El levantamiento del Dos de Mayo

JQ01

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Después de los sucesos del Motín de Aranjuez (17 de marzo de 1808), Madrid es ocupada por el general Murat (23 de marzo). Tras la llegada triunfal de Fernando VII (24 de marzo) y su padre, que acababa de ser forzado a abdicar, ambos son obligados a acudir a Bayona para reunirse con Napoleón, donde se producirá la final abdicación en José Bonaparte. En Madrid queda una Junta de Gobierno como representante del rey Fernando VII.

Sin embargo, el poder efectivo queda en manos de Murat, el cual reduce la Junta de Gobierno a un mero títere o simple espectador de los acontecimientos. El 27 de abril Murat solicita, supuestamente en nombre de Carlos IV, la autorización del traslado a Bayona de la reina de Etruria (hija de Carlos IV) y del infante Fernando de Paula. Si bien la junta se negó en un principio, en su reunión en la noche del 1 al 2 de mayo y ante las instrucciones de Fernando VII llegadas a través de un emisario desde Bayona (conservar la paz y armonía con los franceses), finalmente ceden.

El 2 de mayo de 1808, la multitud comenzó a concentrarse ante el Palacio Real. El gentío vio como los soldados franceses sacaban del palacio a la reina de Etruria, cuya salida no produjo conmoción alguna. La presencia de otro coche hace deducir que está destinado al infante Francisco de Paula. Al grito de ¡Que nos lo llevan!, el gentío penetra en el palacio. El infante se asoma a un balcón aumentando el bullicio en la plaza. Este tumulto es aprovechado por Murat, el cual despacha a un batallón de granaderos de la Guardia Imperial al palacio, acompañado de artillería, los cuáles disparan a la multitud. Al deseo de impedir la salida del infante, se une la de vengar los muertos y deshacerse de los franceses. La lucha se extendería por todo Madrid y duraría horas.



Los madrileños tuvieron que descubrir en ese instante las necesidades de la guerra callejera: constitución de partidas de barrio comandadas por caudillos espontáneos; obligación de proveerse de armas (luchaban navajas frente a sables); necesidad de impedir la llegada de nuevas tropas francesas...

Todo esto no fue suficiente y Murat pudo poner en práctica una táctica tan sencilla como eficaz. Cuando los madrileños quisieron hacerse con las puertas de la cerca de Madrid para impedir la llegada de las fuerzas francesas acantonadas fuera de Madrid, el grueso de las tropas de Murat (unos 30.000 hombres) ya había penetrado en la ciudad, haciendo un movimiento concéntrico para adentrarse en Madrid.

Si bien la resistencia al avance francés fue mucho más eficaz de lo que Murat había previsto, especialmente en la Puerta de Toledo, la Puerta del Sol y el Parque de Artillería de Monteleón, esta operación permitió a Murat poner a Madrid bajo la jurisdicción militar. Esto es, tratar a los madrileños como rebeldes. Puso igualmente bajo sus órdenes a la Junta de Gobierno.

Poco a poco, los focos de resistencia van cayendo. Acuchillamientos, degollamientos, detenciones... Mamelucos y lanceros napoleónicos extreman su crueldad con el pueblo madrileño. Cientos de españoles, hombres y mujeres, y soldados franceses murieron en esta refriega. El lienzo de Goya La Carga de los Mamelucos refleja la luchas callejeras que tuvieron lugar ese día.



Mientras tanto, los militares españoles permanecían, siguiendo órdenes del capitán general Francisco Javier Negrete, acuartelados y pasivos. Sólo los artilleros del parque de Artillería sito en el Palacio de Monteleón desobedecen las órdenes y se unen a la insurrección. Los héroes de mayor graduación serán los capitanes Luis Daoíz y Torres (que asume el mando por ser el más veterano) y Pedro Velarde Santillán. Con sus hombres se encierran en el Parque de Artillería de Monteleón y, tras repeler una primera ofensiva francesa al mando del general Lefranc, mueren luchando heroicamente ante los refuerzos enviados por Murat.



El Dos de Mayo de 1808 no fue la rebelión de los españoles contra el ocupante francés, sino la del pueblo español contra un ocupante tolerado (por indiferencia, miedo o interés) por gran cantidad de miembros de la Administración.La Carga de los Mamelucos antes citada, presenta las principales características de la lucha: profesionales perfectamente equipados (los mamelucos o los coraceros) frente a una multitud prácticamente desarmada; presencia activa en el combate de mujeres, algunas de las cuales pierden incluso la vida (Manuela Malasaña o Clara del Rey); presencia casi exclusiva del pueblo y del elemento militar.

La represión es cruel. Murat no se conforma con haber aplastado el levantamiento sino que tiene tres objetivos: controlar la administración y el ejército español; aplicar un riguroso castigo a los rebeldes para escarmiento de todos los españoles; y afirmar que era él quien gobernaba España. La tarde del 2 de mayo firma un decreto que crea una comisión militar, presidida por el general Grouchy para sentenciar a muerte a todos cuantos hubiesen sido cogidos con las armas en la mano (Serán arcabuceados todos cuantos durante la rebelión han sido presos con armas). El Consejo de Castilla publica una proclama en la que se declara ilícita cualquier reunión en sitios públicos y se ordena la entrega de todas las armas, blancas o de fuego. Militares españoles colaboran con Grouch en la comisión militar. En estos primeros momentos, las clases pudientes parecen preferir el triunfo de las armas de Murat antes que el de los patriotas, compuestos únicamente de las clases populares.

En el Salón del Prado y en los campos de La Moncloa se fusila a centenares de patriotas. Quizá unos mil españoles perdieron la vida en el levantamiento y los fusilamientos subsiguientes.



Murat pensaba, sin duda, haber acabado con los ímpetus revolucionarios de los españoles, infundiéndoles un miedo pavoroso (garantizando para sí mismo la corona de España). Sin embargo, la sangre derramada no hizo sino inflamar los ánimos de los españoles y dar la señal de comienzo de la lucha en toda España contra las tropas invasoras. El mismo 2 de mayo, por la tarde, en la villa de Móstoles ante las noticias horribles que traían los fugitivos de la represión en la capital, un destacado político (Secretario del Almirantazgo y Fiscal del Supremo Consejo de Guerra), Juan Pérez Villamil hace firmar a los alcaldes del pueblo (Andrés Torrejón y Simón Hernández) un bando en el que llama a todos los españoles a empuñar las armas en contra del invasor, empezando por acudir al socorro de la capital. Dicho bando haría, de un modo indirecto, comenzar el levantamiento general, cuyos primeros movimientos (suspendidos eso sí) fueron los que promovieron el corregidor de Talavera de la Reina, Pedro Pérez de la Mula, y el alcalde Mayor de Trujillo, Antonio Martín Rivas; ambas autoridades prepararon alistamientos de voluntarios, con víveres y armas, más la movilización de tropas, para acudir al auxilio de la Corte.

Crónica de los acontecimientos

Estos acontecimientos marcaron el comienzo de una guerra que fue crucial para la derrota definitiva del imperio napoleónico. La península entera se alzó en armas, y por medio de guerrillas todo el territorio se convirtió en frente de batalla, absorviendo una gran cantidad de tropas y recursos necesarios en otros sitios. Se volvió a la táctica que dos mil años antes convirtió la península ibérica en la pesadilla de Roma. En algunas fuentes se comenta que Napoleón sufrió más del 50% de sus bajas en España, hecho que siempre se ha infravalorado dando como mayor desastre francés la expedición contra Rusia.
 

MAC1966

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JQ01 dijo:
Estos acontecimientos marcaron el comienzo de una guerra que fue crucial para la derrota definitiva del imperio napoleónico. La península entera se alzó en armas, y por medio de guerrillas todo el territorio se convirtió en frente de batalla, absorviendo una gran cantidad de tropas y recursos necesarios en otros sitios. Se volvió a la táctica que dos mil años antes convirtió la península ibérica en la pesadilla de Roma. En algunas fuentes se comenta que Napoleón sufrió más del 50% de sus bajas en España, hecho que siempre se ha infravalorado dando como mayor desastre francés la expedición contra Rusia.

Nunca jamás lo reconoceran,prefieren el glamour de la derrota por "el general invierno",que por todo un pueblo,incluido mujeres y niños,contra el mejor ejército de la época.

Muy bueno JQ,alguien tuvo que prender la mecha,y tuvo que ser Madrid.............menudo bombazo,¿eh?.:cool:
 

Brunner

Forista Sancionado o Expulsado
MAC1966 dijo:
Nunca jamás lo reconoceran,prefieren el glamour de la derrota por "el general invierno",que por todo un pueblo,incluido mujeres y niños,contra el mejor ejército de la época.

Muy bueno JQ,alguien tuvo que prender la mecha,y tuvo que ser Madrid.............menudo bombazo,¿eh?.:cool:


Cuenten, cuenten muchachos: EL Grand Armée-creo tenia 450. 0 650.00 (ye incluía unidades españolas ) no es dificil imaginar enormes perdidas francesas en España-pais que despues de todo, posee el territorio mas montañoso de Europ, despues de Suiza..algo qu epuude constarar en un viaje por la carretera de Jaen desde Madrid a Malaga...
Saludos
 

JQ01

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EL FRACASO DE NAPOLEÓN EN ESPAÑA, VISTO DESDE FRANCIA.
Louis MADELIN, en Revué Militaire d'Information.

ADVERTENCIA
Es posible que el lector encuentre determinadas analogías entre los acontecimientos que se estudian en el presente trabajo y otros más cercanos a nuestro tiempo e incluso actuales.
Tampoco será ocioso recordar que la historia en general y la historia militar en particular no son más que patrones para analizar, dada una solución, un problema cualquiera.
En este estudio se trata de un “caso concreto” preciso -la guerra de España en la época de Napoleón-. Si sus enseñanzas pueden resultar de utilidad en estudio objetivo de casos análogos, no serán, sin embargo, aplicables de un modo directo a circunstancias, lugares y tiempos distintos.

