Derruido
Colaborador
TRIBUNA
Es muy peligroso querer reescribir la historia
Occidente se alarma con razón frente a ciertas actitudes de la Rusia de Putin. Tendría que preocuparse más aún por sus ideas sobre orgullo nacional y manuales de escuela.
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Paul Kennedy HISTORIADOR, UNIVERSIDAD DE YALE
La Rusia de Vladimir Putin envía desde hace años señales muy claras de que ya no es el Estado debilitado, con problemas y dependiente de Occidente que fue tras la desintegración de la Unión Soviética.
Muchos podrán decir ahora que esa recuperación tiene bases endebles, que reside casi por completo en el elevado precio del petróleo y el gas, así como en la afortunada posesión por parte de Rusia de grandes reservas de esos recursos vitales. Es cierto. Pero si se los invierte con inteligencia, los ingresos petroleros pueden mejorar el desarrollo tecnológico e industrial y la infraestructura nacional, como así también la seguridad militar.
Es evidente que el régimen de Putin no sólo hace inversiones estratégicas inteligentes —en infraestructura, laboratorios, Fuerzas Armadas modernizadas—, sino que el flujo de dinero le da al Kremlin la confianza necesaria para instrumentar una política exterior fuerte con la seguridad que por el momento le brinda una serie de circunstancias globales que afectaron a los Estados Unidos, desviaron la atención de China e India (hacia el crecimiento y la modernización interna) y dieron una inmensa capacidad de maniobra a todos los países productores de petróleo. Putin, por otra parte, parece ser un jugador de póquer formidable.
Las empresas petroleras occidentales, por su parte, descubren que un contrato por el control de recursos energéticos no es algo que el gobierno de Moscú considere necesariamente una obligación legal sagrada. A medida que el Estado ruso recupera su fuerza, insiste en modificar las condiciones, lo cual le asegura al Kremlin y a sus organismos un paquete mayoritario. Así las cosas, grandes empresas internacionales como BP, Exxon y ConocoPhillips, a las que siempre se había considerado actores independientes poderosos, ahora admiten que se encuentran en una posición más débil.
Muchos de sus gerentes generales se agarran la cabeza al enterarse de que Rusia acaba de reclamar amplios derechos en el Polo Norte, lo que implica el derecho a la explotación de los recursos energéticos submarinos. Moscú parece avanzar en sus reclamos internacionales con la misma celeridad con la que denuncia los acuerdos de control de armas. Resulta difícil seguirle el ritmo.
Si bien todo eso es inquietante, sobre todo para los intereses de las empresas occidentales y los teóricos izquierdistas de la conspiración capitalista global, de ningún modo es inusual. Son los pasos que da una elite de poder tradicional que, tras sufrir derrota y humillación, se dispone a recuperar sus bienes, su autoridad y su capacidad de intimidar.
Sin embargo, las noticias de Rusia que más me interesan no son las relacionadas con submarinos teledirigidos bajo el casquete polar ártico ni las presiones para que Bielorrusia pague sus cuentas petroleras atrasadas. Lo que me intriga son las medidas más amplias y sutiles que instituye el régimen de Putin para alentar el orgullo nacional (o nacionalista).
Bastará con dos ejemplos: la creación de un movimiento juvenil patriótico y la reescritura no tan sutil de los manuales escolares de Historia rusos. El movimiento juvenil, llamado "Nashi" ("de nosotros") nació hace un par de años, pero crece con rapidez alentado por organismos gubernamentales decididos a inculcar las virtudes adecuadas a la próxima generación y a usar esos cuadros ultrarrusos para apuntalar el régimen contra la crítica interna.
Las políticas que impulsa Nashi son eclécticas, pero es probable que hubiera podido decirse lo mismo de la Jugend de Hitler hace setenta años. Entre sus principales características se encuentran la reverencia por la patria, el respeto por la familia, las tradiciones rusas y el matrimonio (a este historiador le cuesta resistirse a la frase "Kinder, Kueche, Kirche"), así como un notorio rechazo a los extranjeros. Es difícil determinar si los imperialistas estadounidenses, los terroristas chechenos o los estonios ingratos ocupan el primer lugar de la lista de los que amenazan el estilo de vida ruso.
