Articulo sacado de la edición digital del diario norte
Entrevista de Vidal Mario
El 21 de mayo de 1982 cinco aviones Skyhawk argentinos pusieron fuera de acción a la fragata misilística inglesa Argonaut, durante un combate naval consumado en la bahía del estrecho San Carlos. 25 años después de aquella épica batalla habla para NORTE uno de los “cinco halcones” que, consumada la hazaña, logró regresar sano y salvo a su base de Río Gallegos. Es el vicecomodoro Vicente Autiero, hoy jefe de la Región Aérea Noreste (RANE). En esta entrevista rememora con precisión el largo viaje al encuentro del enemigo y el infierno desatado una vez que los buques invasores detectaron su presencia. Recuerda, por ejemplo, como si no hubiese pasado el tiempo, lo siguiente: “Sobre mi avión apareció una concentración de fuego y mi jefe creyó que me habían dado. Pero no era fuego de mi avión sino un chorro de fuego formado por la concentración de las municiones que nos disparaban desde la fragata”.
—El martes pasado, 1 de mayo, ustedes celebraron un nuevo aniversario del bautismo de fuego de la Fuerza Aérea Argentina en Malvinas. Como excombatiente, ¿en qué piensa cada vez que llega esa fecha?
—Un excombatiente no piensa en las cosas que vivió en Malvinas únicamente en determinadas fechas. Piensa en ellas todos los días de su vida. Quienes combatimos, sobrevivimos y vimos morir a camaradas y amigos, seamos del Ejército, de la Marina o de la Fuerza Aérea, no olvidamos un solo día. Pero seguramente en lo que más pensamos en esas fechas especiales es en la familia, tal vez porque antes de cada combate a lo que más teníamos en mente era justamente a nuestros familiares. En mi caso, el 11 de mayo de 1982 nació Paula Beatriz, mi hija. Diez días después me tocó ir a bombardear una fragata inglesa y soportar un cerrado fuego de cañones antiaéreos. En esa misión pensaba que podría ser el último día de mi vida y que posiblemente jamás conocería a mi hija o volvería a ver a mi esposa. Mi beba tenía un mes y medio de vida cuando me dieron permiso para ir a verla, pero me ordenaron regresar de urgencia para apoyar a mis camaradas en operaciones. Por eso es que, cuando la guerra terminó, la familia, el concepto de familia, tenía para mí un valor inconmensurable.
—Además del pensamiento fijo en su familia, ¿qué otro sentimiento llevaba en mente?
—El sentimiento del miedo. Yo, el entonces teniente Vicente Auterio, de 26 años, tenía miedo cada vez que despegaba. No me avergüenza confesarlo porque no se es menos soldado o menos hombre por eso. El miedo es normal en todo combatiente con conciencia de lo que está haciendo y de lo que le puede suceder. Pero había que superar el miedo. A lo que había que tenerle miedo era a entrar en pánico. Eso sí podía acarrearnos resultados catastróficos. Yo superaba mi miedo concentrándome en mi misión. Me concentraba tanto en lo que tenía que hacer y en las decisiones que tenía que ir tomando sobre la marcha, en pleno vuelo, que me olvidaba del miedo. Lo mismo sucedía con mis compañeros: pasábamos a ser parte de nuestros aviones. Me concentraba tanto que a veces no me daba cuenta de en qué momento había hecho algún repentino procedimiento que tenía que hacer, obligado por las contingencias del combate. Una vez mi cabina se llenó de papeles y tierra suspendidos en el aire, porque bruscamente había picado al vacío. ¿En qué momento había procedido a hacer esa maniobra? No me acordaba.
—Usted “pasó a la historia” por ser uno de los cinco pilotos que dejaron fuera de acción al buque inglés Argonaut. ¿En qué fecha se produjo esa acción bélica?