INTRODUCCIÓN
La insurrección, en sus diversos aspectos, es una de las más antiguas formas de guerra. Fue la que practicaron Vercingétorix, el gran Ferré, los “chouans” y los guerrilleros. Forma de guerra con la cual aficionados mal equipados y mal armados han derrotado a Ejércitos profesionales superiores. Es el caso de Sansón que, armado con una quijada de asno, logró poner en fuga a los arqueros filisteos.
Pero parece que, desde hace algún tiempo, tal procedimiento guerrero se ha extendido de tal manera, que hay quien acaba preguntándose si no estaremos ante una completa regresión del arte de la guerra. A tal punto parece llegar la reacción contra la maquinaria y la química militares modernas. “Cuando la eficacia de las armas ofensivas da un salto hacia a delante, la reacción del bando que no las posee es siempre dispersarse, diluirse, recurrir a los métodos de los guerrilleros medievales, que podrán parecer pueriles cuando no se palpan pronto los buenos resultados”


El arte de la guerra, tal como lo practicamos todavía, nos ha sido legado por Napoleón a través de Clasewiz, Moltke, Foch y otros.
Su primer axioma era que es necesario tratar de destruir las “fuerzas principales” del adversario. “Yo trato de destruirlas –decía el Emperador-, bien seguro de que las accesorias caerían solas.” Además es necesario apreciar exactamente donde se encuentran “las fuerzas principales” que hay que destruir y dónde “las accesorias” que caerán solas.
Después de Napoleón, todo el siglo XIX ha convenido en ver las “fuerzas principales” en un “Cuerpo de Batalla”, dando por sentado que si éste era derrotado el enemigo solicitaría la paz.
La importancia adquirida por el armamento o, de manera más general, por el “sostén logístico” de los Ejércitos, inclinaba ya a equiparar las “fuerzas principales” de un país con su equipo económico: se llegó incluso a concebir un sistema de guerra que habría de dirigirse de manera esencial a su destrucción, con lo que el Cuerpo de Batalla quedaba relegado a un verdadero “accesorio”.
Teniendo en cuenta la sensibilidad de las retaguardias en un país hostil, esta evolución no ha contribuido a valorizar determinadas formas de “resistencia”.
Pero ¿qué ocurre cuando, por el contrario, el enemigo que trata de destruirse no posee nada que recuerde a un “Cuerpo de Batalla”?
O bien.¿Cuándo los medios de que el país dispone saben hurtarse de manera indefinida tras “lo accesorio”?
Napoleón fracasó en España porque no encontró la solución de un problema semejante. Por lo menos, ya que su “teoría de la guerra”, en este punto concreto, es discutible, nada podría justificar mejor este intento de hallar las causas de su fracaso.
Las campañas de España durante el Imperio son poco conocidas y parecen haber desconcertado a todos nuestros escritores militares. La causa de ello hay que buscarla en el hecho de que todos han estudiado las campañas napoleónicas con el objeto concreto de estudiar el “sistema de guerra” del Emperador. Y ¿cómo lo podrán encontrar en las guerras de la Península, serie sin ilación, a primera vista, de campañas y batallas sin resultado, donde la derrota del “Cuerpo de Batalla” no soluciona nada? ¿En las que se ven Ejércitos victoriosas detenerse de manera repentina como aquejados de parálisis locomotriz? Y es que se trata de una historia completamente incomprensible si no se tiene en cuenta la resistencia española.
Pero además, el que paisanos mal armados, sin conocimientos ni experiencia militar alguna, derrotados y dispersos frecuentemente, hayan podido hacer fracasar al genial Emperador y a los valerosos “vencedores de Europa”, obligándoles, finalmente, a evacuar España, es una verdad que los profesionales no suelen admitir fácilmente, y ello no solamente los franceses, sino también los británicos y, a veces, hasta los propios españoles.
Y es que la leyenda napoleónica se conserva con tanto prestigio que siempre hay en el pensamiento de los militares un íntimo sentimiento de protesta que les impide admitir que “el gran hombre” pudiera equivocarse.

Un historiador inglés de la guerra de España (Napier: Guerra de la Península), a quien suele concederse gran autoridad en la cuestión, ha escrito: “Los españoles han asegurado audazmente, y todo el mundo lo ha creído, que ellos solos han liberado la Península; yo me opongo a tal afirmación, contraria totalmente a la verdad...”
“... los jefes de las guerrillas hubieran sido exterminados rápidamente si los franceses, presionados por los Batallones de Lord Wellington, no se hubiesen visto obligados a mantenerse concentrados en grandes masas... Los abundantes recursos de Inglaterra y el valor de las tropas anglo-portuguesas sostuvieron solos la guerra.”
Pero es que los primeros ingleses que desembarcaron en Portugal lo hicieron en agosto de 1808, después de Bailén, cuando ya el Ejército francés había evacuado España por vez primera. Y teniendo en cuenta sus efectivos, se ve que el Ejército anglo-hannoveriano no llegó a contar durante mucho tiempo con más de 30.000 hombres; no alcanzó los 45.000 hasta el final de la guerra, e incluso agregando los Regimientos portugueses, que constituyeron parte importante del Ejército de Wellington, a partir de 1809, no llegó a totalizar más de 80.000 hombres. Frente a ellos, el Ejército francés que entró en España en 1808 contaba con 80.000 hombres; alcanzó los 200.000 a finales de dicho año y llegó a los 350.000 en 1811; no reduciendo sus efectivos por debajo de los 20.000 hombres hasta después de la campaña de 1812, cuando ya se habían perdido las tres cuartas partes de España.
Es indudable entonces que el Ejército inglés ha pesado en la balanza. Y si los Ejércitos españoles apenas si cuentan, ¿cuál habría sido el resultado si no hubiera existido la “resistencia española”? Admitamos incluso que el Ejército inglés fuese necesario para finalizar la guerra. Aun así, sería más justo decir todo lo contrario de lo que afirma Napier: “Que los Batallones de Lord Wellington hubieran sido rápidamente exterminados si los franceses, inquietados por los jefes de las guerrillas, no se hubiesen visto obligados a mantener dispersas sus fuerzas.”
En realidad, los hechos se han sucedido como si la estrategia de Wellington en España no hubiese consistido más en esperar para dar el golpe de gracia a que la resistencia española acabase de ”pudrir” la potencia francesa para recoger los laureles de una guerra en la que España había hecho todos los gastos.

El Ejército francés entró en España, como aliado, en los últimos días de 1807.
Junot avanzaba hacia Portugal a marchas forzadas; detrás de él, Dupont, Moncey y Bessiéres se aproximan a Madrid, en donde entró Murat el 23 de marzo de 1808; Duhesme ocupaba Barcelona.
Los franceses, en general, son bien acogidos; a veces incluso “con entusiasmo”. Pero la conducta del Emperador fue inspirando mayores sospechas cada vez, al mismo tiempo que la ocupación se hacía más pesada, con lo que los buenos sentimientos del principio se cambiaron bien pronto en inquietud, primero, y en hostilidad después.
El 2 de mayo de 1808 se produjo en Madrid una sublevación que fue duramente reprimida, y al tenerse noticia, al final del mismo mes, de la doble abdicación de Carlos IV y de Fernando VII, la insurrección se desencadenó simultáneamente por todo el país.
Ni en Bayona, donde seguía Napoleón, ni en Madrid –donde actuaba Savary entre Murat y José Bonaparte, “promovido” Rey de España- se dio entonces toda la importancia que la gravedad de la situación exigía. No se trataba más que de restablecer el orden. En todas partes las autoridades españolas se habían opuesto a las revueltas populares, de las que, además, fueron las primeras víctimas: “Se pasará a cuchillo a la *******, que se disipará como el humo.”
Por el Norte, Bessières marcha sobre Valladolid; después, contra Santander; en el Centro, Lefebvre-Desnouettes y Verdier someten Zaragoza; al Este, Moncey hace entrar en razón a Valencia; finalmente, en el Sur, Dupont se dirige ya hacia Sevilla y Cádiz.
Pero las tropas regulares españoles preparan sus jefes, se unen a los insurrectos; un Cuerpo de Ejército se concentra en Galicia bajo el mando de La Cuesta y Blake; otro, en Andalucía, bajo el de Castaños.
Sin duda que las tropas españolas, improvisadas en sus tres cuartes partes, no parecían ser como para preocupar, y en todos los escalones se miraba la situación con optimismo. Sin embargo, lo que empezó considerándose como una operación de policía, acabó convirtiéndose en una gran empresa guerrera.

“La guerra de España es una guerra en que el Ejército francés ocupa en centro y el enemigo numerosos puntos de la circunferencia”, escribía el Emperador . Es necesario conservar ese centro –Madrid- y la línea de comunicación que a él conduce; porque, “según las leyes de la guerra, todo General que pierde su línea de comunicación merece la muerte” , aunque agrega –después de la lección de 1808-: “No se interprete como pérdida de la línea de comunicación el que sea inquietado por perros, miqueletes, paisanos insurrectos, por eso que se denomina guerra de partisanos..., eso no es nada.”
Es necesario mantener las tropas “bien concentradas”. Nada de puestos aislados; solo se ocuparían en fuerza San Sebastián, Vitoria y Burgos; además, dos columnas móviles de 1.200 hombres cada una mantendrán libre el camino de Bayona a Madrid.
A partir del centro, es preciso actuar sucesivamente sobre todos los puntos de la circunferencia. Primero, contra Galicia, donde La Cuesta y Blake amenazan la línea de comunicación, mientras que Moncey en San Clemente y Dupont en Andujar, “suficientemente fuertes” para ello –con 8.000 hombres cada uno-, cubren la maniobra hacia Valencia y Andalucía.
Se debe evitar todo movimiento retrógrado: “Los movimientos retrógrados son peligrosos en la guerra; no deben efectuarse nunca en las guerras populares. La opinión pública pesa más que la realidad; el conocimiento de un movimiento retrógrado que los dirigentes atribuyen a las causas que les convienen, dan nuevas armas al enemigo”

He aquí la noticia tal como entonces la exponía Napoleón.
Todas las noticias confirman que el optimismo del Emperador y del Mando francés esta justificado. Porque la campaña no es más que una serie de victorias, tanto más estrepitosas cuanto que los españoles son más numerosos que los franceses en todos los encuentros. Lasalle derrota sin esfuerzo a los insurrectos de Cabezón, lo mismo que Merle en Santander, Lefebvre-Desnouttes en Tudela, Verdier en Logroño, Moncey en el Cabriel, en las Cabrillas y en el Júcar; Dupont en Alcolea y Córdoba. Así como, finalmente, Bessières en Medina de Rioseco, quien con 15.000 hombres, vence a 35.000 españoles, de los que 5.000 quedan muertos en el campo. Libre de toda preocupación por el Norte después de esta última victoria, Napoleón suelta al fin los refuerzos para Dupont; las Divisiones Vedel y Gobert que, por lo demás, Savary le ha asignado hace tiempo.
Pero luego ocurre lo siguiente:
Ante Zaragoza, Verdier y Lefevbre-Desnouttes tienen que montar, ahora ya, un sitio en toda regla. Moncey ha fracasado ante Valencia, y no solo tiene que emprender la retirada, sino que ni aun puede mantenerse en San Clemente y ha de replegarse hasta las puertas de Madrid. Bessières, victorioso, duda durante tres días en León antes de decidirse a seguir adelante, y sin la orden de repliegue general que va a provocar la noticia de Bailén, iría a parar a las mismas dificultades y experimentaría los mismos fracasos.
Finalmente, en Andalucía Dupont ha capitulado con todo su Cuerpo de Ejército.

