La situación se había tornado dificil para los chilenos y Carrera Pinto sabía que era necesario salir pronto de allí o de lo contrario morirían todos quemados. La hora había llegado de salir del cuartel e ir a refugiarse a la casa del lado la cual había servido de enfermería.
Los heridos fueron arrastrados hasta el pórtico de entrada y aquellos hombres que aún tenían municiones se aprestaron a salir detrás de su teniente.
El grupo, ya de no más de veinte hombres, disparó sus fusiles y cargó a la bayoneta con desesperada locura. Luchaban como posesos, cortando, pinchando, usando los fusiles como mazas. La apariencia de los soldados en aquel escenario infernal, enrojecido por las llamas y sus gritos roncos, llenaron de pavor a los indios, que volvieron a retroceder.
Carrera Pinto se sintió invadido por una alegría salvaje y decidió perseguirlos hasta el costado opuesto de la plaza, para causarles la mayor mortandad.
Siguendo las órdenes de su teniente, los subtenientes Pérez Canto y Montt se abrieron hacia la derecha a fin de poder apoderarse de la casa vecina y justo cuando Carrera Pinto se aprestaba a agregar algo más, un disparo le cortó la voz en la garganta. Durante un segundo alzo los brazos al cielo, como si fuera a elevarse y luego cayó sobre el polvo hecho un ovillo. Julio Montt corrió a su lado con el propósito de ayudarlo, pero no había nada que se pudiera hacer: estaba muerto.
Por lo demás, no les quedaba tiempo para preocuparse del cuerpo caído. Los infantes del Coronel Gastó habían entrado en acción y se introducían a la plaza disparando nutridamente. La única esperanza de salvación que les quedaba a los sobrevivientes estaba en el pórtico de piedra del cuartel, y a su amparo se acogieron con toda rapidez.
Se distribuían en el pequeño espacio, parapetando a las mujeres tras las jambas del pórtico, cuando el techo crujió estrepitosamente y concluyó por hundirse, con pavoroso estruendo y un chisperío infernal.
El Coronel Gastó había hecho acudir a su presencia a Ambrosio Salazar y lo recriminaba con rudeza por el incendio provocado por sus indios. Además, estaba exasperado por las diez horas que duraba ya el combate. Por fin, aceptó dar termino inmediato al combate y le dió permiso a Ambrosio Salazar a lanzar a sus indios contra los escasos soldados chilenos.
Los soldados de Chacabuco que aún sobrevivían estaban agrupados tras el marco de piedra del portón. Detrás de ellos continuaba el incendio, pero muchas de las vigas del techo no se habían quebrado y, caídas de un extremo, formaban pasillos entre las llamas. Pero el calor era insoportable.
Pérez Canto se alzó un poco del lugar en que estaba acuclillado y preguntó a Martínez cuántos quedaban. Este no le respondió, eso ya no tenía importancia. Restarían diez o doce, no más.
En aquel momento Carmen Quinteros surgió agachada, por uno de los pasillos que formaban las vigas a medio caer y se acercó al Subteniente con aire perplejo. Le advirtió que alguien estaba golpeando contra la muralla del costado.
El Subteniente terminó de enderezarse, e iba a penetrar entre las ruinas, cuando atrajo su atención el paso de numerosas sombras por entre los horcones del portal. Temiendo que se avecinara un nuevo ataque por el frente, ordenó a Martínez que tomara tres hombres y, acompañados por el Sargento Rosas, se metiera entre las ruinas para averiguar en qué sitio estaban golpeando la pared. Luego, distribuyó a tres hombres tras el marco del pórtico, con la misión de defender a las mujeres, y él salió con los restantes a la vereda para rechazar a los atacantes. En efecto, éstos se habían distribuido en las sombras del prtal y abrieron fuego sorpresivamente.
Pérez Canto avanzó con los suyos, les ordenó efectuar una descarga y luego cargaron a la bayoneta. Fue inconcebible la forma como aquel puñado de hombres logró contener y rechazar a la masa de atacantes. Pero cuando regresaron al refugio del portón, eran ya muy pocos. Pérez Canto rehusó contarlos, aunque imaginó que todos los sobrevivientes, incluyendo a los que habían ido al interior del cuartel, serían unos ocho. Cuando retornó el Subteniente Martínez, este llegó repitiendo de que los indios no habían logrado entrar, su grupo había descubierto un forado pero lo taparon con los cuerpos de los indios que intentaron penetrar por él y también con los cadáveres de sus compañeros. Lamentablemente ese hecho costó la vida de dos de sus soldados y la del Sargento Rosas quien murió aplastado por unas vigas ardientes.
