Luis Piedra buena - El Caballero del Mar

EA41

Colaborador
Les dejo una serie de notas sobre Luis Piedra buena que salieron publicadas en la Gaceta Marinera.
Saludos
– Luisito y la mar

A Luisito le gustaba la mar...

De lo único que renegaba en aquellos años de infancia vividos en el umbral de una Patagonia que no imaginaba tan descomunal, junto a su nombre Miguel, era de su condición de caminante terrestre. Su hermano Pablo y su hermana Adona no comprendían su pasión por el agua. Mucho menos la hacía Manuel, a quien Luisito le llevaba un lustro de diferencia.

A Luisito lo apasionaba la mar. La amaba desde el único puerto existente en la antesala de la inmensidad patagónica en esa primera parte del siglo XIX. A diario veía el despliegue de velas, el izado de anclas, el calafateo de buques, la construcción de canoas y el transcurrir incansable de las chalanas que unían las bandas norte y sur de su querida Carmen de Patagones.

Seguramente los halos de dos de los exploradores más grandes de esa centuria, Fitz Roy y Charles Darwin, debieron haber dejado una invisible impronta desde el bergantín Beagle justo ese día que atracaban en el puerto maragato, cuando nacía Luisito. ¡Las tres bordadoras del destino habrán tenido algo que ver en tamaña y feliz coincidencia!

Luisito consumía las horas de sus juegos en la construcción de barquichuelos, a los que echaba a bogar por las aguas de Río Negro que en el futuro conocería como la palma de su mano.

Tanto lo embelesaban los velámenes y jarcias, que no podía refrenar sus impulsos cuando divisaba el ingreso o el egreso de un barco en el puerto, para correr raudamente hacia la playa y poder presenciar las maniobras.

Ni la bonhomía de su padre Miguel que lo dejaba disfrutar de largas horas de ocio en la playa, ni el empeñoso arte de su maestro porteño, Mariano Zambronini, podían sujetar ese ímpetu marinero que se asomaba aun desde la primera infancia.

De apenas 8 años, con la licencia de los marineros quienes no podían negarse a sus súplicas, soltaba amarras de cuanta canoa se cruzara en el muelle maragato, para salir al agua y dejarse llevar por la corriente. Una vez alejado, atracaba a la playa y con ingenio se aseguraba los implementos para regresar al punto de partida. A la vuelta de la marea, esta vez con la corriente opuesta, se ponía a su favor y diseñaba una primitiva vela con su poncho, tras lo cual regresaba al puerto.

Así vivía Luisito, y como era de esperarse, mayúsculo era el desasosiego de sus padres quienes rogaban, a su vez, a los marineros que no le permitieran embarcarse en las chalanas.

Compartía el espíritu aventurero de Tom Sawyer, ese bribonzuelo norteamericano de la novela de Mark Twain, quien con sus amigos Joe Harper y el inefable Huckleberry Finn, recorrían el río Mississippi. Cierta vez se escaparon a una isla y los dieron por muertos, pero se dieron el gusto de volver en el momento mismo de sus funerales de cuerpo ausente. Lo que no compartía con ellos Luisito era su ingenio para los barcos. Los chicos del norte se los robaban. Luisito, en tanto, los armaba en su propio “astillero”.

Luisito construyó su propia balsa con el hacha de su padrino Manuel Machado. Ésta le sirvió para ahuecar un grueso tronco de sauce que la corriente castigaba cuando lo embicó en la arena. Esa suerte de piragua, la primera de una serie de embarcaciones, sería la primera a bordo de la cual afrontaría su primera gran aventura naval.

Una vez efectuada la botadura, sin el champagne por supuesto, zarpó una madrugada para visitar a unos parientes. Un rastrillo oficiaba de palo mayor en tanto que una jerga hacía de vela y una pala de horno era el timón. La corriente lo arrastró por el río, y al impulso de la vela “arbolada”, llegó a casi una veintena de millas del Fuerte de Carmen de Patagones. Allí, en Punta Flat, las tripas de su vacío estómago le recordaron que no había reparado en vituallas. Tampoco había delineado la derrota de regreso.

