Combate de La Concepción Pt1.

Les dejo el relato del Combate de La Concepción en que los 77 del Chacabuco se enfrentaron a fuerzas de 2000 peruanas en la sierra peruana el 10 de Julio 1882.
Este día hoy es el día del Juramento a la Bandera en honor a este puñado de valientes.

En ese segundo exacto resonó a lo lejos el estruendoso estampido de un cañón. Al dirigirse a la ventana, Carrera Pinto pudo comprobar de que los cerros de los contornos se veían cubiertos de soldados y montoneros, sin mayor demora se encaminó al cuartel.

Al salir a la plaza, pudo formarse una idea de lo que estaba ocurriendo. Sus soldados abandonaban apresuradamente el cuartel y se iban formando ante su pórtico. Sobre el techo un Corneta tocaba la alarma, y en el semicírculo de cerros que envolvía al pueblo se acrecentaba la masa de soldados y montoneros. En el centro de ellos se distinguía un cuadrilátero aislado, en el cual se alineaba un grupo de infantes con uniformes blancos y de jinetes que enarbolaban en sus lanzas banderolas con los colores del Perú.

Carrera Pinto llegó corriendo hasta la formación de sus hombres, a los que encabezaban los Subtenientes Martínez y Pérez Canto, y se dispuso a organizar la defensa. El plan de combate era resistir el ataque dentro del espacio de la plaza, protegiendo las cuatro calles que conducían al cuadrilátero hasta la llegada de la División del Coronel Del Canto. Dió la orden para que los enfermos que pudieran tomar arma se incorporasen a las filas pero antes de que el Subteniente Martínez pudiera llevar a cabo la orden, vió que éstos iban saliendo uno tras otro de la enfermería y, a medio vestir, rengueando o arrastrando sus armas, se iban colocando a la cola de la formación. Sólo faltaba el Subteniente Montt quien continuaba sin poder levantarse pero a los pocos minutos, se vió salir de la enfermería a la débil figura del Subteniente quien sólo venía con el pantalón del uniforme y un capote, que había recogido al pasar. Caminaba apoyandose en un palo, a modo de báculo y se tambaleaba notoriamente. No obstante, al observar la formación, lanzó lejos aquel bastón y trató de correr para ir a integrarse a ella, gritando que no le fueran a quitar el lugar que le correspondía pues todavía podía disparar un fusil. Carrera Pinto lo vió llegar y se sintió conmovido y orgulloso.

El Teniente ya había discurrido la forma de resistir el ataque de los indios y de los montoneros. Rápidamente, ordenó que la tropa se dividiera en tres grupos de veinte, los cuales ocuparon las siguentes posiciones: en la esquina del norte, Pérez Canto con el primer grupo; en la del noroeste, Martínez con otros veinte soldados; en la del sudeste, Montt con otros tantos; y él mismo, al frente de los dieciséis restantes, se dirigió a ocupar la esquina del sudoeste. Se trataría de impedir la entrada del enemigo a la plaza, pero en caso de no poder resistir el choque, se replegarían ordenadamente sobre el cuartel. Sin más demora agregó con el máximo brío: "A sus puestos, carrera mar! Viva Chile!"

Sus setenta y seis subalternos, lanzados a todo escape hacia las posiciones indicadas, le respondieron con un vigoroso "Viva!!"

En forma inesperada se produjo un silencio absoluto en las masas atacantes, cuando ya los montoneros y los indios asomaban por el nacimiento de las calles.

Carrera Pinto alzó los ojos hacia el cerro El León y descubrió allí la causa de la sorpresiva detención del avance enemigo. Un parlamentario, protegido por una gran bandera blanca, bajaba al paso lento de su caballo y, tomando la calle del costado oriente de la iglesia, no tardó en entrar en la plaza. Las miras de los fusiles chilenos lo seguían en su tránsito hacia donde estaba el Teniente. El parlamentario llegó junto a él y desmontó con parsimonia. Luego lo saludo con una leve reverencia y luego de asegurarse de que estaba frente al Comandante de la guarnición le hizo entrega de una nota que traía en la mano.

