Nuestra obligación es explicar la experiencia de la guerra

Les dejo este interesante reportaje realizado por el diario "El Pais" al historiador Max Hastings

"Nuestra obligación es explicar la experiencia de la guerra"

ENTREVISTA: ENTREVISTA Max Hastings

JACINTO ANTÓN 10/02/2008

Sir Max Hastings (Londres, 1945) aparece con estricta puntualidad británica entre los dos grandes cañones de la pieza de artillería naval instalada en los jardines a la puerta del Imperial War Museum londinense. Va impecablemente trajeado y lo primero que llama la atención en él es su extraordinaria estatura. Reverenciado y controvertido corresponsal de guerra –ha cubierto 11 conflictos bélicos y entre sus legendarios logros está el haber entrado el primero, por delante de las propias tropas británicas con las que marchaba, en Puerto Argentino durante la guerra de las Malvinas–, director luego del Daily Telegraph y el Evening Standard, Hastings se ha convertido en uno de los más famosos autores contemporáneos de historia militar con una docena de libros, entre ellos los sensacionales Armagedón, sobre la derrota de Alemania en la II Guerra Mundial, o el reciente Némesis, dedicado al hundimiento del Japón (ambos, en Crítica). Hastings, que se crió con las historias de C. S. Forester, del Guards Camel Corps, del 21º de Lanceros en Omdurman, de la fuga de Colditz o de los “héroes en cáscaras de nuez” (los comandos en canoas) y que de adolescente se apuntó a una unidad de paracaidistas, está en su salsa, como pueden imaginarse, en el Museo Imperial de la Guerra. Se deja retratar –no sin antes haber extraído un peine del bolsillo y pasárselo cuidadosamente por el cabello– con la paciencia cómplice de alguien del oficio y un cierto punto de narcisismo (no en balde ha sido una auténtica vedette del periodismo). Entre aviones, tanques y cañones se va generando una confianza. Hastings, pese a que no han sido pocos sus colegas que lo han considerado poco menos que una víbora pomposa y egoísta en su afán por conseguir una exclusiva a toda costa, se muestra cordial y cercano. Debe ser duro ser tan alto en medio de una guerra, me atrevo a comentarle banalmente. “Bueno, nadie quería estar cerca de mí cuando empezaban los tiros”, responde con una sonrisa. La entrevista la hacemos en la cafetería del centro donde un grupo de jovencitas británicas émulas de Boadicea y ebrias seguramente de la testosterona que rezuma tanta arma junta, montan un jaleo de mil demonios.

¿Recuerda qué día era ayer?

¿Ayer?… ayer era… 22 de enero. ¡Sí, el aniversario de Rorke’s Drift!

La victoria del puñado de ‘casacas rojas’ británicos atrincherados en aquel pequeño puesto cerca del río Búfalo ante cerca de cuatro mil guerreros zulúes, en 1879. Resistieron y se ganaron ¡11 cruces Victoria! Tiene usted un libro estupendo, ‘Warriors’ (Harper Collins, 2005), en el que dedica un capítulo al inesperado artífice de aquella heroicidad –aparte de los mortíferos rifles Martini-Henry–, el teniente John Chard, al que encarnaba Stanley Baker en la inolvidable ‘Zulu’. ¿Lo ha leído? Sí, Chard es un héroe curioso, tras ese momento de gloria no volvió a hacer nada militarmente importante en su vida. Tampoco lo había hecho antes; en realidad tenía fama de vago…

El valor es una cosa extraña, como prueba el Faversham de ‘Las cuatro plumas’. Usted mismo, en sus tan interesantes ‘memoirs’, ‘Going to the wars’ (Mcmillan, 2000), un gran libro sobre periodismo de guerra, aunque, si me lo permite, a veces parece que le vaya demasiado la marcha militar, se tacha a sí mismo de cobarde. Así es.

