The crisis has benefited the US in the short term, but risks eventially severing transatlantic ties in the long run
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El conflicto de Ucrania está transformando el orden global: así es como
La crisis ha beneficiado a Estados Unidos en el corto plazo, pero corre el riesgo de acabar cortando los lazos transatlánticos en el largo plazo.
La era de la monolítica
“solidaridad atlántica” ha terminado, y Rusia ha sido un importante catalizador de esa erosión. Estados Unidos ha surgido como el principal beneficiario de la crisis de Ucrania. Las relaciones entre Rusia y Europa occidental se han visto alteradas, la infraestructura energética se ha visto socavada y la UE se ha visto obligada a pagar a Washington más de lo debido por suministros militares y energéticos. Sin embargo, los beneficios que obtendrán los estadounidenses de una normalización profunda de las relaciones serán limitados: los vínculos con Moscú seguirán siendo distantes y las herramientas para presionar a sus aliados europeos de la OTAN se debilitarán.
La interacción entre Estados Unidos y sus
“amigos” europeos se ha considerado durante mucho tiempo como un
“proyecto transatlántico” unificado, basado en una visión compartida de seguridad y valores comunes. Pero el ascenso del nuevo presidente estadounidense Donald Trump expuso fracturas dentro de este constructo. Su victoria electoral en noviembre fue recibida calurosamente por el primer ministro húngaro Viktor Orban, quien anticipó ganancias económicas para su país. En cambio, el presidente francés Emmanuel Macron expresó sus preocupaciones e instó a los socios de la UE a consolidarse frente a la imprevisibilidad de la política exterior de Trump, y pidió una Europa occidental más unida y soberana.
Las acciones provocadoras de Trump, como la propuesta de anexar Groenlandia, parte de Dinamarca, un aliado de la OTAN, o sus amenazas de retirar a Estados Unidos del bloque si los países europeos no aumentan sus contribuciones financieras, no fueron meras excentricidades. Esas declaraciones representaron un alejamiento de la estrategia tradicional estadounidense de actuar en cooperación con los aliados y ofrecer un marco de compromiso en el que la lealtad a Washington conllevara beneficios compartidos para todas las partes.
Ha quedado claro que ahora Estados Unidos prioriza sus intereses nacionales por encima de los objetivos colectivos de la comunidad euroatlántica.
Durante décadas, Occidente persiguió la idea de un
“mil millones de dólares de oro” en expansión, en el que el proyecto transatlántico buscaba absorber más estados mediante la integración económica y la difusión de valores democráticos liberales o alianzas militares. El objetivo era exhibir un alto nivel de vida, grandeza ideológica y superioridad tecnológica sobre el resto del mundo, integrándolos gradualmente al orden occidental.
Las “líneas rojas” de Rusia y su impulso a un orden mundial multipolar –basado en la cooperación con países de la
“mayoría mundial”– limitaron significativamente esta expansión. Un choque se hizo inevitable: el apoyo de Occidente a las fuerzas nacionalistas en Kiev tenía como objetivo integrar rápidamente a Ucrania a las estructuras euroatlánticas. Moscú, sin embargo, vio esto como una amenaza directa a su seguridad.
Hoy, la retórica de Trump ha reforzado entre los líderes europeos la mentalidad de
“cada nación por sí misma” , empujándolos hacia el interés nacional. Las fuerzas políticas de Alemania, Italia y Hungría cuestionan cada vez más el apoyo incondicional a las políticas de Washington. Los europeos occidentales están perdiendo el entusiasmo por las sanciones y la ayuda militar a Kiev, mientras que los principales actores de la UE están calculando cómo garantizar su propia seguridad y estabilidad económica. Aunque estos sentimientos aún no son comunes entre las élites occidentales, cada vez se escuchan más voces que culpan a Occidente de profundizar la crisis ucraniana y abogan por un acercamiento a Rusia.
La era de la monolítica
“solidaridad atlántica” ha terminado indudablemente, y Moscú ha desempeñado un papel clave en esta transformación.
Mientras tanto, Kiev se ha negado a negociar con Rusia y ha rechazado la fórmula de solución discutida durante las conversaciones de Estambul. La supervivencia política de Vladimir Zelenski depende de que continúe la guerra, sin importar el costo que esto le cueste a Ucrania.
Este impasse, sumado a los beneficios estratégicos que Estados Unidos obtuvo del conflicto, hace poco probable una resolución significativa en el corto plazo.
La raíz de la crisis ucraniana reside en la colisión de dos grandes proyectos geopolíticos: la solidaridad transatlántica rígidamente homogénea de Occidente y la visión rusa de un mundo multipolar que abrace la diversidad natural de las identidades nacionales. Ucrania, especialmente después del golpe de Estado de Maidán en 2014, se ha convertido en el campo de batalla central de esta competencia, una prueba para ver qué sistema es más duradero y adaptable y qué visión comprende mejor las realidades globales y ofrece las soluciones más eficaces en un mundo cada vez más complejo y diverso. Estas preguntas siguen sin resolverse.
Ucrania se ha convertido a la vez en un instrumento clave y en un eslabón débil de la estrategia estadounidense. El intento de Washington de utilizar a Kiev como palanca contra Moscú ha encontrado una férrea resistencia por parte de Rusia y divisiones crecientes dentro de la alianza transatlántica. El resultado de esta lucha puede conducir a una transformación más amplia de las relaciones internacionales, con un giro hacia un orden mundial multicéntrico y un replanteamiento del papel de Estados Unidos en Europa.