El jefe chileno abrió el pequeño pliego y lo leyó con calma. Este expresaba:

"Ejército del Centro. Comandancia General de la División Vanguardia. La Concepción, julio 9 de 1882. Al Jefe de la Guarnición Chilena de la Concepción. Presente.
Contando, como usted ve, con fuerzas muy superiores en número a las que usted tiene bajo su mando y deseando evitar una lucha a todas luces imposible, intimo a usted rendición incondicional de sus fuerzas, previniéndole que, en caso contrario, ellas serán tratadas con todo el rigor de la guerra. Dios guarde a usted."

JUAN GASTO.

Luego que concluyó de leer, Carrera Pinto buscó en los bolsillos de su guerrera y, no hallando lo que necesitaba, se volvió a Pérez Canto para pedirle un lápiz y papel, pero este último tampoco encontró lo que el Teniente necesitaba. En consecuencia, Carrera Pinto decidió ocupar la parte inferior de la misma hoja que había recibido del parlamentario y en ella escribió con letra firme:

"En la capital de Chile y en uno de sus principales paseos públicos, existe inmortalizada en bronce la estatua de prócer de nuestra Independencia, General don José Miguel Carrera, cuya misma sangre corré por mis venas; por cuya razón comprenderá usted que ni como chileno ni como descendiente de aquél, deben intimidarme ni el número de sus tropas ni las amenazas del rigor. Dios guarde a usted."

IGNACIO CARRERA PINTO.

Cuando el parlamentario hubo leído la respuesta del jefe chileno, se quedó mirándolo con asombro y creyó su deber decirle al Teniente Carrera Pinto, que dicha determinación importaba el exterminio de sus hombres. Sin titubear, Carrera Pinto, con expresión serena, se mantuvo en su resolución. Luego le dió al parlamentario cinco minutos para abandonar el pueblo y ponerse fuera del área de peligro.

Tan pronto el parlamentario hubo salido de la plaza, el Teniente se volvió hacia sus hombres y les comunicó con voz clara:

"Soldados, han venido a ofrecerme las vidas de todos nosotros a cambio de una rendición incondicional! He rechazado la oferta!"

Un ruidoso clamoreo aprobatorio brotó de los cuatro grupos de soldados emplazados en las esquinas. Entonces Carrera Pinto avanzó unos pasos hacia el centro de la plaza, desenvainó su sable y lo alzó hacia el cielo, advirtiendo a sus soldados que estuvieran atentos a su señal para disparar la primera descarga.

Los montoneros e indios asomados a las calles del pueblo esperaban febriles, pendientes de lo que ocurría en el cerro El León. La orden de atacar les vino apenas el parlamentario llegó al sitio donde estaba el Coronel Gastó. Fue un toque largo y ululante de una caracola. De inmediato, surgió de la masa de atacantes un chivateo ensordecedor y los centenares de hombres que la componían se abalanzaron a todo correr por las calles, convergiendo hacia la plaza.

Los cuatro pelotones de soldados aguardaron con los ojos puestos en las miras de sus fusiles, atisbando a su jefe a hurtadillas, en espera de su señal. Este se mantuvo rígido hasta que vio a los enemigos a la distancia requerida, luego bajó su sable al mismo tiempo que daba la orden de disparar.

Los fusiles de repetición de los chacabucanos vomitaron plomo sobre los atacantes durante varios minutos, hasta que la masa que avanzaba se disgregó. Se vio entonces a los hombres de vanguardia chocar con los que venían más atrás y, en medio del mayor desconcierto, huir hacia el exterior del caserío. Los soldados los regaron con balas todavía un tiempo más, hasta que Carrera Pinto dió la orden de cesar el fuego.

Los habían detenido en aquella primera ocasión, y los soldados celebraron el hecho con voces entusiastas. Pero todos comprendían que ésa no había sido más que la escaramuza inicial y que pronto vendría un nuevo asalto.

En efecto, el Coronel Gastó, que observaba la contienda desde lo alto, ordenó casi de inmediato el avance de sus soldados regulares.

Previendo que la fracción que avanzaba intentaría introducirse al cuartel saltando la tapia trasera, Carrera Pinto ordenó al Sargento Clodomiro Rosas que sacara dos hombres de los dieciséis que él mismo comandaba y se estableciera con ellos en el patio de la casa parroquial.

Aquella disposición apenas alcanzó a ser cumplida, cuando se reanudó la gritería de los indios y montoneros, pero esta vez alternada con un disparejo fuego de fusilería, que surgía de todas partes. Ahora los pobladores disparaban contra los soldados chilenos a través de las ventanas de sus casas, al mismo tiempo que numerosos montoneros lo hacían desde lo alto de los techos.