Me parece un juicio muy sumario para alguien que ha cubierto la guerra de Biafra, ha sobrevolado en un Huey, con los pies colgando, las posiciones norvietnamitas en Chow Duc, se ha inmiscuido en una batalla de tanques en los altos del Golán durante la guerra del Yom Kippur o ha acompañado a los comandos del SAS en el ataque a una colina en las Malvinas –y leyendo a Gibbon–. Un cobarde es otra cosa, se lo digo yo. En el clásico The anatomy of courage, Lord Moran concluye que el valor es un capital y no un ingreso, algo de lo que cada hombre posee una cantidad precisa y consumible. En mi caso, muy escasa. Me falta el dono di coraggio. Constatar eso fue lo que me hizo renunciar a la carrera militar cuando era cadete paracaidista, a los 17 años, no sin antes ganar las alas saltando. Hice bien porque no estaba hecho para ser un soldado. Opté por el papel del bardo Ian Lom Macdonald, al que las tropas escocesas de Lord Monrose apartaron de la batalla en Inverlochy en 1645 diciéndole: “Si mueres, ¿quién explicará lo que pase?”. Una buena excusa para los corresponsales de guerra. Yo decidí que mi papel era el de observador y cronista de las batallas.

¿De dónde le viene el interés por la guerra? De la familia, supongo. Mi padre, Macdonald Hastings, fue un célebre corresponsal de guerra, desembarcó en Normandía el Día D. Mi tío abuelo, el mayor Lewis Hastings, fue corresponsal militar de la BBC; había servido en la guerra del káiser en África del suroeste en la Imperial Light Horse, y a los sesenta años seguía saltando en paracaídas. Su hijo Stephen, mi primo, sirvió en los Scots Guards y ganó una MC con el SAS en el desierto antes de unirse a los partisanos en el norte de Italia. Mi bisabuelo materno ganó también una condecoración en Flandes. Crecí con un enorme afán por la aventura y la creencia de que era más fácil encontrarla en la guerra que en la paz. Creo que la guerra es la más terrible, pero también la más conmovedora de las experiencias humanas.

Como historiador, se ha centrado en la II Guerra Mundial. Fue muy especial, el mayor suceso del siglo XX y el más sangriento de toda la historia. Ninguna guerra se le puede comparar, por la escala, por la enormidad. Basta pensar que Italia, por ejemplo, perdió en un solo día el 65% de sus tanques. Para mí es algo maravilloso, y todo un privilegio, poderme sentar ante la gente que pasó esa guerra y hablar con ella. Son personas que vivieron cosas asombrosas, y ante las suyas, nuestra vida es una fruslería. En Queens, en Nueva York, entrevisté a una encantadora judía húngara que durante varias horas me habló de sus experiencias en un campo de concentración nazi. Al terminar, el taxi que debía llevarme al aeropuerto se retrasaba y yo me puse muy nervioso. “Relájese”, me dijo. “Si hubiera estado en un campo de exterminio, se daría cuenta de que perder un avión no es algo tan importante”. Somos unos privilegiados y en cambio vivimos preocupados por trivialidades. Nunca hemos tenido que experimentar lo que nuestros mayores –los de ustedes, la Guerra Civil; los nuestros, la II Guerra Mundial–. Ellos entendían lo que era realmente importante. Esa gente es en verdad extraordinaria. En buena parte es por ellos por lo que escribo de la II Guerra Mundial y no de otras como la de Irak o Vietnam.

Señala usted en ‘Némesis’ que en realidad la II Guerra Mundial fueron dos guerras, la de Occidente y la de Oriente. Sí, sí, es muy importante eso. Comprendemos mejor la II Guerra Mundial si lo entendemos así. En realidad, lo único que tienen en común es que japoneses y alemanes escogieron a los mismos enemigos. Había, claro, una separación geográfica, pero es sorprendente ver el poco esfuerzo que hicieron para luchar juntos. Había formas de aprovechar la alianza y no las explotaron. Por ejemplo, en 1944-1945, los alemanes habían desarrollado el mejor cazatanques posible, el Panzerfaust, un arma soberbia y barata, y algo de lo que carecían los japoneses y que les hubiera sido de enorme ayuda. Pero no hubo ningún intento de hacerles llegar uno para que lo copiaran. No había interés en la guerra del otro, lo que dio pie a escenas ridículas dignas de comedia negra como el que en 1945 el agregado naval japonés pidiera a Ribbentropp que enviara los restos de la flota alemana a Japón, especialmente los submarinos, y que éste le contestara, ¡el 17 de abril!: “El führer está extremadamente ocupado”.