Comenzaba el amanecer del 10 de julio de 1882. Quince horas hacia que los soldados chilenos mantenían una resistencia suicida. Fieles al Artículo 21 de la Ordenanza General del Ejército, que impone: "El militar que tuviere orden de conservar su puesto, lo hará", habían ido sacrificandose jefes y soldados. En la plaza, arada por las balas y regada de sangre, se veía el cadáver del Teniente Carrera Pinto y de sesenta y siete soldados, y junto al pórtico del cuartel, el del Subteniente Montt. Sólo quedaban vivos Arturo Pérez Canto, Luis Cruz Martínez y seis soldados que, parapetados tras el marco de piedra del pórtico, cubrían con sus cuerpos a tres mujeres y dos niños, uno de ellos una guagua.
Alrededor de las cinco de la mañana, atendiendo al ruego de Giovanna Muzzio, el Coronel Juan Gastó ordenó suspender el fuego y se produjo entonces un silencio de muerte, roto sólo por las voces destempladas de los indios embriagados en los barrios vecinos. Tan profundo era el silencio que, en cierto momento, el Coronel Gastó pensó que todos los chilenos estaban muertos y ordenó a uno de sus ayudantes que practicara una investigación, tan pronto la luz de la aurora le permitiera ver.
Pérez Canto preguntó de improviso el número de municiones que aún quedaban, todos se miraron respondiendo negativamente, todos habían agotado sus municiones a excepción de un soldado quien sólo poseía una sola bala. Luego se preocupó de ver en qué estado se encontraban las mujeres, el niño y el recién nacido. Estaban todos vivos, pero se hallaban atontados por el tremendo drama que habían vivido.
De súbito, la cantinera, que estaba de bruces en el suelo, alzó un tanto la cabeza y se quedó mirando hacia afuera. Luego, tocó con una mano al Subteniente Pérez Canto señalandole en la dirección correcta. Era el comisionado a quien el Coronel Gastó encomendara acercarse al cuartel para averiguar si en él quedaban sobrevivientes. Se aproximaba con toda cautela, atenta la mirada y listo para escabullir el cuerpo, en caso de que se presentara un defensor. Pero todos éstos estaban inmóviles, fundidos al suelo y a las piedras del portón.
Mirando a su soldado, Pérez Canto hizo referencia a la bondad del destino al permitirle conservar una bala. El soldado poseedor de aquel único proyectil comprendió al instante.
Moviéndose con infinitas precauciones, fue alzando poco a poco el cañón de su fusil hasta ponerlo a nivel de sus ojos y asomado por un hueco que dejaban las piedras. Así se mantuvo apuntando durante unos segundos, que a los demás les parecieron interminables. Pero el hombre quería estar cierto de no errar el tiro. Sabía que en cuanto sonara el disparo, todos los atacantes se precipitarían a la plaza y cargarían contra ellos. Por fin, lo tuvo en la mira de su fusil y fue oprimiendo el gatillo milímetro a milímetro. Cuando sonó la detonación, parecía que el mundo entero había reventado.
El oficial peruano, que avanzaba agazapado, se irguió de un golpe, saltó en el aire, describiendo una parábola y cayó aplastado contra el suelo. Aquello bastó para que se desencadenara de inmediato el más furibundo ataque, en el que avanzaron mezclados montoneros, soldados e indios. Todos ellos corrían hacia el pórtico desde los diversos costados de la plaza.
Pérez Canto hizo ovillarse a las mujeres detrás de los pilares del pórtico y ordenó a sus hombres esperar hasta que los atacantes estuvieran a unas veinte varas de distancia. Cuando esto ocurrió, saltó afuera gritando: "A la carga, valientes del Chacabuco!".