Carrera Pinto comprendió que era imposible contrarestar aquella forma de ataque; los estaban escopeteando como conejos encerrados. Era necesario replegarse al interior del cuartel y asi fue la orden que dió a sus soldados.

Una vez adentro, los distribuyó en grupos de a diez en cada ventana, cinco arrodillados y cinco de pie. Los demás se apostaron en el portón y en el patio. Luego se acercó a la soldadera Quinteros para ordenarle a que encerrase a las otras dos mujeres y al niño en la cocina y luego retornase para que fuera recargando los fusiles a medida que se fueran vaciando.

Repentinamente hubo un nuevo silencio, los enemigos habían dejado de disparar y habían hecho abandono de la plaza. Carrera Pinto tuvo que pensar que se estaban reorganizando en las calles atravesadas o que proyectaban algún nuevo método de ataque.

La cuenta por el lado chileno era de unos seis o siete muertos y muchos heridos. Esto lo llevó a tomar una dificil decisión. Solicitó a tres voluntarios para una arriesgada misión, deberían atravesar las líneas enemigas y llevar aviso de la situación que estaban viviendo al Coronel Del Canto. Varios se ofrecieron pero sólo serían tres los seleccionados, entre ellos eran: el Sargento Manuel Jesús Silva y los Soldados Olguín y Otárola.

Pérez Canto y Carrera Pinto encabezarían el grupo de veinte hombres, los cuales abrirían paso a los tres hombres selecionados. Antes de salir del cuartel, el Teniente se dirigió al Subteniente Montt para decirle que en caso de que él ni Pérez Canto regresaran, debería tomar el mando y defender el cuartel hasta el último. El jefe chileno abrió el portón, tirando bruscamente del pasador y saltó hacia afuera con todos sus hombres detrás.

Los Subtenientes Montt y Martínez se quedaron mirándolos a través de la abertura del portón, que habían entrecerrado de nuevo, y los vieron correr frenéticamente hacia la esquina del sudoeste. Pero, de súbito, la plaza pareció reventar como una granada. Los techos de las casas y del portal que ocupaban tres de sus costados se coronaron de fogonazos y los hombres de Carrera Pinto comenzaron a caer al suelo, retorciéndose por obra de los proyectiles.

Siguiendo la orden del Subteniente Montt, todos los soldados que miraban desde el cuartel el ataque contra sus compañeros, comenzaron a disparar sin cesar hacia los techos, tratando de esta manera de cubrir la retirada de su teniente y de los demás soldados chilenos.

A pesar de las circunstancias, Carrera Pinto había conseguido llegar con sus hombres hasta la esquina de la plaza donde nacía el camino a Huancayo y luchaba ferozmente para abrir paso, por entre la masa de enemigos allí reunidos, a los tres mensajeros. Finalmente, logró su objetivo y el Sargento y los dos soldados pasaron la primera muralla humana. Pero la situación en que quedaban sus compañeros era insostenible y el Teniente ordenó el repliegue sobre el cuartel, protegido por las balas rasantes que brotaban de éste.

Julio Montt había abierto el portón para facilitarles el reingreso y estaba esperándolos, cuando vio que, a unas veinte varas de distancia, Carrera Pinto caía al suelo. Salió entonces a la plaza con el Cabo Villarroel y, tomándolo de las axilas, lo llevaron en vilo al amparo del cuartel. Una bala le había perforado el hombro izquierdo, pero el Teniente, a pesar de su dolor, insistía en que no se ocuparan de él, sino de la defensa. Fue la soldadera Quinteros la que se encargó de examinarle la herida. Rasgándole la guerrera, le dejó el hombro al descubierto. Era una fea herida la que vieron sus ojos, pero sacó fuerzas de flaqueza y, desgarrando la camisa del oficial, improvisó un tosco vendaje.

En aquel instante, junto al portón se oyó una exclamación horrorizada del Subteniente Montt. Carrera Pinto intentó incorporarse, pero la cantinera se lo impidió y sólo pudo volver su rostro interrogante hacia el espantado Subteniente quien le informó que los indios habían arrojado a tres hombres desnudos y decapitados en medio de la plaza. Se trataba de los mensajeros. Pronto lo comprobaron al ver que tres de los indios danzaban haciendo cabriolas y llevando ensartadas en las puntas de sus lanzas las cabezas del Sargento y los dos Soldados. Sin titubeo Carrera Pinto ordenó tumbar a todos los salvajes hasta que no quedase ninguno vivo.

