100 años del fallecimiento de Jorge Newbery

cosmiccomet74

Colaborador
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Este post podría ir ya sea en temas de Aviación Militar como Civil.
Mañana 1ero de Marzo del 2014 se cumplen 100 años de uno de nuestros primeros Proceres Aeronáuticos.

El precursor
Cuarenta ascensiones en globo en tres años. Cruce del estuario del Plata. Récord sudamericano de altura y de distancia. Newbery sin embargo anda errabundo, callado. Hay otros cielos que ganar. Hacia el oeste se yergue una piedra infinita, una cadena de montañas de las más altas del universo. Del otro lado trascienden preparativos para transponerlas. ¿Quién lo hará primero? ¿La Argentina o Chile?

"No cruzaré la Cordillera en globo", desmiente Newbery ante el requerimiento periodístico. Ya en esos días habían arribado a Buenos Aires los primeros aviadores extranjeros con sus frágiles aparatos, a divulgar entre nosotros la novedad "del vuelo mecánico". A partir de ese momento, Jorge Newbery divide sus amores entre el esférico y el aeroplano, pero ha de llegar el instante en que todo su ardimiento y su potencia los brinde al nuevo navío del aire que tiene la ventaja de la conducción gobernable.

Realiza las primeras prácticas en un monoplano Blériot en el aeródromo de Villa Lugano, en el año del Centenario. Y el 20 de junio de 1910 recibe su diploma. Es el número 8 de la lista de aviadores argentinos de la Federación Aeronáutica Internacional.

A impulsos de la iniciativa privada, el Poder Ejecutivo de la Nación suscribe, el 10 de agosto de 1912, un decreto creando la Escuela de Aviación Militar, sobre el ofrecimiento de Newbery, quien en nombre del Aero Club Argentino coloca a disposición del Ministerio de Guerra, libre de todo costo, su parque aerostático: siete esféricos, gas, instructores.

Es un día de júbilo. ¡Qué lejos el desaliento y escepticismo de los días en que el globo Pampero se internaba en la penumbra! A punta de energía e intrepidez han remontado la tragedia, el desbande, para mantener y avivar el núcleo inicial. En la dirección de la Escuela son nombrados Newbery junto con los tenientes coroneles Martín J. López y Enrique Mosconi. Así es como aparecen por primera vez, ligados en la acción común, dos argentinos ilustres –Newbery y Mosconi– padres virtuales de la aviación argentina. Pues Mosconi sería, siete años después, el primer director del Servicio Aeronáutico del Ejército, en una época en que la aviación militar no existía como organización independiente. Y ello lo llevaría a plantearse el autoabastecimiento en materia de petróleo, para que volaran los aviones.

La tarea sin embargo no es fácil. No hay dinero oficial para dotar a la Escuela de Aviación Militar del instrumental y los aparatos necesarios. No obstante, allí donde levantan vuelo los curiosos aeroplanos, se congrega una romería: vienen padres con los chicos, familias enteras, y señalan con el dedo a los héroes de la jornada. Ahí va Jorge Newbery; aquel es Mascías; aquel Escola; este Castaibert; este Fels. El mayor Luisoni lanza la iniciativa y nuestro prócer la recoge: apelar al pueblo para adquirir una flotilla de aviones. Así se constituye la Comisión Central Recolectora de Fondos Pro Flotilla Aero Militar Argentina, que presiden el barón Antonio de Marchi y el ingeniero Jorge Newbery. Se emite un millón y medio de postales alegóricas que son adquiridas por el pueblo, sin distinción de sectores sociales. Si el presupuesto oficial carece de partidas, en el bolsillo del pobre hay una moneda para comprar una postal (impresas por resolución del ministro de Guerra, gratuitamente), y distintas empresas, diversas sociedades y algunos particulares rivalizan en sus donaciones, las que son aceptadas por la Comisión Central nombrada más arriba.

Donaciones todas que fueron ofrecidas al Superior Gobierno de la Nación por intermedio del Aero Club Argentino, Sociedad Sportiva Argentina o directamente por la Comisión Central aludida. De la multiplicación de donaciones surgió la primera Flotilla Aérea Militar.