Ni en Bayona ni en Madrid aciertan a ver cual es la explicación de este triple fracaso: la insurrección de las retaguardias
Los “bandidos” que la provocan –no inspiran aun el suficiente pánico como para merecer el nombre de “guerrilleros”- no son apenas numerosos, porque la mayor parte de los insurrectos se han reunido con los Ejércitos españoles y luchan encuadrados con ellos. En esta época podrán ser aproximadamente diez mil hombres –un español por milla- los que se bastan para destruir las retaguardias de los Ejércitos franceses y, finalmente, les obligan a retirarse.
El vetusto proceso es siempre el mismo: Llega a un pueblo cualquiera una partida de “bandidos” extraños a la localidad –o por lo menos esto es lo que dicen los habitantes-. Los “malos habitantes” se unen a ellos. En cuanto a los “buenos” –autoridades, notable, “gentes de posición” –son más numerosos de lo que generalmente se creen los que se inclinan del lado de los franceses, por simpatía o por cálculo; también los hay indiferentes; finalmente, hay que afirmar que no carecen de sentimientos humanitarios. Pero no son sus sentimientos profundos los que nos importan ahora. Lo que interesa es que los primeros expuestos a las represalias en sus propias personas y en sus propios bienes son los “buenos vecinos” los que, por tanto, se encuentran entre la espada y la pared.
Se encuentran forzados a aullar como los lobos; no dudan, cuando el caso llega, en salvar la vida del correo o del ayudante de campo franceses que se encuentren, los que, a su vez, los protegerán seguidamente en caso necesario ante sus compatriotas, los franceses, sirviéndoles de coartada.
Que llegan los franceses, entonces los “bandidos” se dispersan y la población que no tiene una coartada les siguen en su totalidad o en parte, para escapar de las seguras represalias, en tanto que las autoridades locales –alcalde, gobernador, cura u obispo- tratan de arreglar el asunto.
Pero esto no es más que una alternativa mediante la que los “bandidos” a quienes cubren la retirada les protegerán contra las venganzas futuras.
Resulta así que una pequeña minoría de agitadores es suficiente para poner a los franceses ante todos los dilemas que plantea la “resistencia”.
Las represalias hacen huir a la población y la entregan en brazos de los insurrectos; pero así no se logra restablecer el orden, sino que, por el contrario, se deja el campo libre a la acción de los sublevados sobre la gente apacible. Para proteger a esta última contra semejantes presiones sería necesario estar en todas partes; pero estar en todas partes es ser débil en todas también. Si se reparten armas a la población civil, las empleará contra nosotros; pero si se les retiran no podrán defenderse de los insurrectos. Guardar las comunicaciones es dispersar las fuerzas, y dispersar las fuerzas es ser incapaz de actuar; pero perder las comunicaciones es morir de hambre. Avanzar es alargar las comunicaciones y debilitarse más aun para conservarlas; retroceder es “perder la opinión” y dejar el campo libre a la insurrección, y no moverse es dejar al enemigo la iniciativa de las operaciones y agotar rápidamente los recursos del país sobre el que se vive.

En estas condiciones, la reacción del Ejército francés es análoga a la de otro cualquiera abandonado a sus propias fuerzas. Adopta medidas “ejemplares”. El resultado es que el país se convierte rápidamente en un desierto. La subsistencia de las tropas, que ya constituía un grave problema en un territorio empobrecido, resulta ahora imposible. Se revela la urgencia de aportar soluciones urgentes; surge la organización de un sistema de convoyes y almacenes. Como el país está en plena insurrección, se hace preciso disponer de tropas que recojan los víveres; de otras, para guardar los almacenes, y de otras, finalmente, para escoltar los convoyes. Es decir, no solamente se dispone de esta manera de menos soldados aun para combatir, sino que los que quedan están famélicos, porque las guarniciones se comen los almacenes y las escoltas los convoyes.
Por esta razón fue por la que Moncey, después de haber fracasado ante Valencia y viéndose cortado de Madrid, tuvo que batirse en retirada, no pudiendo detenerse en San Clemente, “donde todos los medios de subsistencia están agotados”, teniendo que regresar a la capital, “imposibilitado de actuar ofensivamente”.

De igual manera, para restablecer sus comunicaciones con Madrid, después de haber entrado en Córdoba, ha tenido Dupont que retroceder hasta Andujar. Pero éste cumple exactamente las instrucciones del Emperador y no continúa la retirada como Moncey. Claro es que la exigencia de conservar sus comunicaciones le paraliza totalmente.



Conserva Andujar con los 8.000 hombres de la División Barbéu. Cubre su izquierda con un destacamento de un millar de hombres, situado en Menjíbar, bajo el mando del General Liger-Belair. A su retaguardia, en Bailén, se sitúa el General Vedel con los 8.000 hombres de la División Gobert, que ha situado tres batallones –los dos tercios de sus fuerzas- en Madrilejos, Manzanares y Puerto del Rey, con el fin de conservar el camino libre.
No puede seguir avanzando porque “... a medida que se dirija hacia delante será necesario cubrir con algunas fuerzas la línea de operaciones, lo que debilitará al Cuerpo de Ejército”. Y evidentemente, no puede disminuir más las fuerzas que le quedan disponibles.
En esta situación, sin poder avanzar ni retroceder, ha perdido la iniciativa y la libertad de acción –mientras que frente a él los españoles las conservan totalmente- y queda a merced de que produzca el menor incidente que pueda romper este equilibrio inestable.

Y el fatal incidente se produce.
Para comprenderlo leamos las instrucciones que Savary, aplicando los principios establecidos por el Emperador, hadado a Gobert: “Si usted ve que el General Dupont pide insistentemente apoyo, marche con todas las fuerzas a reunirse con él, teniendo cuidado de adoptar las adecuadas precauciones para que el desfile por Sierra Morena no sea interceptado... Le recomiendo... tomar todas las precauciones imaginables para asegurar nuestras comunicaciones con Madrid. No hay que dispersar a nuestros soldados ni fatigarlos.”
¿Se puede plantear más claramente el insoluble dilema? Tomar todas las precauciones imaginables para que el desfile por Sierra Morena no pueda ser interceptado nunca, entraña el distribuir las fuerzas en puestos, escoltas y columnas móviles. Y reunirse con Dupont, con todas las fuerzas y no desperdigarlas, exige abandonar las comunicaciones a la insurrección.
Vedel y Gobert tratarán de resolver el dilema “fatigando” a sus fuerzas.
En la mañana del 13 de julio es atacado el puesto de Menjíbar. El 15, Vedel abandona Bailén y presiona hacia Menjíbar; Gobert,, detrás de él, abandona La Carolina y avanza hacia Bailén. Pero Dupont es atacado en Andujar y pide refuerzos. Vedel se le reúne en la noche del 15 al 16 “con todas sus tropas”. El 16, el enemigo ataca nuevamente ante Menjíbar y rechaza a Liger-Belair; Gobert abandona Bailén para apoyarlo.
Así, pues, Vedel Gobert han “marchado con todas sus fuerzas para reunirse con Dupont”, y así también quedan abandonadas las comunicaciones.
Pero el 17, el enemigo “maniobra sobre el flanco izquierdo con paisanos y algunas tropas regulares”. Dufour –que muerto Gobert lo ha reemplazado- se ve cortado. Dupont envía a Vedel en su socorro. Y los dos marchan hacia La Carolina sin que, por lo demás, encuentren serios obstáculos en su avance.
Dupont, Vedel y Dufour han adoptado “todas las precauciones imaginables para que el desfile de Sierra Morena no sea nunca interceptado”. Y he aquí por tanto las fuerzas dispersadas completamente.
El General español Rèding se aprovecha entonces para ocupar Bailén, sin otro esfuerzo que el de continuar su avance todo derecho. Y cuando Dupont se decide al fin a abandonar Andujar, el 18 por la tarde, se encuentra copado ante Bailén, entre Castaños al Sur y Rèding al Norte. Los cansados y famélicos soldados luchan durante roda la mañana del 19. A mediodía, juzgándoles incapaces de un nuevo esfuerzo, Dupont inicia los parlamentos para la rendición.
“Los perros..., eso no es nada”, escribía el Emperador. Pero ellos son, no obstante, los que han forzado a Dupont a escalonar “los 20.000 hombres que ha podido reunir” desde Madrilejos hasta Andujar, a lo largo de más de 200 kilómetros; ellos son los que le han dejado muerto de hambre, paralizado, cansado en marchas y contramarchas, los que le han separado de Vedel y Dufour; ellos, unos 35.000 hombres de Castaños y Réding, también los que han logrado la rendición, además de los 8.000 hombres de la División Barbou.
 

JQ01

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LA SOLUCIÓN MILITAR

En Madrid, lo mismo que en Bayona, la noticia de Bailén constituye la más completa sorpresa. Y lo peor de todo, la sorpresa intelectual. Hay entonces cerca de 130.000 franceses en España; aunque siempre favorece tratar de aumentar los supuestos efectivos de los españoles, en ningún caso debemos admitir que su número excediese entonces de 70.000; aun antes de Bailén se les había derrotado en todos los combates en proporción de uno contra tres. Ahora, sin embargo, habíamos sido derrotados y no sabíamos por qué.
¿Cómo defenderse cuando no se sabe contra qué? El resultado es que se adoptan decisiones completamente desconcertadas, y después de haberse llegado en Andalucía hasta Andujar, sin medios adecuados, y de haberse mantenido allí contra toda razón, se abandona primero Madrid precipitadamente y después España, sin motivo evidente.
La razón con que Savary justifica la medida lo demuestra claramente: “Podemos reunir aquí 18.000 hombres y cerca de 1.200 caballos. No cabe duda que hubiera sido una locura querer, con este Cuerpo, conservar la capital, el Rey y, al mismo tiempo, dar la batalla a un Ejército que acababa de hacer prisioneros a 19.000 hombres y de tomar 38 piezas de artillería...” ¿Cómo si los 18.000 hombres reunidos en Madrid, cubiertas las comunicaciones de la capital con Bayona por otras fuerzas, estuviesen en la misma situación que los 19.000 escalonados entre Madrilejos y Andujar!

Sólo Moncey parece haber entrevisto la verdad: “Mi opinión –escribe al regresar de su expedición a Valencia- es que es necesario cambiar de sistema. Para lograrlo hay que desplegar fuerzas imponentes, y al mismo tiempo emplear no solamente medios destructivos, sino los que puede proporcionar una política hábil también, fundada en un reflexivo conocimiento del estado de cosas y de la sitiación de los espíritus.”
Pero de este programa no se tendrá en consideración mas que su primera parte: “Son necesarios fuerzas y dinero, dinero y fuerzas, si se quiere acabar con esto”, escribe Belliard. Y esto es lo que se va a hacer. Llegaremos a tener en España 200.000 hombres al final de 1808, y 350.000 dos años después. Y ni aun así se resolverá la cuestión.

El Emperador recurre a medidas extremas para aumentar los efectivos disponibles. Tres Batallones y cinco escuadrones de Francia, dos Divisiones de Italia. Y lo que aún es más grave y a lo que hasta entonces no había recurrido: trae a España también una parte del Gran Ejército y la Guardia. Otra nueva medida aún, cuyas consecuencias no será preciso destacar: para llenar los vacíos de los Cuerpos de Alemania llama al contingente de 1809 a filas. Con estos conscriptos será con los que irá a Wagran un año más tarde.
Con las precedentes medidas se consigue la reunión de 200.000 hombres en el Ebro, al frente de los cuales se pone el propio Emperador. En cuatro combates, Espinosa; Tudela, Burgos y Somosierra, los Ejércitos españoles se dispersan, y el 5 de diciembre es nuevamente ocupado Madrid.
Un Ejército bajo el mando de Sir John Moore, marcha en dirección a “las Asturias”. El Emperador lo persigue y le corta la retirada hacia Portugal. Los ingleses huyen hacia Galicia, perseguidos por Soult, que, por La Coruña, los arroja al mar el 18 de enero de 1809.