En este momento Nashi entrena a decenas de miles de jóvenes diligentes. Actualmente se encuentran en campamentos donde hacen ejercicio aeróbico, analizan políticas "adecuadas" y "corruptas", y reciben la educación necesaria para la lucha que se avecina. Hace poco se movilizó a gran número de ellos para hostilizar a los embajadores de Gran Bretaña y Estonia en Moscú (y no me digan que el Ministerio de Relaciones Exteriores no estaba al tanto) luego de las disputas de Rusia con esos dos países. Según el Financial Times, Nashi entrena a sesenta mil "líderes" en el seguimiento de elecciones y la realización de encuestas en boca de urna en los próximos comicios de diciembre y marzo. Cabe dudar de si su imparcialidad igualará la de, por ejemplo, un equipo de observadores electorales de la ONU. Todo eso me parece muy inquietante.
También lo son las noticias de que Putin elogió personalmente a los autores de un reciente manual para profesores de Historia de colegios secundarios que intenta inculcar un nuevo orgullo a los adolescentes en relación con el pasado de su país y alentar la solidaridad nacional. Como historiador profesional, siempre rechazo la idea de que los Ministerios de Educación deban aprobar algún tipo de punto de vista oficial respecto del pasado nacional.
Me alarma que el nuevo manual de Historia de Rusia enseña que "el ingreso al club de los países democráticos supone rendir parte de la propia soberanía nacional a EE.UU.", así como que otras lecciones contemporáneas de ese tenor les sugieren a los adolescentes rusos que en el exterior hay fuerzas oscuras.
A la larga, las campañas deliberadas de adoctrinamiento de la juventud rusa y de reescritura de la historia pueden tener mucha importancia en el desarrollo del siglo XXI.
Copyright Clarín y Tribune Media Services, 2007.Traducción de Joaquín Ibarburu.
Es muy peligroso querer reescribir la historia
Occidente se alarma con razón frente a ciertas actitudes de la Rusia de Putin. Tendría que preocuparse más aún por sus ideas sobre orgullo nacional y manuales de escuela.
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Paul Kennedy HISTORIADOR, UNIVERSIDAD DE YALE
La Rusia de Vladimir Putin envía desde hace años señales muy claras de que ya no es el Estado debilitado, con problemas y dependiente de Occidente que fue tras la desintegración de la Unión Soviética.
Muchos podrán decir ahora que esa recuperación tiene bases endebles, que reside casi por completo en el elevado precio del petróleo y el gas, así como en la afortunada posesión por parte de Rusia de grandes reservas de esos recursos vitales. Es cierto. Pero si se los invierte con inteligencia, los ingresos petroleros pueden mejorar el desarrollo tecnológico e industrial y la infraestructura nacional, como así también la seguridad militar.
Es evidente que el régimen de Putin no sólo hace inversiones estratégicas inteligentes —en infraestructura, laboratorios, Fuerzas Armadas modernizadas—, sino que el flujo de dinero le da al Kremlin la confianza necesaria para instrumentar una política exterior fuerte con la seguridad que por el momento le brinda una serie de circunstancias globales que afectaron a los Estados Unidos, desviaron la atención de China e India (hacia el crecimiento y la modernización interna) y dieron una inmensa capacidad de maniobra a todos los países productores de petróleo. Putin, por otra parte, parece ser un jugador de póquer formidable.
Las empresas petroleras occidentales, por su parte, descubren que un contrato por el control de recursos energéticos no es algo que el gobierno de Moscú considere necesariamente una obligación legal sagrada. A medida que el Estado ruso recupera su fuerza, insiste en modificar las condiciones, lo cual le asegura al Kremlin y a sus organismos un paquete mayoritario. Así las cosas, grandes empresas internacionales como BP, Exxon y ConocoPhillips, a las que siempre se había considerado actores independientes poderosos, ahora admiten que se encuentran en una posición más débil.