Newbery es como siempre el alma de la Comisión. Busca el concurso de los militares, sobre todo de aquellos que lucen el cuello y la bocamanga de terciopelo negro, es decir del arma de Ingenieros. Entre sus colaboradores más activos resalta el teniente coronel Mosconi, que años después estructurará la quinta arma y creará Y.P.F..

La siembra de la Escuela brinda su cosecha: el 25 de mayo de 1913, el público asistente al desfile militar que se realiza en el Hipódromo Argentino contempla maravillado el paso de la primera escuadrilla militar que haya surcado en formación el cielo de Buenos Aires. Al frente de los cuatro aviones, como director del vuelo, el ídolo popular, el caballero del aire admirado por todos: Jorge Newbery.

Meses después, el 12 de noviembre, se nombra a los ingenieros Jorge Newbery y Alberto R. Mascías –por decreto– primeros aviadores militares.

Poco más tarde, Jorge Newbery supera el récord de altura sudamericano al alcanzar los 4.178 metros. Todos saludan con alborozo el hecho insólito. Pero Newbery no queda satisfecho. Para realizar lo que se propone –atravesar el grandioso macizo andino– debe sobrepasar los cinco mil metros. Entretanto, hay que aguardar el nuevo mes de marzo, el más favorable para el cruce. Le quedan nueve meses por delante.

Idolo popular
Sin quererlo, sin proponérselo, Jorge Newbery llegó a ser ídolo de su pueblo. El primer ídolo de la multitud porteña, ídolo popular. Idolatría es el cultivo de falsos dioses según la definición estrictamente académica. Pero en su acepción vulgar es, también, pasión vehemente, amor exaltado hacia alguna persona. Ese amor sin fronteras hace al ídolo. El pueblo deposita en el ídolo lo mejor de sí, encarna en él todo lo que quisiera ser, simboliza lo heroico, el coraje, el desinterés, la grandeza. Esa exaltación eleva al ídolo a la categoría de ser sobrenatural. Y Newbery llegó a significar para el pueblo porteño precisamente eso: un ser sobrenatural. Cada vez que llegaba a la Sportiva para emprender un vuelo en globo, la multitud se apiñaba a contemplarlo como en éxtasis. Los chicos daban vueltas en su torno, las mujeres le dedicaban sus miradas más desfallecientes, los hombres su admiración más encendida. Newbery, el impávido conquistador del espacio expresaba el arrojo, el coraje. Newbery, con su eterna sonrisa, siempre alegre, con su desplante de varón recio, que salía a lo alto, a tutearse, a conversar mano a mano con los dioses.

Hasta entonces había ídolos políticos. Alem, que al poner fin a su vida exaltó la imaginación popular creando la leyenda. Bartolomé Mitre, que se paseaba por la calle Florida arrastrando su gloria aún escasamente discutida. Pero los ídolos políticos no concitaban el amor vehemente del conjunto. Estaban los fanáticos partidistas. Pero también los adversarios que odiaban y vituperaban al ídolo, con tanta o mayor fuerza que sus adoradores. Por encima de ellos vino Jorge a unanimizar las voluntades, la vehemencia, el calor abrasador, la idolatría. Nadie lo discutía. Todos vivían pendientes de sus actos, de sus proyectos, de sus andanzas. Al margen quizá quedaban algunos intelectuales enamorados de la palabra, que decían envidiosos de su popularidad: "es un deportista", con amarga hostilidad. Esa acentuación despectiva se ha prolongado hasta nuestros días, con una evidente subestimación de valores. Ajustemos los términos para apreciar en qué medida a Newbery no le cabía el desdén pues no era un ocioso que hacía deporte para quemar grasas.