No queda ningún “Cuerpo de Batalla” enemigo en España, y puesto que lo que queda es “accesorio”, Napoleón se marcha estimando finalizada su tarea.
En realidad lo que se ha hecho es volver al punto de partida, cuando se inició la insurrección, y nada se ha resuelto; la guerra va a continuar hasta 1814, siguiendo una u otra de las fórmulas estratégicas que hemos visto aplicar a Moncey y a Dupont. Una, la del “cuadro de Batallón”, que atraviesa el país insurrecto, aislado como un navío en medio del mar, capaz de ir a todas partes e incapaz de mantenerse en ninguna. La otra, los Batallones que en la marcha van desgranándose en su retaguardia, a medida que avanzan, hasta que llega un momento en que la cabeza de la columna, demasiado debilitada para actuar, queda paralizada.



Esta estrategia de “rosario” es la que practica Soult durante la campaña de Portugal de 1809.
En Lisboa, Wellesley –el futuro Duque de Wellington- reúne con el pequeño Cuerpo de Cradcok, de evadidos de La Coruña, 30.000 hombres en total. Frente a él está Soult en Galicia, con 47.000. El Mariscal entra en Portugal en marzo de 1809; pero una vez llegado a Oporto, deja de avanzar como aquejado de parálisis.
Sus detractores le han acusado de haberse detenido en Oporto, comprometiendo así el éxito de la campaña, para hacer proclamar Rey de Portugal. Cualquiera que sea la razón que se alegue, nada permite achacarle la causa del fracaso. Soult se ha detenido por las mismas razones que lo hijo Dupont en Andujar.
Efectivamente, descontando las guarniciones que ha tenido que dejar en Santander, en La Coruña, en El Ferrol y en Vigo, más 12.000 enfermos y 8.000 hombres dedicados a escoltar convoyes, no le quedan más que 25.000 hombres para entrar en Portugal. Tiene que dejar 5.000 en Tuy y otros tantos en Braga; los que entran en Oporto son, en realidad, 15.000. Después de dejar en esta plaza la guarnición correspondiente, ¿iba a avanzar con los restos contra los 30.000 ingleses?
En cuanto se informa de que el enemigo marcha hacia el Norte, emprende la retirada. Esta resolución es la única que puede devolverle la libertad de acción. Pero, lo mismo que Dupont, se deja sorprender y poco falta para que, lo mismo que aquel, se vea con la retirada cortada. Sin embargo, más resuelto o más astuto –también parece que sus fuerzas estaban constituidas por veteranos y no por conscriptos-, se escapa por la montaña y, a finales de mayo de 1809, logra reunir a duras penas los restos de su Cuerpo en Galicia, teniendo que lamentar la pérdidas de todos sus bagajes y cañones, ¡excepto uno!

Por el contrario, Massena aplica la estrategia “del Batallón cuadrado” en Portugal en 1810-1811.
Pero esta campaña forma parte de un plan de conjunto que será preciso resumir, aunque sea en pocas líneas.
El fin que persigue el Emperador es siempre destruir el “Cuerpo de Batalla” anglo-portugués. Pero ahora se da cuenta de la necesidad que para ir y venir existe de dejar cubiertas las retaguardias. El Emperador constituye, pues, dos Ejércitos: un Ejército de Ocupación, distribuido en “Gobiernos militares”, encargado de la pacificación, y un Ejército de Operaciones, libre de tal preocupación, constituido por las más sólidas tropas, cuya misión es la de ir contra el “Cuerpo de Batalla enemigo.
Ahora se ve, además, aparecer otro aspecto del problema.
Hay que alimentar ala guerra, de una manera o de otra. Hay que pedir al Gobierno del país ocupado una contribución de guerra con la que el Ejército adquiera lo que precise, o bien si el vencido rehúsa a colaborar, hay que dejar libre al soldado para saquear y procurarse sus subsistencia o imaginar otro cualquiera sistema comprendido entre los dos extremos anteriores, lo que equivale, en todos los casos, a vivir sobre el país. Si el ocupante cubre los gastos con su propio dinero, la ocupación de un territorio, lejos de representar un elemento de poder, no es más que una carga, tanto más pesada cuanto que, en definitiva, el que se beneficia es el país ocupado, obteniendo todo el rendimiento de la ocupación. A la larga, ninguna economía sería capaz de resistir esto. Además, en 1810, las finanzas del Imperio se tambaleaban, y Napoleón decidió que España, que hasta entonces había procurado la alimentación –con dificultades- del Ejército, abonase además los sueldos.
Los “Gobiernos militares” deberán, pues, no solo conservar libres las retaguardias, sino más aún, reunir los víveres y el dinero. Pero en estas condiciones, si apenas llegan a subsistir por sus propios medios en sus respectivos territorios, mal van a conseguir alimentar la guerra.



El Ejército de Operaciones es, esencialmente, el de Massena, que invade nuevamente Portugal por Almeida, con 60.000 hombres en septiembre de 1810. Frente a él, 60.000 anglo-portugueses, bajo el mando de Wellington. El encuentro tiene lugar en Busaco, que se rodea después de haber intentado, en vano, atacarlo de frente. Pero en octubre se ve detenido ante Lisboa por las líneas de Torres-Vedras.
Wellington hace que todos los habitantes abandonen el territorio ante el avance de su enemigo. Los Cuerpos de Massena se encuentran, pues, totalmente reunidos, sin ninguna comunicación con España y en medio de un desierto. “El plan” de Massena –escribe Berthier, “es empeñarse tanto como sea posible con los ingleses y hacerles perder gente”. Pero los ingleses no se prestan a “este plan”. Permanecen atrincherados en sus líneas sin salir de ellas. Y, después de haber agotado todas las posibilidades del país frente a Lisboa, el Ejército tiene que emprender la retirada en febrero para tratar de encontrar los víveres. En marzo de 1811 no tiene otro remedio que regresar a España.

En principio Salamanca debía avituallar al Ejército de Portugal. Desde allí los víveres y el dinero se transportan a Ciudad Rodrigo; después a Almeida, como base avanzada. Pero ”Salamanca comienza por descontar lo que necesita; los puntos de etapa San Muñoz y San Martín, etc., hacen otro tanto; Ciudad Rodrigo sigue el mismo procedimiento, y Almeida, por último, recibe lo que no quieren los demás”. De este modo, las guarniciones se comen los almacenes y las escoltas se comen los convoyes; incluso si quedasen suficientes fuerzas para llevar los víveres desde Almeida hasta el fondo de Portugal, no quedaría nada para cargar en los tales convoyes.
Napier, al comprobar la pérdida de 30.000 hombres durante los tres primeros meses de 1811, obtiene la siguiente conclusión: “Si se agrega a las pérdidas ocasionadas durante las operaciones las de los fallecidos en hospital , se tendrá la prueba de que, en el mismo momento de mayor actividad, el sistema de guerrillas desgastaba a los franceses más que todas sus pérdidas en el resto del mundo. Esta afirmación es totalmente cierta. Las molestias producidas son de tal naturaleza, que de los 35.000 hombres que entonces hay en España, más de la mitad están dedicados a conservar y mantener la retaguardia, y a pesar de ello, los restantes han de batirse en retirada. El “Cuerpo de Batalla” en esta guerra tan singular se ve reducido por el hambre a esperar pacientemente el previsto desenlace.

Y es que el Ejército de Ocupación ha fracasado en su tarea. Sin lugar a dudas, es cierto que las guerrillas han aumentado desde 1808. Sin embargo, durante este periodo, que es “el de su mayor actividad”, sus efectivos –siempre difíciles de evaluar cuando se trata de partidarios- no sobrepasan apenas los 30.000 hombres.
Parece paradójico que sean necesarios aproximadamente 200.000 hombres para tenerlos a raya, cuando además, se ve en cada encuentro huir a varios millares de guerrilleros ante solo algunos centenares de soldados franceses. No obstante, resulta aleccionador lo que revela el siguiente cuadro, que indica cuales eran en 1811, las “fuerzas necesarias en las provincias del Ejército del Centro, para conservarlas eficazmente y obtener de ellas los recursos necesarios”:



Porque no solo basta garantizar la seguridad de las retaguardias, es decir, conservarlas libres, sino que ello ha de lograrse tanto donde están los partidarios como donde no lo están, pues podrían presentarse. Además haya que perseguir a tales bandas. Pero todo es en vano; a pesar de la desproporción de fuerzas, todos los Generales se quejan de no disponer de las necesarias para tales fines.

El Emperador, impaciente ante tal situación, encargó que se escribiese: “S. M. No concibe que el General Reille (en Navarra), que manda cerca de 100.000 hombres, y el General Caffarelli (en Vizcaya), un número análogo, no puedan destruir totalmente las partidas de bandidos...” Y es Caffarelli el que contesta por los dos: “Llevo en España 18 meses... he recorrido dos o tres veces todas las provincias entre “Las Asturias” y Zaragoza... en todas partes el enemigo ha huido siempre y, si no se le ha castigado más, ha sido porque es imposible alcanzarlo cuando no quiere combatir, y dispone siempre del suelo y de los habitantes.” Y agregó: “que no acepta el combate más que cuando dispone de una superioridad numérica quíntuple o séxtuple que la de nosotros, lo que le da absoluta certeza de tener éxito...” A renglón seguido, poniéndose el parche antes que el coscorrón, solicita su regreso a Alemania....
... Y los guerrilleros continúan recorriendo el país entero, se dispersan al ser avistados por nuestras columnas y vuelven a a reunirse tan pronto como aquellas desaparecen


Pero Torres-Vedras ha señalado un cambio decisivo.
Mientras que Massena se retira, el Emperador ya empieza a reducir las tropas destacadas en España, con el fin de preparar la invasión de Rusia. Los 200.000 soldados veteranos que quedarán hasta el final, más los 300.000 hombres muertos en los campos de batalla o en los hospitales de la Península –mas de lo que podrá costarle cualquiera otra de sus diversas campañas- le harán falta en los momentos decisivos.
Porque España, a trancas y barrancas, ha podido suministrar víveres y dinero, pero ha sido Francia quien ha tenido que proporcionar los hombres.
Por primera vez el Ejército francés retrocede. Madrid es abandonado en 1812, después de los Arapiles. España, en 1813, después de Vitoria, y en los últimos días de este mismo año, Wellington invade Francia.