—Fue el 21 de mayo de 1982. Es decir que, dentro de unos días, se cumplirán 25 años de aquel combate. No nos tomó de sorpresa la orden de despegar porque ya sabíamos que los británicos estaban preparando el desembarco en algún punto de las islas Malvinas. Lo que no sabíamos era por dónde aparecerían. En nuestra base militar de Río Gallegos vivíamos en estado de alerta máximo en aquellos días, siempre preparados para afrontar lo que viniere. Era sólo cuestión de tiempo el tener que afrontar nuestro primer desafío. En cualquier momento íbamos a recibir la noticia de que los invasores estaban intentando constituir una cabeza de playa. Recuerdo que, a las 8,30 de ese 21 de mayo, estábamos en la sala de pilotos, algunos jugando a las cartas, otros comiendo un sánguche. De pronto llegaron las primeras informaciones sobre un desembarco de fuerzas inglesas en el área de la bahía San Carlos. Algunos creían que era solamente una diversión.
—¿Qué es una “diversión”?
—Una operación para confundir al adversario, desviando su atención de la acción principal. Pero no era una diversión: el desembarco realmente se estaba produciendo. El teléfono verde que conectaba a nuestra base con el Comando de la Fuerza Aérea Sur sonó para confirmar que la operación anfibia inglesa en San Carlos era efectivamente el esperado desembarco principal. Tan pronto como el jefe de turno colgó el teléfono comenzamos a recibir órdenes a granel y el clima de la sala experimentó un brusco vuelco. Había llegado el momento de combatir y hasta los pilotos que estaban descansando fueron llamados a presentarse. Algunos de nuestros compañeros ya conocían el fragor del combate desde el 1 de mayo anterior; habíamos perdido ya a cuatro de nuestros camaradas y sabíamos que, ese día, posiblemente algunos de nosotros, o en el peor de los casos ninguno de nosotros, iba a regresar a la base. Todo iba a depender de la suerte de la batalla.
—Dentro de esas órdenes a granel que recibían, ¿cuál era la principal?
—Debíamos atacar con bombas y cañones, en primer lugar, a los buques de desembarco y transportes, y a los buques de combate en segunda instancia. Así que veinte aviones de combate A-4B Skyhawk empezaron a hacer rugir sus motores. Uno a uno empezamos a despegar. Nuestra escuadrilla, rumbo a San Carlos.
—¿Por qué ustedes, contrariamente a la orden recibida, atacaron primero a los buques armados antes que a los logísticos y de desembarco?
—Esa fue y es una apreciación errónea que es necesario aclarar: jamás el Comando de la Fuerza Aérea Sur estableció ese orden de prioridades. Antes que nada, el mando argentino ordenaba hundir a los portaaviones británicos y, después, a los buques armados. Algunos parecen olvidar que esos grandes navíos y los transportes siempre son acompañados por una escolta mínima de dos fragatas, que suelen anteponerse en las posibles rutas de llegada de los invasores y que no es fácil quebrar esa protección. Así que mi escuadrilla despegó sabiendo perfectamente lo que tenía que hacer, de acuerdo con las órdenes recibidas.
—¿De cuántos aviones constaba su escuadrilla?
—Eran, en realidad, dos escuadrillas de tres aviones cada una, los cuales respondían a los indicativos de Leo y Orión, respectivamente. Uno de los aviones regresó a tierra por un desperfecto mecánico, así que quedamos solamente cinco. Ya en el aire se nos dijo que no íbamos a tener un vuelo tranquilo; íbamos a encontrar grandes masas de nubes en el camino. Pero nos indicaban —también— que teníamos buenas probabilidades de encontrar la zona donde se encontraban los buques ingleses en condiciones meteorológicas aceptables para el ataque. El trío Orión volaba por delante y nosotros, Leo, lo seguíamos ordenadamente. Volábamos bien alto y bien bajo, alternativamente, para economizar combustible. El primer tramo lo cumplimos prácticamente al tope de las nubes, en medio de un silencio total de radio. Cuando faltaban unos 80 kilómetros para llegar a las Malvinas picamos para iniciar el segundo tramo del vuelo. A muy baja altura, empezamos a volar en medio de una atmósfera brumosa. Arriba teníamos una cerrada capa de nimbus, abajo un mar cuyas olas se curvaban y parecían que querían atraparnos. Volábamos a no más de tres a cinco metros sobre las ondas del estrecho San Carlos.
—¿Qué sucedió cuando finalmente llegaron a las islas?