Un tal Lemon, capitán de un pailebote norteamericano que entraba en la barra del Río Negro, hizo oídos sordos al reclamo del marinerito y lo obligó a abordar su nave. Fue el propio Lemon –viejo zorro de mar que conocía a los padres de Luisito—quien se encargó de convencerlos, una vez que estuvieron sobrepuestos del susto, de llevarlo a Norteamérica para formarlo en una escuela naval ya que el purrete derrochaba pasión marinera por todos sus poros.

Con el permiso cedido a regañadientes, Luisito le dijo su primer adiós a Carmen de Patagones en el mismo pailebote en el que lo habían rescatado. Camino a Montevideo, pasó por la “Gran Aldea” que no lo sedujo como a tantos otros provincianos porque su norte estaba en otro hemisferio. Un mes anclado en el Puerto de Buenos Aires bastaron para aumentar las ansias de la zarpada rumbo a la escuela norteamericana en donde terminarían de esculpir su vocación marinera.

Cuando el niño recorría las últimas brazas del estuario del Río de la Plata, también hacía lo propio con la poco de niñez que había vivido. Su incipiente hombría empezaba a forjarse y no había tiempo ni lugar para la melancolía puesto que a la vuelta lo esperaba un gran amor: la Patagonia y sus mares.

Luisito ya gestaba su gran historia. Sobre la mar que tanto amaba...

Luis --ya no era el Luisito que había partido cinco años antes al norte del mundo-- refutaba aquel tonto prejuicio de no llorar, forjado por sus compañeros de escuela náutica neoyorquinos. “Boys don’t cry!” le espetaban cuando lo ganaba la añoranza, lo mismo que le recriminaban cuando se convertía en el centro de burlas de los marinos capitaneados por un Mr. Lemmon que no lo trataba como el niño que era.

Pero estaba de regreso en su querida Carmen de Patagones... aunque por poco tiempo.

Desde ese bastión patagónico lanzó sus primeros lances desafiantes al mar. A bordo del cúter armado por sus propias manos y gracias al conocimientos técnico adquirido en la patria del tío Sam, atravesó la bravía barra del Río Negro y no le hizo asco a la alta mar para atreverse a llegar más allá de Punta Bermeja, hasta Bahía Rosas, y volver a Patagones como no pudo hacerlo cuando purrete.

A punto de cumplir 14 años conoció a quien cambiaría el rumbo de su vida: W. H. Smiley, de ganada menta como “El cónsul de los Mares” entre marinos yanquis e ingleses, y baqueano de los mares australes.

Bajo su mando, al que aceptó de buena gana, y con la anuencia de sus padres, el 23 de julio de 1847 se embarcó en el pailebote Joh. Davison, comandado por el propio Cónsul, devenido en segundo papá de Luis.

“- En adelante, nadie más que tú aferrará y largará esa vela. ¡Véte a hacerlo!-”, le ordenó Smiley en el alcázar e indicándole con la mano la escandalosa del palo mayor. Y agregó, una vez cumplida la orden por el oficialito, ya en cubierta y en el castillete de proa,

“- Cuando estés de cuarto, lo repetirás con aquella otra vela -” a la par que le avisaba ominosa y cariñosamente, “- ¡No olvides, cuando salgas allá afuera, que los tiburones son malos! -”.

Ese viaje fue el verdadero bautismo de fuego, ¡valga la paradoja!, de Luis en el mar. En julio del 48 fondeaban en las Islas Malvinas. Luego rumbeaban para el cabo de Hornos y finalmente aguantaban el pairo en los 68 grados latitud sur, hacia donde estaban las ballenas, hacia el sur del sur. Luis fue, quizás, el primer argentino en surcar las frías aguas de nuestra Antártida.

Durante casi un año de correrías pesqueras enfilaron hacia las Malvinas y de allí regresaron a Carmen de Patagones adonde se repitió la escena de la planchada y del fuerte abrazo emocionado con papá Miguel y mamá Vicenta. Esta vez, Luis dejaba mostrar una incipiente barba en el rostro juvenil y los padres peinaban unas cuantas canas más.

Al año siguiente, y de nuevo con la anuencia de unos padres que veían con sabor agridulce, en una rara mezcla de alegría y tristeza simultáneas, que el querido hijo se les escapaba de las manos para forjarse su destino, zarpó Luis, al mando del Cónsul hacia Montevideo.