Los fusiles de todos los sobrevivientes volvieron a escupir metralla sobre los indios que estaban en el centro de la plaza, exterminando a la mayor parte de ellos. El Coronel Juan Gastó, que se había instalado en el piso alto de la casa de los Balladares y observaba la escena, consideró insensata la forma de actuar de sus aliados indios y montoneros, ordenó al corneta a dar el cese de fuego.

Una quietud extraña se posesionó del lugar y los defensores del cuartel, sorprendidos al principio, aprovecharon después para atender a sus heridos y descanzar. La plaza estaba nuevamente vacía. Con la ayuda de Pérez Canto, el Teniente Carrera Pinto se proponía ir a examinar a los heridos, cuando a través del muro de la cocina le llegó un penetrante grito de mujer, seguido por angustiosos gemidos. En el primer instante no supo interpretar aquellas voces, pero al ver aparecer a la cantinera en la puerta de lo cocina, comprendió de golpe lo que estaba ocurriendo, la mujer del Cabo Ortiz estaba con los dolores de parto.

Afuera, en una de las calles que apuntaban a la plaza, vagaba como una sombra Ambrosio Salazar, el sanguinario hacendado que mandaba a los indios de Comas. Su rostro tenía una expresión pérfida cuando clavaba su mirada en la silueta del cuartel chileno. Acababa de tener una violenta discusión con el Coronel Gastó, que insistía en negarle la autorización para que hiciera bajar de la montaña al grueso de sus indios. Y él tenía la certeza de que si no aplastaban pronto a los enemigos, éstos podían ser socorridos al día siguiente. Por otra parte, había advertido que los montoneros comenzaban a dejarse llevar por temores supersticiosos, pues los oyó comentar que los chilenos estaban protegidos por un dios muy poderoso. Además, habían saqueado varias cantinas y estaban embriagándose frenéticamente.

Resolvió entonces actuar por iniciativa propia, sin consultar al Coronel Gastó. Se daba cuenta de que la obscuridad hacía posible acercarse al cuartel enemigo por todos lados. Este estaba ubicado entre la iglesia y su propia residencia; el templo poseía dos torres altas y su casa era de dos pisos. No olvidaba tampoco que en la casona de los Balladares había divisado numerosos tambores con parafina. Todos esos elementos le sugerían el medio más rápido para aplastar de una vez por todas a los chilenos.

En tanto, en el interior del cuartel el drama de la mujer que estaba dando a luz no concluía y sus alaridos de dolor afectaban más a los soldados que los disparos provenientes de afuera. En aquel instante mismo la parturienta profirió un grito más fuerte que los anteriores y luego guardó silencio. Un par de minutos más tarde, se abrió la puerta de la cocina y asomó su rostro la cantinera, para preguntar si había por allí un balde de agua. Al ser consultada por el estado de la mujer, ella respondió que todo había salido bien pues acababa de tener un niño, luego volvió a cerrar la puerta.

Los soldados suspiraron sonoramente, como si todos ellos hubieran participado en aquel trance y gozaran ahora de alivio. Estaban comentando en voz baja el acontecimiento, cuando uno de ellos se llevó la diestra a la frente para secarse una gota que le había caído desde el techo. Nadie pareció hacer caso de su extraña reflexión; sabían que la noche estaba perfectamente despejada. Pero de pronto oyeron un ruido que los hizo pensar en que estaban baldeando el techo de la casa, y fueron entonces varios de ellos los que recibieron gotas sobre sus cuerpos.

Carrera Pinto les ordenó guardar silencio y todos se quedaron escuchando. Entonces si oyeron claramente cómo caían grandes masas líquidas sobre la techumbre. De inmediato le ordenó al Sargento Rosas que saliera al patio para averiguar lo que ocurría, aunque estaba poseído por una pavorosa sospecha. Tan pronto salió el Suboficial, Carrera Pinto se dedicó a caminar lentamente, con la esperanza de atrapar alguna de aquellas enigmáticas gotas. Pronto descubrió un chorrillo que se escurría desde el techo y puso la mano bajo él. Al olérsela, se dió cuenta de que sus temores no estaban errados, los serranos estaban bañando el cuartel con parafina para incendiarlo.