—Unos tres minutos antes de llegar a los objetivos ingleses, nuestro jefe nos ordenó acelerar la velocidad y preparar la corrida de bombardeo. Como volábamos tan bajo sobre la bahía Roca Blanca, una alta lengua de tierra se interponía entre nuestros aparatos y los blancos ingleses. Por eso debí levantar mi Skyhawk algunos metros para poder mirar del otro lado de esa lengua de tierra, mientras el resto seguía volando casi paralelamente a la pequeña península. Lo que vi fue lo siguiente: dos buques de guerra muy cerca entre sí, ya casi en la boca de la bahía San Carlos, y un tercero, la fragata Argonaut, que navegaba muy pegado a la costa Este. La veía como una postal, recostada contra un acantilado de algo más de 200 metros. Ante semejante descubrimiento, regresé a mi puesto en la escuadrilla y no tuve más alternativa que quebrar el silencio de radio para gritarle a mi jefe: “¡A la derecha!”. El jefe, en acto reflejo, volcó su avión 90º en la dirección indicada y logró saltar sobre la lengua de tierra con una gran inclinación de las alas. Pero los ingleses detectaron nuestra presencia y estalló el infierno.
—¿Cómo describiría ese infierno?
—En determinado momento veo en la costa de la península lo que en principio parecían palomas que volaban. Pero no eran palomas. Las dos fragatas que habíamos dejado a la derecha, y la fragata Argonaut, nos estaban tirando. Lo que yo creía que eran palomas que volaban eran tierra que se levantaba por el impacto de las municiones de los cañones antiaéreos enemigos. Pronto el aire se pobló de explosiones de granadas y de rastros luminosos rojos que nos buscaban. Empezamos a ver misiles que pasaban por entremedio de nuestros aviones. Sobre mi avión apareció una concentración de fuego y mi jefe creyó que me habían dado. Pero no era fuego de mi avión sino un chorro de fuego formado por la concentración de las municiones que nos disparaban desde la fragata enemiga. Eramos blancos de toda clase de armas montadas en los buques enemigos, hasta que nosotros también comenzamos a hacer el trabajo que habíamos ido a hacer: lanzamos nuestras bombas, que bajaban a unos mil kilómetros por hora.
—En lo referente al Argonaut, ¿cómo fue el ataque a esa fragata inglesa?
—El guía de nuestra formación lanzó una bomba de 450 kilos sobre esa fragata, levantando un muro de agua muy cerca de su línea de flotación, pero casi choca con la inmensa mole que era la fragata. No le quedaba más recurso que intentar sobrevolarla, y así, con una destreza que a veinticinco años de distancia todavía me emociona, pasó por en medio de antenas y mástiles. El saldo fue una antena derribada con un golpe del tanque auxiliar derecho del avión. Esa antena derribada fue providencial para salvar mi propia vida, porque aproveché el hueco libre para sobrepasar al buque, haciendo un ligero viraje a la derecha. Al mismo tiempo desprendí otra bomba sobre la fragata, pero me quedaban solamente unos segundos para salvar el acantilado hacia el cual me iba a una velocidad transónica. Felizmente también lo logré, recibiendo las felicitaciones de mis compañeros.
—¿En qué pensaba usted en esos segundos, que pudieron haber sido los últimos segundos de su vida?
—Lo único que recuerdo es que puse mi mano derecha sobre mi corazón y dije: “Bombeá, porque ésta me parece que es la última”. Pero, como le dije, me salvé del acantilado, giré y volví a ubicarme a un costado del barco enemigo. El jefe de la escuadrilla la atacó por el lado derecho y yo por el izquierdo. Logramos colocar dos bombas sobre la fragata, las cuales no estallaron, pero sí estallaron las municiones y la sala de máquina de la fragata. El barco inglés comenzó a cambiar de color por el fuego declarado a bordo. El clásico gris perlado de la pintura naval iba dejando paso rápidamente a un color marrón rojizo opaco, lo cual confirmaba la amplitud del daño que habían causado nuestras bombas. Un humo gris acerado y negro brotaba desde el flanco que habíamos bombardeado y fuimos también testigos de explosiones secundarias en la cubierta. Vimos también gente saltando a las aguas debido a la temperatura insoportable del barco.