Era un compacto y revolucionario muro de hombres el que enfrentaba al cuartel cuando salieron los chacabucanos e hincaron sus bayonetas en los cuerpos más próximos. El Subteniente Martínez sintió que su fusil se quebraba, incrustado entre las costillas de un soldado peruano, retrocedió unos pasos para buscar otra arma y en esos segundos alcanzó a captar una visión del horrible espectáculo que se estaba desarrollando frente a él. Los soldados que iban adelante con Pérez Canto habían sido envueltos por una enjambre de enemigos y apenas se divisaban sus brazos subiendo y bajando. Pero al fin, los enfurecidos atacantes se cerraron sobre ellos, aplastándolos.
Luis Cruz Martínez recogió un fusil caído y se percató entonces de que al lado suyo luchaban cuatro soldados y los llamó con un grito. Unidos codo a codo cargaron salvajemente y, machacando cráneos, tajando espaldas, hicieron retroceder a los asaltantes que , engañados por la confusión, se alejaron del lugar de la lucha. Luego, ordenó retirarse rumbo al cuartel lentamente para no darles la impresión a sus atacantes de que tenían miedo.
Retrocedieron lentamente, sin dar las espaldas, obsevados por los ojos atónitos de todos los vecinos asomados a las ventanas. Cuando llegaron junto a las mujeres, Carmen Quinteros se los quedó mirando con pupilas ansiosas y expectantes. Entonces el Subteniente de dieciseis años se quitó la gorra e hincó una rodilla en tierra, y fue imitado por los cuatro soldados. Junto a las mujeres a los demás soldados se pusieron a rezar por la salvación de sus almas.
Pareció que una voluntad superior deseara protegerlos durante los breves momentos que duró el rezo, pero apenas aquellos seres pronunciaron la palabra "amén", volvió a elevarse en el costado opuesto de la plaza el chivateo de los indios.
Todos se pusieron de pié, Martínez con voz entera se dirigió a sus hombres diciendo: "Soldados, creo que nos llegó nuestra hora". Dispuestos a poner termino a dicha situación se encaminaron hacia la salida pero sin antes detenerse frente a las mujeres, trazando con su mano el signo de la cruz, pidiendo que el Señor intercediera por ellas; luego se dispidió. Atrás quedaban las mujeres despidiendose con voz quebrada de los soldados de Chile.
Los cinco hombres salieron a la plaza formados en una corta hilera y avanzando con pasos firmes. A medida que se acortaba la distancia que los separaba de sus contendores, el Subteniente Martínez les ordenó ajustarse los barboquejos de los quepis y ordenarse las guerreras para morir con buena facha. Pero cuando ya se disponían a emprender la carrera para lanzarse a la carga, en una de las ventanas de la casa de los Balladares asomó medio cuerpo el Coronel Juan Gastó y con sus gritos acalló el chivateo de los indios. Luego exclamó en forma perfectamente audible: "Chilenos, ríndanse! Ríndanse y les perdonamos la vida!".
Los cinco hombres se detuvieron y se miraron entre sí, pero ninguno de ellos aflojó y juntos reanudaron el avance. Luego otras ventanas del pueblo se fueron abriendo desde su interior se escuchaban voces de los mismos habitantes pidiendoles su rendición a cambio de sus vidas.
El joven oficial chileno se detuvo y contestó con voz clara: "Los chilenos no se rínden nunca!". Luego se volvió a sus soldados y les ordenó vigorosamente: "Soldados del Chacabuco, a la carga!".
Los cinco hombres aferraron sus fusiles, nivelaron sus bayonetas a la altura del pecho y se precipitaron a la carrera contra la masa de asaltantes, que los aguardaba con bayonetas, lanzas y sables, dispuestos a exterminarlos. Y en el trascurso de unos pocos segundos sus cuerpos quedaron allí acribillados.
La División del Coronel Del Canto había logrado, por fin, ponerse en marcha desde Huancayo a las diez de la mañana y se dirigía aceleradamente hacia la Concepción. Como batidores de avanzada cabalgaban el Capitán Andrés Layseca , su ordenanza Cardemil, el Capitán Arturo Salcedo y el Subteniente Luis Molina. Estaban por trasmontar el lomo de la cuesta llamada Alto de la Concepción, cuando Cardemil señaló con un brazo hacia adelante y refrenó su caballo. A lo lejos se divisaba una columna de humo al otro lado del cerro.
Los tres oficiales detuvieron sus cabalgaduras unos segundos y se quedaron mirando la delgada humareada que emergía por sobre la cresta del cerro. Pero, de inmediato, todos ellos picaron espuelas y lanzaron sus animales al galope desenfrenado. La misma sospecha había surgido en sus cerebros: era en la Concepción donde se estaba produciendo el incendio. Sin demora alguna le fueron a notificar al Coronel Del Canto lo que habían visto.