Muchos de sus gerentes generales se agarran la cabeza al enterarse de que Rusia acaba de reclamar amplios derechos en el Polo Norte, lo que implica el derecho a la explotación de los recursos energéticos submarinos. Moscú parece avanzar en sus reclamos internacionales con la misma celeridad con la que denuncia los acuerdos de control de armas. Resulta difícil seguirle el ritmo.
Si bien todo eso es inquietante, sobre todo para los intereses de las empresas occidentales y los teóricos izquierdistas de la conspiración capitalista global, de ningún modo es inusual. Son los pasos que da una elite de poder tradicional que, tras sufrir derrota y humillación, se dispone a recuperar sus bienes, su autoridad y su capacidad de intimidar.
Sin embargo, las noticias de Rusia que más me interesan no son las relacionadas con submarinos teledirigidos bajo el casquete polar ártico ni las presiones para que Bielorrusia pague sus cuentas petroleras atrasadas. Lo que me intriga son las medidas más amplias y sutiles que instituye el régimen de Putin para alentar el orgullo nacional (o nacionalista).
Bastará con dos ejemplos: la creación de un movimiento juvenil patriótico y la reescritura no tan sutil de los manuales escolares de Historia rusos. El movimiento juvenil, llamado "Nashi" ("de nosotros") nació hace un par de años, pero crece con rapidez alentado por organismos gubernamentales decididos a inculcar las virtudes adecuadas a la próxima generación y a usar esos cuadros ultrarrusos para apuntalar el régimen contra la crítica interna.
Las políticas que impulsa Nashi son eclécticas, pero es probable que hubiera podido decirse lo mismo de la Jugend de Hitler hace setenta años. Entre sus principales características se encuentran la reverencia por la patria, el respeto por la familia, las tradiciones rusas y el matrimonio (a este historiador le cuesta resistirse a la frase "Kinder, Kueche, Kirche"), así como un notorio rechazo a los extranjeros. Es difícil determinar si los imperialistas estadounidenses, los terroristas chechenos o los estonios ingratos ocupan el primer lugar de la lista de los que amenazan el estilo de vida ruso.
En este momento Nashi entrena a decenas de miles de jóvenes diligentes. Actualmente se encuentran en campamentos donde hacen ejercicio aeróbico, analizan políticas "adecuadas" y "corruptas", y reciben la educación necesaria para la lucha que se avecina. Hace poco se movilizó a gran número de ellos para hostilizar a los embajadores de Gran Bretaña y Estonia en Moscú (y no me digan que el Ministerio de Relaciones Exteriores no estaba al tanto) luego de las disputas de Rusia con esos dos países. Según el Financial Times, Nashi entrena a sesenta mil "líderes" en el seguimiento de elecciones y la realización de encuestas en boca de urna en los próximos comicios de diciembre y marzo. Cabe dudar de si su imparcialidad igualará la de, por ejemplo, un equipo de observadores electorales de la ONU. Todo eso me parece muy inquietante.
También lo son las noticias de que Putin elogió personalmente a los autores de un reciente manual para profesores de Historia de colegios secundarios que intenta inculcar un nuevo orgullo a los adolescentes en relación con el pasado de su país y alentar la solidaridad nacional. Como historiador profesional, siempre rechazo la idea de que los Ministerios de Educación deban aprobar algún tipo de punto de vista oficial respecto del pasado nacional.
Me alarma que el nuevo manual de Historia de Rusia enseña que "el ingreso al club de los países democráticos supone rendir parte de la propia soberanía nacional a EE.UU.", así como que otras lecciones contemporáneas de ese tenor les sugieren a los adolescentes rusos que en el exterior hay fuerzas oscuras.
A la larga, las campañas deliberadas de adoctrinamiento de la juventud rusa y de reescritura de la historia pueden tener mucha importancia en el desarrollo del siglo XXI.
Copyright Clarín y Tribune Media Services, 2007.Traducción de Joaquín Ibarburu.