Un coro de roncas maldiciones acogió sus palabras y todos los hombres que aún podían hacerlo se pusieron de pie, dispuestos a abandonar el edificio. Pero su jefe los contuvo y ordenó a la mitad de los hombres a salir al patio a fusilar a los enemigos que debían de estar en las torres de la iglesia o sobre el techo de la casa del otro costado, antes de que pudieran lanzar fuego sobre la parafina.

Unos diez soldados salieron a la carrera a cumplir la orden; cuando el Jefe de la compañía se disponía a imitarlos, fue retenido por un griterio que provenía de la plaza y, pese a los dolores de su herida, se asomó a una ventana. Lo que vio le causó espanto. Una poblada india avanzaba a todo correr, portando centenares de antorchas, era obvio sus intenciones, los iban a quemar vivos. Rápidamente ordenó a sus soldados abrir fuego contra ellos para impedir que se acercasen al cuartel.

Los soldados que restaban saltaron hacia las ventanas y comenzaron a disparar. Allí agotaron la mayor parte de las municiones que les quedaban, pero lograron contener a los indios de la plaza. Sin embargo, de súbito se elevó un fulgor de llamas por un costado de la casa y éste tiñó de rojo la parte frontera. El Sargento Rosas quien se encontraba disparando contra los indios que estaban en la torre había logrado dar muerte a la mayoría de los atacantes, lamentablemente uno de los muertos cayó sobre el techo del cuartel con una antorcha en la mano. El techo entero estaba ardiendo.
 
Combate de La Concepción Version Peruana (Pt1)

Aqui les dejo una version peruana del combate.

Uno de los regimientos que integraba la división chilena del centro era el Chacabuco, Sexto de Línea, dirigido por el comandante Marcial Pinto Aguero. El Chacabuco estaba integrado por seis compañías y había tenido una participación decisiva en las batallas de San Juan y Miraflores, particularmente en la difícil toma del morro Solar. Hasta cierto punto, el Chacabuco podía considerarse un regimiento de elite. El inicio de la campaña terrestre, desde Pisagua, había sido llevado a cabo por soldados voluntarios pertenecientes a la clase proletaria obrera chilena, conducidos por oficiales profesionales, en buen porcentaje miembros de la burguesía. Sin embargo, no se observaban muchos voluntarios provenientes de las clases acomodadas, situación que motivaba cierto malestar en un sector del pueblo que consideraba estar cargando sobre sus espaldas el mayor peso del conflicto. Esta situación impulsó a varios jóvenes patriotas miembros de las clases medias y altas a enrolarse en el ejército con objeto de mostrar con el ejemplo que la guerra era para todos los chilenos. El caso más notorio fue el de don Ignacio Carrera Pinto, sobrino del ex presidente de aquel país, Aníbal Pinto.

Ignacio Carrera nació en 1848 y era descendiente directo del prócer de la independencia chilena José Miguel Carrera. Pocos meses después de declarada la guerra con el Perú, cuando contaba con 31 años de edad, se enroló voluntariamente en el ejército y recibió el grado de sargento del Regimiento Cívico Movilizado No 7 de Infantería Esmeralda, conocido como el Séptimo de Línea. A fines de setiembre de 1879 desembarcó con su regimiento en el territorio ocupado de Antofagasta, de donde pasó a Carmen Alto. Luego de la captura del puerto peruano de Pisagua se trasladó al teatro de operaciones de Tarapacá e integró la fuerza que ocupó el puerto de Iquique. Cuando se inició la campaña de Tacna, su regimiento pasó a integrar la primera división del ejército expedicionario. El sargento Carrera tuvo una destacada actuación en la batalla del Alto de la Alianza, donde no obstante ser herido en combate, condujo a sus hombres con gran coraje, hecho que le valió ser ascendido a Subteniente. Concluida la campaña del sur, el flamante oficial fue destacado al regimiento Chacabuco, Sexto de Línea, con el cual luchó valientemente en las batallas de San Juan y Miraflores. En una de aquellas, participó en la conquista de siete trincheras peruanas, compartiendo honores con otros jóvenes oficiales que luego servirían bajo sus órdenes (7).