—¿Qué pasó con los buques de transporte y de desembarco que eran, en realidad, los objetivos primarios de ustedes?
—A esos, lamentablemente, no los pudimos encontrar. Así que mientras atacábamos al Argonaut seguramente desde esos barcos estaban descargando hombres y materiales en algunos de los angostos brazos del mar que entran a la bahía San Carlos.
—¿Qué ocurrió, a todo esto, con aquellos otros dos buques de guerra que acompañaban al ya herido Argonaut?
—El objetivo ya había sido batido, pero no estaba dicha la última palabra. Todavía teníamos que regresar sanos y salvos a nuestra base, pero el primer tramo de nuestro viaje tenía reservado serios peligros para todos. Sorpresivamente fuimos atacados cuando ya emprendíamos el regreso. Las armas antiaéreas de esos barcos nos lanzaron una cortina de granadas con espoletas de proximidad. El ataque nos obligó a virar hacia la izquierda para buscar la protección de los acantilados. Escapábamos a una altura peligrosamente baja, así que podíamos ver claramente que en la superficie de la isla Soledad explotaban proyectiles que dejaban un espeso humo blanco. Eran los misiles superficie-aire de las embarcaciones inglesas que, al no alcanzarnos, se autodestruían por el impacto.
—¿Cómo fue el regreso a Río Gallegos?—
Fue un vuelo lleno de alegría, porque todos regresamos a la Base Militar de Río Gallegos sin haber sido dañados por los proyectiles británicos. De los cinco aviones que participamos del ataque, los cinco volvimos. Los “cinco halcones” aterrizamos en nuestra base tal como habíamos despegado. La única novedad técnica digna de mencionarse, aparte del choque de Leo 1 contra la antena del buque inglés, fue un orificio en la raíz del ala izquierda de uno de los aviones, el del teniente Robledo, que se llevó por delante una gaviota. Los aviones fueron revisados por los mecánicos y quedaron listos para nuevas salidas. Que las hicimos, después, pero eso ya sería para otra historia.
Saludos
P/D: otra cosa que dijo Autiero es que los actos centrales por el 10 de Agosto se realizarán en Resistencia, al fin voy a ser local!!!
Entrevista de Vidal Mario
El 21 de mayo de 1982 cinco aviones Skyhawk argentinos pusieron fuera de acción a la fragata misilística inglesa Argonaut, durante un combate naval consumado en la bahía del estrecho San Carlos. 25 años después de aquella épica batalla habla para NORTE uno de los “cinco halcones” que, consumada la hazaña, logró regresar sano y salvo a su base de Río Gallegos. Es el vicecomodoro Vicente Autiero, hoy jefe de la Región Aérea Noreste (RANE). En esta entrevista rememora con precisión el largo viaje al encuentro del enemigo y el infierno desatado una vez que los buques invasores detectaron su presencia. Recuerda, por ejemplo, como si no hubiese pasado el tiempo, lo siguiente: “Sobre mi avión apareció una concentración de fuego y mi jefe creyó que me habían dado. Pero no era fuego de mi avión sino un chorro de fuego formado por la concentración de las municiones que nos disparaban desde la fragata”.
—El martes pasado, 1 de mayo, ustedes celebraron un nuevo aniversario del bautismo de fuego de la Fuerza Aérea Argentina en Malvinas. Como excombatiente, ¿en qué piensa cada vez que llega esa fecha?
—Un excombatiente no piensa en las cosas que vivió en Malvinas únicamente en determinadas fechas. Piensa en ellas todos los días de su vida. Quienes combatimos, sobrevivimos y vimos morir a camaradas y amigos, seamos del Ejército, de la Marina o de la Fuerza Aérea, no olvidamos un solo día. Pero seguramente en lo que más pensamos en esas fechas especiales es en la familia, tal vez porque antes de cada combate a lo que más teníamos en mente era justamente a nuestros familiares. En mi caso, el 11 de mayo de 1982 nació Paula Beatriz, mi hija. Diez días después me tocó ir a bombardear una fragata inglesa y soportar un cerrado fuego de cañones antiaéreos. En esa misión pensaba que podría ser el último día de mi vida y que posiblemente jamás conocería a mi hija o volvería a ver a mi esposa. Mi beba tenía un mes y medio de vida cuando me dieron permiso para ir a verla, pero me ordenaron regresar de urgencia para apoyar a mis camaradas en operaciones. Por eso es que, cuando la guerra terminó, la familia, el concepto de familia, tenía para mí un valor inconmensurable.