Por lo que usted escribe en ‘Némesis’, la relación entre los Aliados en el teatro del Pacífico tampoco era muy buena. Estaba constreñida a unos límites. Estados Unidos tenía claro que no luchaba para restaurar los imperios europeos, le entusiasmaba más bien poco que Gran Bretaña recuperase su hegemonía en Birmania y Malasia y nada que Francia retuviera sus posesiones en Indochina. Eso creó fricciones y sospechas mutuas. La política anticolonial de Washington motivó que las unidades de la OSS prestaran apoyo al Vietminh, que consideraba tan enemigos a los franceses como a los japoneses. Un miembro de la OSS llegó a definir a Ho Chi Minh como “un tío guay”. EE UU y Gran Bretaña tenían cada uno sus propias ilusiones en la II Guerra Mundial en Oriente. Los británicos, restaurar su imperio; EE UU, convertir a China en una gran democracia a su estilo. Hubo muchos desacuerdos. Para Gran Bretaña, la campaña prioritaria era la de Birmania. Fue una de las más exitosas de la guerra, pero no sirvió para acortar un día la contienda, no tuvo el más mínimo significado estratégico.

Ahí se empleó a fondo Slim, al que usted admira. ¿No fue él quien dijo: “En toda guerra va bien que muera un general porque eso anima a las tropas?”. Lo sé porque la frase aparece en las bolsas de la tienda de ‘souvenirs’ del National Army Museum, donde, por cierto, se exhibe la catana del general Honda. Bill Slim fue el mejor comandante de campaña de la guerra, era un tipo normal, con gran sentido común, poco pretencioso. También dijo: “El sentimiento predominante en el campo de batalla es la soledad”.

Habla usted bien asimismo de Nimitz, un gran profesional. En cambio, vapulea a otros grandes personajes como MacArthur, Lord Mountbatten o los tan heroicos Chennault, el de los Tigres Voladores, y Wingate, jefe de los ‘chindits’; lo de este último no sé si perdonárselo. MacArthur era megalómano, mezquino, ambicioso y poco racional. Pero no se le puede negar carisma. Mountbatten era todo pose y un hombre propenso a la insensatez. El general Claire Chennault fue un aventurero que ascendió a una posición demasiado elevada. En cuanto a Orde Wingate, era un personaje desequilibrado y mesiánico, sus operaciones con los guerrilleros chindits costaron mucha sangre y sirvieron de muy poco.

Hablemos de la crueldad e inhumanidad de los soldados japoneses. Parece que no estamos ante un tópico. Usted explica cómo oficiales japoneses en Chichi Jima se sirvieron en porciones, una vez decapitado, a un piloto de portaaviones estadounidense, Marve Mershon, para estimular su virilidad –la de los japoneses, se entiende–. A ocho aviadores de un B-29 prisioneros se les practicó la vivisección sin anestesia en un hospital de Fukuoka. Oh, ése es un punto muy importante. Hay un gran consenso en que los japoneses hicieron cosas terribles con los europeos, especialmente con los prisioneros de guerra, como la marcha de la muerte de Bataan. Pero eso es sólo una parte pequeña de la historia. Fueron unos millares de prisioneros. Una cifra minúscula si se compara con las víctimas asiáticas del imperio japonés. Se baraja la cifra de 50 millones de chinos muertos por los japoneses. Una de las razones para escribir un libro sobre la II Guerra Mundial como Némesis es explicar eso. No se trata de decir cosas nuevas, lo cual respecto a ese conflicto es muy difícil, sino de mostrarlo en su contexto completo. El recurso a la masacre fue promovido asiduamente en todo el ejército japonés. La sociedad japonesa, sin embargo, aún trata de excusar lo que pasó. Japón aún ha de asumir lo que hizo. Sigue en la actualidad eludiendo sus responsabilidades de aquella guerra, por ejemplo, la de indemnizar a sus víctimas. Los abogados de la empresa Mitsubishi, que empleó trabajo esclavo chino, han llegado a cuestionar en los tribunales la propia invasión de China por parte de Japón.

Para todos es difícil echar cuentas con el pasado. Siempre es algo doloroso, pero hay que hacerlo. Ustedes, los españoles, lo están haciendo. Pero algunas sociedades son menos proclives a ello, los japoneses, los rusos –que abrieron sus archivos y los han vuelto a cerrar–, o los franceses: Francia es el único gran combatiente de la II Guerra Mundial que no ha publicado su historia.