Luego de la ocupación de la capital peruana, Carrera Pinto fue ascendido al rango de teniente. Poco más de un año después, fue promovido al rango de capitán y jefe de la cuarta compañía del regimiento Chacabuco, que en aquellos momentos formaba parte de la división que ocupaba la sierra central del Perú.

El fraccionamiento de las tropas de la división del centro en un terreno hostil estaba demostrando ser un error estratégico que les acarearía graves consecuencias. Así, vista la difícil situación que enfrentaba con el avance de las fuerzas de Cáceres y a efecto de acortar las líneas replegando las tropas hacia lugares donde se pudiera ofrecer una sólida resistencia y prestar debida asistencia médica a los enfermos, el gobernador Lynch ordenó al coronel del Canto evacuar Huancayo, replegarse a Jauja y limitarse a retener la línea del ferrocarril de la Oroya u otro punto estratégico que conservara el libre paso del ejército al otro lado de la cordillera de los Andes. La ofensiva podría reanudarse una vez concluido el frío invierno andino. Sin embargo, ante el gran número de enfermos en sus tropas y otras circunstancias de carácter logístico, del Canto se vio forzado a retrasar su repliegue.

Fuera de Huancayo y separadas cada cual por una distancia de 20 ó 30 kilómetros se hallaban distribuidas las pequeñas guarniciones militares chilenas que tenían por misión contener a las huestes de Cáceres. Así, en Marcavalle se ubicaba la cuarta compañía del batallón Santiago, En Pucará estaban la 2da y 3ra compañías del mismo regimiento, en Zapallanga descansaba el resto del Santiago, en Jauja permanecían dos compañías del regimiento Chacabuco, mientras que otras compañías ocupaban Tarma, Concepción y la Oroya. En la situación en que se encontraban, los chilenos eran constantemente hostilizado por los guerrilleros y sus convoyes de pertrechos atacados y capturados. Además, un buen porcentaje de sus soldados había caído víctimas de enfermedades como el tifus y yacían inermes en hospitales o improvisadas tiendas de campaña.

La distribución de las fuerzas adversarias, sugirió a Cáceres la idea de encajonar a del Canto mediante un doble movimiento de rodeo, cortándole la retirada hacia la costa, para batirla posteriormente por partes. Para tal efecto el gran estratega peruano dividió sus fuerzas, consistentes en 1300 soldados y 3000 guerrilleros, en tres columnas. La primera de ellas, integrada por el batallón Pucará número 4, las columnas guerrilleras de Comas y Libres de Ayacucho y fracciones del batallón América, más destacamentos guerrilleros de Comas y Andamarca, quedó al mando del Coronel Juan Gasto. La segunda columna, compuesta por un batallón de regulares y un destacamento de guerrillas, quedó a órdenes del coronel Máximo Tafur y, La tercera columna, integrada por los batallones Zepita, Tarapacá, Izcuchaca, once piezas de artillería y destacamentos guerrilleros de Acoria, Colcabamba, Huando, Acostambo, Pillichaca, Huaribamba, Pampas, Pazos y Tongos, permaneció bajo el mando del propio Cáceres.

De acuerdo al plan, la columna del coronel Gasto debía marchar por el sector derecho de las alturas del río Mantaro y, virando por la localidad de Comas, debía caer sobre el pueblo de Concepción y batir al destacamento que ocupaba ese lugar. La columna de Tafur por su parte, debía avanzar hacia el oeste, pasar por Chongos y Chupaca, caer sobre la Oroya, atacar a la guarnición chilena y cortar el puente del mismo nombre para impedir el escape de las tropas adversarias hacia Lima. El general Cáceres por su parte se dirigiría a batir a los destacamentos chilenos en Marcavalle y Pucará.