Allí, en tierra oriental, cargaron provisiones para transportar a los misioneros ingleses establecidos en Tierra del Fuego, en la Isla Navarino más precisamente. Grande fue la sorpresa de Luis, y grandes fueron los festejos acordes a la tradición marinera, al enterarse de que Smiley lo había designado como su segundo oficial ante toda la tripulación y le encomendaba el mando de su segunda ballenera.

En Noviembre zarparon y en diciembre los atrapó un temporal en la Isla de los Estados. Smiley, viejo zorro de mar, advirtió entre el fuerte oleaje los restos de un naufragio. No hizo más que enterarse Luis que se ofreció altruista al rescate a lo cual Smiley accedió a regañadientes, aunque se dejó convencer por el entusiasmo del joven marinero.

Los registros históricos indican Luis salvó la vida de entre 14 y 24 náufragos, que trasladó al capitán del infortunado navío alemán y a su piloto a bordo del Davison, y que aprovisionó al resto como para un mes, tras lo cual pasó a recogerlos.

Ése sería su primer rescate. El primero de una larga serie a lo largo de su vida.

1859 era el año cuando su mentor marinero, el Cónsul Smiley le confió el mando del velero Nancy con el que, junto a la goleta Manuelita, el flamante capitán Piedra Buena habría de recorrer a gusto y piaccere todas las costas de la Patagonia, de Tierra del Fuego, de la Isla de los Estados y de las Islas Malvinas.

En uno de tantos viajes aconteció aquella aventura marinera que quedó forjada como postal indeleble en la memoria de los argentinos comprometidos con nuestra soberanía. Remontaba el Río Santa Cruz en su querida Nancy cuando, a 24 kilómetros de su desembocadura, llegó a la isla que habría de bautizar con el nombre de Pavón, en homenaje a la batalla que había consolidado la unión nacional.

Vivían en ella algunos tehuelches, de los que no sólo ganó su amistad, sino que les grabó a fuego el sentimiento de argentinidad. ¿Cómo lo logró? Como debe hacerlo todo militar que se precie de tal: enarbolando la Enseña Patria --por primera vez en este caso-- con todo el amor y el fervor hacia ese símbolo blanquiceleste al que, si fuera necesario, se le debe ofrendar la propia vida. Y para que este acto tuviera la mayor relevancia en este singular grupúsculo de indios y blancos, marineros de pura cepa y hasta nómades renegados de la campaña, no tuvo mejor idea que homenajear al Pabellón con una salva doble: del cañón a bordo y de los fusiles de tropa, en tierra y al pie de la bandera.

El humilde palo devenido en mástil quedó adrede plantado bien firme de tal modo que fuera el soporte permanente de ese flameante mojón argentino. Para asegurar su firmeza construyó un rancho que oficiaría de morada y de cabina de guardia de la enseña nacional para tres congéneres maragatos comisionados especialmente.

Semejante gesto no quedó en el mero protocolo. Por medio de su ahijado indígena, el fueguino Juan Caballero, que cumplía la nunca bien ponderada tarea de lenguaraz, les enseñó a los tehuelches a pronunciar con el debido respeto el nombre de la Patria. También les enseñó a acatar al gobierno argentino y a no depender del chileno. Contribuyó a ello la repartija de banderitas para izar en sus primitivas tolderías. Esos indios pasaban a ser orgullosamente argentinos gracias a Piedra buena.

Finalizada esta expedición, patriótica como nunca antes en los suelos patagónicos, volvió a su añorado Río Negro, en donde tras vender lo poco que tenía y con la ayuda de su familia y sus amigos, compró el velero Nancy. Con barco propio podía entonces llevar a cabo su anhelo de oficiar como centinela de los confines australes en vigilia de las costas y para evitar que aprovechadores y piratas hicieran de las suyas so pretexto de la pesca, además de seguir salvando tripulaciones.

Para ello debía pertrechar convenientemente al barco, lo cual logró a la temprana edad de 27 años. Un año después pudo poner a prueba el flamante armamento cuando acudió presto a socorrer a la tripulación del bergantín Thaler entre las restingas de la isla Año Nuevo y fue atacado por dos embarcaciones piratas malvineras. Fue casi un bautismo de fuego, porque debió replegarse ante la superioridad numérica a la par de exponer las tripulaciones, la propia y la socorrida, lo cual sirvió para dar una lección de valor con olor a pólvora a propios y extraños.