—Además del pensamiento fijo en su familia, ¿qué otro sentimiento llevaba en mente?
—El sentimiento del miedo. Yo, el entonces teniente Vicente Auterio, de 26 años, tenía miedo cada vez que despegaba. No me avergüenza confesarlo porque no se es menos soldado o menos hombre por eso. El miedo es normal en todo combatiente con conciencia de lo que está haciendo y de lo que le puede suceder. Pero había que superar el miedo. A lo que había que tenerle miedo era a entrar en pánico. Eso sí podía acarrearnos resultados catastróficos. Yo superaba mi miedo concentrándome en mi misión. Me concentraba tanto en lo que tenía que hacer y en las decisiones que tenía que ir tomando sobre la marcha, en pleno vuelo, que me olvidaba del miedo. Lo mismo sucedía con mis compañeros: pasábamos a ser parte de nuestros aviones. Me concentraba tanto que a veces no me daba cuenta de en qué momento había hecho algún repentino procedimiento que tenía que hacer, obligado por las contingencias del combate. Una vez mi cabina se llenó de papeles y tierra suspendidos en el aire, porque bruscamente había picado al vacío. ¿En qué momento había procedido a hacer esa maniobra? No me acordaba.
—Usted “pasó a la historia” por ser uno de los cinco pilotos que dejaron fuera de acción al buque inglés Argonaut. ¿En qué fecha se produjo esa acción bélica?
—Fue el 21 de mayo de 1982. Es decir que, dentro de unos días, se cumplirán 25 años de aquel combate. No nos tomó de sorpresa la orden de despegar porque ya sabíamos que los británicos estaban preparando el desembarco en algún punto de las islas Malvinas. Lo que no sabíamos era por dónde aparecerían. En nuestra base militar de Río Gallegos vivíamos en estado de alerta máximo en aquellos días, siempre preparados para afrontar lo que viniere. Era sólo cuestión de tiempo el tener que afrontar nuestro primer desafío. En cualquier momento íbamos a recibir la noticia de que los invasores estaban intentando constituir una cabeza de playa. Recuerdo que, a las 8,30 de ese 21 de mayo, estábamos en la sala de pilotos, algunos jugando a las cartas, otros comiendo un sánguche. De pronto llegaron las primeras informaciones sobre un desembarco de fuerzas inglesas en el área de la bahía San Carlos. Algunos creían que era solamente una diversión.
—¿Qué es una “diversión”?
—Una operación para confundir al adversario, desviando su atención de la acción principal. Pero no era una diversión: el desembarco realmente se estaba produciendo. El teléfono verde que conectaba a nuestra base con el Comando de la Fuerza Aérea Sur sonó para confirmar que la operación anfibia inglesa en San Carlos era efectivamente el esperado desembarco principal. Tan pronto como el jefe de turno colgó el teléfono comenzamos a recibir órdenes a granel y el clima de la sala experimentó un brusco vuelco. Había llegado el momento de combatir y hasta los pilotos que estaban descansando fueron llamados a presentarse. Algunos de nuestros compañeros ya conocían el fragor del combate desde el 1 de mayo anterior; habíamos perdido ya a cuatro de nuestros camaradas y sabíamos que, ese día, posiblemente algunos de nosotros, o en el peor de los casos ninguno de nosotros, iba a regresar a la base. Todo iba a depender de la suerte de la batalla.
—Dentro de esas órdenes a granel que recibían, ¿cuál era la principal?
—Debíamos atacar con bombas y cañones, en primer lugar, a los buques de desembarco y transportes, y a los buques de combate en segunda instancia. Así que veinte aviones de combate A-4B Skyhawk empezaron a hacer rugir sus motores. Uno a uno empezamos a despegar. Nuestra escuadrilla, rumbo a San Carlos.
—¿Por qué ustedes, contrariamente a la orden recibida, atacaron primero a los buques armados antes que a los logísticos y de desembarco?
