abrite del grupo y salí sola. Quédate un rato con vos misma, escuchá el silencio. Es un silencio distinto, te vas a escuchar los latidos del corazón". Se emocionó cuando lo dijo, con la mano apoyada en el pecho. Recién hoy me tomé el tiempo de hacerlo, tres días después de haber llegado y sin tener certeza de cuándo vamos a volver. Me fui a dormir a mi cucheta conmovida, silenciosa, tranquila.
 
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