El 8 de julio la columna de Cáceres arribó a la localidad de Chongos y se desplazó por los pueblos de Pasos, Ascotambo, Acoria y otros sin ser avistado por el adversario, acampando finalmente en las alturas de Tayacaja, frente al poblado de Marcavalle, primer objetivo militar de la expedición. Desde aquella posición los peruanos pudieron divisar claramente a las tropas chilenas del Regimiento Santiago. En la madrugada del nueve de julio, el general Cáceres ejecutó un ataque simultaneo con artillería e infantería. La sorpresa fue tal, que en no más de 30 minutos las fuerzas chilenas se vieron obligadas a retroceder hasta el pueblo de Pucará, ubicado a poco menos de un kilómetro y medio de Marcavalle, en dirección a Huancayo. En este proceso los chilenos sufrieron 34 bajas. En Pucará se trabó un nuevo combate entre las tres compañías del Santiago y cuatro compañías de los peruanos Tarapacá, Junín y la columna de guerrilleros de Izcuchaca. El ataque peruano alcanzó tal intensidad que la tropa chilena debió emprender otra apurada retirada. Las pérdidas sufridas por los chilenos en las acciones de Marcavalle y Pucará fueron considerables. Tuvieron 200 bajas, entre muertos y heridos. Asimismo dejaron en el camino gran número de municiones y otros pertrechos de guerra. Sus muertos fueron enterrados por las tropas peruanas. Entre ellos se encontraron seis oficiales, para quienes el general Cáceres dispuso sepultura especial y que se les rindiera los honores correspondientes.

A 26 kilómetros al norte de Huancayo y a 45 de Pucará, se encuentra el pintoresco pueblo de Concepción, que entonces contaba con unos tres mil habitantes. Aquella localidad, fundada por los incas en territorio de los Huancas y descubierta por el conquistador español Hernando Pizarro un 8 de diciembre, día de la Inmaculada Concepción, también había sido ocupada por una guarnición del ejército chileno, similar a las otras tantas fraccionadas a lo largo de diversos pueblos del hermoso valle del Mantaro. El cinco de julio del Canto había dispuesto que la cuarta compañía del Chacabuco, a órdenes de Ignacio Carrera Pinto –quien por cierto aun no había sido informado de su ascenso- relevara a la tercera compañía del mismo regimiento en dicho pueblo, comandada por el capitán Alberto Nebel. La compañía de Carrera Pinto consistía en 57 soldados de tropa, un sargento, cuatro cabos y un segundo oficial, el joven subteniente Arturo Pérez Canto, de 21 años de edad. A ellos se sumaban los subtenientes Julio Montt de la quinta compañía del Chacabuco, convaleciente de tifus y Luís Cruz, de la sexta, agregado, con apenas 18 años. También se encontraban en Concepción diez soldados, todos ellos extentos del servicio por razones de enfermedad; nueve pertenecientes a diversas compañías del Chacabuco y uno a la primera compañía del regimiento Lautaro. En total, 77 hombres. Cuatro de los suboficiales estaban acompañados por sus mujeres, comúnmente conocidas como cantineras, quienes convivían con ellos, asistiéndolos lealmente en sus faenas a más de apoyar los quehaceres domésticos del destacamento.

La vida en aquel pequeño y pintoresco pueblo era tranquila y pese al natural rechazo de la población no se registraban actos de violencia o sabotaje contra las fuerzas de ocupación. Parecía que el destacamento recién llegado no sufriría mayores contratiempos y la posibilidad de un enfrentamiento inmediato con el ejército peruano se vislumbraba como remota. No obstante, y de conformidad con las órdenes del alto mando, se adoptaron medidas preventivas. En tal sentido Carrera Pinto mantuvo a la tropa acuartelada y acondicionó dispositivos defensivos en el cuartel de la guarnición. Este funcionaba en una casa parroquial, ubicada al costado de la iglesia a cuyo otro extremo se levantaba una casa de dos pisos que había sido acondicionado como enfermería, construcciones todas situadas en plena Plaza de Armas. De la parte posterior del improvisado cuartel emergían las faldas del cerro del León. Ello y las bocacalles de la plaza eran motivo de preocupación, por lo que el capitán ordenó levantar barricadas en los accesos, contemplando un eventual escenario que implicara la defensa del perímetro de la plaza. Las municiones en los diversos regimientos chilenos de la división del centro estaban muy escasas y los soldados del Chacabuco no eran una excepción: Cada uno disponía apenas de 100 balas, cantidad ínfima pero apreciable si se comparaba con las 20 balas con que contaban los del regimiento Lautaro. La guarnición de Concepción tampoco poseía caballería ni piezas de artillería y se encontraba muy aislada, pues el destacamento chileno más cercano se encontraba en Jauja, donde acampaban otros 100 hombres del Chacabuco.