—Esa fue y es una apreciación errónea que es necesario aclarar: jamás el Comando de la Fuerza Aérea Sur estableció ese orden de prioridades. Antes que nada, el mando argentino ordenaba hundir a los portaaviones británicos y, después, a los buques armados. Algunos parecen olvidar que esos grandes navíos y los transportes siempre son acompañados por una escolta mínima de dos fragatas, que suelen anteponerse en las posibles rutas de llegada de los invasores y que no es fácil quebrar esa protección. Así que mi escuadrilla despegó sabiendo perfectamente lo que tenía que hacer, de acuerdo con las órdenes recibidas.
—¿De cuántos aviones constaba su escuadrilla?
—Eran, en realidad, dos escuadrillas de tres aviones cada una, los cuales respondían a los indicativos de Leo y Orión, respectivamente. Uno de los aviones regresó a tierra por un desperfecto mecánico, así que quedamos solamente cinco. Ya en el aire se nos dijo que no íbamos a tener un vuelo tranquilo; íbamos a encontrar grandes masas de nubes en el camino. Pero nos indicaban —también— que teníamos buenas probabilidades de encontrar la zona donde se encontraban los buques ingleses en condiciones meteorológicas aceptables para el ataque. El trío Orión volaba por delante y nosotros, Leo, lo seguíamos ordenadamente. Volábamos bien alto y bien bajo, alternativamente, para economizar combustible. El primer tramo lo cumplimos prácticamente al tope de las nubes, en medio de un silencio total de radio. Cuando faltaban unos 80 kilómetros para llegar a las Malvinas picamos para iniciar el segundo tramo del vuelo. A muy baja altura, empezamos a volar en medio de una atmósfera brumosa. Arriba teníamos una cerrada capa de nimbus, abajo un mar cuyas olas se curvaban y parecían que querían atraparnos. Volábamos a no más de tres a cinco metros sobre las ondas del estrecho San Carlos.
—¿Qué sucedió cuando finalmente llegaron a las islas?
—Unos tres minutos antes de llegar a los objetivos ingleses, nuestro jefe nos ordenó acelerar la velocidad y preparar la corrida de bombardeo. Como volábamos tan bajo sobre la bahía Roca Blanca, una alta lengua de tierra se interponía entre nuestros aparatos y los blancos ingleses. Por eso debí levantar mi Skyhawk algunos metros para poder mirar del otro lado de esa lengua de tierra, mientras el resto seguía volando casi paralelamente a la pequeña península. Lo que vi fue lo siguiente: dos buques de guerra muy cerca entre sí, ya casi en la boca de la bahía San Carlos, y un tercero, la fragata Argonaut, que navegaba muy pegado a la costa Este. La veía como una postal, recostada contra un acantilado de algo más de 200 metros. Ante semejante descubrimiento, regresé a mi puesto en la escuadrilla y no tuve más alternativa que quebrar el silencio de radio para gritarle a mi jefe: “¡A la derecha!”. El jefe, en acto reflejo, volcó su avión 90º en la dirección indicada y logró saltar sobre la lengua de tierra con una gran inclinación de las alas. Pero los ingleses detectaron nuestra presencia y estalló el infierno.
—¿Cómo describiría ese infierno?
—En determinado momento veo en la costa de la península lo que en principio parecían palomas que volaban. Pero no eran palomas. Las dos fragatas que habíamos dejado a la derecha, y la fragata Argonaut, nos estaban tirando. Lo que yo creía que eran palomas que volaban eran tierra que se levantaba por el impacto de las municiones de los cañones antiaéreos enemigos. Pronto el aire se pobló de explosiones de granadas y de rastros luminosos rojos que nos buscaban. Empezamos a ver misiles que pasaban por entremedio de nuestros aviones. Sobre mi avión apareció una concentración de fuego y mi jefe creyó que me habían dado. Pero no era fuego de mi avión sino un chorro de fuego formado por la concentración de las municiones que nos disparaban desde la fragata enemiga. Eramos blancos de toda clase de armas montadas en los buques enemigos, hasta que nosotros también comenzamos a hacer el trabajo que habíamos ido a hacer: lanzamos nuestras bombas, que bajaban a unos mil kilómetros por hora.