Sus frecuentes viajes a la isla de los estados, epítome de la desolación, tenían un motivo más que estratégico: la atalaya que propiciaba el estrecho Le Maire como mirador para los barcos que zozobraban. Tras varias estadías cortas en la isla, en 1862 se radicó en un rancho en Puerto Cook, el cual serviría de albergue para los desdichados que buscaran socorro en esa cala fofa de turba azotada por vientos constantes, lluvias diarias y niebla perenne.

Asignó una guardia permanente de dos marinos convenientemente avituallados quienes desde ese momento ofrecieron el primer socorro a los desgraciados que allí llevase el infortunio. Al decir del padre Raúl Entraigas en su biografía del “Caballero del Mar”, no importa cuántos náufragos encontraron abrigo y alimento bajo este techo hasta la actualidad. Sí importa que quienes lo hicieron desde entonces, y siempre, tuvieron como anfitriona a la enseña celeste y blanca, seguramente mojada por la lluvia y deshilachada por la ventolina, que no preguntaba por los colores de sus banderas.

Con el objetivo de llevar a cabo sus tres ideales aquí mencionados --a saber, afianzar la soberanía argentina, auxiliar a cualquiera que lo hermanara la desgracia de un naufragio y redimir a los indios argentinos-- recorrió y exploró los estrechos de Magallanes y Le Maire, y los canales San Gabriel, Cockburn, Santa Bárbara y Beagle, a la par que relevaba sus calas y ensenadas para las futuras cartas hidrográficas. También reconoció las islas Wollaston y Ermita, y recorrió los cabos de Hornos, el falso y el verdadero, a fin de hallar un puerto que sirviera de refugio para las frecuentes tempestades de esa inmensa zona austral. Fue así que halló una caleta segura para barcos de menos de 15 pies de calado al norte de la isla Wollaston.

En la práctica de ese difícil oficio de explorador dejó su inolvidable sello en la isla del cabo de Hornos --de “Tormentas” como solía denominarlo-- cuando grabó el siguiente mensaje en un peñasco:

“Aquí termina el dominio de la
República Argentina. En la Isla
de los Estados (Puerto Cook) se
socorre a los náufragos.
Nancy, 1863.
Cap. L. Piedrabuena.”

No fue, sin embargo, una mera inscripción sobre la cumbre del cabo. Izó una bandera muy particular, pintada sobre una plancha de cobre a la que los vientos terribles de esos lares del fin del mundo seguramente voltearon Dios sabe cuándo.

Lo que los vientos no pudieron voltear fue la férrea determinación de Piedra Buena por la consecución de esos tres ideales mencionados gracias a los cuales se ganó el corazón de los tehuelches, los onas, los yaganes y los alacalufes --sus amigos terrenales-- y de todos los argentinos del futuro, quienes le debemos respeto y admiración.
 
El vigía de la Patagonia...

Es extraño, o quizás no tanto, pero tanto Piedrabuena como Güemes son los personajes que más admiración me generan, personalidades constituídas de una materia inalterable, que supera la prueba del tiempo sin deslucirse en modo alguno.

Ascetas con un espíritu de entrega que vale tanto como la gloria de 100 batallas, con la guía de una voluntad que los llevaba a través de la noche más cerrada, para llegar siempre a donde debían, el amor por su patria podía todo lo que los escasos medios disponibles no remediaban...

Si hay bronce para muchos de nuestros próceres mas renombrados, estos dos hombres merecen una representación no menos digna y mas acertada en su significado, sus estatuas debieran ser de acero incorruptible.

Hay que tener temple para ser siempre un héroe, y más aún para serlo silenciosamente, sabiendo que quizás nadie conozca o valore semejante vida, semejante sacrificio, aunque para ellos haya sido simplemente hacer lo que se debe, entregar lo que se tiene, todos los días, sin reclamar nada...

¿Que clase de materia se usaba para fabricar semejantes gigantes...?, ¿se ha acabado?, ¿en donde están los Piedrabuenas y Güemes de nuestra era?, ¿con que cara puede cualquier funcionario actual enfrentar una comparación siquiera superficial con semejantes ejemplos...?

Y después dicen que el hombre de acero es Superman, o es uno que gana una competencia corriendo entre las piedras, luchando por su propia gloria pasajera, y uno piensa para sí: que lejos están de los verdaderos hombres de acero...
 
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