En los Archivos de la Guerra hay un documento curioso: Es una “carta anónima”, dirigida al Emperador –no se podría afirmar que fuera, efectivamente, remitida-, escrita probablemente en 1809 por el General Thiébault, de la que son las siguientes líneas:

“Nos hemos empeñado en buscar Ejércitos, que son los que hay de menos temible, y que el enemigo nos oculta constantemente, despreciando ocuparnos de los pueblos, que son los que nos minan y devoran...
... Queremos operaciones brillantes y nos olvidamos de las operaciones esenciales...
... Exasperamos a los pueblos y no sabemos ganarnos a sus individuos...
... Antes de someter España nos metemos profundamente en Portugal, dejándonos detrás pasos poco menos que impracticables, formidables ríos y nubes de enemigos.
... Este procedimiento de abarcar grandes espacios y no tener en cuenta lo que sucede en las retaguardias de los Ejércitos, no es acertado más que cuando se quiere sorprender, asombrar, intimidar. Pero en este caso estamos bien lejos de lograrlo.
... En efecto, dicha actitud es tan peligrosa en las guerras contra los pueblos como brillantes en las guerras contra los Ejércitos, cuyos países se limitan a permanecer como inactivos espectadores de los combates, poniéndose de parte del más fuerte, con lo que una victoria puede decidirlo todo, en tanto que en aquellos no decide nada.
... Cierto como es que en España hay suficientes tropas para someterla, es preciso ocuparse de su adecuado empleo y de su conservación.
Sería necesario haber ocupado a finales de este mes una línea que pudiera conservarse desde el punto de vista militar para pacificar, tranquilizar, organizar y finalmente, conquistar en vez de recorrer, devastar y exasperar.”
¿Qué más podría agregarse a los juicios precedentes para dar hoy por finalizado este estudio?
 

JQ01

Colaborador
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Respecto a los españoles enrolados en las fuerzas francesas.

LOS ESPAÑOLES EN EL LANGELAND, 1808
Andrés Allendesalazar y Bernar



Es posible que en ciertos aspectos los recuerdos del pasado tengan una menor importancia, como enseñanza, ante los problemas del presente y del porvenir, tal como sucederá con lo que se relacione con los medios materiales para la guerra, que tanto han variado a través de los tiempos, pero hay, por lo menos, un punto en que esos recuerdos históricos tienen siempre interés y ejemplaridad: son los que se refieren al "factor hombre", los que muestren patriotismo, valor, lealtad y decisión en los momentos excepcionales que pueden presentarse. Se combata con lanzas y espadas contra escudos y rodelas, con ballestas, con arcabuces, con fusiles, cañones y ametralladoras, con carros, con aviones o con energía nuclear, siempre el hombre y su temple serán lo esencial en la guerra como en la paz. Y es interesante recordar, especialmente los casos en que un grupo de españoles, en país lejano y aislados de toda comunicación con la Patria, tuvieron una actuación en la que dieron ejemplo de esas cualidades en las que tanto brilló el carácter hispano.
Desde las hazañas de los Almogávares en Oriente, pasando por las de Hernán Cortés, Pizarro y demás conquistadores de las Indias, con sus reducidos contingentes, seguidas de la digna y ejemplar conducta de los que sufrieron el subsiguiente cautiverio, ha habido variadas ocasiones en que los españoles dieron ejemplo de saber cumplir heroicamente su misión, a pesar de lo enormemente dificultoso de las circunstancias.
Tiene interés el episodio que vamos a recordar por lo que se refiere a uno de esos momentos (afortunadamente excepcionales) en que hay que decidir, y sin ocasión ni tiempo de vacilar, dónde está el verdadero camino de la lealtad y el patriotismo, presentándose un dilema que no todos, desgraciadamente, saben resolver como se debe. Son esos momentos excepcionales en que aparentemente, a algunos les parece que se quiebra la sumisión debida a un poder que se erige en tal, pero que no es legítimo en su origen y conduce precisamente a destruir la independencia, la dignidad, la unidad y aun la vida de la Patria, y otros por el contrario, comprenden que la verdadera lealtad consiste en alzarse contra ese falso poder y luchar hasta vencerlo. Tal fue el trance en que se emprendió el alzamiento de 1808, contra el régimen que quería imponernos Napoleón. Y si esto es siempre difícil cuando puede resolverse con conocimiento de todas las circunstancias del caso, lo es más cuando hay que adoptar la decisión en lugares muy alejados, aislados de toda clase de noticias y rodeados de fuerzas contrarias muy superiores.
Esta fue la situación de la División española mandada por el teniente general don Pedro Caro y Sureda, marqués de La Romana, destacada en Diciembre en el año de 1808.
Antecedentes
Contra una vulgaridad, bastante difundida, que supone que España ha carecido de política internacional, puede demostrarse (y alguna vez habrá ocasión de hacerlo detallada y cumplidamente) que siempre fue acertada y digna ya que, en general, las guerras, paces y alianzas que se hicieron tenían un carácter ideológico y solían ser "de vida o muerte" para la cristiandad y la civilización, manteniéndose, en cambio, la neutralidad en las luchas y combinaciones que nada vital se ventilaba por reducirse a cuestiones de rivalidad y competencia entre otras potencias. Pero así como puede decirse, de un modo absoluto, que siempre hubo una política internacional, sólo se puede afirmar que casi siempre fue acertada, pues en esto hubo excepciones, pocas y concretas, sobre todo en el siglo XVIII, en que se entró en complicaciones de muy discutible oportunidad. Pero, sobre todo, hubo una ocasión en que esa política fue desacertada y además desastrosa e incluso vergonzosa: fue la seguida en una parte del reinado de Carlos IV, sobre todo durante la privanza de Godoy. La época del Tratado de San Ildefonso y la subsiguiente sumisión a Napoleón I. El Tratado de Basilea era una necesidad, dado el resultado de las campañas, el empuje, el "élan", de la Francia revolucionaria y la dirección, luego, de Bonaparte. Todas las naciones fueron firmando paces análogas, incluso en algún momento Inglaterra, la más tenaz resistente. Pero no era necesario el Tratado de San Ildefonso y la alianza con Napoleón, ni la sumisión con que se le sirvió por Carlos IV y Godoy. Puede que no hubiera sido posible, seguir en una actitud, como la que, con tesón, mantuvo la Gran Bretaña contra "el Corso", pues disponía ese Reino de otras circunstancias geográficas y de poder naval que le permitían ese "lujo", pero eso no era razón para salir de nuestra neutralidad, y además entregarse, como se hizo, de un modo servil a los designios de Napoleón; éste comprometió a España en sus ambiciosas aventuras, obligándonos a darle ruinosos subsidios, y llevarnos a una guerra naval contra una potencia de poderosa Marina, en cuya lucha perdimos en Trafalgar nuestros mejores barcos y muchos de nuestros mejores marinos. Si una política como esa se considera "política internacional" más valdría que, en ese caso, tuvieran razón los que dicen que no la tuvimos. El emperador Napoleón más que los verdaderos intereses de Francia (cuya opinión hubiese preferido una paz que le asegurase los límites que siempre ha considerado como "naturales") tenía en su mente y actuaba bajo la idea del "Imperium", el dominio de toda Europa (y después también la de los países extraeuropeos), pero no una Unión, que respetase el sello, no sólo francés y revolucionario, sino su propio sello personal, "napoleónico", y creyó empresa fácil dominar a España, y, como consecuencia, a sus "Indias", lo que la situación española, bajo el mando de Carlos IV y del Príncipe de la Paz le hacía ver que era "fruta madura". Con astucia suficiente para engañar a aquellos ilusos gobernantes (a los que era intelectualmente tan superior), iba preparando las bases de su proyectada empresa.
Tropas españolas en Toscana
Una de las medidas que convenían para los designios del Emperador era sacar algunas tropas españolas fuera de nuestro territorio nacional, no sólo para utilizarlas para sus operaciones militares, como lo hacía con las de diversas nacionalidades, sino principalmente para disminuir la posible resistencia de España, cuando creyese llegado el momento de dominar completamente nuestra Península.
Ya intentó que se le facilitase un contingente de 6.000 hombres para sofocar la rebelión de la isla de Santo Domingo, que era en aquel momento posesión francesa, a cuya petición consiguió oponerse Carlos IV, alegando que necesitaba de todas sus fuerzas militares para defender las costas peninsulares contra los ingleses.
Luego Napoleón movió astutamente los asuntos de Italia y como había despojado de los Ducados de Parma, Plasencia y Guastalla a la rama menor de la Casa de Borbón, a la que pertenecía la Reina María Luisa, convino con el Gobierno de Carlos IV entregar la Toscana (arrebatada a una rama de la Casa de Austria) con el nombre y categoría de "Reino de Etruria" al heredero de Parma, el Infante Don Luís, casado con la Infanta María Luisa de España, hija de Carlos IV. Este, dado su amor a la familia, y aún con la idea de que era buena política el mantener una sombra de influencia de España en Italia, aceptó esta solución a costa de ceder España territorios de Soberanía en América. Pero Bonaparte entretuvo a los flamantes "Reyes de Etruria", recibiéndolos y agasajándolos en París, y dando largas y más largas, dilaciones y más dilaciones, con lo que consiguió que partiese del propio Carlos IV la propuesta de enviar tropas españolas a guarnecer los territorios toscanos, como medio de asegurar la efectividad de la nueva Soberanía; efectividad que tampoco se alcanzó.