Los aliados también cometieron atrocidades, en ‘Némesis’, un oficial de ‘marines’ explica cómo despachó a sangre fría en Okinawa, a tiros, a una anciana y a un niño. Una de las imágenes más espeluznantes de su libro es la del ‘marine’ aburrido que se entretiene haciendo puntería lanzando trozos de coral al cráneo abierto del cadáver de un japonés al que le han volado los sesos. En la guerra todo el mundo hace cosas terribles. La diferencia es que en el ejército japonés, o en las unidades de las SS, esas cosas eran habituales, no excepciones.

Estuvo con los paracaidistas y comandos en las Malvinas, se dice que los ‘gurkas’ vejaron y mataron prisioneros. A veces se trata de diferentes opiniones sobre lo que es guerra limpia o no. En la II Guerra Mundial, Estados Unidos solía fusilar a los francotiradores, porque creía que actuaban con felonía. En las Malvinas se produjeron episodios de rendiciones dudosas en los que los argentinos volvían a disparar tras alzar la bandera blanca. Esas cosas pasan.

¿Quiénes fueron militarmente los mejores soldados en la II Guerra Mundial? Los alemanes, sin duda. El soldado japonés era extraordinariamente valiente, pero en ataque y defensa, en todas las fases de la guerra, las tropas de Hitler, hombre por hombre, fueron las mejores. La manera en que aguantaron al final es increíble. Los soldados de las democracias tienen limitaciones, y eso hace que, hablando estrictamente desde un punto de vista bélico, no sean tan buenos.

¿Qué diferencia a sus libros de otros sobre la II Guerra Mundial? Gente como yo o mi amigo Antony Beevor, aunque trabajamos muy rigurosamente el aspecto puramente militar –qué divisiones hicieron qué–, no perdemos de vista la experiencia civil. Un alto porcentaje de lectores quieren saber cómo era la guerra en su contexto amplio, para los hombres y para las mujeres, para el marine y para el campesino chino. Una de nuestras obligaciones es explicar la experiencia humana de la guerra en todos sus aspectos.

Pero el lector de historia militar sigue siendo predominantemente masculino. Los hombres son mayoritariamente los que combaten en las guerras y es lógico que sientan un gran interés por lo que sucede en ellas. Muchos se preguntan qué habrían hecho, de llegar el caso, en una batalla. La respuesta es que lo harían, en términos militares, mejor de lo que se piensan. De hecho, y esto es sorprendente, todo el mundo lo hace.

¿Quiere decir…? Pensaba que sólo los que tienen madera de héroes… Ah, los soldados tienen mucho miedo a los héroes. No quieren ser liderados por héroes, sino por hombres que conozcan su oficio y los devuelvan vivos a casa. He conocido algunos hombres que estaban obsesionados con ser valientes y conseguir la Cruz Victoria [VC].

¿El teniente coronel Herbert H Jones, comandante del 2º de Paracaidistas que ganó en un imprudente arrebato una VC póstuma al atacar una trinchera argentina en Pradera del Ganso (Goose Green)? Iba a hablarle de él, le conocí en las Malvinas, poco antes de que lo mataran; estuvimos hablando de historia militar, que le apasionaba. Estaba ansioso por entrar en acción. Quería ser un héroe. No gustaba a sus hombres, los ponía nerviosos. Tengo una teoría: cuando un hombre gana la VC o la Medalla de Honor del Congreso, después nunca lo ascienden. La idea que subyace es que un hombre capaz de ese valor es demasiado inconsciente para las responsabilidades del mando. Los héroes no son buenos líderes. En la II Guerra Mundial, cuando los británicos promovieron a gente de esa clase fue un desastre. Me temo que los que la gente tiene en general por héroes y valientes son en realidad bastante limitados. Todo ejército necesita un puñado de héroes, pero sólo unos cuantos, los justos para ganar, el resto ha de ser gente normal con ganas de volver a casa.

Un cálculo de héroes. No puedes ganar una batalla sin tener en tu unidad a un número determinado de gente muy valiente. Es una buena cuestión cuántos deben ser. Un coronel estadounidense de la II Guerra Mundial calculó que para tener éxito en un ataque necesitas que un 10% o un 15% de tus hombres vayan contigo, los otros pueden seguirte, temblando, más tarde.

De nuevo estamos hablando de valor y cobardía. Cuénteme de su experiencia personal en los paracaidistas. Fui el peor paracaidista que hayas conocido. De hecho, me obligaron a darme de baja por mi pobre actuación en unas maniobras en Chipre. Aún no tenía 18 años. Cuando era joven quería ser un héroe, pero descubrí que para ello había que hacer cosas heroicas para las que no estaba preparado en absoluto.