Cuando el veteran soldado contempló el espectáculo que ofrecían la plaza de la Concepción y las ruinas del que había sido el cuartel de la 4a compañía del Chacabuco, sintió que una saliva amarga le llenaba la boca. Con las manos crispadas en las bridas de su caballo, parecía la encarnación del horror. La plaza estaba sembrada con los cadáveres de los setenta y siete soldados chilenos. Estos habían sido desnudos y horriblemente mutilados; la misma triste suerte habían corrido las tres mujeres y los dos niños.
Alzando el rostro al cielo, con las mandíbulas apretadas de tal modo que los huesos de las quijadas se le marcaban en blanco en las mejillas, pidió perdón y fuerzas a Dios para exterminar a todas las fieras que se ensañaron asi con sus soldados. Volviendose a los Comandantes que lo observaban, les ordenó a gritos sus deseos. El Comandante Pinto Aguero fue despachado rumbo a las montañas; el Comandante José Miguel Alzérreca al mando de los Carabineros de Yungay tenían la tarea de perseguir hasta el fondo del infierno a los que sacrificaron a los soldados chilenos.
El estruendo de los cascos de los caballos y de la fusilería resonó durante varias horas en los vericuetos de las montañas vecinas, delatando la encarnizada persecución y sólo regresaron a la Concepción cuando la noche se cerró sobre el paisaje serrano.
Al día siguiente en la mañana se procedió a la sepultación de los mártires. Los cadáveres de los sesenta y tres soldados de la 4a. compañía, más los once heridos y enfermos, habían sido recogidos y alineados junto a una zanja abierta detrás del muro posterior de la iglesia. Los restos de los cuatro oficiales estaban envueltos en mortajas en el interior de ella y unos compañeros de grado abrieron una zanja paralela al altar mayor.
El Coronel Del Canto, descubierto, contemplaba la escena con rostro sombrío, cuando se le acercó el cirujano Justo Pastor Merino. Este había recibido una comisión que no le había sido posible cumplir. La de recomponer los cuerpos de los cuatro oficiales. Lo único que había podido hacer fue extraerles los corazones, los que guardó en redomas de vidrio que encontró en la farmacia del pueblo. Confiaba en que los corazones de los héroes, sumergidos en alcohol, podrían conservarse hasta que fuesen llevados a Chile.
En cuatro toscos ataúdes, fabricados por los carpinteros de la sección bagaje, los oficiales fueron descendidos a la tumba común. Ignacio Carrera Pinto llevaba cosidas en su guerrera los galones correspondientes al grado de capitán, que le había sido otorgado hacía más de un mes, pero cuyo despacho él no alcanzó a conocer. Y sobre su pecho se extendió el jirón que restaba de la bandera quemada del cuartel, de la cual se conservaba la estrella, blanca estrella en la que el Coronel Del Canto y su Ayudante Galvarino Irarrázaval estamparon sus firmas y escribieron la fecha 10 de julio de 1882, como testimonio. Luego, entre los responsos por los difuntos y las salvas de honores, fueron cubiertos de tierra.
Mientras una corneta lanzaba al aire el toque de "silencio", el Comandante Marcial Pinto Aguero se acercó al Coronel Del Canto y se inmovilizó a su lado hasta que cesó de oírse la corneta. Luego de pedir permiso a su coronel, se volvió con viveza hacia cuatro grupos de soldados apostados en las esquinas del viejo templo y les hizo una señal con su sable. Estos baldearon los muros y luego el pórtico del templo con parafina y, sin vacilaciones, le prendieron fuego. De esta manera, las cenizas cubrirán las tumbas, evitando cualquier profanación por parte de los indios. El viejo templo comenzó a arder como una inmensa pira funeraria.
A una orden del Comandante Alzérreca, todos los componentes de la División expedicionaría presentaron armas en homenaje de honor a los caídos. Al reanudar nuevamente la marcha, los soldados desfilaban en sobrío silencio y, al pasar frente a la iglesia en llamas, volvían los rostros hacia las tumbas de sus compañeros, como dándoles un postrer adiós. Los tambores, en sordina, comenzaban a marcar el compás de marcha, y la división, formada en perfecto orden, iba abandonando el trágico pueblo del sacrificio.