Newbery partía de un estilo de vida, de una estética, del cultivo del cuerpo tal como lo querían los griegos. La práctica del deporte supone autodominio de la personal naturaleza, mejoramiento de sí mismo, un prepararse para otras empresas. No hay mejor camino para dominar a la Naturaleza que acatar sus leyes. Y, Newbery comenzaba por obedecer el mandato de su propio ritmo interior. El que le marcaba su exuberancia. Porque la vida en él se desbordaba latente en su sangre en sus impulsos, en sus entregas. Y él quería disponer esa exuberancia para los demás, para sus amigos, para sus compatriotas, para el ámbito criollo que rodeaba sus días, ese pedazo de la humanidad que era su patria. Era un deportista cabal que empezaba por ser él mismo actor del juego, el actor principal, el protagonista.

En la idolatría de la gente sencilla hacia Newbery latía también admiración por todo aquello que le estaba vedado intentar. Era admiración mezclada con envidia. Pero no la envidia malsana, nostálgica del bien ajeno, sino la sustentada en una apetencia honesta de emulación.

La inmensa mayoría oteaba el nuevo espectáculo de este lado del Riachuelo o detrás de los muros de la quinta de Delcasse, alejada pero no ajena. Pues cuando se le ofrecía la oportunidad alertaba su interés y su pasión. Esa multitud descubrió a Newbery. Y lo hizo su ídolo. El primer ídolo popular criollo. Y, si algo faltaba para fijar esa idolatría y proyectarla en las generaciones venideras, un domingo de Carnaval se estrelló con el pequeño avión de su amigo Fels en Los Tamarindos. Esa suerte de esguince trágico, en plena madurez, lo fijó para siempre con su eterna sonrisa en el corazón multitudinario. Pareciera que los ídolos –para serlos del todo– debieran morir jóvenes y en circunstancias fatales. Así le sucedió a Newbery.

La gloria
El 4 de julio de 1913 parte a Europa en el vapor Asturias. En París difunde todo lo hecho en la Argentina en materia de aviación. Realiza exhibiciones, vuela con los famosos Garrós, Legagneux y Morane. El teniente coronel Mosconi y el poeta Leopoldo Lugones han de ser testigos de sus demostraciones en tierra extranjera.

Regresa a Buenos Aires, el 14 de enero de 1914, con dos motores de 80 caballos de fuerza construidos de acuerdo con sus instrucciones para su Morane Saulnier. Y el 10 de febrero bate el récord de altura al ascender a 6.225 metros. Más que el récord le ha preocupado alcanzar la altura necesaria para el cruce de la Cordillera. Ahora sabe que la travesía es posible, sólo falta fijarle fecha. El domingo 22 de febrero viaja a Mendoza con su amigo el aviador Benjamín Giménez Lastra. Allí se encuentra con Fels y los tres juntos excursionan la región andina realizando observaciones meteorológicas. Prepara todos los detalles de su vuelo con la observación y el estudio.

El primer domingo de marzo de 1914 está pronto a retornar a Buenos Aires para traer su avión que ha quedado allí y ejecutar el cruce. El gobernador Ortega le ofrece un almuerzo. Por la tarde regresa al hotel. Varias damas que ha conocido en Buenos Aires lo rodean. Quieren verlo volar. Newbery acepta hacerlo en el avión de Fels. Asciende acompañado con su amigo Tito Giménez Lastra. Al iniciar un looping el aparato cabrea en forma anormal. Se inclina peligrosamente sobre el ala izquierda. Aferrado al comando Newbery maniobra para enderezarlo. El Morane cae como una hoja en vuelto en el viento andino. Casi sobre el suelo, Newbery corta contacto al motor, intentando al mismo tiempo enderezar el aparato. Cree ver que las crestas del macizo andino lo observan con ojos desafiantes. Y así, con la sonrisa en los labios, con esa sonrisa de aliento y confianza que le conocían sus amigos, el héroe, el pionero, el explorador del aire, se hunde en la tierra. En la eternidad. Los cóndores andinos, desde las cúpulas de los picachos, son testigos perplejos del derrumbe.

Cerca de una acequia de riego, como osamenta inútil, un montón de hierros y telas retorcidos. Sobre la hierba, un pañuelo manchado de sangre. Es el de Jorge Newbery. Atardece el primero de marzo de 1914.
 

Grulla

Colaborador
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