Pero se hizo corresponsal de guerra. La excitación de la noticia, de tener una historia, te da la capacidad de afrontar peligros que en condiciones normales no correrías.

¿Qué opina de la profesión? Hay verdaderos corresponsales, pocos, quizá un 20%, y muchos de los que llamamos “turistas de guerra”. Vietnam estaba lleno de ellos porque Estados Unidos daba grandes facilidades. Mucha gente ve la profesión simplemente como una forma romántica de vida. Es sin duda la manera más rápida de labrarse una reputación en el periodismo. Para nosotros, esa oportunidad la ofrecía Vietnam, ahora los chicos van a Irak y Afganistán.

¿Cuánto le ha servido la experiencia de corresponsal de guerra en su faceta de historiador? Mucho. Conocer la sensación de estar bajo el fuego ayuda cuando escribes sobre el tema, siempre hay paralelismos. Cuando quieres cruzar una calle y las piernas no te obedecen… ese tipo de sensaciones. Saber de primera mano cómo actúan los hombres en batalla es muy útil.

¿Seguirá escribiendo sobre la II Guerra Mundial? Empiezo a pensar que paso demasiado tiempo ahí. Pero sí, ahora mismo escribo un libro sobre Churchill en ese periodo.

¿Qué opinión le merecen las películas sobre la II Guerra Mundial? Es muy difícil encontrar una que sea enteramente satisfactoria. Salvar al soldado Ryan tiene 10 primeros minutos espléndidos, pero luego cae en una historia muy convencional, llena de clichés de Hollywood. En los cincuenta en general se hicieron muy buenos filmes, como The cruel sea o Dambusters.

¿Y libros? Buena pregunta. La novela de Nicholas Montserrat Mar cruel en la que se basó la película es uno de los mejores libros sobre la guerra en el mar. Las memoirs del recién fallecido George Macdonald Fraser, que luchó en Birmania, son quizá las más elocuentes de un soldado en la II Guerra Mundial. Es excelente también The struggle for Europe, del corresponsal de guerra australiano Chester Wilmot; Los desnudos y los muertos, de Mailer; El baile de los malditos, de Shaw…

Max Hastings mira su reloj. Le espera su mujer para ir a la ópera. Unas últimas preguntas. ¿Su figura militar favorita? “Espero no parecer muy aburrido si digo que Wellington”. ¿Y el recuerdo de algunos amigos comunes? “Paddy Leigh Fermor es mi modelo de héroe de guerra, pero dudo mucho del valor real de lo que hicieron él y los otros agentes del Special Operations Executive”. Secuestrar al general Kreipe en Creta, ¿significó algo militarmente? No. Sólo un espléndido acto romántico para los británicos, y para los cretenses, una dura represión de los nazis”. El museo está cerrando. Ha caído un espeso silencio sobre las armas. Mientras nos dirigimos a la puerta, Hastings pasa la mano sobre el costado de un tanque Shermann. “Los británicos somos el último pueblo militar del mundo, los únicos a los que les importan ya estas cosas y que están orgullosos de su pasado de soldados. Todo el mundo tiene alguna foto en casa con parientes de uniforme”. El historiador se despide cortésmente y se marcha en paz, entre las rosaledas perfumadas que se abren bajo el poderoso calibre de los cañones.

Un historiador en armas
Es autor de una veintena de libros que incluyen historia militar, reportajes, biografías –la que hizo sobre el coronel Yoni Netanyahu, el jefe de la unidad especial israelí Sayeret Matkal, que liberó a los rehenes del avión retenido en Entebe, le causó problemas con Israel por desvelar secretos de Estado– y escritos sobre el campo (le encanta la jardinería).

En sus memorias de corresponsal de guerra, Going to the wars, explica sus experiencias. En los capítulos dedicados a la guerra de las Malvinas, cuya cobertura le hizo especialmente famoso, no deja de recoger la polémica de que fue objeto al considerar muchos de sus colegas que el ejército le dio un trato de favor. En Némesis relata las últimas fases de la guerra contra los japoneses. En él, Hastings considera justificable el lanzamiento de las bombas atómicas, denuncia la falta de reconocimiento de culpa de los japoneses y tacha de indigno el papel de las fuerzas australianas.



Fuente: El PAIS.COM
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