Los heridos fueron arrastrados hasta el pórtico de entrada y aquellos hombres que aún tenían municiones se aprestaron a salir detrás de su teniente.
El grupo, ya de no más de veinte hombres, disparó sus fusiles y cargó a la bayoneta con desesperada locura. Luchaban como posesos, cortando, pinchando, usando los fusiles como mazas. La apariencia de los soldados en aquel escenario infernal, enrojecido por las llamas y sus gritos roncos, llenaron de pavor a los indios, que volvieron a retroceder.
Carrera Pinto se sintió invadido por una alegría salvaje y decidió perseguirlos hasta el costado opuesto de la plaza, para causarles la mayor mortandad.
Siguendo las órdenes de su teniente, los subtenientes Pérez Canto y Montt se abrieron hacia la derecha a fin de poder apoderarse de la casa vecina y justo cuando Carrera Pinto se aprestaba a agregar algo más, un disparo le cortó la voz en la garganta. Durante un segundo alzo los brazos al cielo, como si fuera a elevarse y luego cayó sobre el polvo hecho un ovillo. Julio Montt corrió a su lado con el propósito de ayudarlo, pero no había nada que se pudiera hacer: estaba muerto.
Por lo demás, no les quedaba tiempo para preocuparse del cuerpo caído. Los infantes del Coronel Gastó habían entrado en acción y se introducían a la plaza disparando nutridamente. La única esperanza de salvación que les quedaba a los sobrevivientes estaba en el pórtico de piedra del cuartel, y a su amparo se acogieron con toda rapidez.
Se distribuían en el pequeño espacio, parapetando a las mujeres tras las jambas del pórtico, cuando el techo crujió estrepitosamente y concluyó por hundirse, con pavoroso estruendo y un chisperío infernal.
El Coronel Gastó había hecho acudir a su presencia a Ambrosio Salazar y lo recriminaba con rudeza por el incendio provocado por sus indios. Además, estaba exasperado por las diez horas que duraba ya el combate. Por fin, aceptó dar termino inmediato al combate y le dió permiso a Ambrosio Salazar a lanzar a sus indios contra los escasos soldados chilenos.
Los soldados de Chacabuco que aún sobrevivían estaban agrupados tras el marco de piedra del portón. Detrás de ellos continuaba el incendio, pero muchas de las vigas del techo no se habían quebrado y, caídas de un extremo, formaban pasillos entre las llamas. Pero el calor era insoportable.
Pérez Canto se alzó un poco del lugar en que estaba acuclillado y preguntó a Martínez cuántos quedaban. Este no le respondió, eso ya no tenía importancia. Restarían diez o doce, no más.
En aquel momento Carmen Quinteros surgió agachada, por uno de los pasillos que formaban las vigas a medio caer y se acercó al Subteniente con aire perplejo. Le advirtió que alguien estaba golpeando contra la muralla del costado.
El Subteniente terminó de enderezarse, e iba a penetrar entre las ruinas, cuando atrajo su atención el paso de numerosas sombras por entre los horcones del portal. Temiendo que se avecinara un nuevo ataque por el frente, ordenó a Martínez que tomara tres hombres y, acompañados por el Sargento Rosas, se metiera entre las ruinas para averiguar en qué sitio estaban golpeando la pared. Luego, distribuyó a tres hombres tras el marco del pórtico, con la misión de defender a las mujeres, y él salió con los restantes a la vereda para rechazar a los atacantes. En efecto, éstos se habían distribuido en las sombras del prtal y abrieron fuego sorpresivamente.
Pérez Canto avanzó con los suyos, les ordenó efectuar una descarga y luego cargaron a la bayoneta. Fue inconcebible la forma como aquel puñado de hombres logró contener y rechazar a la masa de atacantes. Pero cuando regresaron al refugio del portón, eran ya muy pocos. Pérez Canto rehusó contarlos, aunque imaginó que todos los sobrevivientes, incluyendo a los que habían ido al interior del cuartel, serían unos ocho. Cuando retornó el Subteniente Martínez, este llegó repitiendo de que los indios no habían logrado entrar, su grupo había descubierto un forado pero lo taparon con los cuerpos de los indios que intentaron penetrar por él y también con los cadáveres de sus compañeros. Lamentablemente ese hecho costó la vida de dos de sus soldados y la del Sargento Rosas quien murió aplastado por unas vigas ardientes.