Con esto ya consiguió Napoleón sacar de España un contingente de tropas. Fueron estas: los regimientos de Zamora y Guadalajara, de Infantería de Línea; el de Voluntarios de Cataluña, de Infantería Ligera; los de Caballería de Algarbe y de Dragones de Villaviciosa, y una Batería Montada de Artillería.
La División al Norte de Europa
Después de esto, Napoleón, que ya planeaba como inmediata la dominación de España, propuso se le mandasen 3.000 soldados de Caballería para el sitio de Hamburgo, y luego 6.000 de Infantería, y en sus instrucciones a su Ministro de Relaciones Exteriores, Príncipe de Benevento (el inteligente y desaprensivo Tayllerand), le encargaba consiguiese esto del Gobierno español, añadiendo textualmente; "...Si no lo quieren, todo se acabó."
Por fin consiguió sus propósitos, forzando su ascendiente con Godoy, al que engolosinó, contando con su ambición y poco talento, con el ofrecimiento de un Principado Soberano en los Algarbes, cuando se ocupase Portugal, con cuyo pretexto entrarían sus tropas en España y, halagando también a los Reyes con el ofrecimiento de un Reino "de la Lusitania Seteptrional" para los Infantes Luís y María Luisa, a los que ya no se daba posesión del de Etruria. Con esto se consiguió se accediese al envío de una fuerte División al Norte de Europa, formada por las tropas que habían guarnecido el ilusorio Reino de Etruria, y otras que, con estas maniobras, alejaba aún más de nuestra Península. Obtenía con esto Napoleón un doble fin para sus empresas: el fin primero y aparente (que no dejaba de tener importancia) era nutrir con tropas españolas el número de fuerzas que, en las costas del Norte de Europa, mantenían el bloqueo continental para tratar de arruinar el comercio de Inglaterra; y el segundo fin, no declarado, pero más importante para él, era el de restar fuerzas al Ejército español en la Península, para así, más impunemente, ocupar el territorio de nuestra Monarquía.
La organización de la División del Norte, estaba integrada por los Cuerpos siguientes:
• Infantería de Línea: cuatro Regimientos:
1. Zamora, con 2.566 hombres.
2. Guadalajara, con 2.282 hombres.
3. Asturias, formado por 2.337 hombres.
4. Princesa, con 2.286 hombres.
• Infantería Ligera: dos Regimientos:
1. Voluntarios de Cataluña, con 1.200 hombres.
2. Voluntarios de Barcelona, con 1.200 hombres.
• Caballería de Línea: tres Regimientos, cada uno con 540 caballos.
1. del Rey.
2. del Infante.
3. Algarbe.
• Caballería Ligera: dos Regimientos, cada uno con 540 caballos.
1. Almansa.
2. Dragones de Villaviciosa
• Artillería a Caballo: Una Batería con 252 hombres y sus respectivos caballos, y un total de 25 piezas.
• Ingenieros: Formada por 135 hombres de zapadores y pontoneros.
En total 14.905 hombres, 3.088 caballos y 25 cañones.
El Marqués de La Romana
El mando de esta fuerza se confió al Teniente general don Pedro Caro y Sureda, III marqués de La Romana, a la sazón Capitán General interino de Cataluña, a cuyas guarniciones pertenecían casi todos los Regimientos que, juntamente con los procedentes de la ocupación de Toscana, formaron la División del Norte.
Este General de ilustre familia valenciana y mallorquina, cuyos miembros se habían distinguido en los altos mandos del Ejército, tenía también una brillante historia militar. Había nacido en Palma de Mallorca en 1761.
Alférez de Fragata, solamente, pues después de haber servido algún tiempo en la Armada a las órdenes de Gravina, estalló la guerra contra la Revolución Francesa de 1793, deseó luchar en forma más directa contra aquella República, por lo que solicitó y obtuvo el pase al Ejército como oficial de Infantería. Alcanzó sus ascensos por méritos de guerra hasta el grado de Brigadier, y después, también por méritos de guerra, los de Mariscal y Teniente General.
Traslado al Norte y concentración en Maguncia
Las tropas que habían guarnecido Toscana fueron por la Alta Italia y Babiera a concentrarse todas en Maguncia y reunirse con las unidades que habían sido llevadas del Norte de España a través de Francia, casi todas por Lyon y alguna por Burdeos.
En Maguncia se organizó la División tomó el mando el marqués de La Romana. La marcialidad, disciplina y lucida presentación de las tropas españolas, llamaron la atención del Rey Maximiliano de Baviera, entonces aliado de Napoleón, y de los Mariscales franceses, que creyeron que eran tropas escogidas, de "elite", cuando, en realidad, fueron designadas para el caso por suerte o por su proximidad a las fronteras.
Este hecho nos obliga a una observación: por muchos sobre todo en el siglo XIX, se ha dado a entender que el Ejército español se hallaba en un estado de desorganización o decadencia, y que sólo gracias a la acción "del pueblo" se hizo el "Levantamiento, guerra y revolución de España" (como decían los escritores de entonces, siguiendo a Toreno). Pero el hecho de que unas tropas, elegidas por azares geográficos tuvieran esa presentación, y que los hechos posteriores probaron que correspondía a una real superioridad, revela que no había tal decadencia, pues la presentación lucida y la eficacia guerrera de unas tropas se tiene que deber no sólo a la buena calidad de los soldados, sino a la eficaz acción de los jefes y oficiales que los han formado, y a los Generales, con mando sobre esas unidades; es decir, a todo el Ejército. La política desastrosa y desacertada del Príncipe de la Paz (pues en la primera parte del reinado de Carlos IV tuvo éste los mismos Ministros, que, ideologías aparte, fueron eficaces organizadores en el de Carlos III) puso al Estado y, por consecuencia, a la Nación en una situación muy lamentable, pero no bastan unos años de mal gobierno para que se pierdan las virtudes de unas instituciones, entre ellas el Ejército, que se conservan y en un momento dado salvan a la Patria. Como sucedió entonces. Además, Godoy tuvo grandes faltas y errores, pero no fue un "triturador" del Ejército, el Ejército supo conservar su espíritu y cumplir su misión con eficacia, y cuando hizo falta, con heroísmo.
El sitio de Straslund
Llegada la División al Norte de Alemania, y teniendo que obrar según las órdenes del alto mando francés, ejercido por el mariscal Bernadotte, Príncipe de Pontecorvo, algunos de los Cuerpos tuvieron que cooperar al sitio y toma de Straslund, plaza de Pomerania, región que estaba entonces en poder de Suecia, a la sazón en guerra contra Francia. Fueron estas unidades los Regimientos de Guadalajara y de Voluntarios de Cataluña y los Dragones de Villaviciosa; todos ellos se distinguieron, entre las otras nacionalidades, por su actuación en aquella empresa, citándose especialmente al de Voluntarios de Cataluña.
Después de esta operación, que fue dura, se concentró a la División en Hamburgo, para prepararla para nuevas empresas, pero Napoleón ya estaba empezando a ejecutar sus planes para invadir España, temió que, al darse cuenta de ello, estas fuerzas pudieran rebelarse y decidió trasladarlas a Dinamarca para dispersarlas entre la península de Jutlandia, el Schleswig y las islas que integran dicho reino. El 14 de marzo de 1808 empezaron a desembarcar las tropas españolas en el puerto de Odense, en la isla de Fionia.
Dinamarca y los daneses
Un matiz interesante de estos episodios y del que no se han ocupado, generalmente, los historiadores de estos sucesos, es la actitud de Dinamarca, como Estado, y de los daneses, como nación, ante los españoles. Dinamarca tuvo que someterse entonces a la voluntad de Napoleón como lo ha tenido que hacer posteriormente a otros poderes, por que ese es el sino de las naciones pequeñas en su roce con las grandes; lección expresiva para los pequeños separatismos regionales, que, si esto sucede a una nación pequeña, pero de verdadera personalidad y larga y gloriosa historia, debe hacer pensar a los que fundan sus tendencias secesionistas en hechos "diferenciales", tan inoperantes como el de tener un idioma particular.
Por ello, el Gobierno y las tropas danesas tuvieron que coadyuvar con las napoleónicas en vigilar y, en su caso, cercar a los españoles, pero no fue esa la impresión de la "población civil", y, en su fuero interno, seguramente el sentir de los militares y autoridades de aquel reino, sentir que no podrían exteriorizar.
Consta que fue grande la simpatía de los habitantes del país por la corrección y comportamiento de las tropas españolas, que contrastaba, sin duda con las de los contingentes de otras nacionalidades que servían a Napoleón. Fueron tan populares que existen curiosos grabados hechos por los daneses, representando todos los uniformes de la División española. Y lo más notables es que el recuerdo de esa buena impresión se conservó y se vino transmitiendo de padres a hijos, y así el 14 de marzo de 1908 se conmemoró solemnemente en Odense, punto de desembarco, el Centenario de ese hecho, en recuerdo y elogio de la conducta de los españoles durante su estancia en Dinamarca. En este homenaje a España pronunció una conferencia un sabio profesor, el doctor Carl Smuts, quien recordó la ejemplar conducta de los españoles, que no había sido olvidada en el transcurso de un siglo. Hubo un festival, interpretándose música española y nuestra Marcha Real, con asistencia de las autoridades del país y de la representación diplomática y consular de España. De este homenaje se hizo mención, para agradecerlo y resaltar su significación, en una sesión del Senado de España en dicho año de 1908.
 