—En lo referente al Argonaut, ¿cómo fue el ataque a esa fragata inglesa?
—El guía de nuestra formación lanzó una bomba de 450 kilos sobre esa fragata, levantando un muro de agua muy cerca de su línea de flotación, pero casi choca con la inmensa mole que era la fragata. No le quedaba más recurso que intentar sobrevolarla, y así, con una destreza que a veinticinco años de distancia todavía me emociona, pasó por en medio de antenas y mástiles. El saldo fue una antena derribada con un golpe del tanque auxiliar derecho del avión. Esa antena derribada fue providencial para salvar mi propia vida, porque aproveché el hueco libre para sobrepasar al buque, haciendo un ligero viraje a la derecha. Al mismo tiempo desprendí otra bomba sobre la fragata, pero me quedaban solamente unos segundos para salvar el acantilado hacia el cual me iba a una velocidad transónica. Felizmente también lo logré, recibiendo las felicitaciones de mis compañeros.
—¿En qué pensaba usted en esos segundos, que pudieron haber sido los últimos segundos de su vida?
—Lo único que recuerdo es que puse mi mano derecha sobre mi corazón y dije: “Bombeá, porque ésta me parece que es la última”. Pero, como le dije, me salvé del acantilado, giré y volví a ubicarme a un costado del barco enemigo. El jefe de la escuadrilla la atacó por el lado derecho y yo por el izquierdo. Logramos colocar dos bombas sobre la fragata, las cuales no estallaron, pero sí estallaron las municiones y la sala de máquina de la fragata. El barco inglés comenzó a cambiar de color por el fuego declarado a bordo. El clásico gris perlado de la pintura naval iba dejando paso rápidamente a un color marrón rojizo opaco, lo cual confirmaba la amplitud del daño que habían causado nuestras bombas. Un humo gris acerado y negro brotaba desde el flanco que habíamos bombardeado y fuimos también testigos de explosiones secundarias en la cubierta. Vimos también gente saltando a las aguas debido a la temperatura insoportable del barco.
—¿Qué pasó con los buques de transporte y de desembarco que eran, en realidad, los objetivos primarios de ustedes?
—A esos, lamentablemente, no los pudimos encontrar. Así que mientras atacábamos al Argonaut seguramente desde esos barcos estaban descargando hombres y materiales en algunos de los angostos brazos del mar que entran a la bahía San Carlos.
—¿Qué ocurrió, a todo esto, con aquellos otros dos buques de guerra que acompañaban al ya herido Argonaut?
—El objetivo ya había sido batido, pero no estaba dicha la última palabra. Todavía teníamos que regresar sanos y salvos a nuestra base, pero el primer tramo de nuestro viaje tenía reservado serios peligros para todos. Sorpresivamente fuimos atacados cuando ya emprendíamos el regreso. Las armas antiaéreas de esos barcos nos lanzaron una cortina de granadas con espoletas de proximidad. El ataque nos obligó a virar hacia la izquierda para buscar la protección de los acantilados. Escapábamos a una altura peligrosamente baja, así que podíamos ver claramente que en la superficie de la isla Soledad explotaban proyectiles que dejaban un espeso humo blanco. Eran los misiles superficie-aire de las embarcaciones inglesas que, al no alcanzarnos, se autodestruían por el impacto.
—¿Cómo fue el regreso a Río Gallegos?—
Fue un vuelo lleno de alegría, porque todos regresamos a la Base Militar de Río Gallegos sin haber sido dañados por los proyectiles británicos. De los cinco aviones que participamos del ataque, los cinco volvimos. Los “cinco halcones” aterrizamos en nuestra base tal como habíamos despegado. La única novedad técnica digna de mencionarse, aparte del choque de Leo 1 contra la antena del buque inglés, fue un orificio en la raíz del ala izquierda de uno de los aviones, el del teniente Robledo, que se llevó por delante una gaviota. Los aviones fueron revisados por los mecánicos y quedaron listos para nuevas salidas. Que las hicimos, después, pero eso ya sería para otra historia.
Saludos
P/D: otra cosa que dijo Autiero es que los actos centrales por el 10 de Agosto se realizarán en Resistencia, al fin voy a ser local!!!