Comenzaba el amanecer del 10 de julio de 1882. Quince horas hacia que los soldados chilenos mantenían una resistencia suicida. Fieles al Artículo 21 de la Ordenanza General del Ejército, que impone: "El militar que tuviere orden de conservar su puesto, lo hará", habían ido sacrificandose jefes y soldados. En la plaza, arada por las balas y regada de sangre, se veía el cadáver del Teniente Carrera Pinto y de sesenta y siete soldados, y junto al pórtico del cuartel, el del Subteniente Montt. Sólo quedaban vivos Arturo Pérez Canto, Luis Cruz Martínez y seis soldados que, parapetados tras el marco de piedra del pórtico, cubrían con sus cuerpos a tres mujeres y dos niños, uno de ellos una guagua.
Alrededor de las cinco de la mañana, atendiendo al ruego de Giovanna Muzzio, el Coronel Juan Gastó ordenó suspender el fuego y se produjo entonces un silencio de muerte, roto sólo por las voces destempladas de los indios embriagados en los barrios vecinos. Tan profundo era el silencio que, en cierto momento, el Coronel Gastó pensó que todos los chilenos estaban muertos y ordenó a uno de sus ayudantes que practicara una investigación, tan pronto la luz de la aurora le permitiera ver.
Pérez Canto preguntó de improviso el número de municiones que aún quedaban, todos se miraron respondiendo negativamente, todos habían agotado sus municiones a excepción de un soldado quien sólo poseía una sola bala. Luego se preocupó de ver en qué estado se encontraban las mujeres, el niño y el recién nacido. Estaban todos vivos, pero se hallaban atontados por el tremendo drama que habían vivido.
De súbito, la cantinera, que estaba de bruces en el suelo, alzó un tanto la cabeza y se quedó mirando hacia afuera. Luego, tocó con una mano al Subteniente Pérez Canto señalandole en la dirección correcta. Era el comisionado a quien el Coronel Gastó encomendara acercarse al cuartel para averiguar si en él quedaban sobrevivientes. Se aproximaba con toda cautela, atenta la mirada y listo para escabullir el cuerpo, en caso de que se presentara un defensor. Pero todos éstos estaban inmóviles, fundidos al suelo y a las piedras del portón.
Mirando a su soldado, Pérez Canto hizo referencia a la bondad del destino al permitirle conservar una bala. El soldado poseedor de aquel único proyectil comprendió al instante.
Moviéndose con infinitas precauciones, fue alzando poco a poco el cañón de su fusil hasta ponerlo a nivel de sus ojos y asomado por un hueco que dejaban las piedras. Así se mantuvo apuntando durante unos segundos, que a los demás les parecieron interminables. Pero el hombre quería estar cierto de no errar el tiro. Sabía que en cuanto sonara el disparo, todos los atacantes se precipitarían a la plaza y cargarían contra ellos. Por fin, lo tuvo en la mira de su fusil y fue oprimiendo el gatillo milímetro a milímetro. Cuando sonó la detonación, parecía que el mundo entero había reventado.
El oficial peruano, que avanzaba agazapado, se irguió de un golpe, saltó en el aire, describiendo una parábola y cayó aplastado contra el suelo. Aquello bastó para que se desencadenara de inmediato el más furibundo ataque, en el que avanzaron mezclados montoneros, soldados e indios. Todos ellos corrían hacia el pórtico desde los diversos costados de la plaza.
Pérez Canto hizo ovillarse a las mujeres detrás de los pilares del pórtico y ordenó a sus hombres esperar hasta que los atacantes estuvieran a unas veinte varas de distancia. Cuando esto ocurrió, saltó afuera gritando: "A la carga, valientes del Chacabuco!".
Era un compacto y revolucionario muro de hombres el que enfrentaba al cuartel cuando salieron los chacabucanos e hincaron sus bayonetas en los cuerpos más próximos. El Subteniente Martínez sintió que su fusil se quebraba, incrustado entre las costillas de un soldado peruano, retrocedió unos pasos para buscar otra arma y en esos segundos alcanzó a captar una visión del horrible espectáculo que se estaba desarrollando frente a él. Los soldados que iban adelante con Pérez Canto habían sido envueltos por una enjambre de enemigos y apenas se divisaban sus brazos subiendo y bajando. Pero al fin, los enfurecidos atacantes se cerraron sobre ellos, aplastándolos.