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Continuación.

La intencionada dispersión y aislamiento de las fuerzas
Una vez en Dinamarca, todas las tropas que formaban la División procuró el Mando francés el fraccionarlas en distintos lugares, a lo que se prestaba bien la condición insular de la mayor parte de las provincias de aquel reino.
Se trató de pasar algunas unidades a Zeeland, lo que hubo de retrasarse por la próxima presencia de una escuadra inglesa en el Grand Belt, pero al fin se consiguió situar en esa isla a los Regimientos de Asturias y Guadalajara. Los demás quedaron, de momento, en el Schleswig, y de allí los fueron destinando a diversas localidades de Fionia y del Langeland.
Se hallaban, pues, aislados unos Cuerpos de otros, rodeados de fuerzas francesas y de otras obligadas a obedecer a Napoleón, entre ellos el ejército danés, y bajo el mando del mariscal Bernadotte, pero, sobre todo, en completa incomunicación con España. Piénsese lo que eran las comunicaciones en aquellos tiempos, bloqueado el continente por el mar y los caminos de tierra a través de Francia y de la Alemania ocupada por Napoleón, así es que ninguna noticia de la Patria podía llegar a aquellos españoles. Sin embargo, por intuición y buen sentido comprendían que algo anormal estaba ocurriendo, y más se les hizo sospechoso el hecho de no recibir sus correspondencias familiares (que claro está, el Mando francés cuidaba de que no llegasen) y recelaban, con razón, que pudiera estar intentando algo como lo que se iba a hacer con Portugal.
El dilema
Y llegó el momento de presentarse el problema de optar entre la sumisión o la resistencia. No llegaron, ni era posible que llegaran, noticias directas de los que, en España, se enfrentaban con la solapada, y luego ya, descarada invasión. Lo que sí llegó fue un pliego del afrancesado don Mariano Luís de Urquijo, Ministro del Rey intruso José I, participando la exaltación de éste al Trono de España, y mandando reconocerlo y jurarle como Rey.
En Fionia, los Regimientos de Almansa y Princesa se amotinaron, acogiendo la comunicación con gritos de viva España y muera Napoleón sin que, de momento, tuviese este hecho consecuencias.
En Zelandia, los de Asturias y Guadalajara se sublevaron y mataron a un ayudante del General francés Friorion e intentaron también hacer lo propio con el General; pero, cercados por fuerzas muy superiores, fueron desarmados y hechos prisioneros y ya no pudieron unirse a los demás Cuerpos y seguir su suerte.
El General marqués de La Romana comprendió que, en aquel momento, una negativa rotunda, suponía que las tropas dispersas por las islas danesas fueran cercadas y desarmadas por la superioridad numérica de las que dependían de los franceses y que se frustrase su liberación, difícil, pero posible, y su vuelta a España, y optó por suscribir un reconocimiento, pero con la previsión y el valor (grande en aquellas circunstancias) de escribir expresamente lo que hacía "con la condición de que José hubiese subido al Trono sin oposición del pueblo español". Con ello evitó, de momento, que todos los Regimientos sufrieran la suerte de los de Almansa y Princesa, que quedaron cautivos hasta el fin de las guerras napoleónicas y no pudieron tomar parte en la de la Independencia.
Claro está que los españoles de la División no tenían noticia ni del Dos de Mayo, ni del Alzamiento general de España, ni de la constitución de las Juntas Generales, y de la Junta Central Suprema, pero aun así intuían algo de la situación y comprendían de qué lado estaba su deber con la Patria.
Era, como decíamos al principio, uno de esos casos excepcionales, pero que todos hemos visto presentarse otra vez, en que surge la oposición entre la obediencia a un poder de hecho, pero ilegítimo por su origen y destinado a conseguir la destrucción de la Patria o la resistencia a ese poder en defensa de la verdadera lealtad.
En efecto: el poder de José Bonaparte era, a todas luces, ilegítimo. No sólo porque las renuncias de Carlos IV y Fernando VII se habían obtenido con engaños y violencia, sino porque, aunque las hubieran hecho con libre voluntad, tampoco hubieran sido válidas, porque no tenían el derecho de entregar el Trono y la Nación a Napoleón. Carlos IV tenía derecho a abdicar, como lo hizo en Aranjuez, y tenía que pasar la Corona a quien le correspondía, que era Fernando VII. Pudo éste abdicar y la Corona pasar al próximo heredero, que era entonces su hermano el Infante D. Carlos, y así sucesivamente dentro de las Leyes de Sucesión que regían en el país.
Así, cuando Alfonso I el Batallador, Rey de Aragón dejó, en testamento, sus Estados a las Ordenes de Caballería de Jerusalén, y cuando Pedro II, también de Aragón, los quiso hacer feudatarios de la Santa Sede, el Reino anuló sus disposiciones y proclamó Rey a quien por sus Leyes correspondía.
Además de la ilegitimidad de esa cesión, comprendían los españoles que ello suponía la pérdida de la Independencia, de la Unidad y de la vida de la Patria y así es que, no sólo no era obligada la sumisión, sino que la lealtad verdadera obligaba a la resistencia. Conocían, además, por lo ocurrido en otros países que el propósito de Napoleón era establecer su dominio, y que el origen de su poder era como "consolidador" de los principios de la Revolución Francesa (aunque refrenadas las libertades a su poder absoluto) y esos principios eran contrarios a las creencias, espíritu, costumbres y fueros de los españoles. En cambio, el poder de la Junta Central Suprema era el legítimo, no sólo por responder a la voluntad y espíritu de la Nación, sino porque procedía de instituciones como los Ayuntamientos y Concejos de tanta tradición y arraigo en España de las Juntas como la del Principado de Asturias, del Señorío de Vizcaya y otras y aún de las Cortes, como las del Reino de Aragón, todos ellos poderes legales, que además contaban con el respeto y la adhesión de la Nación.
Además, la incompatibilidad ideológica de la inmensa mayoría de los españoles, con lo que representaba el poder de Napoleón, fue uno de los factores de la tenaz resistencia a la invasión francesa, pues no hacía ni un siglo completo que, en la Guerra de Sucesión, la mayor parte de España había tomado partido a favor de Felipe V de Borbón, nieto de Luís XIV, y había luchado a su favor, junto con Ejércitos franceses, con el mando de Generales franceses, como el Duque de Vendome y otros; pero era porque el reinado de Felipe V no suponía una tendencia contraria a la Religión y al orden como la procedente de la Revolución y porque el Duque de Anjou era el heredero designado, como de mejor derecho, por el Rey Don Carlos II. Y aún más significativo en este sentido es que, a los pocos años de la Guerra de la Independencia, el Ejército mandado por el Duque de Angulema ("los Cien Mil Hijos de San Luís") fue bien recibido y secundado por la mayoría de los españoles, porque venía a restablecer a Fernando VII en su poder tradicional contra las novedades políticas, que se consideraban peligrosas por provenir de la ideología de la Revolución francesa.
Los afrancesados
Y sin embargo, se dirá: hubo "afrancesados".
Los hubo con varias motivaciones diferentes de tal actitud:
Algunos veían cómo Napoleón, de una nación en difícil situación financiera, en los últimos tiempos de la Monarquía, caída en la anarquía y el terror bajo la convención y en la más escandalosa prevaricación bajo el Directorio, acosada por toda Europa, había hecho un Imperio dominante en Europa, organizado un Estado floreciente y hasta legislado en todas las materias con principios que, entonces, parecían acertados a muchos, y pensaban que un régimen inspirado en esas bases y guiado por el genio del "Gran Corso", podrían regenerar a España y librarla de muchas deficiencias que en nuestra Patria observaban. De esta clase de afrancesados de buena fe hubo incluso hombres eminentes y de grandes méritos, como el insigne almirante Mazarredo.
Una segunda clase de afrancesados fueron los incluidos por la "Enciclopedia" y la "Ilustración" del siglo XVIII a los que muchos de los principios teóricos de la Revolución francesa eran gratos, pues creían en las doctrinas de Montesquieu y de Rosseau, e incluso en las ideas de Voltaire, y muchos estaban complicados en las sociedades secretas.
Sobre esto hay también un lugar común, bastante repetido, y que, bien analizado, no responde a la realidad: se suele decir que "las bayonetas de los soldados de Napoleón trajeron a España las ideas de la Revolución". Y no es así; esa influencia es anterior. No puede uno figurarse a los soldados del Emperador, a los grognards poniendo cátedra ante los españoles para inculcarles las ideas de libertad y soberanía parlamentaria, que su gran jefe había domeñado y costreñido en su país, pero mucho menos se puede uno imaginar a los españoles escuchando complacidos estas sollamas de los franceses, secuaces de "Pepe Botella" (aun en el caso de que las pronunciaran y ellos las entendieran) porque hubiera bastando entonces que lo dijera un francés para que nos e le creyera, aunque dijera que "dos y dos son cuatro".
Las ideas favorables al espíritu de la revolución venían siendo sembradas desde el siglo XVIII entre una minoría que (por lo de ahora llamaríamos snobismo o cursilería intelectual) se dejaba llevar o influir por las corrientes extranjeras, por el hecho de serlo y su novedad. Muchos de los ganados por esas ideas o trabajados por las organizaciones secretas fueron partidarios del rey intruso. Lo cual no quiere decir que todos, ni siquiera la mayoría de los que profesaban las ideas, que luego se llamaron "liberales" fuesen adictos al régimen impuesto por Napoleón, ya que, siendo partidarios de los primitivos ideales que iniciaron la Revolución francesa (en que se creyó, incluso, viable una Monarquía constitucional modelo inglés), no eran afectos al Emperador que había implantado un sistema de imperio absoluto, y, además, en medio de todo, tenían que sentirse españoles. Así los "doceañistas", que en las Cortes de Cádiz introdujeron la ideología revolucionaria, políticamente combatieron contra la invasión. (Precisamente la Constitución de Bayona, impuesta y artificial, era más conservadora" que la de Cádiz.)
Y una tercera clase de "afrancesados", seguramente la más numerosa, fue la de vividores y ambiciosos, que acercándose al "sol que más calienta" querían, como ocurre siempre, ocupar cargos y posiciones que nunca hubieran alcanzado de otro modo. Afortunadamente, los "afrancesados" fueron pocos en España, y en cuanto a la División expedicionaria en Dinamarca, puede afirmarse que no hubo "afrancesados", así en plural, pero sí hubo, en singular, "un afrancesado". Lo malo es que fue el segundo jefe de la División (que probablemente sería de los del primer grupo que hemos señalado, o sea de los que ofuscados por la gloria del Gran Corso creían que era un bien para España la implantación de una dinastía bonapartista). Este jefe tenía un apellido que, ostentado por otros (Kindelán), ha sido llevado con dignidad y grandes méritos por otros ilustres miembros del Ejército español, antes y después de aquellos tiempos, pero fue con su actitud en la que extremó el celo por la causa bonapartista y su hostilidad a sus compañeros, leales a España, una de las mayores dificultades con las que tuvo que luchar el patriotismo de los demás.
Tanto el General marqués de La Romana, como todos los demás componentes de la División, ardían en deseos de librarse de la férula de los franceses y acudir a España, donde, aun ignorando qué es lo que ocurría, comprendían que estaba su puesto.
La relación con Inglaterra
Al iniciarse la Guerra de la Independencia, España estaba todavía, oficialmente, en guerra con la Gran Bretaña, guerra a la que nos había conducido la alianza con Francia y que nos había costado sacrificios de todo género en Europa y en las Indias y la pérdida de lo mejor de nuestra Armada en Trafalgar, así como el mismo hecho de haber llevado la División española al Báltico para coadyuvar al bloqueo contra Inglaterra. Pero apenas se inició el levantamiento primero las Juntas de Asturias y de Galicia y luego la Junta Suprema constituida en Sevilla, se pusieron en contacto con el Gobierno inglés, que, naturalmente, veía en el levantamiento y guerra de España la ocasión más oportuna para atacar a Bonaparte en el Continente.
Tanto los delegados de las Juntas españolas como el Gobierno británico se ocuparon, con verdadero empeño en casar a las tropas españolas de Dinamarca, cosa que ofrecía grandes dificultades, la primera, la de ponerse en contacto con ellas. La escuadra británica rodeaba las costas danesas, sin poder acercarse lo suficiente para establecer ese contacto; pero, eso sí, con todo empeño en hacerlo. Inglaterra, como dijo Capefigue, había logrado el resultado que ansiaba: "...ha buscado un campo de batalla, por medio de las insurrecciones de Nápoles, en Italia; ahora, lo ha encontrado todo: tiene detrás de sí a una nación, a un pueblo, que, a bayoneta armada, con la escopeta o con el puñal en la mano va a defender su independencia". Y aun cuando el Tratado formal de Alianza no se firmó hasta el 14 de enero de 1809, Inglaterra, por la cuenta que le tenía, en su necesidad vital de vencer a Napoleón, apoyó de hecho el Levantamiento español desde el momento en que éste se produjo, y por el Decreto de 4 de julio de 1808 consideró a España y a los españoles alzados como potencia amiga y se ordenaba favorecerles en todo para conseguir su triunfo.