A las 9 de la mañana del 9 de julio, el ataque peruano iniciado en Marcavalle y continuado en Pucará -evidentemente inadvertido en Concepción- empezó a diluirse en plena persecución del adversario, que retrocedió hacia Zapallanga. Sin embargo las compañías del Santiago lograron hacerse fuertes en un lugar llamado La Punta, donde fueron reforzados por el destacamento acantonado en Zapallanga. El hecho que la fuerte división central de Huancayo se acercara para socorrer a sus camaradas, además de otras circunstancias motivó que Cáceres suspendiera el ataque en ese sector, con intención de reanudar las hostilidades al día siguiente. A plazo inmediato había logrado su objetivo y los chilenos había sido desalojados de dos poblados.

Después de recoger a los sobrevivientes del Santiago, el grueso de la división del Canto se replegó a Huancayo, pero en lugar de continuar hacia Concepción, cual era su objetivo, el comandante en jefe decidió permanecer en aquella ciudad y pasar ahí la noche. Si bien no se había recibido noticias de Concepción, nadie podía imaginar los dramáticos sucesos que ahí pronto se desencadenarían.

En efecto, el coronel Juan Gasto, comandante general de la División de Vanguardia, en cumplimiento a sus órdenes, partió de Izcuchaca con dos batallones del ejército regular y multitudes de campesinos provistos de hondas y rejones. Los soldados, un total de 300, pertenecían al batallón de infantería Pucará Nº 4 al mando del teniente coronel Andrés Freyre y al batallón de infantería Libres de Ayacucho bajo el teniente coronel Francisco Carbajal. Apenas disponían de 60 balas por hombre. Las fuerzas Irregulares estaban integradas por la columna Comas y guerrillas de Andamarca, al mando de don Ambrosio Salazar, las guerrillas de Orcotuna, guerrillas de Mito, guerrillas de San Jerónimo, guerrillas de Apata y las guerrillas de Paccha, que en conjunto alcanzarían unos 1,000 hombres.

El número de la columna peruana difiere ligeramente en el Parte Oficial del comandante chileno Marcial Pinto Agüero, quien señaló:

“El número de fusileros enemigos que atacaron Concepción, era de 300 al mando del coronel Gasto, más 1,500 hombres armados de lanzas”.

Previo consejo de guerra, el coronel Gasto encomendó al comandante guerrillero Ambrosio Salazar ejecutar el asalto. Así, aproximadamente a las 14:30 horas del domingo 9 de julio, las fuerzas peruanas aparecieron por los cerros que rodeaban el pueblo. Al percatarse de ello, el sorprendido capitán Carrera Pinto rápidamente evaluó con sus oficiales el curso de acción. La primera posibilidad que se presentaba sugería emprender una retirada rápida pero ordenada habido cuenta de la imposibilidad de sostener con sólo 77 soldados de infantería armados apenas con fusiles y bayonetas y escasos de munición, un ataque de 1,300 hombres. Esta posibilidad sin embargo fue rápidamente descartada al considerar que los guerrilleros peruanos podían emboscarlos en el proceso de repliegue y que sería más difícil combatir a campo descubierto, donde las tropas se presentarían más vulnerables. Se optó entonces por permanecer en el lugar y mantener la posición, pues se esperaba contar con el apoyo del coronel del Canto, que luego de evacuar Huancayo, debía pasar por Concepción en el transcurso de las próximas horas. En tales circunstancias los chilenos confiaron en resistir el ataque adversario, hasta que llegara el grueso del contingente y provocara un vuelco en lo que se vislumbraba como un desigual combate. En consecuencia, el enérgico Carrera Pinto ordenó a sus hombres prepararse para la lucha. Los heridos capaces de combatir ocuparon posiciones y aquellos que yacían enfermos como el teniente Montt se unieron a la lucha. Pérez Canto y 20 hombres fueron destacados en la esquina norte de la plaza de armas, Luis Cruz y otros 20 soldado se ubicaron en el noroeste, mientras que el teniente Montt ocupó con otros 20 efectivos el sudeste. Carrera Pinto por su parte, tomó 14 soldados para defender el sudoeste. Al mismo tiempo despachó al cabo Manuel Silva y dos soldados para que intentaran llegar a Huancayo y avisaran al cuartel general sobre su difícil situación. Así, la guarnición se vio reducida a 74 hombres sin siquiera haberse iniciado el combate.
 
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