Luis Cruz Martínez recogió un fusil caído y se percató entonces de que al lado suyo luchaban cuatro soldados y los llamó con un grito. Unidos codo a codo cargaron salvajemente y, machacando cráneos, tajando espaldas, hicieron retroceder a los asaltantes que , engañados por la confusión, se alejaron del lugar de la lucha. Luego, ordenó retirarse rumbo al cuartel lentamente para no darles la impresión a sus atacantes de que tenían miedo.
Retrocedieron lentamente, sin dar las espaldas, obsevados por los ojos atónitos de todos los vecinos asomados a las ventanas. Cuando llegaron junto a las mujeres, Carmen Quinteros se los quedó mirando con pupilas ansiosas y expectantes. Entonces el Subteniente de dieciseis años se quitó la gorra e hincó una rodilla en tierra, y fue imitado por los cuatro soldados. Junto a las mujeres a los demás soldados se pusieron a rezar por la salvación de sus almas.
Pareció que una voluntad superior deseara protegerlos durante los breves momentos que duró el rezo, pero apenas aquellos seres pronunciaron la palabra "amén", volvió a elevarse en el costado opuesto de la plaza el chivateo de los indios.
Todos se pusieron de pié, Martínez con voz entera se dirigió a sus hombres diciendo: "Soldados, creo que nos llegó nuestra hora". Dispuestos a poner termino a dicha situación se encaminaron hacia la salida pero sin antes detenerse frente a las mujeres, trazando con su mano el signo de la cruz, pidiendo que el Señor intercediera por ellas; luego se dispidió. Atrás quedaban las mujeres despidiendose con voz quebrada de los soldados de Chile.
Los cinco hombres salieron a la plaza formados en una corta hilera y avanzando con pasos firmes. A medida que se acortaba la distancia que los separaba de sus contendores, el Subteniente Martínez les ordenó ajustarse los barboquejos de los quepis y ordenarse las guerreras para morir con buena facha. Pero cuando ya se disponían a emprender la carrera para lanzarse a la carga, en una de las ventanas de la casa de los Balladares asomó medio cuerpo el Coronel Juan Gastó y con sus gritos acalló el chivateo de los indios. Luego exclamó en forma perfectamente audible: "Chilenos, ríndanse! Ríndanse y les perdonamos la vida!".
Los cinco hombres se detuvieron y se miraron entre sí, pero ninguno de ellos aflojó y juntos reanudaron el avance. Luego otras ventanas del pueblo se fueron abriendo desde su interior se escuchaban voces de los mismos habitantes pidiendoles su rendición a cambio de sus vidas.
El joven oficial chileno se detuvo y contestó con voz clara: "Los chilenos no se rínden nunca!". Luego se volvió a sus soldados y les ordenó vigorosamente: "Soldados del Chacabuco, a la carga!".
Los cinco hombres aferraron sus fusiles, nivelaron sus bayonetas a la altura del pecho y se precipitaron a la carrera contra la masa de asaltantes, que los aguardaba con bayonetas, lanzas y sables, dispuestos a exterminarlos. Y en el trascurso de unos pocos segundos sus cuerpos quedaron allí acribillados.
La División del Coronel Del Canto había logrado, por fin, ponerse en marcha desde Huancayo a las diez de la mañana y se dirigía aceleradamente hacia la Concepción. Como batidores de avanzada cabalgaban el Capitán Andrés Layseca , su ordenanza Cardemil, el Capitán Arturo Salcedo y el Subteniente Luis Molina. Estaban por trasmontar el lomo de la cuesta llamada Alto de la Concepción, cuando Cardemil señaló con un brazo hacia adelante y refrenó su caballo. A lo lejos se divisaba una columna de humo al otro lado del cerro.
Los tres oficiales detuvieron sus cabalgaduras unos segundos y se quedaron mirando la delgada humareada que emergía por sobre la cresta del cerro. Pero, de inmediato, todos ellos picaron espuelas y lanzaron sus animales al galope desenfrenado. La misma sospecha había surgido en sus cerebros: era en la Concepción donde se estaba produciendo el incendio. Sin demora alguna le fueron a notificar al Coronel Del Canto lo que habían visto.