Y cuando el Zar de Rusia, aliado en aquel momento del Emperador de los franceses y, de acuerdo con éste, propuso al Gobierno británico el entrar en negociaciones de paz, el Gabinete de Londres contestó al ruso que para entrar en cualquier clase de negociación era condición indispensable que concurriese la representación "del Gobierno que, en España, mandaba a nombre del legítimo rey de España, S.M.C. Fernando VII" (los insurgentes que llamaba Napoleón) y que no admitiría tratos con el Gobierno intruso "del hermano del Jefe del Gobierno francés" (pues Inglaterra no reconoció nunca a Napoleón como Emperador), añadiendo que "si bien con España no estaba ligada Inglaterra con ningún Tratado formal, había, sin embargo, contraído con aquella nación, a la faz del mundo, empeños tan obligatorios como los solemnes Tratados". Claro está que, con esa con esa condición, no admitió Napoleón el diálogo, que era también lo que, en aquel momento, convenía al Gobierno inglés, el cual, más perspicaz que el Emperador, comprendía lo que iba a suponer para éste la guerra de España.
Así fueron recibidos, hasta con entusiasmo, los comisionados de la Junta Central Suprema de España, y concertaron con ellos el Gobierno y el Almirantazgo, entre otros empeños, el de entrar en comunicación con la División del marqués de La Romana y conseguir la repatriación.
Al efecto, embarcó en un buque de guerra británico el Secretario de la Junta Suprema de Sevilla, don Rafael Lobo, en el mes de julio de aquel año y el 4 de agosto llegó al Grand Belt, donde se reunió con la Escuadra británica, anclada en aquellas aguas.
El capitán Fábregues
Ocurrió entonces un hecho que parece novelesco. El capitán don Juan Antonio Fábregues, de Voluntarios de Cataluña, fue comisionado para ir desde el Langeland a Copenhague, con una comisión de servicio. Al regresar entró con un soldado de su Cuerpo, que le acompañaba, en un barco, tripulado por dos pescadores, con el pretexto de pasar de unas islas a otras, alegando actos del servicio, pero con la intención de escapar del poder de los franceses. En esto divisó, a lo lejos, tres navíos ingleses y en el momento en que vio la bandera que enarbolaban, ordenó a los pescadores que bogasen hacia ellos; los pescadores resistieron y entonces Fábregues sacó el sable y les amenazó de muerte si no lo hacían. El soldado que le acompañaba, aturdido, dejó caer su fusil, del que se apoderó uno de los pescadores, pues éstos temían las represalias de los franceses, pero rápidamente el Capitán descargó un fuerte golpe de sable sobre la muñeca del pescador, le arrebató a su vez el fusil y obligó a los pescadores a seguir remando hasta llegar a uno de los barcos de guerra ingleses.
Siempre hubiera sido un éxito el llegar a uno de los navíos ingleses, pues todos estaban estacionados allí con la consigna de entrar en comunicación con los españoles de la División, pero hubo la suerte de que al que acostaron era precisamente en aquel en que estaba el Secretario de la Junta Suprema de Sevilla, don Rafael Lobo. Este encuentro, con la natural satisfacción y emoción de ambos españoles, fue lo decisivo, pues Lobo pudo enterar al capitán Fábregues de todo lo ocurrido: el Dos de Mayo, los desmanes de los franceses, el Levantamiento general, la legitima autoridad de la Junta, la inteligencia con Inglaterra, y además le entregó pliegos, comunicaciones y órdenes de la Junta para el mando de la División. Todo ello se hizo con la brevedad que las circunstancias exigían y, en bote de la Marina inglesa, volvió Fábregas al Langeland y dio cuenta de todo a su Jefe inmediato, el comandante don Antonio de la Cuadra, y, por orden de éste, pasó a Fionia para enterar de todo lo ocurrido y entregar todos los pliegos y órdenes de la Junta Suprema al general marqués de La Romana, lo que tuvo que hacer con precauciones y usando disfraces, pues algo sospechaban los franceses y (Kindelán) el afrancesado segundo Jefe de la División.
El levantamiento de la División
Y con esto llegó ya el momento decisivo: enterado ya el General de la verdadera situación de las cosas, que hasta entonces sólo podían colegir por intuición, dado el total aislamiento en que estaban, ya podía tomarse la decisión que el patriotismo y la verdadera lealtad indicaban: unirse al generalizado sentimiento nacional de Independencia y entra en guerra contra los invasores de España. Ya quedaba despejada la incógnita de que el régimen impuesto por Napoleón "no estaba aprobado por el pueblo español", condición expresa de la forzada adhesión prestada; se conocía ya la manera alevosa como se había hecho la invasión, la conducta de los invasores, el levantamiento general de la nación, regida por poderes legales, que gobernaban en nombre del legítimo monarca y luchaban contra la usurpación. Desaparecía la consideración de que entenderse con los ingleses fuera entablar inteligencia con una nación con la que España estaba en guerra cuando llegó la División a Dinamarca, sino que, por el contrario, había pasado a ser el poderoso aliado de hecho del Gobierno legítimo de España.
Así es que, inmediatamente, el marques de La Romana, con toda la División, se alzó abiertamente contra el poder de Napoleón, y, rodeados y vigilados como estaban por fuerzas superiores, aislados entre sí los Cuerpos, y con dificultades debidas a la geografía –principalmente insular- del territorio danés, emprendieron la lucha, para reunirse, apoderarse de la comarca, que les fuera más apta, para entrar en contacto con la Armada británica y poder acudir a España a luchar por la independencia patria. El primer golpe lo dieron los Regimientos que estaban en el Langeland. Este territorio es una larga y estrecha isla (de ahí su nombre, que significa en danés "tierra larga"). Su mayor longitud es de 54 kilómetros y su anchura no pasa de cinco. Está separada al Este del Laaland por el Langeland-Belt, de una anchura de 12 kilómetros, que constituye una derivación del Grand Belt, y por el Oeste la parte estrecha del mismo Grand Belt le separa de la isla de Fionia. Esta isla de Fionia está separada de la península de Jutlandia por el Pequeño Belt. Pues bien; estas tropas del Langeland, en lucha con los franceses y con los que ahora llamaríamos "sus satélites", se apoderaron totalmente de la isla y se hicieron fuertes en ella.
En Fionia había considerables fuerzas al servicio de Francia, entre ellas 3.000 daneses, que habían de obedecer al Mando imperial, y, en lucha con todos ellos, el marqués de La Romana, con los Regimientos que se hallaban en dicha isla, se dirigió a tomar Nyborg, puerto situado sobre el Grand Belt, para concentrar allí dichas fuerzas y facilitar su embarque.
Los Cuerpos que estaban en Swenborg y en Faaborg, en la costa sur de Fionia, pudieron pasar con relativa facilidad al Langeland, pero el Regimiento del Rey, que estaba en Aarhus, y el del Infante, que se hallaba en Manders, en Jutlandia, tuvieron más dificultades, por la delación del segundo Jefe de la División (el general Kindelán), aunque al fin lograron eludirlas, pues era en Fionia donde las fuerzas enemigas podían oponer más resistencia.
El Regimiento de Caballería del Algarbe no pudo actuar con la necesaria premura y, cercado por los enemigos, fue desarmado y apresado, como lo habían sido anteriormente en Zelandia los de Asturias y Guadalajara y algunos destacamentos sueltos. Con ello y con las bajas de guerra habidas antes y después del levantamiento perdió la División 5.160 hombres que no pudieron ya seguir la suerte de sus compañeros, que quedaron en número de 9.038.
El regimiento de Zamora y el coronel Martorell
Si bien todos los Cuerpos que formaban la División tuvieron una actuación decidida y meritoria, la más destacada fue la del Regimiento de Infantería de Zamora, que mandada por el coronel don Vicente Martorell y Valdés, nacido en Algeciras en 1754, y que se había distinguido en otras campañas, como sus ascendientes. Precisamente este Regimiento era el que más había llamado la atención del Rey de Baviera, en Maguncia, diciendo: "A la vista de esta tropa, comprendo las grandes hazañas de Carlos V."
Se hallaba este Regimiento en Fredericia, en la península de Jutlandia. Tenían que cruzar el Grand Belt y toda la isla de Fionia, en la que, como hemos dicho, estaba la mayor fuerza de resistencia francesa, y precisamente recorrer la parte Sur, de terreno quebrado y cubierto de bosques, y además habían de hacerlo con toda urgencia, por ser necesaria su intervención para tomar la plaza y puerto de Nyborg y defenderlos luego de los contraataques.
Esto lo consiguió con una marcha, en la que, andando y combatiendo, recorrió 18 leguas en 21 horas, y venciendo con ello la resistencia enemiga, las dificultades del terreno y el agobio del tiempo, logró que su presencia en Nyborg fuese oportuna y decisiva. No había, pues, estado descaminado el Rey de Baviera en el juicio que emitió a la vista de este Regimiento.
Concentración en el Langeland
Desde Nyborg, el marqués de La Romana, con los nueve mil hombres de la División, o sea, todos los Regimientos de la misma ( con la excepción citada de los que habían sido cercados y desarmados, Asturias, Guadalajara y Algarbe), paso al Langeland, y en ella se sostuvieron a pesar de los ataques de los franceses y de los esfuerzos del mariscal Bernadotte, que trató de impedir que se mantuviesen firmes y unidos y que pudieran tener contacto con la Escuadra británica, con activa vigilancia, procurando seducir a los españoles con proclamas y tratando de dividirlos. No consiguió el Príncipe de Pontecorvo ningún resultado ante la entereza de los españoles; ni vencerlos, a pesar de la superioridad de las fuerzas de que él disponía.
El caso del capitán Guerrero
Lucharon todo el tiempo los españoles con la actitud del segundo Jefe, (el general Kindelán), el "único afrancesado de la División", que, al no poder ya impedir la acción del marqués de La Romana y de sus tropas, se dedicó a delatar, ante el mando francés, a los que, por cualquier razón, se encontraban aislados en aquellos momentos. Así lo hizo con el capitán Guerrero, de Artillería, al que sorprendieron los sucesos cuando se hallaba con una comisión de servicio en el Schleswig. Le hizo detener y comparecer con él ante Bernadotte; pero Guerrero, lejos de negar su adhesión al levantamiento nacional, le increpó, en presencia del Mariscal francés, acusándole de ser él "...el traidor y alevoso..." contra su Patria y contra sus compañeros de armas.
Y sucedió que Bernadotte, admirado de la enérgica protesta del Capitán, y asqueado, según parece, del papel del afrancesado Jefe, en un rasgo del fondo honrado de su corazón de soldado y de bravo bearnén, no sólo perdonó la vida a Guerrero, sino que secretamente, le facilitó la fuga y le proporcionó dinero para llevarla a cabo.
El juramento en el Langeland
Reunidos ya los nueve mil españoles en la "Tierra Larga" con su General encuadrados en sus Regimientos, en torno a sus Banderas, animados del mejor espíritu, constituían una fuerza considerable en aquellos tiempos, y estaban deseosos de venir a España a luchar por su independencia.
Entonces tuvo lugar el acto (celebrado tantas veces en la literatura y reproducido en la pintura de la época y posteriormente también), cuando formadas todas las tropas, en círculo, y clavadas en el centro las Banderas, prestaron el juramento de no cejar, por nada, en su empresa de restituirse a la Patria para contribuir a la liberación de la misma.
Y como dice la historia contemporánea de aquellos sucesos con la "prosa poética", entonces en boga: "...juraron postrados ante aquellos lábaros de su salvación, no seguir más consejos que los del Honor, ni más sentimiento que los de Lealtad a su Patria. El Cielo les miró complacido, de aquel tierno y magnífico espectáculo, y patrocinó y alentó con el consuelo la esperanza de sus corazones".
La liberación
Se mantuvieron, pues, dueños del Langeland y rechazando toda clase de ataques de los ya declarados enemigos, hasta que la Escuadra británica logró dominar aquellas aguas y arribar a la costa. Así pudo, el día 13 de agosto, embarcar toda la División y ser trasladada a Gottemburgo, en Suecia, cuyo reino estaba en guerra contra Napoleón, y de allí, en cuanto hubo transportes, llegaron a España y desembarcaron en Santander el 9 de octubre de aquel año.
La Caballería había tenido que dejar los caballos en Suecia por falta de espacio en los barcos y hubo de ser remontada aquí. Con la Infantería se formó una División, llamada del Norte, mandada por el Brigadier conde de San Román, que inmediatamente entró en campaña y tuvo intervención en todo el resto de la guerra. El marqués de la Romana también mandó un Cuerpo de Ejército en las operaciones de la Península.
Conclusión
El conde de Toreno, en su obra "Levantamiento, Guerra y revolución de España", compara estos hechos con la retirada de Xenofonte y sus diez mil griegos, proclamando que el heroísmo de los españoles fue más meritorio, "...porque se dio en condiciones en que el sacrificio era más espontáneo y menos forzoso que el de aquéllos...".
Este trabajo fue publicado por la revista Ejército, en su número 247, pags. 29-39.
 

Brunner

Forista Sancionado o Expulsado
Muy bien pibe! analogias? que hoy en dia como en aquel 2 de Mayo hay en España un rey "mamon" como dirian mis buenos amigos en Espa1a
C>A.F.E.!

Derechistas Saludos!
 
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