Cuando el veteran soldado contempló el espectáculo que ofrecían la plaza de la Concepción y las ruinas del que había sido el cuartel de la 4a compañía del Chacabuco, sintió que una saliva amarga le llenaba la boca. Con las manos crispadas en las bridas de su caballo, parecía la encarnación del horror. La plaza estaba sembrada con los cadáveres de los setenta y siete soldados chilenos. Estos habían sido desnudos y horriblemente mutilados; la misma triste suerte habían corrido las tres mujeres y los dos niños.
Alzando el rostro al cielo, con las mandíbulas apretadas de tal modo que los huesos de las quijadas se le marcaban en blanco en las mejillas, pidió perdón y fuerzas a Dios para exterminar a todas las fieras que se ensañaron asi con sus soldados. Volviendose a los Comandantes que lo observaban, les ordenó a gritos sus deseos. El Comandante Pinto Aguero fue despachado rumbo a las montañas; el Comandante José Miguel Alzérreca al mando de los Carabineros de Yungay tenían la tarea de perseguir hasta el fondo del infierno a los que sacrificaron a los soldados chilenos.
El estruendo de los cascos de los caballos y de la fusilería resonó durante varias horas en los vericuetos de las montañas vecinas, delatando la encarnizada persecución y sólo regresaron a la Concepción cuando la noche se cerró sobre el paisaje serrano.
Al día siguiente en la mañana se procedió a la sepultación de los mártires. Los cadáveres de los sesenta y tres soldados de la 4a. compañía, más los once heridos y enfermos, habían sido recogidos y alineados junto a una zanja abierta detrás del muro posterior de la iglesia. Los restos de los cuatro oficiales estaban envueltos en mortajas en el interior de ella y unos compañeros de grado abrieron una zanja paralela al altar mayor.
El Coronel Del Canto, descubierto, contemplaba la escena con rostro sombrío, cuando se le acercó el cirujano Justo Pastor Merino. Este había recibido una comisión que no le había sido posible cumplir. La de recomponer los cuerpos de los cuatro oficiales. Lo único que había podido hacer fue extraerles los corazones, los que guardó en redomas de vidrio que encontró en la farmacia del pueblo. Confiaba en que los corazones de los héroes, sumergidos en alcohol, podrían conservarse hasta que fuesen llevados a Chile.
En cuatro toscos ataúdes, fabricados por los carpinteros de la sección bagaje, los oficiales fueron descendidos a la tumba común. Ignacio Carrera Pinto llevaba cosidas en su guerrera los galones correspondientes al grado de capitán, que le había sido otorgado hacía más de un mes, pero cuyo despacho él no alcanzó a conocer. Y sobre su pecho se extendió el jirón que restaba de la bandera quemada del cuartel, de la cual se conservaba la estrella, blanca estrella en la que el Coronel Del Canto y su Ayudante Galvarino Irarrázaval estamparon sus firmas y escribieron la fecha 10 de julio de 1882, como testimonio. Luego, entre los responsos por los difuntos y las salvas de honores, fueron cubiertos de tierra.
Mientras una corneta lanzaba al aire el toque de "silencio", el Comandante Marcial Pinto Aguero se acercó al Coronel Del Canto y se inmovilizó a su lado hasta que cesó de oírse la corneta. Luego de pedir permiso a su coronel, se volvió con viveza hacia cuatro grupos de soldados apostados en las esquinas del viejo templo y les hizo una señal con su sable. Estos baldearon los muros y luego el pórtico del templo con parafina y, sin vacilaciones, le prendieron fuego. De esta manera, las cenizas cubrirán las tumbas, evitando cualquier profanación por parte de los indios. El viejo templo comenzó a arder como una inmensa pira funeraria.
A una orden del Comandante Alzérreca, todos los componentes de la División expedicionaría presentaron armas en homenaje de honor a los caídos. Al reanudar nuevamente la marcha, los soldados desfilaban en sobrío silencio y, al pasar frente a la iglesia en llamas, volvían los rostros hacia las tumbas de sus compañeros, como dándoles un postrer adiós. Los tambores, en sordina, comenzaban a marcar el compás de marcha, y la división, formada en perfecto orden, iba abandonando el trágico pueblo del sacrificio.